Elegí como lema para mi ministerio episcopal unas palabras de San Pablo en Hch. 20,24: "Testigo del Evangelio de la gracia de Dios". De ahí el nombre del blog: "Evangelium Gratiae", el evangelio de la gracia. El 31 de mayo de 2013, el Papa Francisco me nombró obispo de la Diócesis de San Francisco, en el Este de Córdoba.
El rigorismo moral es una verdadera patología del espíritu. Una dureza de corazón y ceguera espiritual que, normalmente, hace sufrir mucho. En primer lugar, a la propia persona que lo padece… y también a quienes lo tratan.
Cuando se apodera de un grupo de personas genera un clima irrespirable, lleno de tensiones, agresiones y altanería. Puede tener la apariencia de fina religiosidad; es, sin embargo, mundano hasta la raíz. Ahí no está Dios.
Y puede ser -si hablamos en esos términos- tanto de fisonomía conservadora como progresista, cada uno con sus matices y peculiaridades, pero moralistas al fin.
Para algunos autores, esta ceguera espiritual es más grave que muchos pecados que, precisamente, tienen su matriz en ella. Difícil de reconocer y, por eso, de vencer, sobre todo por las propias fuerzas.
Suele ir de la mano de un fuerte perfeccionismo narcisista, de la enfermedad dolorosa de los escrúpulos, del juicio implacable hacia los demás que expresa la falta de misericordia consigo mismo.
Nunca ve matices. Todo se ve y se juzga en blanco y negro.
Es una cárcel triste de la que es difícil salir. Un verdadero infierno. Asomarse al alma de quien lo padece, superado el rechazo inicial, despierta una inmensa compasión. Y la súplica a Dios para que libre a esas almas atormentadas.
Lo que es imposible para el hombre, no lo es para Dios, sobre todo, para ese exquisito orfebre de manos diestras, el artesano de la vida espiritual: el Espíritu Santo.
Su campo de acción es precisamente nuestro corazón humano, duro, ciego, empedernido, desconfiado. A Él le suplicamos en la Secuencia de Pentecostés: “Suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos.”
¿Cómo nos trabaja el Espíritu para liberarnos de esa prisión?
Sus caminos son variados, creativos y muy concretos. Siempre actúa respetando delicadamente la propia biografía humana y espiritual, la propia libertad y conciencia personales. Sabe esperar. Camina la paciencia, como enseña san Pablo.
Y, como Persona divina, tiene la capacidad de entrar en el corazón humano, sin violentarlo ni apresurarlo, para conducirlo a la Verdad, al Bien y a la Belleza que es el Rostro de Cristo. En su acción, la gracia divina y la libertad humana convergen de manera admirable, sin confusión ni división, sin separación ni yuxtaposición. Como en la encarnación…
Sin embargo, la experiencia nos enseña dos cosas que, a mi criterio, son fundamentales.
En primer lugar, en algún punto del propio camino, el que sufre de este rigorismo moral, toca fondo: su empeño por ser perfecto choca invariablemente con su propia finitud y fragilidad. Es una experiencia dura, pero también de gracia. Allí, en el momento duro del descenso a los propios infiernos del alma, el Espíritu actúa de manera extraordinaria.
Es un punto de quiebre. Todo se puede ganar o desmoronar. Pero, si la humillación de verse pobre, pecador y miserable abre paso a la humildad, el Espíritu Santo obre el milagro: el hombre o mujer aquejados de esta enfermedad del espíritu se ve liberado, consolado por dentro, pacificado y, bajando por el camino de la humildad, es llevado hasta el encuentro salvador con Cristo.
Comprende, como el personaje de Bernanos, que “todo es gracia” y que hay que serenar el corazón y dejarse llevar.
Aquí se abre el segundo aspecto, complementario al anterior: el Espíritu Santo vence nuestra dureza interior mostrándonos el Rostro del Crucificado, su deslumbrante y desconcertante belleza, su mansedumbre, su paciencia, su omnipotencia divina perfectamente manifestada en su fragilidad de Cordero inmolado.
Es una verdadera revolución espiritual: el Espíritu Santo nos lleva ante el Crucificado -como ocurre en la liturgia del Viernes Santo- para que besemos su Rostro y sus llagas; nos convence de su Belleza salvadora; nos desarma ante el Amor más grande.
Es la experiencia de tantos hermanos y hermanas que, desde la dureza del rigorismo, se han convertido en testigos de la Mansedumbre de Cristo: de san Pablo a san Ignacio, pasando por Teresita del Niño Jesús y san Francisco de Sales.
Así que: ¡ánimo, el Señor te llama, como a aquel ciego del camino que, en un momento brillante de docilidad a la gracia se puso a gritar, suplicando la misericordia del Señor que pasa!
«La Voz de San Justo», domingo 26 de febrero de 2023
“Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. […]” (Mt 4, 1-2).
Así comienza el relato evangélico de las tentaciones de Jesús que escuchamos este primer domingo de Cuaresma. A su luz, el camino cuaresmal se presenta como un ir al desierto. Allí nos espera Jesús. Pongámonos entonces en camino.
No se trata de un sitio ni de ninguna caminata. Es un símbolo de ese “lugar” donde experimentamos que nuestra vida está bajo amenaza. Y no cualquier peligro, sino del más insidioso: naufragar como seres humanos por el afán desmedido de poseer, de gloria y de poder. Y esto ocurre cuando olvidamos a Dios. A ese desacierto vital la Biblia lo llama: pecado.
Jesús está en el desierto por nosotros. Hacia allí lo empujó el Espíritu para que, entrando en esa prueba y superándola, nos abra el camino a la vida verdadera. No hay prueba de la vida en que no podamos encontrar a Jesús a nuestro lado y, de su mano, salir también victoriosos.
San Mateo culmina la escena con Jesús invitado por el tentador a rendirle culto. “Jesús le respondió: «Retírate, Satanás, porque está escrito: «Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto»».” (Mt 4, 10). Es la prueba suprema: que Jesús reniegue de sí mismo y su misión, adoptando los criterios del mundo. Su respuesta pone las cosas en su lugar: solo quien adora a Dios vive y es libre de verdad.
“Señor Jesús: en esta Cuaresma 2023, entramos al desierto empujados por tu Espíritu. Abrí nuestros ojos para que te reconozcamos en medio de todas nuestras pruebas. Y así, adorando con Vos al Padre, seamos hombres y mujeres en verdad libres. Amén”.
En esta fiesta del Sagrado Corazón, y como complemento de las «Cartas Pascuales 2022» comparto esta nueva Carta sobre la «Oración del corazón» o «del Nombre de Jesús».
San Francisco, viernes 24 de junio de 2022
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús
“Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (Lc 18, 1).
A los fieles y comunidades de la Diócesis de San Francisco.
Queridos hermanos:
1. En mi tercera Carta Pascual les propuse algunos senderos para nuestra experiencia orante. Les prometí hablarles de la Oración del Nombre de Jesús. La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús me brinda la ocasión propicia y sugestiva para cumplir lo prometido.
2. “Esta plegaria se llama ‘de Jesús’ o ‘a Jesús’, según se entienda la invocación del nombre de Jesús o la invocación dirigida a Jesús. Se llama también ‘plegaria del corazón’ porque nace del corazón y al mismo tiene que volver, unida con el latido cardíaco. Se identifica con aquel ideal de la oración continua que se remonta a la expresión del Señor: «Hay que orar siempre sin desanimarse» (Lc 18, 1), y de Pablo: «Sean constantes en la oración» (1 Tes 5, 17).” (Jesús Castellano, Pedagogía de la oración cristiana, 158).
3. Es una forma de oración muy querida por el Oriente cristiano. La ha popularizado el famoso Relato de un peregrino ruso (s. XIX): un laico que descubre esta forma de orar, inquieto por cumplir el mandato apostólico de orar siempre.
4. Las fuentes evangélicas de esta plegaria son: la oración del ciego de Jericó (“Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí” en Lc 18, 38), la oración del publicano en el templo (“Oh Dios, ten piedad de mí” en Lc 18, 13), y la del buen ladrón (“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” en Lc 23, 42). Es como una prolongación de la invocación litúrgica: “Señor ten piedad”.
5. En la oración personal, cada uno usa la fórmula que más se acomoda a la propia experiencia. La forma más sencilla es la sola repetición del Nombre de Jesús, acompañando el ritmo de la respiración. Es como “respirar” su santo Nombre. Así confesamos nuestra fe en Él como Cristo, Hijo de Dios, Mediador y Salvador. Es la oración del hombre pecador que, vivificado por el Espíritu, ejerce su sacerdocio bautismal. La oración cotidiana se vuelve así una liturgia personal: intensa, rica, integradora de la vida. Y, el orante, se convierte en “liturgo”.
6. La fórmula tradicional reza así: Señor Jesús, Cristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que soy un pecador. Sus elementos son de una gran densidad cristiana y espiritual:
a. Señor: Como enseña san Pablo: Nadie puede decir “Señor Jesús” si no está inspirado por el Espíritu Santo. Él nos hace reconocer a Jesús como Dios y Señor de nuestra vida.
b. Jesús Cristo (Jesucristo): Jesús es el Ungido (eso significa: Cristo), lleno del Espíritu. El que cumple las promesas de Dios. Jesús significa: Dios salva. El Santo Nombre de Dios es el Nombre de Jesús, su Hijo. A María le decimos: “bendito el fruto de tu vientre, Jesús”.
c. Hijo de Dios: este es el misterio más hondo del Señor. Él es el Hijo único que, dándonos su Espíritu, nos hace hijos e hijas del Padre. La oración es tomar parte en su oración, en sus sentimientos, en su condición de Hijo amado del Padre.
d. Ten piedad (o misericordia, o compasión) de mí: Reconocemos nuestra fragilidad inclinada al pecado. No la escondemos a Dios, ni a éste lo escandaliza. Suplicamos su misericordia. El Padre se estremece ante el pecador, como una madre ante su hijo que sufre; como un médico que se inclina sobre el enfermo para curarlo.
e. Pecador o pobre pecador: Expresa la conciencia de nuestra condición delante de Dios. Es un reconocimiento de profunda humildad. Sin ella no se puede orar ni crecer en la oración. El pecado nos aleja de Dios, pero se vuelve mucho más grave si nos dejamos ganar por la soberbia o desconfiamos de la misericordia de Dios.
7. ¿Cómo hacer la oración del Nombre de Jesús? Existen muchas formas, adaptadas a cada uno. Tenemos que encontrar la nuestra. Lo fundamental es elegir un lugar solitario, recogerse en silencio, con el cuerpo en una postura apta para orar. Se puede usar el Rosario como ayuda: ir repitiendo lentamente la plegaria o sencillamente el nombre de Jesús a medida que se pasan los dedos por las cuentas del Rosario. Acompasando la oración con el ritmo de la respiración. Se puede empezar haciéndolo a media voz para pasar lentamente a repetir en silencio el santo Nombre del Señor. No hay que ser rígidos. Se puede hacer variando las posturas, la oración misma, prestando atención a unas palabras hoy, mañana a otras.
8. Por último, una observación importante: con el bautismo y la confirmación se nos ha dado la gracia de la oración. El Espíritu nos ha sido dado para impulsar nuestra oración. Él ora en nosotros. La vida de la Iglesia y de la fe comienza siempre en el corazón de los fieles. El corazón del bautizado es el hogar de la Iglesia. Es el altar desde el que se eleva el incienso de nuestra plegaria.
Tengo la intención de seguir conversando con ustedes sobre la oración. Si Dios quiere, el próximo 6 de agosto, Fiesta de la Transfiguración del Señor, quisiera dedicar una Carta a la experiencia orante de la Liturgia. Es decir, a la Iglesia en oración. Con la ayuda del Espíritu, espero poder hacerlo. Y, más adelante, otra carta sobre el Rosario de la María.
Jesús, manso y humilde de corazón: danos un corazón orante como el tuyo. Amén. Siempre en mi oración.
“Mi corazón sabe que dijiste: «Busquen mi rostro». Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí.” (Sal 26, 8-9).
“Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo» ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Gal 4, 6).
“Igualmente, el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero es Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables.” (Rom 8, 26).
A los fieles y comunidades de la Diócesis de San Francisco.
Queridos hermanos:
1. Había prometido esta tercera Carta Pascual sobre la oración cristiana para Pentecostés. No ha podido ser. Lo hago ahora, cuando todavía sentimos el impulso del Espíritu en la vida de nuestra Iglesia y en el marco tan sugestivo de la solemnidad de la Santísima Trinidad.
2. Les propongo algunos senderos de oración para transitar cada día. Se inspiran en la enseñanza sólida de la Iglesia, también en mi experiencia personal. Yo, como ustedes, soy un peregrino de la fe. Busco el Rostro de Dios, iluminada mi noche por la sed de la fe. Y eso es caminar la oración.
I. Silencio y soledad, tiempo y recogimiento
3. Orar es tratar a Dios como Amigo. La oración es amor hecho tiempo, trato frecuente, silencio que ama y se deja amar. Requiere silencio, soledad, tiempo prolongado y recogimiento.
4. El silencio exterior es expresión del silencio interior, el más importante y difícil. Y lo es para todos. La soledad no es encierro sobre sí mismo. Expresa que la oración (como la fe) es un encuentro de personas que se buscan, se aman y se comprometen. Orar es tratar de “vos” a Jesús. Y dejarse tratar así por Él. La figura del amigo le da la mano ahora a la del enamorado.
5. La oración de amistad requiere tiempo. No bastan unos pocos minutos. Este es un desafío que debe asumirse con paz y con decisión: tengo que aprender a incorporar al ritmo cotidiano de mi vida tiempos generosos, determinados y fijos de oración. No ceder a la improvisación, las ganas o a los estados de ánimo. ¿A qué hora puedo rezar mejor? ¿Qué tiempo establezco para ello?
6. La oración requiere recogimiento. Aquí recurrimos a la gran maestra de la oración cristiana que es Santa Teresa de Jesús (1515-1582).
a. El recogimiento es centrarnos en la persona del Señor Jesús. La oración tiene a Cristo en el centro. Nos ayudan los evangelios, las imágenes o los íconos. Mirar a Jesús y dejarnos mirar por Él. Volver a Él cuando nos pueden las distracciones, el sueño o las preocupaciones.
b. El recogimiento requiere que estemos en paz. Si esto no se da (me duele la panza o estoy inquieto), mejor dejar la oración para cuando recuperemos estabilidad. No atormentarse, ni forzar las cosas; orar como se pueda, dedicarse a obras buenas, tener paciencia.
c. Por eso, es necesario cuidar la posición corporal. Oramos como somos: alma y cuerpo. Las posturas corporales expresan nuestro interior. Se puede orar sentado, de rodillas, postrado, con las palmas de las manos hacia arriba, con las manos juntas (entrelazando los dedos o con los dedos hacia arriba), con los ojos cerrados, en cuclillas, de pie, con las manos en alto. O alternando esos gestos según sea el momento de la oración. Consejo: ser muy naturales; huir de posturas artificiosas.
d. La palabra recogimiento indica que, al entrar en la oración, vamos paulatinamente recogiendo todas nuestras potencias (sentidos, cuerpo, facultades, etc.) centrándolas en Cristo. Por ejemplo, invocamos al Espíritu Santo al ritmo de nuestra respiración, para calmar lentamente el corazón, la mente y nuestra persona.
e. En ocasiones, nos ayuda la oración vocal, la lectura de un pasaje de la Biblia (un salmo, por ejemplo), la recitación de alguna oración que nos es más querida, la lectura de un libro espiritual, mirar un icono que nos inspira. A muchos nos ayuda el Rosario.
f. Es muy importante el ambiente que nos rodea. Se puede orar en cualquier lugar, tanto en casa, en un templo, como al aire libre o yendo en un colectivo. Pero, para la oración cotidiana, es importante el lugar que nos ayuda más. Normalmente, en la propia habitación (como dice Jesús). Es costumbre tener un “altarcito” con la Biblia, una imagen sagrada, un cirio, el Rosario. La belleza y armonía son importantes para el recogimiento. Dios es Belleza.
g. Un consejo clave: ponerse en la Presencia del Señor y dejarse mirar por Él. A diferencia de los métodos orientales que son impersonales, la experiencia cristiana no consiste en quedarnos vacíos ante la nada. Es serenar el corazón para entrar en comunión con el Señor. Así crecemos en nuestra identidad personal. La oración es encuentro de personas libres.
II. El sendero de la Lectio divina
7. Un sendero precioso e imprescindible de oración es la lectio divina o “lectura orante” de las Escrituras o, la “lectura de Dios”. Es la oración del pueblo de Israel que ha pasado a la tradición cristiana. La oración es nuestra respuesta a Dios que nos habla. Como enseñaba san Agustín: escuchamos a Dios cuando leemos las Escrituras; le respondemos cuando oramos.
8. Se trata de algo más que leer un texto y entenderlo. La lectura cotidiana de las Escrituras -enseñaba san Gregorio Magno- persigue una finalidad exquisita: aprender a sentir el corazón de Dios en la lectura asidua de su Palabra (Disce cor Dei in verbis Dei). Por eso hablamos de “lectura de Dios”. La lectio nos hace leer el corazón de Dios. Nuestro Maestro es el Espíritu que nos incorpora a la vida trinitaria, a su gozo, consuelo y paz. Cuando nos entregamos a la lectio con sencillez de corazón y perseverancia, las Escrituras exhalan al Espíritu que da vida.
9. “Busquen en la lectura, encontrarán en la meditación; llamen en la oración, se les abrirá en la contemplación”. Un monje del siglo XII, Guigo el Cartujano, acuñó esta frase que nos indica el camino de la lectio divina. Se inspiró en estas palabras del Señor: “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá.” (Mt 7, 7). Podemos añadir: al entrar en la lectio pedimos el Don del Espíritu Santo. Solo si estamos llenos del Espíritu -como María- podremos beber de Cristo, como dice San Efrén.
10. Después de la invocación al Espíritu, la lectio divina tiene estos tres momentos fundamentales: lectio, meditatio ycontemplatio (lectura, meditación y contemplación).
Lectio (busco leyendo)
11. Sea que sigamos el Leccionario (ferial o dominical) o un libro completo de la Biblia, tenemos que aplicarnos a esa lectura. La lectio debe tener un tiempo fijo para leer un texto fijo, no al azar, improvisando o por casualidad. También aquí el recogimiento es importante. Orar supone este acto de confianza: “Estoy en tu Presencia, Vos me mirás con amor y me querés dirigir una palabra a mí, aquí y ahora.”
12. Cuando vamos a la lectio también tenemos que estar dispuestos a leer un texto oscuro, exigente, extraño. Hay que leer el texto tal como está escrito. Puede ser que la respuesta más adecuada sea un silencio aparentemente sin sentido. Nuevamente resuena el consejo más importante a todo aprendiz de orante: perseverar… En la oración, no hay otro secreto.
13. Cuando hago la lectio tengo que llegar al texto, despreocupado de la eficacia espiritual o pastoral de esa lectura: preparar una charla, por ejemplo. La lectio divina es un encuentro gratuito con Dios en su Palabra. Esta “gratuidad” en la lectura es una actitud clave, pero también ardua y difícil.
14. Si la meta es comprender las Escrituras para escuchar la Voz de Dios, no podemos dejar de lado una adecuadaformación bíblica. No es que tengamos que llevar a la lectio algún comentario. Eso lo hacemos o antes o después. También es importante la paciencia de ir, poco a poco, haciéndose de una suficiente cultura bíblica: con lecturas, cursos u otros medios adecuados.
Meditatio (encuentro meditando)
15. Si con este espíritu caminamos la lectio, casi sin darnos cuenta, entraremos en la meditatio. Aquí la imagen es la rumia. Meditar significa “rumiar” una palabra, un versículo, un pasaje de la Escritura. ¿Qué es “rumiar” un texto bíblico? No es hacer reflexiones, hilando ideas, imágenes, pensamientos. Eso se puede hacer en otro momento, como fruto de la lectio divina. Rumiar es detenerse en la palabra o versículo que ha tocado nuestro corazón cuando hemos leído y releído el texto. Quedarnos ahí, repetirlo y memorizarlo. Es como sacarle el jugo a la Palabra de Dios, que es inagotable, siempre sabrosa y sorprendente.
16. A la imagen de la “rumia” ahora añadimos dos verbos: repetir y memorizar. Repetimos para memorizar, memorizamos para asimilar y, de esa manera, hacer pasar por el corazón la Palabra que hemos escuchado. Es el modo mariano de leer las Sagradas Escrituras.
Contemplatio (llamo orando y contemplando recibo)
17. Si la lectio nos lleva a la meditatio, esta, normalmente desemboca en la contemplatio. Es la etapa más difícil de definir, aunque se puede describir un poco. La contemplación es el fruto maduro de la lectio. Oramos desde que tomamos la Biblia en las manos. En la contemplatio, sin embargo, la oración llega a su momento pleno.
18. La contemplatio es para todos los bautizados, no para algunos elegidos. En el bautismo, el Espíritu nos da a todos la gracia de la oración contemplativa. Algunos alcanzan alturas especialmente extraordinarias. No las han buscado ni es lo más importante en su vida de fe. A la mayoría de nosotros, la contemplación se nos da de forma ordinaria, fatigosa y fugaz. Unos y otros, sin embargo, contemplamos al mismo Dios, en la oscuridad de la fe y no en la plena visión del cielo. Pero esa contemplación bienaventurada comienza ya en la tierra, por la gracia y la fe.
19. En la lectio recibimos de Dios su Palabra; en la contemplatio, la Palabra nos hace ir hacia Dios. La contemplación es fruto de la lectio. Suscita en nosotros el quedarnos mirando a Dios (a Cristo y sus misterios, a María, a la Trinidad…) con una fe viva y esperanzada, iluminada por el fuego ardiente de la caridad derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
20. La liturgia de la Iglesia es, en este punto, una gran maestra de contemplación. La Misa del domingo, por ejemplo, es el modelo de lo que tenemos que vivir en la oración personal: reunirnos, invocar al Espíritu, elevar el corazón, cantar, dirigir la mirada al Señor, unirnos a Él. Los salmos son escuela de contemplación, porque ponen en nuestros labios y en nuestro corazón, las palabras que Dios mismo ha inspirado para que hablemos con Él. ¿Rezás con los salmos? Jesús, María y José, como todos los grandes orantes, han aprendido a orar con ellos.
21. En realidad, en la contemplación, más que hacer nosotros algo, es la Trinidad la que ilumina su Rostro sobre nosotros. Contemplar es dejarnos mirar por el Dios amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y entrar en su dinamismo de amor. Hacia esa experiencia bienaventurada nos lleva el Espíritu cuando viene en ayuda de nuestra oración pobre, frágil y sedienta.
22. Más adelante les hablaré de otro modo muy evangélico de orar: la oración del Nombre de Jesús u oración del corazón. Ella nos ayuda a cumplir el mandato del Señor: “Hay que orar siempre sin desanimarse” (Lc 18, 1). Espero hacerlo pronto.
23. Querido amigo, querida amiga: esta Carta resultó larga. Solo me queda hacerte una invitación: entregate a la aventura de la oración con toda tu alma y corazón, con paciencia y perseverancia. Con mucho amor. Dios te está buscando y te espera en el silencio. Quiere darte todo. Quiere darse a Sí mismo a vos, como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es el Espíritu el que, en nosotros, ora, suplica y alaba. El Padre escucha el grito del Espíritu de su Hijo en nosotros. Dejate entonces llevar.
Somos peregrinos de la oración, llenos de santa nostalgia del Divino Rostro. Están siempre en mi plegaria de cada día. Con mi bendición.
«Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen.» (Jn 10, 27).
Los católicos celebramos este domingo la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Como cada año, el papa Francisco ha escrito un mensaje: “Llamados a edificar la familia humana”.
“Vocación” es una hermosa palabra. Evoca una experiencia fundamental: alguien sabe nuestro nombre y lo pronuncia, no con fría indiferencia sino con genuino interés por nuestra persona.
Para la fe cristiana es, además, una palabra fuerte. Dejo hablar aquí al papa Francisco: “A Miguel Ángel Buonarroti se le atribuyen estas palabras: «Todo bloque de piedra tiene en su interior una estatua y la tarea del escultor es descubrirla». Si la mirada del artista puede ser así, cuánto más lo será la mirada de Dios […] Su mirada de amor siempre nos alcanza, nos conmueve, nos libera y nos transforma, haciéndonos personas nuevas.”
La vida no es una casualidad. Ningún ser humano es un capricho del azar. Somos fruto de un amor eterno que nos abre a la vida. Hoy rezamos para que cada ser humano pueda vivir esa experiencia.
Siempre que escucho “Gracias a la vida” de Violeta Parra, me tomo la licencia de imaginar la palabra “vida” con mayúsculas. “Vida” es nombre divino. El del Dios que ama la vida, que solo sabe crear, perdonar y resucitar.
Por eso, dejándome una vez más mirar por Dios (eso es, en definitiva, orar), solo puedo decir:
“Gracias, Señor, porque me has dado tanto. Gracias por mirarme, llamarme y compartir conmigo la hermosa aventura de edificar fraternidad. Gracias por la misión que me regalaste y me ha puesto a caminar. Gracias por el camino que comparto con mis hermanos, por sus senderos de luz y también por sus quebradas oscuras. Vos caminás con nosotros. Amén.”
“Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?». Ella le respondió: «Nadie, Señor». «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante».” (Jn 8, 9-11).
La mujer no les interesaba. Tampoco que hubiera cometido adulterio. Seguramente a algunos de ellos, ese “desliz” no les era extraño. La mujer era -¡cuando no!- un objeto de uso, esta vez, para atrapar a Jesús, tan odiado y tan temido.
Jesús, sin embargo, pasa por encima de todo eso. Ni siquiera le interesa lo que traman contra él. A él no le resulta indiferente esa vida amenazada de desprecio y de muerte. Su aparente frialdad solo busca ese momento final de soledad en el que -como sentenciara magistralmente san Agustín- la misericordia divina mira a los ojos a la miseria humana.
No hay condena. Solo perdón y una vida que puede renacer y relanzarse. Y ese es el motivo por el que Jesús, ayer como hoy, es repudiado con ferocía o sencillamente ninguneado con desdén. Él ha traído al mundo la fuerza más desconcertante y desequilibrante: el perdón de Dios que hace nuevas todas las cosas. Dios perdona al culpable, incluso antes de que se arrepienta- O, mejor: provocando así su arrepentimiento.
La experiencia cristiana siempre es así: encuentro personal con Jesús que, al mismotiempo, es perdón, reconciliación, pacificación. Perdón gratuitamente ofrecido e inmerecidamente recibido. Y, así, nacer de nuevo.
“Aunque quedemos solos, vos y yo, mirame, Jesús, como miraste a aquella mujer. No te importe nada más. Solo mi persona herida, humillada y amenazada. Y si añadís una palabra de perdón, mejor aún. Un gesto tuyo, una sonrisa y una palabra así nos reconcilian con la vida. Amén.”
«La Voz de San Justo», domingo 13 de marzo de 2022
“Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante.” (Lc 9, 28-29).
Con Jesús, del desierto a la montaña. Así podemos describir el camino de Cuaresma en estas primeras semanas. Ambos lugares tienen un fuerte simbolismo. Indican un itinerario espiritual más que geográfico: lo que implica el encuentro y la comunión con el Dios vivo.
La montaña es el lugar donde Dios se revela. Allí se muestra, da a conocer su Rostro y hace oír su voz. San Juan de la Cruz -el gran místico cristiano – hizo de la “subida al monte Carmelo” el símbolo fundamental para describir el camino del cristiano que se atreve a internarse en el territorio de la oración. Una aventura que intimida, fatiga y fascina. Todo a la vez. Atrae y repele. Como un abismo.
Y de eso nos habla el evangelio de este domingo. En la montaña, Jesús se muestra en toda la hondura de su misterio. Se transfigura mientras ora. Para eso ha subido a la montaña. El imperativo que los tres discípulos que lo acompañan en la subida del monte Tabor es precisamente el que pone en marcha la aventura de la oración cristiana: “Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo.” (Lc 9, 35).
“Oh Señor, mi Dios: con el orante de la Biblia, yo también te digo: «Mi corazón sabe que dijiste: ‘Busquen mi rostro’. Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí.” Esa búsqueda me habita e inquieta. Yo mismo soy esa búsqueda. Abro el Evangelio, escucho la voz de tu Hijo, Jesús, y quedo iluminado por su Luz. Subo a la montaña, busco entrar en tu Silencio… Transfigúrame con Jesús y como Él. Amén”.
“Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días. No comió nada durante esos días, y al cabo de ellos tuvo hambre.” (Lc 4, 1-2).
El desierto es un lugar hostil, de extravío y muerte. ¿Por qué el Espíritu lleva allí a Jesús? En esa “cuarentena” de soledad, ayuno y hambre, Jesús revivirá la experiencia más fuerte de su pueblo: no se vive solamente de pan, como le dirá al tentador. Por eso, a lo largo de su vida, una y otra vez, volverá al desierto. Allí encontrará refugio, lo buscará para orar. Allí conducirá a sus discípulos y multiplicará el pan para la multitud hambrienta.
El desierto es el lugar donde mejor se conoce y experimenta a Dios. Tras los pasos de Jesús, infinidad de hombres y mujeres han sentido la fascinación de dirigir sus pasos al desierto para hacer, con él, la misma experiencia de Dios. Sabedores de que también a ellos no se les ahorrará el hambre, la sed y la tentación de extravío. Ese es el precio del encuentro más importante de la vida: el que nos lleva al Rostro del Dios vivo.
Jesús ha ido al desierto por nosotros. Él nos espera en todos los desiertos de nuestra vida. La Cuaresma, cada año, nos provoca para hacer esa experiencia.
“La aridez del desierto vuelve una y otra vez a nuestras vidas, Señor Jesús. Se aloja incluso en el corazón. Lo percibo también en el rostro de muchos. En esta Cuaresma, solo pido una cosa: tu Presencia amiga en el desierto. Y que también yo pueda hacerme cercano, compañero y amigo de mis hermanos cuando atraviesen los desiertos de la vida. Amén.”
Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. (Lc 9, 28-29).
A los fieles y comunidades de la Diócesis de San Francisco.
Queridos hermanos:
Nuestra Iglesia diocesana retoma la pastoral ordinaria. Seguimos caminando juntos con espíritu mariano, franciscano y brocheriano. Y lo hacemos con toda la Iglesia: camino sinodal en comunión, participación y misión. El Espíritu nos irá mostrando qué pasos dar y nos dará su gracia para hacerlo.
Las tres Cartas Pascuales 2022 tienen como finalidad acompañar este camino diocesano, a la vez personal y comunitario, abordando un tema de fondo: la oración cristiana. Los invito, por tanto, a redescubrir la aventura de la oración, en toda su belleza. La oración es un abismo: atrae y da vértigo. Nos asoma al misterio de Dios que nos trasciende, nos habita y vivifica.
Todo ser humano, por serlo, lleva en su corazón la llamada al absoluto, la sed y el aguijón del infinito. Los orantes de todos los tiempos -no sólo los cristianos- experimentan esa atracción, pero también el temor que significa entrar en el territorio sagrado del Silencio de Dios, de la rumia de su Palabra y de la contemplación de su Rostro.
Es la experiencia del salmista: “Mi corazón sabe que dijiste: «Busquen mi rostro». Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí.” (Salmo 26, 8-9). Es una magnífica definición de la oración: búsqueda del Rostro de Dios, con el corazón inquieto y sediento, siempre a la espera de que ese Rostro se nos descubra e ilumine.
La oración no es lo más importante de la vida cristiana. Ese lugar lo ocupa la caridad. Pero, no hay amor sin oración. O, como dijera San Juan Pablo II: “se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino «cristianos con riesgo». En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.” (Novo millenio ineunte 34)
Al iniciar la Cuaresma, tiempo fuerte de oración, los invito a redescubrir su misterio, y los animo entrar en él. Para muchos será la apelación a una experiencia que nutre el día a día de la vida. Para otros, una vivencia nueva y fascinante. Para otros, tal vez, suponga una dolorosa conversión, pues la oración se ha convertido en algo rutinario o sencillamente ha languidecido hasta desaparecer de la propia vida.
No nos desanimemos. Por el contrario, reavivemos esta convicción: si sentimos -como el salmista- el deseo de buscar el Rostro de Dios, es porque ya, ese Rostro nos ha encontrado a nosotros, y ha puesto en nuestro interior el impulso del Espíritu para buscarlo y encontrarlo. Desear orar es ya orar,aunque ese deseo sea tímido, necesitado de aliento y de cuidado. En otras palabras, si sentimos ya la llamada de la oración estamos bajo el influjo del Espíritu Santo. Él es el orfebre que, con mano diestra y paciente, nos va trabajando para que nos convirtamos en orantes y, de esa manera, en hombres y mujeres del Espíritu, verdaderos discípulos del Señor.
Nuestra sociedad vive fuertes procesos de secularización. Dios ha muerto en demasiados corazones. Y esto también golpea el corazón del creyente en una suerte de “secularización interna” de la vida cristiana. En este contexto, el llamado a la oración es una gracia del Espíritu para pasar de una fe convencional a una fe convencida, de un cristianismo aburguesado y cómodo a un discipulado valiente, misionero y contagioso.
El orante es aquel hombre o mujer de fe que puede dar este testimonio: he sido visitado por el Señor, he recibido como regalo su Palabra, Él me ha mostrado su Rostro y, de esa manera, me ha revelado quién soy, cuál es mi misión y qué sentido tiene todo lo que vivo, sufro y anhelo. El orante es un creyente marcado para siempre por ese encuentro que lo ha herido haciéndolo testigo del Invisible.
Este año, en el segundo domingo de Cuaresma, contemplamos al Señor que se transfigura en el monte, delante de Pedro, Santiago y Juan (cf. Lc 9, 28b-36). San Lucas nos ofrece este detalle precioso: Jesús sube con ellos a la montaña “para orar” y se transfigura “mientras oraba”. Contemplemos al Señor en oración. ¿Qué ocurre entonces? “Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo».” (Lc 9, 35). Emerge a la luz el misterio más hondo y bello de Jesús: Él es el Hijo que vive en comunión inmediata con el Padre, en la alegría del Espíritu Santo. La luz que ilumina su rostro y su persona brota desde ese manantial de su vida trinitaria.
¡Subamos también nosotros con Jesús a la montaña! ¡Dejémonos transfigurar por el encuentro con el Padre que quiere mostrarnos a su Hijo, hacernos escuchar su Palabra y vivificarnos con su Espíritu! ¡No tengamos miedo! O, mejor: venzamos el vértigo de la oración con la fortaleza del Espíritu. En la oración, Dios no sólo quiere regalarnos sus dones, quiere entregarse a Sí mismo a cada uno de nosotros. Es Amigo que nos tiende la mano. Un Dios enamorado que nos busca intensamente. En la fe, la oración nos lleva a ese abismo de amor, de alegría y de paz que es la comunión trinitaria.
Vivamos entonces esta Cuaresma como tiempo para una oración más honda, perseverante y ferviente. Supliquémoselo a María, a José, a Francisco de Asís, a Brochero. Todos ellos grandes orantes. Subieron a la montaña y, de la mano de Jesús, fueron transfigurados.
Esa gracia sigue siendo joven y la santa Trinidad la dispone para nosotros. Viene con el bautismo, se robustece en la confirmación y se alimenta en la Eucaristía. A nosotros, solamente nos toca responder, como María, con confianza y disponibilidad interior. Al entrar en la oración, a ella le decimos: “Madre de todos los hombres: ¡enséñanos a decir: Amén!”
Sepan que están en mi oración de cada día. Con mi bendición,
«La Voz de San Justo», domingo 20 de febrero de 2022
«Pero yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. […] Hagan por lo demás lo que quieren que los hombres hagan por ustedes. […] Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso.» (Lc 6, 27.31.36).
Los discípulos de Jesús están en medio de una multitud ansiosa y expectante, formada por judíos y paganos.
Fijando la mirada en ellos, Jesús les dirige su palabra. Los invita a vivir, cómo él, las bienaventuranzas. Los precave también de asumir un estilo de vida falaz (¡Ay de los satisfechos!).
Propuesta de vida desafiante y radical.
¿Las consecuencias? Este domingo las comprendemos mejor. Aunque también aumenta el vértigo de asumir una vida según el Evangelio de Jesús.
Amor a los enemigos. Al odio, a la violencia y a la mezquindad, el discípulo del Evangelio responde redoblando la gratuidad, el perdón y la benevolencia. Esta es la regla de oro: «Hagan por los demás lo que quieren que los hombres hagan por ustedes» (Lc 6, 31).
Pero, ¿por qué? Para Jesús, todo se resume en esta razón de fondo: el Padre es misericordioso y compasivo. Esa es su bienaventuranza. El desafío es inmenso. Imposible. Vivir ese mismo estilo de vida.
Imposible como empresa voluntarista. Es gracia que se recibe cuando se acepta la amistad y comunión con Jesús. Él nos comunica su Espíritu para vivir al «estilo de Dios». Inaudito. Esa es, sin embargo, la pretensión del cristianismo. Ha sido, lo es ahora, y lo será hasta el final.
Los discípulos de Jesús y nuestras comunidades cristianas estamos en medio del mundo. No fuera, ni al margen. Mucho menos, por encima. En medio de todos, intentando vivir al estilo de Jesús. También desde ese lugar elevamos nuestra plegaria:
«Señor Jesús: Si no lo viera realizado en tantos hombres y mujeres, discípulos tuyos, lo juzgaría una locura. Pero, esa «locura» está ahí: en el amor y perdón de los mártires, en la compasión y gratuidad de tus santos, en la paz y serenidad de sus corazones. El mal es ruidoso y puede parecer apabullante; pero, la bondad, por silenciosa y humilde que sea, no se puede ocultar. Viene de tu corazón y desborda en los corazones de tantos hombres y mujeres buenos. Y es lo que realmente sostiene al mundo. Gracias, Jesús. Sencillamente, ¡gracias! Amén.»
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