¿Cómo vivir tiempos difíciles y conflictos?

A raíz de una entrevista que me hiceron días pasado en Radio María Argentina les comparto estas reflexiones personales. Vivimos tiempos complicados y sobrecargados de tensiones. ¿Cómo los encaramos los discípulos de Jesús?

Abajo les dejo un texto inspirador: la «Meditación para tiempos difíciles» del siervo de Dios cardenal Eduardo Pironio. Se puede descargar.

Educar para la democracia

La revista de CONSUDEC publicó este artículo mío en su edición de abril pasado.

Voté por primera vez aquel 30 de octubre de 1983. Tenía diecinueve años y cursaba segundo de filosofía en el Seminario. Tiempo después, en mi parroquia de origen, leí el “Nunca Más” de la CONADEP. El recuerdo de estos hechos y, de manera especial, el ambiente efervescente que los rodeaba sigue vivo en mi memoria, ahora que estoy arañando los sesenta años.

Evoco estos recuerdos porque -a mi criterio- muestran un consenso de fondo al que arribamos buena parte de los ciudadanos argentinos saliendo de la noche oscura de la dictadura. Ante todo, la elección de la democracia y del orden constitucional para la construcción del futuro compartido. El consenso en torno al “Nunca Más” supone también el rechazo de la violencia política como forma de dirimir los conflictos que atraviesan la vida ciudadana. En positivo: apostar por una cultura democrática asentada en el reconocimiento de la dignidad de la persona y los derechos humanos.

A cuarenta años de distancia, y con la responsabilidad episcopal a cuestas, no puedo dejar de preguntarme por el estado de salud de este consenso, sobre todo, mirando a las nuevas generaciones.

La buena salud de una sociedad supone que, de tanto en tanto, los pueblos tengan que volver a elegir los grandes valores éticos de la justicia, del bien y de la convivencia. Cada generación está siempre ante la decisión, nunca realizada del todo, de elegir el mejor orden justo posible para la edificación de la convivencia ciudadana y la consecución del bien común.

Estos grandes valores están siempre delante de la conciencia, reclamando ser reconocidos como verdaderos. Reclaman también la elección de la libertad de personas y grupos concretos, frágiles y situados en contextos también concretos y limitados. Reclaman el trabajo virtuoso de la paciencia y la perseverancia. El bien y la verdad solo se poseen cuando se los elige y, sobre todo, cuando se busca realizarlos en la propia vida.

Los consensos en torno a los grandes valores son tan importantes como frágiles, sobre todo, cuando, como ocurre hoy (y no solo en Argentina), la crisis de la representación política y del mismo sistema democrático, hace que vuelvan a ofrecerse los atajos de solucione simples a problemas complejos. Me refiero a los populismos, tanto de izquierda como de derecha. El papa Francisco ha hecho un lúcido examen de este preocupante fenómeno en Fratelli tutti. La decepción y el escepticismo que ya gravitan en algunos ambientes abren la puerta a la tentación de nuevas formas de autoritarismos. ¿Cómo impacta todo esto en los jóvenes?

La complejidad y pluralidad de la sociedad argentina es, hoy por hoy, mucho mayor que aquella de hace cuarenta años. El desafío de reavivar nuestros grandes consensos, como a los que aludí, se vuelve más acuciante. En aquel 1983, el consenso en torno a la democracia y el imperio de la ley, los derechos humanos y el rechazo de la violencia política aunaron razones y motivaciones, emociones y pasiones. Lograron convocar a buena parte del pueblo argentino. Y, por eso, pusieron en marcha un proceso virtuoso que se ha mantenido en el tiempo. Que, con sus más y sus menos, nuestra institucionalidad haya sorteado pruebas muy duras (la gran crisis de 2001, por ejemplo), son aspectos que no podemos dejar de reconocer. Es un gran logro del pueblo argentino.

En el núcleo ético de la democracia está el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, sus derechos y deberes. De aquí se deriva también el reconocimiento de la legitimidad de la pluralidad de opciones políticas. Esto supone, para la escuela católica, el desafío de preparar a niños y adolescentes para una cultura democrática asentada sobre el respeto por el otro. Toda forma de divergencia o disenso tiene su lugar en ese espacio generoso que supone respetar al otro como un semejante, aunque no se compartan con él ideas o valores. 

La escuela católica tiene que mirar de frente este desafío. Y encararlo desde la riqueza del humanismo cristiano que es la enseñanza social de la Iglesia. En el Evangelio encontramos ese conjunto de razones y motivaciones que pueden conquistar el corazón de las personas, especialmente de los niños y jóvenes que pasan por nuestros espacios educativos. La persona de Jesús, su verdad y belleza, está ahí, intacta, viva y presente, cautivando corazones, convenciendo con su luz propia y encendiendo corazones con el fuego del Espíritu. Es el activo pedagógico más grande de la escuela católica que educa evangelizando y evangeliza educando.

En la Oración por la Patria le hemos pedido al Señor la “pasión por el bien común”. Seamos pues apasionados, con la pasión del Evangelio: pasión por Dios, por la verdad integral del ser humano, por los pobres, que son sacramento de Cristo, y por el bien común. 

¡Ánimo! El Espíritu sabe vencer todo rigorismo espiritual y moral

La «conversión» de san Pablo…

El rigorismo moral es una verdadera patología del espíritu. Una dureza de corazón y ceguera espiritual que, normalmente, hace sufrir mucho. En primer lugar, a la propia persona que lo padece… y también a quienes lo tratan.

Cuando se apodera de un grupo de personas genera un clima irrespirable, lleno de tensiones, agresiones y altanería. Puede tener la apariencia de fina religiosidad; es, sin embargo, mundano hasta la raíz. Ahí no está Dios.

Y puede ser -si hablamos en esos términos- tanto de fisonomía conservadora como progresista, cada uno con sus matices y peculiaridades, pero moralistas al fin.

Para algunos autores, esta ceguera espiritual es más grave que muchos pecados que, precisamente, tienen su matriz en ella. Difícil de reconocer y, por eso, de vencer, sobre todo por las propias fuerzas.

Suele ir de la mano de un fuerte perfeccionismo narcisista, de la enfermedad dolorosa de los escrúpulos, del juicio implacable hacia los demás que expresa la falta de misericordia consigo mismo.

Nunca ve matices. Todo se ve y se juzga en blanco y negro.

Es una cárcel triste de la que es difícil salir. Un verdadero infierno. Asomarse al alma de quien lo padece, superado el rechazo inicial, despierta una inmensa compasión. Y la súplica a Dios para que libre a esas almas atormentadas.

Lo que es imposible para el hombre, no lo es para Dios, sobre todo, para ese exquisito orfebre de manos diestras, el artesano de la vida espiritual: el Espíritu Santo.

Su campo de acción es precisamente nuestro corazón humano, duro, ciego, empedernido, desconfiado. A Él le suplicamos en la Secuencia de Pentecostés: “Suaviza nuestra dureza,
elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos.”

¿Cómo nos trabaja el Espíritu para liberarnos de esa prisión?

Sus caminos son variados, creativos y muy concretos. Siempre actúa respetando delicadamente la propia biografía humana y espiritual, la propia libertad y conciencia personales. Sabe esperar. Camina la paciencia, como enseña san Pablo.

Y, como Persona divina, tiene la capacidad de entrar en el corazón humano, sin violentarlo ni apresurarlo, para conducirlo a la Verdad, al Bien y a la Belleza que es el Rostro de Cristo. En su acción, la gracia divina y la libertad humana convergen de manera admirable, sin confusión ni división, sin separación ni yuxtaposición. Como en la encarnación…

Sin embargo, la experiencia nos enseña dos cosas que, a mi criterio, son fundamentales.

En primer lugar, en algún punto del propio camino, el que sufre de este rigorismo moral, toca fondo: su empeño por ser perfecto choca invariablemente con su propia finitud y fragilidad. Es una experiencia dura, pero también de gracia. Allí, en el momento duro del descenso a los propios infiernos del alma, el Espíritu actúa de manera extraordinaria.

Es un punto de quiebre. Todo se puede ganar o desmoronar. Pero, si la humillación de verse pobre, pecador y miserable abre paso a la humildad, el Espíritu Santo obre el milagro: el hombre o mujer aquejados de esta enfermedad del espíritu se ve liberado, consolado por dentro, pacificado y, bajando por el camino de la humildad, es llevado hasta el encuentro salvador con Cristo.

Comprende, como el personaje de Bernanos, que “todo es gracia” y que hay que serenar el corazón y dejarse llevar.

Aquí se abre el segundo aspecto, complementario al anterior: el Espíritu Santo vence nuestra dureza interior mostrándonos el Rostro del Crucificado, su deslumbrante y desconcertante belleza, su mansedumbre, su paciencia, su omnipotencia divina perfectamente manifestada en su fragilidad de Cordero inmolado.

Es una verdadera revolución espiritual: el Espíritu Santo nos lleva ante el Crucificado -como ocurre en la liturgia del Viernes Santo- para que besemos su Rostro y sus llagas; nos convence de su Belleza salvadora; nos desarma ante el Amor más grande.

Es la experiencia de tantos hermanos y hermanas que, desde la dureza del rigorismo, se han convertido en testigos de la Mansedumbre de Cristo: de san Pablo a san Ignacio, pasando por Teresita del Niño Jesús y san Francisco de Sales.

Así que: ¡ánimo, el Señor te llama, como a aquel ciego del camino que, en un momento brillante de docilidad a la gracia se puso a gritar, suplicando la misericordia del Señor que pasa!

Amén: Francisco responde

Vuelvo a publicar mi primera reacción al documental «Amén: Francisco responde».

Se puede analizar (y criticar) el documental desde muchos puntos de vista, examinando sus diversos aspectos: el hecho en sí mismo, el grupo de jóvenes convocados, los sesgos de las intervenciones, el intercambio que se genera, las respuestas del Papa y el acierto de lo que dice…

Aquí, yo solo pregunto en voz alta: salvadas todas las distancias («mutatis mutandis», decían los latinos), ¿este encuentro no se parece a los que curas, catequistas y obispos tenemos normalmente?

En las visitas pastorales y encuentros, por ejemplo, con chicos de secundaria, afloran cuestiones similares. Uno va desarmado, con un poco de ansiedad por lo que esos chicos y chicas quieran decir.

Al menos, en mis respuestas trato de ser honesto y claro, aunque muchas veces me vuelva reprochándome algo (o mucho) de lo que dije. En ocasiones, dándome cuenta de que mis respuestas pueden haber sonado a «producto enlatado».

Los jóvenes, sean creyentes o no, merecen que nos expongamos así. Para mí, es una forma de amor hacia ellos… de «caridad pastoral».

Es lo que ví en Francisco y apruebo, más allá de algunas respuestas que yo no hubiera dado como él (aborto y «sicarios», por ejemplo).

Estoy con Francisco.

“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”.

Lo escribió Francisco en su documento programático “La alegría del Evangelio”. Lo ha repetido muchísimas veces. Y lo ha puesto en práctica, una y otra vez.

Una de estas ocasiones está, por estas horas, dando su vuelta al mundo. Es el documental: “Amén: Francisco responde”, realizado por Disney y que, aquí en Argentina, se puede ver en la plataforma de streaming Star Plus.

¿Qué decir al respecto?

Ante todo, que hay que tomarse el tiempo (unos 82 minutos) para ver, escuchar y rumiar ese encuentro. Vale la pena. Ojalá que, en un tiempo, podamos tener un mejor acceso (es decir, gratis), porque el documental puede resultar un magnífico material evangelizador.

Verlo, hacerlo ver, reflexionar sobre él y los múltiples aspectos que tiene: el Papa, su actitud e intervenciones; los jóvenes, sus rostros y vivencias, sus cuestionamientos y lo que dejan dando vueltas en el corazón de quienes los escuchan; el modo de entrecruzarse la fe, la vida, las esperanzas y las inconsistencias que habitan el corazón humano.

El equipo que lo preparó reunión a un grupo de jóvenes que representan distintos mundos juveniles. No son todos e incluso se puede criticar una prevalencia de temas y preocupaciones (aborto, lgtb+, increencia, etc.) que dejan en sombra -o, a la espera- otras realidad juveniles.

Vuelvo sobre la frase que abre este artículo. En esa hora y media que dura el documental ha pasado precisamente eso que el papa Francisco propone a la Iglesia.

El hecho es evangelizador. Es más: es Evangelio, buena y alegre noticia. Francisco, anciano y rengueando, se expuso a la mirada, a las preguntas y a los corazones de esos diez chicos llegados a Roma desde distintos rincones del mundo, pero, sobre todo, desde vivencias muy duras de la vida y de la fe.

Y Francisco fue desarmado. En algunos tramos del diálogo, incluso se notó que esa exposición no estaba guionada. Se dejó interrogar y, como nos pasa a todos, se lo vio buscando palabras para decir; pero, sobre todo, tantear gestos de genuina cercanía… y también de exquisita ternura.

Imposible no pensar en lo que los evangelios nos cuentan de los encuentros de Jesús con -aquí hay que usar la palabra- los “pecadores”: Jesús toma la iniciativa y, con su sola presencia de amigo, pone en marcha el reencuentro. El gesto es lo que cuenta como hecho de salvación. Los evangelios no nos dicen nada acerca de qué hablan en torno a la mesa. Siempre destacan la iniciativa de Jesús, la alegría de sus eventuales comensales y lo que desata en sus corazones: ver, si no, lo que pasa en Jericó y, sobre todo, en el corazón de Zaqueo.

El diálogo, en sí mismo, es también destacable. Se dio entre los jóvenes y el papa, pero también, en torno a Francisco, los mismos jóvenes dialogaron entre sí, intercambiaron miradas, experiencias y silencios. Al finalizar, Francisco le puso nombre a ese estilo de encuentro: la fraternidad que nace de ese Dios Padre que nos ha mostrado Jesús. Potente mensaje.

El encuentro tuvo sus momentos álgidos. El intercambio con el joven español que saca a la luz el drama de los abusos. La joven argentina (de Santiago del Estero) que se declara católica y feminista, y que le acercó al papa el pañuelo verde. En ese punto, Francisco tuvo la claridad del amor y la misericordia. Tuvo el equilibrio que supone decir la Verdad del Amor y en el Amor (el Logos cristiano -al decir de Benedicto XVI- es también Agape).

Lo más fuerte -para mí- es el diálogo que se dio en torno a la experiencia de la joven que trabaja en el mundo de la pornografía. Ahí, Francisco recibió la inestimable ayuda de una veinteañera española, Neocatecumenal, que entró en diálogo con exquisito tacto. Francisco se sumó a ese difícil intercambio de miradas.

A esta joven, el papa le reservó lo que a mis oídos sonó como una evangélica bienaventuranza: le agradeció y felicitó por el testimonio de su fe en medio de un contexto difícil y, como buen padre en la fe, le señaló con claridad que ese viaje que es la fe cristiana siempre estará marcado por la prueba.

La fe -le dijo- solo crece como fe probada, e impugnada, añado yo.

Aquí me detengo. Espero verlo de nuevo con mayor detenimiento. Hay mucha tela para cortar de este intenso encuentro del papa con el mundo de los jóvenes… o, al menos, con algunas situaciones juveniles.

¡Qué bueno es vivir la fe en una Iglesia que muestra lo mejor de sí misma (el Evangelio animado por el Espíritu) cuando se ve obligada a salir de sí misma, a dejarse herir y hasta “ensuciar” por el barro de la historia!

Sí, yo también “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”.

¡Gracias Francisco y gracias chicos y chicas que nos regalaron este momento de Pascua en medio de esta Pascua 2023!

Democracia y partidos políticos desde la enseñanza social de la Iglesia

Los partidos políticos tienen la tarea de favorecer una amplia participación y el acceso de todos a las responsabilidades públicas. Los partidos están llamados a interpretar las aspiraciones de la sociedad civil orientándolas al bien común, ofreciendo a los ciudadanos la posibilidad efectiva de concurrir a la formación de las opciones políticas. Los partidos deben ser democráticos en su estructura interna, capaces de síntesis política y con visión de futuro.” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Católica, 213).

Un pendiente de nuestra joven democracia (¡solo cuarenta años!) es la democratización interna de los partidos y las coaliciones políticas. Supone reglas claras, conocidas y aprobadas por todos. También procesos previsibles de tiempo para conocer candidatos y propuestas.

Hasta ahora, salvo alguna excepción, ha regido el “dedazo”, por usar una imagen que todos entendemos.

Que un dirigente tenga como meta ser candidato y alcanzar un puesto de poder es normal y necesario. El altruismo no está en esto, sino en el virtuoso (y no negociable) respeto por la ley pero, sobre todo, en la exigente laboriosidad de empeñarse por el bien común, superando los intereses de parte (también los de su parte).

Es parte del juego democrático entonces que, dentro de cada espacio político, haya una lucha legítima por hacerse de las candidaturas y alcanzar el poder. Incluso que los debates de ideas y propuestas sean fuertes, duros y de alto voltaje.

Los ciudadanos necesitamos conocer qué piensan, como sienten y, sobre todo, cómo se mueven en la gestión concreta de los conflictos los que después nos pedirán el voto.

Pero tiene que ser en el marco de un proceso electoral -como dije arriba- previsible y medianamente ordenado.

Si el legítimo interés en dirimir candidaturas absorbe todas las energías puede que ocurra como está pasando ahora: la discusión sobre candidaturas, salvo excepciones, deja peligrosamente de lado -o, al menos, en suspenso- los problemas reales que aquejan a la sociedad y a los ciudadanos: de la inflación a la inseguridad, la incertidumbre de futuro de los jóvenes o la previsión de la vejez de los que ven cercana la jubilación, más un largo etcétera. Aparece así el canto de sirena de la “antipolítica”…

Como hemos señalado tantas veces: la actual crisis de la democracia se alimenta del descrédito de una política que parece enamorada de sí misma, más que del interés general, de la pasión por el bien común, o cómo queramos llamar al bien que ha de perseguir esa noble vocación.

Pienso que, a cuarenta años de haber “recuperado” la democracia, tenemos que recrear los consensos que nos permitieron salir de la noche oscura de la violencia política y el terrorismo de estado, a saber: la dignidad de la persona humana y sus derechos, pero también la opción que hicimos por el camino de la democracia para construir nuestro futuro.

Amén: Francisco responde

“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”.

Lo escribió Francisco en su documento programático “La alegría del Evangelio”. Lo ha repetido muchísimas veces. Y lo ha puesto en práctica, una y otra vez.

Una de estas ocasiones está, por estas horas, dando su vuelta al mundo. Es el documental: “Amén: Francisco responde”, realizado por Disney y que, aquí en Argentina, se puede ver en la plataforma de streaming Star Plus.

¿Qué decir al respecto?

Ante todo, que hay que tomarse el tiempo (unos 82 minutos) para ver, escuchar y rumiar ese encuentro. Vale la pena. Ojalá que, en un tiempo, podamos tener un mejor acceso (es decir, gratis), porque el documental puede resultar un magnífico material evangelizador.

Verlo, hacerlo ver, reflexionar sobre él y los múltiples aspectos que tiene: el Papa, su actitud e intervenciones; los jóvenes, sus rostros y vivencias, sus cuestionamientos y lo que dejan dando vueltas en el corazón de quienes los escuchan; el modo de entrecruzarse la fe, la vida, las esperanzas y las inconsistencias que habitan el corazón humano.

El equipo que lo preparó reunión a un grupo de jóvenes que representan distintos mundos juveniles. No son todos e incluso se puede criticar una prevalencia de temas y preocupaciones (aborto, lgtb+, increencia, etc.) que dejan en sombra -o, a la espera- otras realidad juveniles.

Vuelvo sobre la frase que abre este artículo. En esa hora y media que dura el documental ha pasado precisamente eso que el papa Francisco propone a la Iglesia.

El hecho es evangelizador. Es más: es Evangelio, buena y alegre noticia. Francisco, anciano y rengueando, se expuso a la mirada, a las preguntas y a los corazones de esos diez chicos llegados a Roma desde distintos rincones del mundo, pero, sobre todo, desde vivencias muy duras de la vida y de la fe.

Y Francisco fue desarmado. En algunos tramos del diálogo, incluso se notó que esa exposición no estaba guionada. Se dejó interrogar y, como nos pasa a todos, se lo vio buscando palabras para decir; pero, sobre todo, tantear gestos de genuina cercanía… y también de exquisita ternura.

Imposible no pensar en lo que los evangelios nos cuentan de los encuentros de Jesús con -aquí hay que usar la palabra- los “pecadores”: Jesús toma la iniciativa y, con su sola presencia de amigo, pone en marcha el reencuentro. El gesto es lo que cuenta como hecho de salvación. Los evangelios no nos dicen nada acerca de qué hablan en torno a la mesa. Siempre destacan la iniciativa de Jesús, la alegría de sus eventuales comensales y lo que desata en sus corazones: ver, si no, lo que pasa en Jericó y, sobre todo, en el corazón de Zaqueo.

El diálogo, en sí mismo, es también destacable. Se dio entre los jóvenes y el papa, pero también, en torno a Francisco, los mismos jóvenes dialogaron entre sí, intercambiaron miradas, experiencias y silencios. Al finalizar, Francisco le puso nombre a ese estilo de encuentro: la fraternidad que nace de ese Dios Padre que nos ha mostrado Jesús. Potente mensaje.

El encuentro tuvo sus momentos álgidos. El intercambio con el joven español que saca a la luz el drama de los abusos. La joven argentina (de Santiago del Estero) que se declara católica y feminista, y que le acercó al papa el pañuelo verde. En ese punto, Francisco tuvo la claridad del amor y la misericordia. Tuvo el equilibrio que supone decir la Verdad del Amor y en el Amor (el Logos cristiano -al decir de Benedicto XVI- es también Agape).

Lo más fuerte -para mí- es el diálogo que se dio en torno a la experiencia de la joven que trabaja en el mundo de la pornografía. Ahí, Francisco recibió la inestimable ayuda de una veinteañera española, Neocatecumenal, que entró en diálogo con exquisito tacto. Francisco se sumó a ese difícil intercambio de miradas.

A esta joven, el papa le reservó lo que a mis oídos sonó como una evangélica bienaventuranza: le agradeció y felicitó por el testimonio de su fe en medio de un contexto difícil y, como buen padre en la fe, le señaló con claridad que ese viaje que es la fe cristiana siempre estará marcado por la prueba.

La fe -le dijo- solo crece como fe probada, e impugnada, añado yo.

Aquí me detengo. Espero verlo de nuevo con mayor detenimiento. Hay mucha tela para cortar de este intenso encuentro del papa con el mundo de los jóvenes… o, al menos, con algunas situaciones juveniles.

¡Qué bueno es vivir la fe en una Iglesia que muestra lo mejor de sí misma (el Evangelio animado por el Espíritu) cuando se ve obligada a salir de sí misma, a dejarse herir y hasta “ensuciar” por el barro de la historia!

Sí, yo también “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”.

¡Gracias Francisco y gracias chicos y chicas que nos regalaron este momento de Pascua en medio de esta Pascua 2023!

Diez años de Francisco: reforma, continuidad y apertura

Este lunes 13 de marzo se cumplen diez años de la elección del papa Francisco. Una cifra redonda que está mereciendo la atención de muchos. Se hacen balances, proyecciones e interpretaciones. Él mismo ha concedido varias entrevistas. Sin embargo, pienso que no es suficiente espacio de tiempo para captar el real impacto de esta opción del cónclave de 2013. Para la organización global que es la Iglesia católica, esta opción representa, a la vez, una reforma y una apertura de enormes (e incalculables) consecuencias.

Como muchos han señalado, el Concilio Vaticano II fue todavía un acontecimiento eclesial determinado por la experiencia teológica y pastoral de las grandes Iglesias católicas europeas, sobre todo de Alemania y Francia. Un concilio eurocéntrico. De todos modos, en el diseño teológico de este evento que marca el camino de la Iglesia, la apertura a la inmensa amplitud católica de la Iglesia ha sido un paso adelante que es ya irreversible. Solo un dato: en el Concilio participaron poco más de dos mil obispos. Sesenta años después, esa cifra supera los cinco mil. La Iglesia católica está realmente adquiriendo un rostro mucho más diverso, global y multicultural que nunca en su bimilenaria historia, al ritmo que el intercambio, la comunicación y, sobre todo, la autoconciencia de las Iglesias en los diversos continentes se vuelve cada día más clara y firme.

Es lo que le ha ocurrido a la Iglesia en América latina. De Iglesia receptora de misioneros, teologías, praxis pastorales, litúrgicas y catequísticas, la de nuestro inmenso continente se ha convertido -como muchos señalan- en una “Iglesia fuente” que ha sido capaz de empezar a ofrecer al mundo católico los frutos de su experiencia original de fe y de misión. El fruto maduro de este proceso ha sido que uno de sus pastores se sienta hoy en la sede de Pedro, en la ciudad de Roma.

Precisemos la mirada: Bergoglio no llegó solo ni por casualidad a ser papa. Con él llegó al centro de la catolicidad la experiencia de las Iglesias de América latina y el Caribe, sobre todo, madurada en la Asamblea de Aparecida, de cuyo documento final, el cardenal de Buenos Aires fue redactor (en realidad, coordinó con maestría la redacción final). Aparecida es culminación de un proceso teológico pastoral que recoge la vida y, sobre todo, el fuerte impulso misionero que hoy representa la vitalidad de la Iglesia en este continente.

Y, dando una vuelta de tuerca más, la experiencia de fe y misión que los cardenales latinoamericanos llevaron consigo a al cónclave de 2013 se concentra en estas palabras del documento de Aparecida que expresan muy bien el núcleo del pastoreo de Francisco: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (DA 29). La misión de la Iglesia en este mundo que se ha abierto con el siglo XXI, más que en la determinación de normas, dogmas o leyes, pasa por la transmisión de esa experiencia viva de fe. En términos técnicos, es el “kerigma”, el anuncio fundamental que da origen a la experiencia cristiana. Todo en el papa Francisco gira en torno a este núcleo unificante e inspirador.

Aquí se da, a mi juicio, tanto la reforma como la continuidad y la apertura de la que antes hablaba. Reforma, porque, sin lugar a duda, un obispo venido del profundo sur, que ha pastoreado una megalópolis del Tercer mundo, y que ha madurado su fe y su misión episcopal en semejante contexto cultural no tiene la misma visión que un obispo europeo puesto en la misma situación, como lo fueron Karol Wojtyla o Joseph Ratzinger. La discontinuidad de personalidades, estilos, acentos y criterios pastorales es demasiado evidente como para negarlo en aras de una etérea unidad eclesial. Basta examinar cualquiera de los temas, tanto los más ordinarios y anodinos (los zapatos del papa, por ejemplo) como los más urgentes y decisivos, que hoy están presentes en la agenda eclesial: el cuidado del ambiente, la crisis antropológica (teorías del gender y transhumanismo, por ejemplo) y, sobre todo, el rol de la fe en la cultura y la sociedad.

Pero se trata de una apertura estimulante hacia el futuro también global de la Iglesia. Y esta apertura es posible porque, no obstante toda la disrupción que significa el papado de Bergoglio respecto de los pontífices anteriores, la continuidad sigue siendo el sustento de fondo de todo esto. Es la misma Iglesia católica, su misma e idéntica fe, su mismo modo típico y genuinamente católico de asimilar la propuesta de vida que nace del Evangelio, de enfrentar los desafíos del tiempo y de buscar soluciones reales a los problemas que la afligen.

Pienso que, desde esta perspectiva, hay que enfocar el duro enfrentamiento que hoy se da dentro de la Iglesia entre las corrientes más conservadoras o tradicionalistas y las liberales y progresistas. Es una tensión que nunca ha dejado realmente de atravesar el cuerpo eclesial, pero que, en tiempos especialmente difíciles como el nuestro, emergen nuevamente, como expresión de los dos pulmones con que respira la Iglesia: la fidelidad a la fe recibida (la Tradición viva del Evangelio) y la apertura creativa al futuro (la Profecía como acción del Espíritu).

La tensión es real y, por momentos, parece acercarnos al abismo. Es cierto que Francisco, a diferencia de Juan Pablo II y, sobre todo, Benedicto XVI, muestra hoy una mayor inclinación a favorecer la apertura profética que a concesiones al mundo tradicional. Hay algo de “ley del péndulo” que también atraviesa toda la historia eclesial. Pero no hay que perder la paz. La vitalidad de la Iglesia católica, su capacidad de apertura y adaptación, su habilidad para insertarse en los grandes movimientos de la historia sigue ahí, intacta y estimulante. Solo necesita la paciencia del que sabe respirar con el ritmo de los tiempos del Espíritu.

***

De todas las palabras e imágenes que pueden ayudarnos a entrever el significado de estos diez años de vértigo que significan el pontificado de Francisco, elijo una imagen y una palabra.

La imagen es aquella que pudimos ver por nuestras pantallas el pasado 27 de marzo de 2020: el mundo en pandemia, la plaza de San Pedro vacía bajo el cielo encapotado de Roma y un anciano papa que, con dificultad para caminar, se dirigía solitario y pensativo hacia el sitio desde donde iba a dirigir aquel encuentro extraordinario de oración que entonces tuvo lugar. Escuchó con nosotros el evangelio de la tempestad calmada y lo comentó con sabrosa sabiduría espiritual. 

Dicen que, en la cumbre de su poder, Stalin preguntó cuántas divisiones armadas tenía el papa. Tanto como para indicar que el poder, según su mente, se mide por la fuerza militar. En la imagen que comento, aparece con clara nitidez el verdadero poder que detenta el obispo de Roma, su misión para la Iglesia y el mundo. Es el poder desnudo de Cristo crucificado que se expresa en la oración, la humilde proclamación del Evangelio y la invitación a sumar fuerzas para navegar juntos en medio de la tempestad. Al menos por un instante, esa revelación iluminó nuestras pantallas.

La palabra que elijo para intentar un resumen del pontificado de Francisco, de entre todas las que en abundancia podrían cumplir ese cometido, es la palabra compuesta: “misericordia-compasión”. Sea por su experiencia personal como hombre y creyente, sea por lo que ha vivido y aprendido como sacerdote y obispo, Jorge Bergoglio ha vuelto a poner en el centro de la vida y misión de la Iglesia la parábola del buen Samaritano. De hecho, es el texto evangélico que sirve de eje para su última encíclica, Fratelli tutti. En un mundo en guerra, en el que se multiplican los heridos, cuando la política parece privilegiar el conflicto, la aceleración de las polarizaciones y la renuncia al diálogo, la Iglesia -al decir del papa- ha de rehacer su figura histórica como la Iglesia samaritana de la compasión, de la misericordia y del servicio, atenta a levantar del camino a todos los heridos por la vida.

Una Iglesia de la compasión es inevitablemente una Iglesia misionera, que sale por los caminos (a “callejear”, según el particular idioma porteño del papa) a buscar, a escuchar y a tender la mano.

En la preparación del próximo Sínodo sobre la sinodalidad, hoy se está dando en la Iglesia una viva discusión sobre lo que algunos llaman: el paradigma de la “inclusión radical”. Francisco insiste: la Iglesia de Jesús está abierta a todos, ha de buscar, acompañar e integrar a todos, especialmente a los más alejados y a los descartados. El mandato evangélico en este sentido es incontrovertible: el Evangelio es palabra de salvación para todos. Sin embargo, el real alcance de esta apertura es una búsqueda que hoy nos está haciendo fatigar, también a quienes queremos ser sujetos activos de la misión de la Iglesia en el mundo que nos toca sin renunciar ni a una “i” ni a una “coma” de la rica tradición del humanismo cristiano.

***

Una palabra sobre el modo como los argentinos vemos y valoramos que uno de nosotros esté hoy sentado en la cátedra de Pedro como obispo de Roma y papa.

Si, como señalé al empezar, es difícil dimensionar el alcance de su elección, esta dificultad tiene contornos especiales entre nosotros. Como acaba de decirle Francisco a Elisabetta Piqué en la entrevista para La Nación: “Los argentinos no somos el premio Nobel de la simplicidad”. Y él mismo se incluye en esa caracterización. 

Personalmente pienso que, a pesar de las esperanzas que el mismo papa alienta, es muy difícil que se dé un viaje suyo a su país natal, a la Iglesia madre de su fe y de su ministerio pastoral. El clima entorno a su figura está tan enrarecido que no veo en el horizonte inmediato esa posibilidad. Espero sinceramente equivocarme. Porque ese reencuentro sería muy fecundo para todos, tanto para los católicos como para nuestra sociedad tan vapuleada.

Es una lástima. Verdaderamente. No sé si esa pasión autodestructiva que tenemos los argentinos que nos hace ser tan suspicaces con nosotros mismos también ahora nos está jugando una mala pasada. Solo resta esperar que, al paso del tiempo, las pasiones se atemperen, la mirada se vuelva más clara y la percepción de los hechos más serena. Tal vez entonces podremos comprender mejor lo que dice de nosotros mismos que un argentino haya sido llamado a cumplir la misión de obispo de Roma, con la proyección global que eso le da, tanto hacia el interior de la Iglesia católica como hacia el mundo y sus desafíos.

Porque Francisco es, a pesar de muchas miradas interesadamente negativas que surgen de estas latitudes, un inmenso líder religioso y espiritual. Así es visto y reconocido. Ahí están sus gestos, sus palabras y sus grandes documentos. A ellos nos remitimos los que, como él y con él, formamos parte del “santo pueblo fiel de Dios” que es la Iglesia católica. En ellos encontramos inspiración para vivir nuestra fe y el servicio al bien común que brota del Evangelio. Y a los creyentes se unen tantas personas que, sin compartir nuestra misma fe, saben ver en profundidad lo que este “hombre de blanco” realmente significa para la humanidad.

Volviendo a aquel 13 de marzo de 2013, repasando en el corazón estos diez años de servicio como papa, solo me queda dar gracias a Dios y preguntarme en conciencia, como hombre, creyente y obispo, y sin ceder un ápice a un indebido culto a la persona, qué desafíos supone para mí el magisterio viviente del papa Francisco.

Padrinos de bautismo: ¿sí o no?

Gran difusión en las redes de la noticia de que el obispo italiano Giacomo Cirulli ha decretado que, en las tres diócesis que gobierna, se suspende la figura del padrino o madrina para bautismos y confirmaciones.

Obviamente, ha despertado la polémica, suscitando diversos comentarios: algunos airados, otros graciosos e irónicos. No faltan tampoco los despistados e incluso desubicados. Como suele ocurrir en estos casos: todo el mundo se siente con autoridad para pontificar y corregir.

Me animo entonces a decir algo.

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Dejemos a los italianos en Italia. Vengamos a Argentina. Entre nosotros, la figura del padrino o madrina es muy apreciada por las familias que piden el bautismo para sus hijos. También para la confirmación. En su pastoral, la Iglesia valora muy positivamente este gesto sentido y tan cristiano.

En esta figura convergen dos miradas con sus respectivas expectativas. En primer lugar, la mirada popular que ve en el padrino o madrina un segundo papá o mamá que puede acompañar al ahijado en su camino de vida. De ahí vienen las expresiones populares: compadre o comadre. Es algo muy profundo y hermoso. Le decimos a un pariente o amigo: ¿te animás a compartir conmigo ser, de alguna forma, papá o mamá de mi hijo? Esta es la expectativa que las familias suelen traer a nuestras parroquias cuando piden el bautismo para sus hijos.

En segundo lugar, está la visión pastoral de la Iglesia: el padrino es un cristiano adulto que tiene como misión acompañar a un hermano más chico a caminar la fe y, así, convertirse en discípulo de Jesús. En los primeros siglos, las personas se bautizaban de adultos y recorrían un camino exigente de preparación. Duraba al menos tres años. Un cristiano ya bautizado los acompañaba para ayudarlos y dar testimonio de que estaban listos para recibir los sacramentos de la fe.

Como decíamos, estas dos visiones convergen, no siempre armónicamente en la pastoral de los sacramentos. Estamos además en una sociedad que mantiene algunos valores y prácticas cristianos, pero que vive fuertes procesos de secularización, donde también crece la indiferencia e incluso la hostilidad hacia la fe y la Iglesia. A propósito: secularización indica que las personas organizan su vida sin poner en el centro a Dios o los valores religiosos, especialmente como los propone la Iglesia católica, en nuestro caso.

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Todo esto suele ser fuente de algunos conflictos en las secretarías parroquiales. Las familias eligen a los padrinos y madrinas para sus hijos, poniendo el acento en el rol afectivo de éstos. La parroquia, por su parte, acentúa la misión cristiana del padrino, recordando los requisitos que establece la Iglesia: mayor de 16 años, bautizado y confirmado, con la primera comunión y que vive coherentemente su fe. Si está casado, que lo esté por iglesia. Un bautizado no católico solo puede ser testigo del bautismo.

Lo más destacable aquí es recordar que la figura del padrino no es de necesidad absoluta. En una circunstancia extraordinaria, se puede omitir su presencia. Pienso que aquí se apoya la decisión del obispo italiano al que nos referíamos.

Como hay de todo en la viña del Señor, incluso uva, en las parroquias se dan situaciones distintas. Las hay que se plantan con rigor en estas exigencias con un sentido maximalista; como también las hay que llegan a extremos bastante laxos. Y así tenemos la caricatura: cura malo que aleja a la gente en vez de atraer versus cura gaucho que es compinche de todos.

En general, y dejando la caricatura de lado, siempre se trata de mantener un diálogo pastoral, partiendo de que se valora muy positivamente el pedido de una familia de bautizar a sus hijos. Normalmente se encuentra el camino para sortear las dificultades. Por ejemplo, aquí en Córdoba, los obispos de las seis diócesis de la provincia nos hemos puesto de acuerdo para que, al menos, uno de los pradrinos cumpla con los requisitos… en la medida de lo posible. A nadie se le niega el bautismo, a los sumo se sugiere diferirlo hasta encontrar la solución más adecuada. Al hablar con algunas personas que afirman que se les negó el bautismo (por ejemplo, por ser mamá sola), suelo advertir que, por lo general, ha habido alguna explicación incompleta de las normas de la Iglesia.

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En el Nuevo Testamente encontramos dos modelos de pastoral bautismal. Ambas legítimas y que iluminan nuestra acción evangelizadora. En primer lugar, la que ve al bautismo como punto de partida de la vida cristiana. Es la visión de san Pablo: el bautismo funda la vida cristiana de seguimiento de Cristo. En segundo lugar, el bautismo es visto como el fruto maduro de un proceso de conversión que comenzó con el anuncio de Cristo y que puso en marcha una transformación de la vida según el Evangelio.

A la luz del primero, la Iglesia introdujo la práctica de bautizar niños, acogiendo el pedido de sus padres, acentuando así que el bautismo es don, amor primero y absolutamente gratuito de Dios. El segundo es el que sigue iluminando el camino de los adultos (cada vez más, por cierto) que, al cabo de los años sienten la llamada a convertirse en discípulos de Jesús, se acercan a la comunidad cristiana y se comprometen en el catecumenado que culmina con los sacramentos de la iniciación.

El bautismo es uno de los dos “sacramentos mayores” de la Iglesia. El otro es la Eucaristía. En torno a estos dos giran los demás sacramentos. La confirmación completa con el don del Espíritu al bautismo; la penitencia nos devuelve la amistad con Dios, herida por nuestros pecados; la unción de los enfermos, nos regala la fortaleza en la prueba de la debilidad.

El bautismo es además la fuente de nuestra dignidad como hijos e hijas de Dios. El sacerdocio de los obispos y de los presbíteros está al servicio del sacerdocio bautismal.

Tenemos mucho por reflexionar y ahondar en nuestra vida cristiana y eclesial.

Obispo desde la cárcel

Cuando se conoció que, en un juicio rápido, la dictadura de Ortega había condenado a veintiséis años de cárcel al obispo Rolando Álvarez, inmediatamente escribí un Tuit dando cuenta de este hecho.

Alguien me señaló en los comentarios que, a su criterio, el obispo habría debido aceptar el exilio, a fin de cumplir su misión entre los nicaragüenses también exiliados, evitando así el incordio de la prisión.

Me dejó pensando, no porque dudara de la opción del obispo Álvarez, sino porque el comentario tuitero dejaba picando una punzante inquietud. Yo también soy obispo y advierto que la decisión de mi colega nicaragüense tiene un genuino sabor evangélico. Su persona, su misión y esa condena injusta se corresponden como solo el Evangelio de Cristo puede hacerlo.

Lo digo sin rodeos: desde la cárcel, Rolando va a ser más obispo que si gozara de la más plena libertad de movimiento.

Alguna vez leí que Víctor Frankl señalaba que Cristo en la cruz había sido más libre que nunca, pues vivía, así clavado al madero, la mayor de las libertades que posee el alma humana: la libertad de aceptación.

Algo de eso hay en el gesto heroico del obispo Álvarez. Pero, en clave evangélica, hay mucho más. Un obispo no es un mero funcionario eclesiástico. “Obispo” es nombre de misión: expropiado de sí mismo, de su propio éxito y, finalmente, del propio bienestar personal, ha de vivir para Aquel que lo ha llamado y para el pueblo al que es enviado como pastor.

La mayoría de nosotros lo vive en la cotidianeidad de su ministerio. Pero, para algunos, esa misión los lleva a la prueba suprema de la muerte o del sufrimiento. Y así, unidos a Cristo crucificado, pastorean al pueblo con la fecundidad de la Pascua.

Álvarez está recluido, según parece, en una celda de castigo. No es el primero ni será el último. En el museo del campo de concentración de Dachau se pueden observar algunos testimonios de lo que vivieron en ese lugar obispos y sacerdotes católicos, como también pastores de las Iglesias protestantes. El nazismo, como ahora la dictadura de los Ortega, mandó a ese lugar a los que consideraba “parásitos del pueblo”.

Están ahí por la decisión del tirano de turno, pero también porque su fe en Dios los puso en esa encrucijada donde un hombre, en conciencia, no puede menos que vivir a fondo el primer mandamiento de la ley: solo Dios es Dios, ninguna magnitud humana puede reclamar para sí que ningún ser humano se postre ante ella como su fin supremo.

No es un gesto básicamente político, sino profunda y genuinamente religioso. Pero, paradojalmente, esa libertad ante Dios posee la mayor fuerza política que se pueda concebir. Por eso, los tiranos temen y tiemblan cuando un pueblo reza.

¿Cumplirá el obispo Rolando Álvarez los veintiséis años y cuatro meses que la corrompida justicia del régimen le impuso?

Espero que no. Casi estoy seguro de que no será así. Pero, para mí mi hermano Rolando está cumpliendo cabalmente su misión como pastor del rebaño que Cristo adquirió con su Sangre, como enseñaba san Pablo a los primeros pastores de la Iglesia.

Oro por él, por la diócesis de Matagalpa, por los curas y laicos que comparten su pasión y por el noble y sufrido pueblo nicaragüense. Tarde o temprano se verán libres del tirano.  

¿Te cuento por qué voy a Misa?

Dios está en todas partes. Es el Creador que sostiene con su mano sabia y providente todo lo que existe.

Desde su resurrección, Cristo, el Señor, llena con su presencia todo espacio de nuestro mundo y de nuestra historia.

Por eso, podés encontrarte con Él en todo lugar, en cualquier momento, incluso en los más inesperados o, en apariencia, más alejados o menos sagrados.

Sin embargo, para la experiencia cristiana, lo que acontece cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía es algo único, sorprendente y estupendo.

Allí, sea una humilde capilla o una espléndida catedral, junto a la cama de un enfermo o incluso en una celda oscura, cada vez que los cristianos celebramos la Santa Eucaristía, somos alcanzados por el Señor en su mejor momento: su Pascua.

Cuando cobrás conciencia de lo que acontece cuando el sacerdote toma el pan del altar y dice: «Tomen y coman, esto es mi Cuerpo»… O, cuando, acercándonos a comulgar, el ministro nos muestra la santa Hostia y nos dice: «Cuerpo de Cristo»… cuando eso pasa y caés en la cuenta de ello, todo cambia. Y todo es TODO: la vida, la muerte, el futuro, también nuestra fragilidad y pequeñez.

¡Cómo vamos a dejar de celebrar la Eucaristía!

Todos rezamos en nuestra casa, en lo secreto donde solo el Padre ve nuestro corazón. Está buenísimo. Es magnífico. No se puede negar.

Pero, para nosotros, los discípulos de Jesús es tan bueno como insuficiente. Por eso, no dejamos de reunirnos para celebrar la divina Liturgia.

Seremos pocos, viejos y medios bobos, pero nunca vamos a dejar de hacerlo, porque lo que nos reúne no son nuestros logros, capacidades y méritos, sino su Palabra y su Espíritu.

Es Él, en persona.

Siempre habrá una comunidad que se reúna en su Nombre para celebrar la Fracción del Pan… hasta que El vuelva.

Te lo quería decir. Lo quería compartir.

Amén.