Elogio de la moderación política

El Parlamento: la casa de la palabra, el consenso y la moderación

¿Me permitís una palabra?

Los populismos -de izquierda o de derecha- deforman la democracia en varios sentidos. Uno de ellos es transformar la confrontación entre posturas distintas (normalmente bipolares: izquierda-derecha, conservadores-progresistas, etc.) en una exacerbación de los extremos.

La confrontación propia de las democracias liberales hace a la dinámica de la vida política de las sociedades que adoptan ese sistema de gobierno y de convivencia ciudadana. Se sustentan sobre un fundamento sólido: la aceptación sin reservas de la pluralidad, cuyo núcleo ético es el reconocimiento de la dignidad personal de cada ciudadano o miembro del pueblo.

Es el reconocimiento del otro como sujeto igual a mí.

Por eso, las confrontaciones democráticas, incluso las más encendidas, no tienen que poner en riesgo la unidad siempre en tensión dentro de la comunidad ciudadana. Al contrario, bien vividas, la expresan y la refuerzan.

Obviamente, siempre y cuando, ese núcleo ético que es el reconocimiento del otro no desaparezca ni se debilite. Se trata de un valor fundamental, pero también sumamente frágil, confiado al cuidado de la conciencia y libertad de cada ciudadano y de toda la sociedad.

Una convivencia así requiere de una mística anclada en sólidos valores espirituales y éticos. Para algunos de nosotros es el Evangelio; para otros, otras fuentes espirituales.

La Iglesia católica, por ejemplo, en cuanto sujeto social (y también político) mantiene una oposición crítica hacia muchas leyes (el aborto, por ejemplo). Acepta la legitimidad de las reglas de la democracia, pero mantiene su postura sin romper ni amenazar la cohesión de la sociedad. Y, como ella, tantas otras organizaciones o espacios espirituales, culturales y políticos.

El populismo procede deliberadamente de otra manera. Exacerba las diferencias que se dan dentro de la sociedad; niega subjetividad al otro, al que arroja fuera del espacio, considerándolo “no pueblo” y, por eso, siempre rompe la unidad y cohesión del pueblo al que dice servir. Incluso se echa mano de símbolos, expresiones o conceptos religiosos para darle una pátina mística a sus pretensiones de hegemonía.

No solo en Argentina, sino en varios rincones del globo, la democracia aparece amenazada por estas formas de entender la convivencia social.

La enseñanza social de la Iglesia católica, a la vez que busca respetar la dinámica y consistencia secular de la política, ofrece el horizonte inspirador del humanismo que se desprende del Evangelio y de su también secular forma de interpretar racionalmente la condición humana.

En su reciente encíclica Fratelli tutti, el Papa Francisco ha hecho foco en dos conceptos que abrevan en esa fuente: el de “fraternidad” y el de “amistad social”. Desde allí invita a transitar los caminos de -como él lo llama, con acierto- la “mejor política”.

Se trata de un verdadero “elogio de la moderación” en la política. Supone afirmarse con notable fortaleza interior en los instrumentos más políticos que conocemos: el diálogo, la búsqueda de consensos y acuerdos; la superación paciente e inteligente de los conflictos con una mirada de largo alcance; la sensibilidad hacia los más vulnerables, como motivación para atenuar el impulso del egoísmo en aras del interés común.

Tradicionalmente todos estos valores se asocian al “centro” de las distintas expresiones políticas: centro izquierda o centro derecha. Entre nosotros se ha puesto de moda bajarle el precio a esta búsqueda de un territorio común para construir el bien común, hablando de “Corea del centro”. Ni fu ni fa. Es una chicana casi infantil.

Nuestro país arrastra una profunda crisis social, económica y política que tiene raíces humanas y éticas. Sin un deliberado consenso, buscado con fortaleza y magnanimidad, será imposible diseñar el futuro.

Como he dicho otras veces: en esto, todos los ciudadanos tenemos que sentirnos responsables, pero, una responsabilidad histórica la tienen los hombres y las mujeres de la política. Esa es su vocación. Yo añadiría ahora: y de aquellos hombres y mujeres que hacen de la “moderación” su mística al servicio de todos.

Y es ahora, no mañana, pues entonces puede ser demasiado tarde.

La hora es grave y supone riesgos reales, que hemos visto realizarse en otros países y sociedades. No sería extraño que, en las próximas elecciones, buena parte de los ciudadanos, acosados por lo que implica sobrevivir al día a día y desinteresados de la política (a la que juzgan -y con razón- alejada de su vida e intereses reales), a la hora de entrar en el cuarto oscuro, se decanten por opciones radicalizadas, que ofrecen la ilusión de patear el tablero. Sabemos su destino: nuevas frustraciones, más rabia y menos discernimiento.

¿Será posible romper ese círculo vicioso? Creo que sí. A la moderación política le cabe la responsabilidad. Y que tenga también imaginación para hacérnoslo comprender.

Cuando oren, digan: «Padre…»

«La Voz de San Justo», domingo 24 de julio de 2022

“Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar […] «Cuando oren, digan: Padre […] Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan».” (Lc 11, 1-2. 13).

Contemplar a Jesús en oración ha sido impactante para sus discípulos. Esa experiencia arranca esta honestísima súplica: “Señor, enséñanos a orar…”. Así nace el Padre nuestro, la oración más evangélica de los cristianos. La más bella y esencial. Rezada a diario por millones de creyentes; musitada en silencio o cantada con entusiasmo, en medio del gozo o de la angustia. Una plegaria incesante.

La versión de Lucas es directa, concreta. Va al hueso. Todo resumido en la petición central: el pan de cada día, la gratuidad como suelo de la vida… y, por eso, el perdón recíproco, tan necesario como el pan.

Se puede decir también así: el don más grande que, según Jesús, el Padre quiere darnos es el Espíritu Santo. Que no nos falte el pan cotidiano ni el Espíritu de Jesús. Uno y otro nutren nuestra vida.

Por supuesto que los cristianos, con escandalosa confianza, acudimos a Dios para pedirle toda clase de cosas buenas. No le ocultamos lo que agita nuestro corazón. Pero, por encima de todo, sabemos que Él quiere darnos lo más valioso: un corazón, unos sentimientos y una mirada como la de Jesús. Es lo que nos da el Espíritu.

«Señor Jesús: enséñanos a orar. Despierta en nosotros el deseo de orar. Padre: danos el pan cotidiano, el Espíritu de tu Hijo. Santo Espíritu: ven a nosotros y ora en nosotros. Que seamos orantes, con Jesús y como Él. Amén.»

Jesús, los pobres y los ricos

«La Voz de San Justo», domingo 13 de febrero de 2022

“Entonces Jesús, fijando la mirada en sus discípulos, dijo: «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece! ¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados! ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán! […] Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo!” (Lc 6, 20-21. 24).

Dios no quiere la pobreza ni el sufrimiento. Jesús, su Hijo, ha venido a proponernos el sueño de Dios para la humanidad. Él lo llama: el reino de Dios. Y no es una esperanza solo para el cielo. Dios quiere que su reinado comience a sentirse aquí y ahora.

Cuando Jesús dice: “bienaventurados los pobres… ay de los ricos y satisfechos” no está otorgando piadosas consolaciones ni repartiendo condenaciones automáticas.

El evangelio de este domingo es muy concreto. Jesús se dirige a sus discípulos, es decir, a aquellos que han aceptado su propuesta de vida. Y les dirige cuatro “bienaventuranzas” y cuatro “ayes”.

Felices aquellos que, por seguirlo a él, lo han dejado todo, poniendo en el centro a Dios y a los hermanos. Los que tienen hambre de un mundo nuevo. Los que lloran porque todavía reina la injusticia, en un mundo que se cierra al reino de Dios. Son felices por la libertad que reina en sus corazones. Bienaventurados como lo es Jesús, el Padre y el Espíritu.

Los cuatro “ayes” son los gritos de un padre que ve a sus hijos empeñarse en una vida engañosa que, al final, terminará en el fracaso más rotundo. Porque eso ocurre cuando se vive para sí mismo. Ese estilo de vida metaliza el corazón, nos vuelve insensibles y despiadados. Aquí no hay libertad ni alegría, sino la tristeza de ser esclavos de sí mismos.

Jesús y su Evangelio nos desafían a acertar con las decisiones fundamentales, especialmente aquellas que le imprimen un rumbo preciso a nuestra vida: qué tipo de personas queremos ser, sobre qué valores asentar nuestra vida, qué huella dejar.

La propuesta de Jesús es vivir como hijos e hijas de Dios y como hermanos, especialmente de los más pobres y heridos. Una propuesta más desafiante cuando mayor es la injusticia, la desigualdad y el descarte de personas. Es la realidad de nuestra Argentina hoy. Aquí tenemos que vivir el Evangelio de Jesús.

No es “pobrismo” que romantiza la pobreza. Es la opción del Evangelio que ofrece la fuerza del amor de Cristo para luchar contra toda forma de deshumanización.

“Señor Jesús: pasaste toda la noche en la montaña, expuesto a la mirada de tu Padre. Y, con esa fuerza divina, bajaste al llano, donde estamos nosotros, tus discípulos. Volvé a gritarnos las bienaventuranzas. Volvé a invitarnos a ser benditos como vos. Pero también volvé a sacudirnos con ese “¡ay!” de dolor que has escuchado en el corazón de tu Padre por el desatino en nuestras vidas. Tu Palabra nos hiere e incomoda… No dejés de hacerla resonar en nuestra vida. Amén.”

Heridas y sueños de Argentina

“El sol del veinticinco viene asomando…”

¡25 de mayo, día de la Patria!

No está de más recordar que “Patria”, entre otras cosas, evoca la “tierra de los padres”.

Como un eco del cuarto mandamiento: honrar padre y madre. Así también honramos y amamos la Patria.

Y anhelamos lo mismo: una Patria de hermanos, una casa común, una familia grande.

Dios creador nos ha regalado la tierra, nuestra casa común, y ha puesto la semilla de esa maravillosa diversidad que son los pueblos y naciones de la tierra. Argentina es una de ellas.

Geografía, cultura, historia compartida.

Patria es tu casa, tu familia, tus vecinos, tu pueblo o ciudad. Tu lugar en el mundo y lo que está más allá también. Los que amas y te aman. Los que ya no están y extrañamos. Pero también aquellos con los que tenemos alguna forma de distancia o desavenencia, incluso, al menos en algún punto, insalvable.

Cercanos y lejanos, amigos y extraños; los que piensan como vos y los que no. Aquellos con los que tenés afinidad… y otros con los que parece que nada hay en común.

Pero parece nomás, porque tenemos algo decisivo en común: la común humanidad… somos semejantes… y eso tiene que pesar. Es decisivo reconocerlo.

Cuando hoy pienso en Argentina, a la memoria del corazón me vienen dos imágenes: una Argentina “herida” y una Argentina “soñada”.

Hablar de heridas es evocar sufrimiento, dolor, desencuentros. También muertes, exilio, discordia. Hoy vivimos un tiempo de mucho dolor e incertidumbres. Sí, nos sentimos “heridos y agobiados”.

Mirar nuestras heridas no necesariamente es un acto negativo: como quien se goza en el dolor, para permanecer instalado allí.

Podemos mirar nuestras heridas y encontrar en ese dolor compartido la luz que necesitamos para mirar más hondo en la vida, ver lo que es realmente importante y, de esa manera, encontrar aliento para mirarnos a los ojos, caminar juntos y soñar el futuro.

Cuando salgo de mí mismo y trato de hacer mías, de alguna manera, las heridas y cicatrices de los demás, también de mis adversarios, algo profundo cambia en nuestro modo de percibir la vida. Algo realmente humano y humanizante.

Hay que atreverse a dar ese paso. Tal vez, este tiempo duro de pandemia, de tanto dolor, nos esté dando esa posibilidad.

Por eso, de esas heridas así reconocidas y compartidas puede nacer la Argentina “soñada” de la que hablaba antes. Un sueño nuestro para las nuevas generaciones de argentinos y argentinas que están creciendo. Una Argentina más luminosa.

Es un acto de Esperanza. Y escribo esta palabra sagrada y frágil con mayúsculas porque soy cristiano, discípulo de Jesús y su Evangelio. Creo en Dios y trato de servirlo hablando de Él, de su amor y misericordia.

Esperanza es un regalo que el mismo Dios hace surgir en los corazones en los que ha sembrado la semilla de la fe. Y mirar la vida con ese fuego que alumbra es ver el futuro con la mirada transfigurada.

Feliz día de la Patria.

Sí: ¡Viva la Patria!

Mensaje Pascual 202

«Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo.” (Mc 16, 8).

Así concluye el evangelio que hemos escuchado en la Vigilia Pascual. Vale la pena volver sobre él.

Las mujeres, sobreponiéndose al dolor por la muerte de Jesús, acuden tempranito a honrar al ilustre fallecido. Las mueve el amor. De camino se dan cuenta de la “pesada piedra” que hay que remover para ungir el cuerpo. Pero el “genio femenino” no se arredra: siguen su camino.

Al llegar, un anuncio inesperado y desconcertante: “No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí.” (Mc 16, 6).

El misterioso joven de blancas vestiduras que así les habla tiene para ellas una misión: ir a comunicar esto mismo a Pedro y a los demás discípulos; y que se pongan en camino hacia Galilea, porque allí tendrá lugar el encuentro con el Resucitado. Tomemos nota: no hay experiencia de la resurrección sin una misión que cumplir, sin comunicar el anuncio recibido.

Sobreviene entonces el temor, que se convierte en huida: salieron corriendo, aterrorizadas.

¿Nos sorprende? Meditemos un poco: ¿hemos tomado realmente en serio lo que significa aquella tumba vacía? ¿Que la muerte ha sido absorbida por la vida? ¿Que aquel humillado era “verdaderamente el Hijo”, como lo confesó el centurión? ¿Nos damos cuenta de que eso cambia todo: nuestra mirada y el modo de pararnos frente a la vida y a la misma muerte? ¿Nos damos cuenta de que solo de ese Crucificado nace la esperanza? ¿Comprendemos que la incertidumbre de este tiempo es, para nosotros, el camino hacia el encuentro con el Resucitado? ¿Qué precisamente allí nos está esperando?

Hermanos y hermanas: al saludarlos en esta Pascua 2021, también este año en pandemia, no puedo sino invitarlos a experimentar el mismo vértigo de aquellas mujeres. Solo así estamos en condiciones de convertirnos en discípulos misioneros de Jesús resucitado. Miremos, si no, a estas benditas mujeres: tuvieron que pasar por esa fuerte experiencia para llegar a ser “apóstoles de los apóstoles”. Con ese anuncio comenzará la historia de la que somos parte: historia de fe, de misión y de esperanza compartida. Porque también nosotros hemos recibido el mismo mandato: vayan y cuenten a todos esta buena noticia.

Es la historia que Dios está llevando adelante, porque es el Dios que ama la vida y, por eso, resucitó a su Hijo y nos resucitará a todos nosotros “por Cristo, con Él y en Él”.

Feliz Pascua para todos, guiados por las santas mujeres que pasaron del miedo a la esperanza. Nos acompañan también María y José de Nazaret.

Con mi bendición.

+ Sergio O. Buenanueva,
obispo de San Francisco