Elegí como lema para mi ministerio episcopal unas palabras de San Pablo en Hch. 20,24: "Testigo del Evangelio de la gracia de Dios". De ahí el nombre del blog: "Evangelium Gratiae", el evangelio de la gracia. El 31 de mayo de 2013, el Papa Francisco me nombró obispo de la Diócesis de San Francisco, en el Este de Córdoba.
«La Voz de San Justo», domingo 1º de septiembre de 2024
“Jesús dijo a sus discípulos: «Lo que hace impuro al hombre es aquello que sale del hombre. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre».” (Mc 7, 20-23).
Jesús está criticando fuerte a los fariseos y su gusto por la apariencia: una cosa por fuera, otra por dentro. Para él, en cambio, es el interior del hombre la fuente desde la que crece la vida.
Jesús supera así la separación entre lo puro y lo impuro. El que quiera vivir según Dios, debe atender a su corazón: “Felices los puros de corazón, porque verán a Dios (Mt 5, 8). Toda purificación verdadera nace desde dentro, en una conciencia que se hace transparente a la verdad.
Es lo que suplicaba con humildad el orante de la Biblia: “Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu” (Salmo 50, 12-13).
El corazón es el terreno donde actúa el Espíritu de Cristo. Allí trabaja con finura de artista y sabiduría de maestro. Jesús sabe tocar el corazón y despertar las mejores preguntas, las que nos arrancan de la superficialidad y nos limpian la mirada para ver más hondo y más lejos.
Hoy es la Peregrinación juvenil al Santuario de la “Virgencita”. Treinta y cinco años caminando pocos kilómetros para despertar grandes preguntas en el corazón de los jóvenes.
“Ojalá que sepamos escucharte, Señor, y dejarnos sacudir por tu voz, para ser libres de verdad. Amén.”
Si en los debates públicos (también dentro de la Iglesia), una cierta percepción de la verdad de la condición humana, de alguna manera, no orienta las discusiones y las decisiones, eso termina haciéndolo el poder, también en alguna de sus formas, con sus picardías, estrategias y tácticas de viraje corto: ideologías dominantes, intereses de parte políticos, económicos, liderazgos fuertes (y siempre sesgados), etc.
De ahí que, en temas delicados y controversiales (p. e. las cuestiones de género o la violencia política de décadas pasadas), la ley del péndulo nos lleva de un lado a otro.
Pan para hoy, hambre para mañana… y vuelta a empezar.
Además, con una pizca del apasionamiento y el gusto por el conflicto que los argentinos llevamos en nuestro ADN, las cosas se complican y hacen todo más difícil, sobre todo, edificar hacia delante, pensando en el bien mayor de las nuevas generaciones.
Una posible salida de mayor sensatez y cordura, inspirada en la espiritualidad cristiana la ofrezco a continuación.
Me inspiro en unas palabras del obispo noruego Erik Varden. Escribiendo sobre «la perfecta libertad», Varden señala tres pasos:
1. Elegir y aceptar las cosas como son. Esta «opción por lo real» es clave. Estamos diseñados interiormente para ello en el cuerpo, en el alma y en la conciencia: somos apertura a la realidad que es la que nos muestra la verdad. Eso sí: además de una cierta fortaleza interior para hacernos cargo de los aspectos más arduos de la vida, siempre es útil una buena dosis de buen humor, sobre todo, saber reírnos de nosotros mismos (los argentinos sabemos hacerlo).
2. Confiar en la paciencia activa de Dios que sabe trabajar mejor que nadie el corazón humano. Por eso, el cristianismo, sobre todo su versión católica, es tozudamente optimista. Creemos en Dios y, por eso, confiamos en su más perfecta imagen y semejanza, jamás destruída por el pecado: el ser humano y lo que Dios, por creación y por gracia, ha puesto en él. Y del ser humano concreto, alma y cuerpo, historia y eternidad, carne y sangre. Eso también se llama: encarnación.
3. Y, por eso, saber esperar activamente, es decir, con mirada atenta y disposición para la acción. Los tiempos oportunos llegan y nos ofrecen, tímidamente primero, claramente después, los frutos de la siembra (la de Dios y la nuestra) para que los cosechemos.
Suena ingenuo, ¿no?
Pero podemos darle una oportunidad. Yo lo hago.
28 de agosto de 2024
Memoria de san Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
La política es lucha… por la justicia (sí, también la justicia social), el bien común, el mejor orden justo posible aquí y ahora.
La política es tarea de todos los ciudadanos, porque crear las condiciones para que cada persona -especialmente los que están creciendo y los más vulnerables- alcance su desarrollo más pleno, en esta vida y como promesa de la eterna, es responsabilidad de todos.
Es una lucha de todos.
La política es también la vocación específica de algunos hombres y mujeres que sienten ese fuego interior a mejorarle la vida a los demás; a trabajar -incluso poniendo entre paréntesis los propios intereses- por el desarrollo integral, el bien común y el bienestar de todos.
Para un bautizado que siente la vocación de la política esta es un genuino llamado a la santidad como unión con Cristo en el servicio a los hermanos.
Sí, la política exige lucha, sacrificio arduo, entrega generosa.
Pero no somos ángeles: tanto los ciudadanos de a pie como los hombres y mujeres de la política somos de carne y hueso, frágiles, débiles y -desde una mirada cristiana- también pecadores. El egoísmo, la mezquindad, la violencia interior y exterior caminan siempre con nosotros -en nosotros- como molestos compañeros de viaje.
Por eso, en algún punto, la estrategia de la polarización, del echar sal en la herida, del “cuanto peor, mejor”, por comprensible que sea en algunas situaciones y nos reporte algún beneficio coyuntural, a la larga, carcome desde dentro el alma de todos. Mucho más, cuando la gente, el pueblo o los ciudadanos -hablemos como queramos en este punto- vive o sobrevive en la incertidumbre del futuro, se arremanga cada día para salir adelante y puja por dejarse vencer por la bronca o, lo que es peor, la desesperación o el miedo.
Aquí, la responsabilidad de los que detentan el poder, en alguna de sus formas, es mayor, más exquisita y delicada.
En algún momento, el gusto por la agresión y el rugido feroz tiene que parar.
«La Voz de San Justo», domingo 25 de agosto de 2024
“Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios».” (Jn 6, 66-69).
Nuestro viaje por el capítulo sexto del evangelio de Juan ha durado cinco domingos.
Ojalá que Jesús nos haya arrancado la misma confesión que a Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iremos?”.
Es el viaje de la fe. Y no termina. No fue así para Simón, tampoco para nosotros. San Juan nos cuenta que este “¿A quién iremos?” tendrá que madurar en aquel: “Señor, tú lo sabes todo. Sabes que te amo” (Jn 21, 17).
Seguirá la misión –“Apacienta mis ovejas”- y, nuevamente, el camino hacia delante: “Sígueme” (Jn 21, 19).
Así para Simón y también para nosotros.
No pasemos por alto este “pequeño” detalle: el viaje de la fe es siempre una respuesta libre que suele germinar en la tierra árida del rechazo, la incredulidad o incluso la indiferencia como clima del tiempo.
El camino de la fe sigue y sigue, pero no en la incertidumbre, sino en la plenitud de ese encuentro que lo cambia todo.
Dejo la palabra a uno de los más grandes teólogos de siglo XX, Karl Rahner:
“Cabría decir que el cristiano del futuro o será un ‘místico’, es decir, una persona que ha ‘experimentado’ algo o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente religioso generalizado, previos a la experiencia y a la decisión personales”.
“Señor, ¿a quién iremos? … Vos lo sabés todo. Sabés que yo te amo. Amén”.
“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.” (EG 1).
Queridos catequistas:
¡Muy feliz día!
Estas palabras del papa Francisco inspiran la celebración del Día del Catequista de este año 2024.
Si ustedes me preguntan cuál considero que sea el desafío más de fondo de nuestra vida cristiana y eclesial, no lo dudo un instante: el encuentro con Cristo vivo de cada uno de nosotros, para que, de esa fuente, brote el anuncio del Evangelio a todos.
Las palabras del Santo Padre son un eco de aquellas otras del documento de Aparecida:
“Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo.” (DA 29).
Recorriendo la diócesis, veo con alegría cómo nuestras comunidades, los sacerdotes, catequistas, otros agentes de pastoral o simplemente hombres y mujeres de fe sencilla siguen buscando a Jesús, dejándose atraer por Él y entrando en el misterio fascinante de la oración, de la escucha de su Palabra y del silencio que nos transforma por dentro.
Es por aquí el camino.
Es verdad que a Jesús lo encontramos en los pobres, en los que sufren, en los que gritan suplicando una mano amiga que los ayude a caminar.
Jesús mismo nos lleva a ellos; pero nada ni nadie sustituye el encuentro vivo con Él, la experiencia fundante de experimentar la potencia de su amor y su gracia.
Por eso, catequistas: vayamos juntos al Señor. Él nos espera y nos está continuamente regalando su Espíritu.
Nos espera en la oración matutina, hecha de escucha, silencio y alabanza… como María. Nos espera en la eucaristía del domingo y en la celebración gozosa del sacramento de la penitencia. Nos espera en cada recodo del camino, incluso y especialmente en los que menos esperamos.
Los métodos son importantes, pero secundarios. Siempre estaremos aprendiendo y actualizándonos.
Sin embargo, en la catequesis como en toda forma genuina de transmisión de la fe, nada sustituye al TESTIGO que ha sido alcanzado y transformado por Jesús.
Eso marca la diferencia, aunque las metodologías no sean tan modernas ni ingeniosas.
No transmitimos solo saberes abstractos, sino un encuentro que nos ha enamorado y ha dado a nuestra vida orientación, libertad y esperanza: el encuentro con la Persona y la pascua del Señor Jesús.
Vayamos al encuentro del Señor.
Feliz Día del Catequista 2024
+ Sergio O. Buenanueva Obispo de San Francisco 21 de agosto de 2024 Memoria de san Pío X
“Jesús agregó: «Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo».” (Mt 13, 52).
La puja entre conservadores y progresistas que hoy tensiona al mundo católico no es algo nuevo.
Es una de las tensiones que reflejan la dimensión histórica de la Iglesia de Cristo, llamada a custodiar la fe recibida, pero también a caminar con ella hacia el futuro.
Del Concilio Vaticano II a nuestros días, y con momentos de fuerte conflictividad, esta tensión atraviesa la vida del catolicismo argentino.
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La decisión del obispo de Zárate Campana de revocar el permiso de residencia al Padre Javier Olivera Ravasi ha suscitado fuertes reacciones.
Conozco a algunos buenos católicos, vinculados a él, que se sienten conmovidos por esta situación.
Lo que para unos es una decisión correcta, para otros es una persecución.
Lo poco que he leído de él no me convence. No porque exprese el punto de vista del pensamiento tradicional, tan legítimo como necesario, sino porque algunos acentos no permiten reconocer la figura completa del pensamiento católico.
No pongo en duda la fe personal. Advierto solo que, cuando se piensa, se escribe y se actúa desde el conflicto, algunos riesgos se agudizan. Se requiere entonces un temple especial. Mucho más si se trata de la fe “que nos gloriamos de profesar”, como decimos en el bautismo.
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En el catolicismo argentino, la puja entre conservadores y progresistas de estas últimas décadas no ha sido sólo sobre ideas teológicas, formas litúrgicas, acciones pastorales o modelos de formación. A todo esto, ya de por sí delicado, complejo y sustancioso, se han sumado las fuertes tensiones ideológicas y políticas que, en tiempos recientes, alcanzaron altos niveles de violencia. Y siguen ahí, determinando nuestra vida y convivencia ciudadanas.
No solo los posicionamientos del padre Ravasi, sino también los de quienes poseen visiones contrapuestas a las suyas, e incluso algunas opciones pastorales de la mayoría de los católicos ajenos a estas polémicas, no terminan de entenderse sino desde las dolorosas heridas, aún abiertas, que dejaron aquellos años de duros enfrentamientos.
Esa es la realidad en la que estamos y a donde nos ha puesto la Providencia para que vivamos y comuniquemos la fe.
A mi criterio, esta es la difícil disyuntiva: ¿Será la fe viva de la Iglesia, centrada en el anuncio del Dios amor revelado en Cristo, el factor fundante y determinante de la misión eclesial en nuestro país, también en su proyección sobre lo socio, político, cultural; o, dándola por supuesta o sabida, la fe terminará diluida, secularizada y subordinada a un proyecto político-ideológico?
Este riesgo puede parecer más visible para el catolicismo de izquierda, como vimos en los vídeos de algunas celebraciones recientes, felizmente extraños para la mayoría de los católicos. Sin embargo, tampoco deja de serlo -a pesar de sus formas externas- para el catolicismo conservador, siempre tentado de volverse integrista.
La preocupación de que lo político prevalezca sobre la fe, reduciéndola a militancia política o a batalla cultural, no es ilusoria ni imaginaria en los tiempos que corren. Nos debería hacer a todos más humildes y atentos con la fe que se nos ha confiado.
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Cuando en 2007, el papa Benedicto XVI liberó el uso de los libros litúrgicos vigentes hasta la reforma del Concilio Vaticano II, propuso un modelo de interacción entre lo que él llamó las dos formas del único rito romano, llamadas no solo a coexistir, sino a ayudarse recíprocamente para expresar toda la riqueza católica de la fe.
La propuesta, por diversos factores, no prosperó. Sin embargo, muchos la consideramos válida, pues posee un enorme potencial para fecundar toda la vida eclesial, porque brota precisamente de ese manantial inagotable que es la Iglesia en oración.
Su valor no estriba en ser una estrategia de ocasión, sino en su genuina consistencia teológica que refleja la naturaleza de la misma comunión eclesial. En definitiva, lex orandi, lex credendi; pero también, lex intelligendi et lex vivendi.
La madre Iglesia es el hogar de todo lo que es verdadero, bello y bueno que hay, tanto en “progresistas” como en “conservadores”.
La lógica política del conflicto y la polarización, la agresión y la arrogancia del que se siente superior no puede tener cabida en la vida del Pueblo de Dios, regida por la ley superior de la pascua.
Que la caridad de Cristo, hecha también de cordial obediencia a la voluntad del Padre, prevalezca sobre nuestras pasiones.
«La Voz de San Justo», domingo 18 de agosto de 2024
“Jesús les respondió: «Les aseguro que, si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día».” (Jn 6, 53-54).
Cuando sus oyentes lo escuchan hablar así, inevitablemente se preguntan cómo Jesús puede dar de comer su carne (cf. Jn 6, 52).
El “discurso del Pan de Vida” es, en realidad, un diálogo provocador, con un incesante ir y venir de preguntas y respuestas. Se da una tensión creciente que desembocará en el abandono de muchos y, como contrapunto, en la confesión de fe de Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? …”
Al escuchar el relato, es bueno dejarse llevar por esa ida y vuelta entre Jesús y la gente.
Dos pistas para comprender el mensaje. Cuando Jesús habla de “comer su carne” y “beber su sangre”, el verbo “comer” indica lo que significa creer en él: asimilarlo como se asimila vitalmente el alimento. Por otra parte, “carne y sangre” indican su persona e historia concretas, con un matiz: “carne” significa la debilidad humana; y “sangre”, una vida entregada hasta la muerte.
Esa fragilidad entregada se mostrará en la pasión: en la mayor fragilidad, Dios revelará su más grande potencia divina: el amor que salva al mundo. El domingo próximo, Jesús redoblará la apuesta: el Pan bajado del cielo y su carne como alimento confluyen en la Eucaristía.
“Señor Jesús: tus palabras nos provocan, despertando el desafío de ir siempre más allá de la superficialidad en la que navegamos hoy como aturdidos. Ir al fondo, donde nos esperan las preguntas fundamentales de la vida. Allí estás vos y tu Padre. No dejés de provocarnos. Lo necesitamos. Amén”
Homilía en la solemnidad de la Asunción de María – Villa del Tránsito – 15 de agosto de 2024
¡Qué hermoso que es caminar juntos la Esperanza que nos anima y sostiene!
Así hemos llegado hasta este “santuario popular” de Villa del Tránsito. Un año más y como peregrinos de la fe, de la vida y de la esperanza.
En las fiestas patronales siempre pregunto al cura: ¿primero la Misa y después la procesión o al revés?
En Villa Concepción, tanto en la Peregrinación de los jóvenes como en la Peregrinación diocesana del 8 de diciembre, la caminata precede a la Eucaristía.
Aquí, como en otros lugares, la procesión prolonga la liturgia de la Santa Misa.
El encuentro con Jesús, de la mano de María, se prolonga en esa caminata orante y festiva por las calles de nuestro pueblo, en ocasiones bien acompañados por el sol, la brisa suave y el paisaje de nuestro campo.
La fe nos hace caminar. Ella misma es una gran peregrinación que comienza aquí en nuestra vida terrena, pero alcanzará su meta en el cielo, en la bienaventuranza, en la casa del Padre.
Allí, sentados a la mesa, con María Santísima y los santos (también con los de “la puerta de al lado”, nuestros queridos difuntos), compartiremos la alegría de la esperanza que ha arribado al puerto.
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“En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá.” (Lc 1, 39).
Así comienza el evangelio de hoy que acabamos de escuchar.
Contemplamos a María asunta en cuerpo y alma al cielo, pero el evangelio nos la presenta con los pies bien sobre la tierra.
No hay contradicción entre esta vocación celestial de Nuestra Señora y esta ocupación bien terrenal de asistir a una mujer anciana que está en trance de dar a luz.
Un día, el hijo de María, nos enseñará a rezar así: “Padre nuestro que estás en el cielo … hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.
Podemos dejar volar nuestra imaginación y no nos equivocaremos si pensamos que es lo que el jovencito Jesús vio en su casa de Nazaret, contemplando a su mamá María y a su “abba” José.
En ese hogar de la tierra, el cielo se hacía presente como fuerza de Dios que transforma desde dentro -en cuerpo y alma- a las personas, al trabajo, a los vínculos entre vecinos, a la vida misma.
Volvamos a la escena evangélica: María “entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».” (Lc 1, 40-45).
María va a dar una mano con las cosas de la casa. Pero lleva mucho más. Muchísimo más: lleva la alegría prometida, lleva a Jesús, el fruto bendito de su vientre.
Va con su fe sólida, corajuda, esperanzada y misionera.
Va colmada del Espíritu Santo, que la ha cubierto con su sombra y la ha hecho fecunda como se lo anunció el Ángel Gabriel.
Y, llevando en el corazón, en el vientre y en sus labios a Cristo, lleva así al Espíritu que, a través de ella, se derrama sobre Isabel, Zacarías y Juan.
Y todos experimentan la alegría del Evangelio.
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¿A qué hemos venido a este santuario tan querido?
Venimos caminando, porque somos peregrinos, hombres y mujeres de fe y aquí nos encontramos con María que, como en la casa de Isabel, nos tiende la mano y nos da la alegría que colma su corazón.
Aquí, celebrando, orando y caminando juntos, experimentamos la presencia de Jesús resucitado, el hijo de María, el que, resucitado de entre los muertos, ha glorificado a su madre en cuerpo y alma.
Queridos peregrinos:
El camino de nuestra vida por esta historia es arduo. Sentimos su peso en nuestras piernas, pero, sobre todo, en nuestro ánimo. En ocasiones, ese peso nos hace caer.
Incluso experimentamos que muchas obras buenas, legítimas y justas no llegan a término. El fracaso es un compañero de camino de todo ser humano, de toda familia, de todo pueblo, y también de la comunidad cristiana.
¿Qué pasa entonces? ¿No tenemos ya nada más qué hacer o esperar?
No. Lo sabemos muy bien.
Aún después de todos nuestros fracasos y caídas, siempre la fe nos aporta lo más valioso de la vida: la esperanza, la fuerza para seguir caminando, la voluntad de hacer el bien a todos, de devolver bien por mal, de perdonar, de sanar y de retomar, día a día, el camino de la paz.
¿Cuántos hombres y mujeres buenos y sencillos, aunque también frágiles y pecadores, viven así y también así pelean la vida cada día?
Están sostenidos por la fuerza de la Pascua de Jesús que transfiguró a María y que esta tarde -como cada 15 de agosto- nos convoca a celebrar y caminar.
No. A pesar de todo, de la bajeza y corrupción moral de tantos; de la mezquina mediocridad de quienes deberían ser grandes en ideas, compromiso y acciones; a pesar de las frustraciones que nos dan tristeza y bronca, que pesan sobre nuestra Patria y que hipotecan la vida de las nuevas generaciones; a pesar de nuestras propias inconsistencias personales y sociales; a pesar de todo, mirando a María y a la potencia de Dios en ella, tenemos esperanza y esa esperanza levanta nuestro caminar.
El cielo es nuestra vocación, transformar esta tierra en adelanto del cielo es nuestra misión.
¡Qué hermoso es caminar juntos la esperanza que nos da Jesús, el hijo de María santísima!
Al final está el archivo en PDF para descargar la reflexión.
Estamos celebrando el Día del docente católico en la provincia de Córdoba. Coincide con la gran fiesta mariana de la Asunción de Nuestra Señora. Es la pascua de María, la madre del Señor.
En la reflexión que les ofrezco, los invito a contemplar a María como signo de la humanidad nueva a la que estamos llamados como creaturas y desde el bautismo, pero también a la que servimos como docentes: la rica humanidad que crece en los niños, adolescentes, jóvenes y adultos a los que acompañamos como educadores.
Y pongo este acento: mirando a María, signo de esperanza para una nueva humanidad, nosotros seamos hombres y mujeres transformados como ella por la Pascua de Jesús, para ser testigos y educadores de la esperanza grande que el Espíritu derrama en los corazones.
En esta perspectiva, nuestras comunidades educativas surgen como hogar y escuelas de la esperanza cristiana.
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Les propongo escuchar los versículos iniciales de la primera lectura de la solemnidad de hoy, tomada del libro del Apocalipsis. Nos servirá de guía para nuestra reflexión.
Y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza. Estaba embarazada y gritaba de dolor porque iba a dar a luz.
Y apareció en el cielo otro signo: un enorme Dragón rojo como el fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y en cada cabeza tenía una diadema. Su cola arrastraba una tercera parte de las estrellas del cielo, y las precipitó sobre la tierra. El Dragón se puso delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo en cuanto naciera.
La Mujer tuvo un hijo varón que debía regir a todas las naciones con un cetro de hierro. Pero el hijo fue elevado hasta Dios y hasta su trono, y la Mujer huyó al desierto, donde Dios le había preparado un refugio para que allí fuera alimentada durante mil doscientos sesenta días. (Ap 12, 1-6).
El signo de la mujer en trance de parto apunta al otro signo: el hijo varón que da a luz y es elevado al cielo, al trono de Dios. El mensaje es claro: se trata de Jesús y de su resurrección que transforma todo.
La mujer es la comunidad cristiana y, por eso, también María que es como el espejo en el que la Iglesia se mira para comprender su misterio, su vocación y misión.
En el trasfondo: la lucha que aún continúa entre el bien y el mal, pero desde la perspectiva del Resucitado y de la mujer que lo ha dado a luz, es una lucha que ya tiene su final asegurado: la vida triunfará sobre la muerte, la mujer sobre el dragón infernal.
Es el signo de la esperanza que anima el alma y el camino de los cristianos. Esa esperanza está también en el alma y en la mística de la escuela católica y en el modo como ella vive la fe y educa a todos los que integran la comunidad educativa.
La escuela católica es comunidad y hogar de esperanza. Desde esta perspectiva, cada día, ustedes se acercan a esa realidad, en ocasiones dura y desafiante, que son los niños, niñas y adolescentes que las familias les confían para ser educados. Pero no menos que los docentes y demás personal que se mueve en la escuela o, incluso, que traspone ocasionalmente sus puertas.
A la escuela, todos llegamos con nuestra vida a cuestas, nuestras heridas y cicatrices, nuestras expectativas e ilusiones. En la escuela, a todos, nos espera Cristo, nuestra esperanza.
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La asunción en cuerpo y alma al cielo de Nuestra Señora es uno de los dos dogmas modernos definidos por la Iglesia, junto con el de la inmaculada concepción. Este lo fue en 1854, aquel que celebramos hoy en 1950. Sin embargo, son misterios celebrados por la fe de la Iglesia desde el principio.
Tenemos que mirarlos juntos para descubrir su potencial evangelizador y educador. Proyectan una poderosa luz sobre nuestra misión como Iglesia y como educadores en la Iglesia.
No es casualidad que hayan sido definidos cuando comenzaba a abrirse paso y consolidarse la cultura moderna, con su ansia e ímpetu de progreso, pero también con sus contradicciones, caídas y deformaciones.
María, la pura y limpia concepción, obra maestra de la gracia, transfigurada en toda su humanidad (en cuerpo y alma) es signo de la nueva humanidad que solo Dios puede crear y sostener con su acción poderosa.
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La cultura contemporánea oscila entre el optimismo ingenuo y prometeico del hombre que rompe sus vínculos con Dios para ser libre; pero también que, por otros caminos, cae en el pesimismo del nihilismo o del relativismo: nada es permanente, ni seguro, ni cierto, ni sólido.
La educación -ustedes lo saben tanto o mejor que yo- también navega por esas aguas tormentosas.
Al invitarnos a contemplar a María, inmaculada y resucitada, la fe católica nos desafía a mantener unidos, en la pastoral y en la educación, dos aspectos que parecen opuestos, pero que, sin embargo, están llamados a potenciarse recíprocamente.
Por un lado, a reconocer que en la raíz de la condición humana está la acción creadora y salvadora de Dios. En el lenguaje cristiano eso se dice con una de las palabras más hermosas del “diccionario cristiano”: GRACIA.
María es, precisamente, la “llena de gracia”, la completamente transfigurada y transformada por la gracia de Dios. Y esto a tal punto, que “llena de gracia” es casi el segundo nombre de María.
Esa es la primera palabra que tenemos para decir de María, pero también de nosotros mismos. Porque todo lo que Dios ha hecho en María -de modo eminente, original y único- es signo de lo que está haciendo también en nosotros.
Ante cada persona, el discípulo de Jesús ha de pensar así: estoy ante un misterio de amor, ante un regalo, un don y una bendición. El ser humano es “la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo” (GS 24).
Al reflexionar hoy sobre nuestra identidad como educadores católicos quisiera invitarlos a que esta mirada luminosa de fe y esperanza la tenga cada uno de ustedes sobre sí mismo: soy gracia, soy don, soy bendición, Cristo me ha amado a mí por mí mismo.
El encuentro con Jesucristo vivo -eso es la fe- repercute en toda nuestra persona. Y uno de esos efectos tiene que ver con transformar nuestra conciencia personal, haciéndonos muy conscientes del don que somos nosotros mismos. Y el don recibido y acogido con alegría tiende por sí mismo a transformarse en don ofrecido y donado a los demás.
La conciencia del don y la gratuidad que presiden y sostienen nuestras vidas nos abre a Dios y a los demás, conjurando así el peligro fatal de una autonomía que termina ahogándonos en nuestra propia autopercepción: somos mucho más de lo que somos capaces de percibir de nosotros mismos.
No estamos solos en la empresa más importante de nuestra vida: crecer, madurar, desarrollarnos como personas y alcanzar la plena estatura de nuestra condición humana.
Como enseña el profeta: somos arcilla en manos del alfarero que es Dios, un artesano que sabe modelarnos. Nos hacemos a nosotros mismos en la medida en que nos dejamos educar y formar por el Creador… y también por esa mediación tan efectiva que son los demás.
Educar, en este sentido profundo, es “sacar a la luz” la verdad de nosotros mismos, puesta dinámicamente en nosotros por el Creador. Formar es configurarnos con la forma de Cristo, el verdadero hombre. Y, junto a Cristo, está María como signo de humanidad lograda.
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Al mirar a María asunta al cielo, glorificada en cuerpo y alma, podemos también conjurar la otra gran amenaza que angustia hoy a las personas, especialmente a los jóvenes: el pesimismo que parece dominar la cultura contemporánea y que se manifiesta con rostros, en un primer momento, muy atractivos, pero que prometen lo que no pueden dar, sumergiendo a la persona en la angustia, la tristeza, un tono vital menor y desesperanzado.
María transfigurada por la Pascua de Jesús nos dice que el Padre que, por la fuerza de su Espíritu, resucitó a Jesús rescatándolo de los brazos de la muerte, está obrando en nosotros en la misma dirección.
Si “gracia” es una palabra clave del diccionario cristiano -tan bella como indispensable-, la otra palabra esencial del lenguaje cristiano y católico es un verbo que siempre tiene a Dios como sujeto exclusivo y excluyente: resucitar.
Dios trabaja siempre en nosotros, como lo hizo en la fría tumba en la que depositado Jesús y como hizo en la humanidad femenina de María, para resucitarnos, levantarnos y llevarnos a la plenitud que es la comunión con Él, ya aquí en la tierra, pero cuyo destino último es el cielo.
En este sentido, como docentes católicos les propongo un desafío, que lo es también para la misma Iglesia misionera: tenemos que redescubrir, con ingenio y creatividad, la forma de hablar nuevamente del “cielo” como de la meta y el premio que Dios ha prometido a quienes se animan a hacer suya la propuesta de vida del Evangelio de Jesús.
El cielo, la bienaventuranza eterna, la casa del Padre con sus muchas habitaciones, el banquete de bodas y la fiesta son metáforas bellísimas de la Biblia que necesitamos recrear para entusiasmar a nuestros jóvenes, y a nosotros mismos, para abrazar la aventura de vivir, de asumir con paciencia lo que de arduo siempre tiene la vida, especialmente las pruebas más duras a las que somos sometidos.
El cielo es un regalo de Dios, es una promesa que Él nos ha hecho explícitamente por Jesucristo, pero también es fruto de nuestro empeño humilde, perseverante y decidido.
Nos lo dice claramente el Señor: “Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre.” (Jn 12, 24-26).
Solo en esta perspectiva del don y la gracia, que nos preceden, acompañan y esperan, es posible educar en la libertad que se abre paso en la vida para formar en cada uno la imagen de Jesús.
Es la perspectiva de la esperanza cristiana, cuya naturaleza profunda es ser un don de Dios. No se confunde con el optimismo, no nos asegura que todo lo que hagamos nos saldrá bien ni que no tendremos dificultades o frustraciones en el camino de la vida. Lo que sí nos asegura es que no nos faltará la presencia y asistencia, el consuelo y la fuerza del Espíritu de Jesús resucitado para afrontar todos los desafíos humanos que la vida nos presenta.
La fe en Jesús, tras las huellas de María, siembra esperanza y alegría en nuestros corazones.
Ruego a Dios, para mí y para cada uno de ustedes, crecer en esta experiencia para ofrecerla con simplicidad a todos aquellos que el Señor mismo nos confía en nuestra misión como docentes que se dejan inspirar por el Evangelio.
¡Muy feliz día del docente católico para todos!
¡Qué María los cuide, inspire y acompañe!
Les doy mi bendición.
+ Sergio O. Buenanueva Obispo de San Francisco 15 de agosto de 2024
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