Y Jesús lloró

«La Voz de San Justo», domingo 26 de marzo de 2023

“María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: «¿Dónde lo pusieron?». Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás». Y Jesús lloró.” (Jn 11, 32-35).

A las puertas de Pascua, otro relato magistral del cuarto evangelio: Jesús devuelve la vida a su amigo Lázaro. Es su último signo en este evangelio. Resume los siete anteriores y anuncia su resurrección: Jesús no volverá, como Lázaro, a esta vida mortal, sino que entrará en la vida para siempre. Contemplamos a un Jesús “conmovido y turbado” ante la muerte del amigo y el dolor de sus hermanas. En el momento culminante, la conmoción se vuelve llanto: “Y Jesús lloró”. 

Te invito a detenerte aquí. Ante la muerte, más que palabras, valen el silencio y dejarnos alcanzar por las lágrimas del que llora. Aquí, por las de Jesús que son el llanto de Dios. Creemos en un Dios que no es indiferente ante el sufrimiento de sus hijos, incluso de su creación. Y que sabe llorar. ¿Qué nos dice el llanto de Dios? ¿Qué situaciones de la vida precipitan sus lágrimas? Allí donde un ser humano -un niño, un adicto, una madre- sufre y llora, allí está Cristo derramando sus lágrimas y poniendo en marcha la resurrección.

“Señor Jesús: estamos con vos ante la tumba de Lázaro, tu amigo entrañable. Vemos a Marta y María de Betania. Y vemos tu llanto. Quisiéramos llorar nuestra fría indiferencia ante las muertes que nos rodean. Verte llorar, despierta en nosotros la conmoción que abre a la vida. Danos, Señor, tus lágrimas. Amén.”

Sacados de la ceguera

«La Voz de San Justo», domingo 19 de marzo de 2023

“Después que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé», que significa «Enviado». El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía.” (Jn 9, 6-7).

Este cuarto domingo de Cuaresma escuchamos en la liturgia la curación del ciego de nacimiento. Nuevamente el cuarto evangelista nos ofrece un bello relato, cargado de simbolismo. Refleja la experiencia básica de los primeros cristianos: el que se encuentra con Cristo es arrancado de la ceguera en que vive.

Jesús abre los ojos del ciego con el lodo que hizo mezclando su saliva con la tierra. Como al principio, en el relato  de la creación, aquí es Jesús quien recrea al hombre hecho de arcilla con su vitalidad, con su Espíritu. 

Es la experiencia de los grandes conversos. Pero también la de los “paganos bautizados”, como decía Benedicto XVI: personas que han recibido los sacramentos, pero no viven según la propuesta de Jesús. Al final del día, el “espíritu del tiempo” es el que decide. 

Pero, en un momento algo ocurre y caen en la cuenta de la incoherencia. ¿Qué los ha arrancado de esa ceguera? Cada uno tiene su historia. De repente, Cristo se ha vuelto real. Una presencia interpelante. Algunos hablan de «segunda conversión». 

En estos tiempos neopaganos, ¿no es esta segunda conversión una gracia urgente para suplicar con insistencia?

«Señor Jesús: creemos ver, pero nos domina una profunda ceguera. Juzgamos razonables y normales criterios, decisiones y comportamientos inhumanos. Es que todos viven y piensan así. Nos justificamos. Sacanos de esa ceguera. Abrí nuestros ojos con el Espíritu que brota de tu humanidad. Que experimentemos tu libertad y que nos haga inconformistas ante el espíritu del tiempo. Amén.»

Diez años en una imagen

Intervención en el acto «Una Iglesia que celebra es una Iglesia viva y abierta a la gracia». 16 de marzo de 2023. Cancillería.

Si tuviera que elegir una imagen para resumir estos diez años del papa Francisco, sin pensarlo demasiado, elegiría aquella que pudimos ver el 27 de marzo de 2020: el mundo en pandemia, la Plaza de San Pedro desierta, bajo el cielo encapotado de Roma y la blanca figura del papa presidiendo aquel momento extraordinario de oración. 

¿Qué nos dice esa foto? ¿Qué mensaje desde el corazón del Evangelio nos sigue transmitiendo?

En su historia bimilenaria, el papado romano ha vivido muchas transformaciones. No siempre han sido según el Evangelio. Somos, en definitiva, discípulos del Verbo encarnado, que ha entrado realmente en toda la oscuridad de la historia humana para transfigurarla desde dentro. La fe no anula el espesor humano de los creyentes ni de la historia.

Sin ceder un ápice a un indebido culto a la persona, podemos repasar los nombres de los últimos papas. Desde mediados del siglo XIX, acelerándose en los años del Concilio Vaticano II, el oficio petrino del obispo de Roma viene adquiriendo un rostro más pastoral que jurídico, más espiritual que mundano.

Aquella tarde, siguiendo la oración del papa por un mundo en pandemia, pudimos ver, al menos por unos instantes, la verdadera naturaleza del poder que detenta el sucesor de Pedro: el que hace las veces, en los tiempos que corren, del humilde pescador que, con una mezcla de obstinación y desarmante humildad, confiesa a Jesucristo ante sus hermanos y ante el mundo. 

Es el poder inerme de Jesús crucificado del que brota la resurrección. Es la fuerza de la pobreza, aquella de la que san Pablo les decía a los corintios: “la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, la debilidad de Dios más fuerte que la fortaleza de los hombres” (1 Co 1, 26).

Aquella tarde vimos a un obispo de Roma entrado en años, frágil en su andar, desarmado de poder mundano con sus estrategias y picardías, pero testigo del Crucificado, la verdadera esperanza del mundo. Parecía solo, como perdido en la inmensidad de San Pedro, pero la columnata del Bernini simbolizaba más que nunca el abrazo de millones que estaban ahí con él. 

Lo vimos escuchar con nosotros el Evangelio de la tempestad calmada, y comentarlo con sabrosa sabiduría. Lo vimos así adorar al verdadero Señor de la Iglesia en la humildad del Pan eucarístico. Lo vimos orar ante la imagen del Crucificado. 

Austen Iverigh señala con acierto que el de Francisco es un papado de reforma, según la tradición espiritual del cristianismo que vemos tanto en Francisco de Asís, Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola, por poner algunos nombres insignes. Podríamos incluir aquí, con toda propiedad, a nuestra beata Mamá Antula y el espíritu de reforma de vida, retomado después por san José Gabriel. 

Y de una reforma que, antes que de estructuras (que también lo es), pasa por el corazón que se vuelve pobre ante Dios y ante el mundo. Y se anima a caminar como Abrahám, como el pueblo en el desierto, como María y la Iglesia en Pentecostés.

La imagen de una Iglesia en camino sinodal es herencia del Concilio Vaticano II que, pasando por la experiencia eclesial de nuestra América latina y la pastoral popular argentina, hoy Francisco actualiza y potencia.  En el centro de ese caminar está Cristo, anunciado a todos. Francisco ha dado nuevo impulso al kerigma como dimensión permanente de la misión de la Iglesia: anuncio primero, no en la prioridad del tiempo, sino en la prioridad de lo esencial e imprescindible, lo que jamás debe faltar porque es el fundamento de todo. 

En su magisterio, este “anuncio primero”, cristológico y trinitario, posee algunos acentos destacados: es anuncio del amor que se vuelve misericordia y compasión, que busca a los descartados y se aventura en las periferias. 

Para un obispo como el que les habla, que vive su fe y su misión en el “interior del interior”, estos aspectos son fundamentales. Benedicto XVI hablaba de un “eclipse de Dios” en la sociedad contemporánea. No es solo una imagen negativa. Se esconde allí una preciosa indicación que, a mi criterio, Francisco ha recogido, desarrollado y propuesto como horizonte: en una sociedad en la que se multiplican los heridos, la misión de la Iglesia es tan urgente y necesaria como siempre. Es, como ha explicado en Fratelli tutti, tras las huellas del buen Samaritano: detenerse, dejarse conmover, hacerse cargo y curar las heridas. No es la “Iglesia de Francisco”, es sencillamente la “Iglesia de la Trinidad”, la de “Jesús”, siempre en salida misionera, en reforma de sí misma, en diálogo con todos.

Así, Evangelii gaudium sigue siendo el texto programático de referencia. 

Comencé evocando una imagen, termino citando al Señor en la última cena. Sus palabras a Simón Pedro valen para quien es hoy vicarius Petri, es decir, el que hace las veces de Pedro en este 2023: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos».” (Lc 22, 31-32).

Desde hace diez años, nuestro Francisco viene haciendo esto: confirmando en la fe a quienes somos sus hermanos. Damos gracias a Dios por ello y oramos por él. Francisco es una señal de lo que tenemos por delante. Nos indica el futuro hacia el que marcha el pueblo peregrino de Dios. 

Gracias. 

Diez años de la elección del papa Francisco

Homilía en la catedral de San Francisco – domingo 12 de marzo de 2023

Los evangelios nos muestran a Jesús involucrado en distintas situaciones, interactuando con diversas categorías de personas y grupos. 

En algunas de estas ocasiones, los evangelios nos muestran un rasgo muy poderoso del Señor: sabe arrancar del corazón de sus interlocutores las plegarias más bonitas, hondas y auténticas, para nada formales o mecánicas.

Los que fatigamos cada día los caminos de la oración lo sabemos bien, porque nos ha pasado a nosotros. Al menos, alguna vez, el Evangelio tocó de tal manera nuestra alma que no pudimos refugiarnos en la formalidad superficial de nuestras piedades. 

Caímos vencidos por ese amor absoluto, incondicional y desafiante que nos miró a los ojos y nos puso contra las cuerdas. 

Es lo que le ocurrió a aquella bendita mujer samaritana que encontró sentado en el Pozo de Jacob a un Jesús fatigado y sediento. 

Bastó aquel: “Mujer, dame de beber”, para que se iniciara un diálogo de salvación que, en su momento culminante, despertó la bella plegaria que escuchamos: “Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla” (Jn 4, 15). 

El diálogo derivará luego, como nos narra el evangelista, hacia un territorio nuevo. En palabras de Jesús: “Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre.” (Jn 4, 23). 

Queridos hermanos y hermanas:

Reconozcámonos en esa mujer. Ella es cada uno de nosotros. Es la Iglesia. Es la humanidad.

Reconozcámonos en su sed, en su deseo de agua viva y de encontrar el manantial inagotable de esa vida verdadera. 

Pero también reconozcámonos en su dificultad para ser fiel al único esposo que realmente merece ser adorado con toda el alma y el corazón. 

¡Cinco maridos llegó a tener aquella samaritana!

Ni la juzguemos ni nos escandalicemos. Esa dificultad para mantenerse unificada en el amor es también nuestra experiencia más honda del poder disgregador del pecado que nos habita y nos inclina a la idolatría de lo que no es Dios. 

Somos así. También nuestra comunidad cristiana, nuestra propia Iglesia diocesana. Por eso, nos urge aprender a orar y a adorar como aquella mujer. 

***

En las intensas jornadas que antecedieron al cónclave de 2013, los cardenales reunidos en Roma afrontaron muchas cuestiones del estado de la Iglesia en aquel momento. Pero, una entre todas, emergía con fuerza. Y era la razón de que ellos estuvieran precisamente allí. Darle respuesta concreta era su misión indelegable: ¿Cómo debía ser el sucesor de Benedicto XVI, el vicarius Petri? 

Una pregunta que, puesta delante del fuego abrazador del Espíritu, tenía que desembocar en un nombre concreto. Terminó siendo el del arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Jorge M. Bergoglio. 

Él también había intervenido en las reuniones a que aludíamos. Le tomó tres minutos y medio dar su visión. El entonces arzobispo de La Habana, cardenal Jaime Ortega y Alamino se hizo del texto, manuscrito en la diminuta letra de Bergoglio. Lo leo íntegro a continuación:

– Se hizo referencia a la evangelización. Es la razón de ser de la Iglesia.

– “La dulce y confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI).

– Es el mismo Jesucristo quien, desde dentro, nos impulsa.

1.- Evangelizar supone celo apostólico.

Evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.

2.- Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cfr. la mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico.

En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la puerta para entrar… Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir.

3.- La Iglesia, cuando es autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual (según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia). Ese vivir para darse gloria los unos a otros.

Simplificando; hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí.

Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas.

4.- Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de “la dulce y confortadora alegría de la evangelizar”. 

El futuro papa: un contemplativo de Jesucristo, que lo adora en Espíritu y en Verdad. Si tuviera que elegir una imagen para resumir estos diez años del papa Francisco, sin pensarlo demasiado, elegiría aquella que pudimos ver el 27 de marzo de 2020 y que, precisamente, refleja esto que él mismo proponía como misión del nuevo obispo de Roma: el mundo en pandemia, la Plaza de San Pedro desierta, bajo el cielo encapotado de Roma y la blanca figura del papa presidiendo aquel momento extraordinario de oración. 

¿Qué nos dice esa foto? ¿Qué mensaje desde el corazón del Evangelio nos sigue transmitiendo?

Aquella tarde, siguiendo la oración del papa por un mundo en pandemia, pudimos ver, al menos por unos instantes, la verdadera naturaleza del poder que detenta el sucesor de Pedro. Es el poder inerme de Jesús crucificado del que brota la resurrección. 

Aquella tarde vimos a un obispo de Roma entrado en años, frágil en su andar, desarmado de poder mundano con sus estrategias y picardías, pero testigo del Crucificado, la verdadera esperanza del mundo. Parecía solo, como perdido en la inmensidad de San Pedro, pero la columnata del Bernini simbolizaba más que nunca el abrazo de millones que estaban ahí con él. 

Lo vimos escuchar con nosotros el Evangelio de la tempestad calmada, y comentarlo con sabrosa sabiduría. Lo vimos así adorar al verdadero Señor de la Iglesia en la humildad del Pan eucarístico. Lo vimos orar ante la imagen del Crucificado. 

Que esa imagen nos lleve a nosotros al Pozo de Jacob, donde Jesús nos espera para darnos el agua viva de su Espíritu, abriendo en nosotros mismos ese torrente de agua que salta hasta la vida eterna.

Y que nos impulse a salir del encierro de nuestra autorreferencialidad, al decir del papa Francisco.

El camino sinodal que transitamos nos lleve en esta dirección: a Cristo y a los hermanos. 

Así sea. 

3 minutos y medio

A continuación la intervención del cardenal Jorge Bergogio en el precónclave 2013, respondiendo a la pregunta cómo debía ser el sucesor de Benedicto XVI.

Su lectura duró tres minutos y medio.

Todavía estamos bajo el vértigo de esa propuesta.

Después de la elección la difundió el entonces cardenal de La Habana, Jaime Ortega y Alamino, que se la pidió al nuevo papa.

***

– Se hizo referencia a la evangelización. Es la razón de ser de la Iglesia.

– “La dulce y confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI).

– Es el mismo Jesucristo quien, desde dentro, nos impulsa.

1.- Evangelizar supone celo apostólico.

Evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.

2.- Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cfr. la mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico.

En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la puerta para entrar… Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir.

3.- La Iglesia, cuando es autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual (según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia). Ese vivir para darse gloria los unos a otros.

Simplificando; hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí.

Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas.

4.- Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de “la dulce y confortadora alegría de la evangelizar”.

Diez años de Francisco: reforma, continuidad y apertura

Este lunes 13 de marzo se cumplen diez años de la elección del papa Francisco. Una cifra redonda que está mereciendo la atención de muchos. Se hacen balances, proyecciones e interpretaciones. Él mismo ha concedido varias entrevistas. Sin embargo, pienso que no es suficiente espacio de tiempo para captar el real impacto de esta opción del cónclave de 2013. Para la organización global que es la Iglesia católica, esta opción representa, a la vez, una reforma y una apertura de enormes (e incalculables) consecuencias.

Como muchos han señalado, el Concilio Vaticano II fue todavía un acontecimiento eclesial determinado por la experiencia teológica y pastoral de las grandes Iglesias católicas europeas, sobre todo de Alemania y Francia. Un concilio eurocéntrico. De todos modos, en el diseño teológico de este evento que marca el camino de la Iglesia, la apertura a la inmensa amplitud católica de la Iglesia ha sido un paso adelante que es ya irreversible. Solo un dato: en el Concilio participaron poco más de dos mil obispos. Sesenta años después, esa cifra supera los cinco mil. La Iglesia católica está realmente adquiriendo un rostro mucho más diverso, global y multicultural que nunca en su bimilenaria historia, al ritmo que el intercambio, la comunicación y, sobre todo, la autoconciencia de las Iglesias en los diversos continentes se vuelve cada día más clara y firme.

Es lo que le ha ocurrido a la Iglesia en América latina. De Iglesia receptora de misioneros, teologías, praxis pastorales, litúrgicas y catequísticas, la de nuestro inmenso continente se ha convertido -como muchos señalan- en una “Iglesia fuente” que ha sido capaz de empezar a ofrecer al mundo católico los frutos de su experiencia original de fe y de misión. El fruto maduro de este proceso ha sido que uno de sus pastores se sienta hoy en la sede de Pedro, en la ciudad de Roma.

Precisemos la mirada: Bergoglio no llegó solo ni por casualidad a ser papa. Con él llegó al centro de la catolicidad la experiencia de las Iglesias de América latina y el Caribe, sobre todo, madurada en la Asamblea de Aparecida, de cuyo documento final, el cardenal de Buenos Aires fue redactor (en realidad, coordinó con maestría la redacción final). Aparecida es culminación de un proceso teológico pastoral que recoge la vida y, sobre todo, el fuerte impulso misionero que hoy representa la vitalidad de la Iglesia en este continente.

Y, dando una vuelta de tuerca más, la experiencia de fe y misión que los cardenales latinoamericanos llevaron consigo a al cónclave de 2013 se concentra en estas palabras del documento de Aparecida que expresan muy bien el núcleo del pastoreo de Francisco: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (DA 29). La misión de la Iglesia en este mundo que se ha abierto con el siglo XXI, más que en la determinación de normas, dogmas o leyes, pasa por la transmisión de esa experiencia viva de fe. En términos técnicos, es el “kerigma”, el anuncio fundamental que da origen a la experiencia cristiana. Todo en el papa Francisco gira en torno a este núcleo unificante e inspirador.

Aquí se da, a mi juicio, tanto la reforma como la continuidad y la apertura de la que antes hablaba. Reforma, porque, sin lugar a duda, un obispo venido del profundo sur, que ha pastoreado una megalópolis del Tercer mundo, y que ha madurado su fe y su misión episcopal en semejante contexto cultural no tiene la misma visión que un obispo europeo puesto en la misma situación, como lo fueron Karol Wojtyla o Joseph Ratzinger. La discontinuidad de personalidades, estilos, acentos y criterios pastorales es demasiado evidente como para negarlo en aras de una etérea unidad eclesial. Basta examinar cualquiera de los temas, tanto los más ordinarios y anodinos (los zapatos del papa, por ejemplo) como los más urgentes y decisivos, que hoy están presentes en la agenda eclesial: el cuidado del ambiente, la crisis antropológica (teorías del gender y transhumanismo, por ejemplo) y, sobre todo, el rol de la fe en la cultura y la sociedad.

Pero se trata de una apertura estimulante hacia el futuro también global de la Iglesia. Y esta apertura es posible porque, no obstante toda la disrupción que significa el papado de Bergoglio respecto de los pontífices anteriores, la continuidad sigue siendo el sustento de fondo de todo esto. Es la misma Iglesia católica, su misma e idéntica fe, su mismo modo típico y genuinamente católico de asimilar la propuesta de vida que nace del Evangelio, de enfrentar los desafíos del tiempo y de buscar soluciones reales a los problemas que la afligen.

Pienso que, desde esta perspectiva, hay que enfocar el duro enfrentamiento que hoy se da dentro de la Iglesia entre las corrientes más conservadoras o tradicionalistas y las liberales y progresistas. Es una tensión que nunca ha dejado realmente de atravesar el cuerpo eclesial, pero que, en tiempos especialmente difíciles como el nuestro, emergen nuevamente, como expresión de los dos pulmones con que respira la Iglesia: la fidelidad a la fe recibida (la Tradición viva del Evangelio) y la apertura creativa al futuro (la Profecía como acción del Espíritu).

La tensión es real y, por momentos, parece acercarnos al abismo. Es cierto que Francisco, a diferencia de Juan Pablo II y, sobre todo, Benedicto XVI, muestra hoy una mayor inclinación a favorecer la apertura profética que a concesiones al mundo tradicional. Hay algo de “ley del péndulo” que también atraviesa toda la historia eclesial. Pero no hay que perder la paz. La vitalidad de la Iglesia católica, su capacidad de apertura y adaptación, su habilidad para insertarse en los grandes movimientos de la historia sigue ahí, intacta y estimulante. Solo necesita la paciencia del que sabe respirar con el ritmo de los tiempos del Espíritu.

***

De todas las palabras e imágenes que pueden ayudarnos a entrever el significado de estos diez años de vértigo que significan el pontificado de Francisco, elijo una imagen y una palabra.

La imagen es aquella que pudimos ver por nuestras pantallas el pasado 27 de marzo de 2020: el mundo en pandemia, la plaza de San Pedro vacía bajo el cielo encapotado de Roma y un anciano papa que, con dificultad para caminar, se dirigía solitario y pensativo hacia el sitio desde donde iba a dirigir aquel encuentro extraordinario de oración que entonces tuvo lugar. Escuchó con nosotros el evangelio de la tempestad calmada y lo comentó con sabrosa sabiduría espiritual. 

Dicen que, en la cumbre de su poder, Stalin preguntó cuántas divisiones armadas tenía el papa. Tanto como para indicar que el poder, según su mente, se mide por la fuerza militar. En la imagen que comento, aparece con clara nitidez el verdadero poder que detenta el obispo de Roma, su misión para la Iglesia y el mundo. Es el poder desnudo de Cristo crucificado que se expresa en la oración, la humilde proclamación del Evangelio y la invitación a sumar fuerzas para navegar juntos en medio de la tempestad. Al menos por un instante, esa revelación iluminó nuestras pantallas.

La palabra que elijo para intentar un resumen del pontificado de Francisco, de entre todas las que en abundancia podrían cumplir ese cometido, es la palabra compuesta: “misericordia-compasión”. Sea por su experiencia personal como hombre y creyente, sea por lo que ha vivido y aprendido como sacerdote y obispo, Jorge Bergoglio ha vuelto a poner en el centro de la vida y misión de la Iglesia la parábola del buen Samaritano. De hecho, es el texto evangélico que sirve de eje para su última encíclica, Fratelli tutti. En un mundo en guerra, en el que se multiplican los heridos, cuando la política parece privilegiar el conflicto, la aceleración de las polarizaciones y la renuncia al diálogo, la Iglesia -al decir del papa- ha de rehacer su figura histórica como la Iglesia samaritana de la compasión, de la misericordia y del servicio, atenta a levantar del camino a todos los heridos por la vida.

Una Iglesia de la compasión es inevitablemente una Iglesia misionera, que sale por los caminos (a “callejear”, según el particular idioma porteño del papa) a buscar, a escuchar y a tender la mano.

En la preparación del próximo Sínodo sobre la sinodalidad, hoy se está dando en la Iglesia una viva discusión sobre lo que algunos llaman: el paradigma de la “inclusión radical”. Francisco insiste: la Iglesia de Jesús está abierta a todos, ha de buscar, acompañar e integrar a todos, especialmente a los más alejados y a los descartados. El mandato evangélico en este sentido es incontrovertible: el Evangelio es palabra de salvación para todos. Sin embargo, el real alcance de esta apertura es una búsqueda que hoy nos está haciendo fatigar, también a quienes queremos ser sujetos activos de la misión de la Iglesia en el mundo que nos toca sin renunciar ni a una “i” ni a una “coma” de la rica tradición del humanismo cristiano.

***

Una palabra sobre el modo como los argentinos vemos y valoramos que uno de nosotros esté hoy sentado en la cátedra de Pedro como obispo de Roma y papa.

Si, como señalé al empezar, es difícil dimensionar el alcance de su elección, esta dificultad tiene contornos especiales entre nosotros. Como acaba de decirle Francisco a Elisabetta Piqué en la entrevista para La Nación: “Los argentinos no somos el premio Nobel de la simplicidad”. Y él mismo se incluye en esa caracterización. 

Personalmente pienso que, a pesar de las esperanzas que el mismo papa alienta, es muy difícil que se dé un viaje suyo a su país natal, a la Iglesia madre de su fe y de su ministerio pastoral. El clima entorno a su figura está tan enrarecido que no veo en el horizonte inmediato esa posibilidad. Espero sinceramente equivocarme. Porque ese reencuentro sería muy fecundo para todos, tanto para los católicos como para nuestra sociedad tan vapuleada.

Es una lástima. Verdaderamente. No sé si esa pasión autodestructiva que tenemos los argentinos que nos hace ser tan suspicaces con nosotros mismos también ahora nos está jugando una mala pasada. Solo resta esperar que, al paso del tiempo, las pasiones se atemperen, la mirada se vuelva más clara y la percepción de los hechos más serena. Tal vez entonces podremos comprender mejor lo que dice de nosotros mismos que un argentino haya sido llamado a cumplir la misión de obispo de Roma, con la proyección global que eso le da, tanto hacia el interior de la Iglesia católica como hacia el mundo y sus desafíos.

Porque Francisco es, a pesar de muchas miradas interesadamente negativas que surgen de estas latitudes, un inmenso líder religioso y espiritual. Así es visto y reconocido. Ahí están sus gestos, sus palabras y sus grandes documentos. A ellos nos remitimos los que, como él y con él, formamos parte del “santo pueblo fiel de Dios” que es la Iglesia católica. En ellos encontramos inspiración para vivir nuestra fe y el servicio al bien común que brota del Evangelio. Y a los creyentes se unen tantas personas que, sin compartir nuestra misma fe, saben ver en profundidad lo que este “hombre de blanco” realmente significa para la humanidad.

Volviendo a aquel 13 de marzo de 2013, repasando en el corazón estos diez años de servicio como papa, solo me queda dar gracias a Dios y preguntarme en conciencia, como hombre, creyente y obispo, y sin ceder un ápice a un indebido culto a la persona, qué desafíos supone para mí el magisterio viviente del papa Francisco.

La sed de Jesús

«La Voz de San Justo», domingo 12 de marzo de 2023

“Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: «Dame de beber». […]  Jesús le respondió: «El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna».” (Jn 4, 6-7.13-14).

Escuchamos este domingo el relato del encuentro de Jesús con la samaritana. Suele proclamarse la versión breve. Es bueno leerlo completo. El cuarto evangelista es un narrador exquisito y desafiante. En los versículos citados, por ejemplo, nos presenta a un Jesús sediento y a la samaritana que puede calmar su sed. De repente, invierte los roles: en realidad, la mayor sed es la de la mujer y Jesús el que puede hacer brotar en ella un manantial de agua viva. La sed, el agua y el pozo adquieren un valor simbólico a desentrañar por quien escucha el evangelio.

El Jesús sediento y cansado ha logrado despertar en el corazón de la mujer la sed más profunda que la habita, arrancándole una estupenda plegaria: “Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed” (cf. Jn 4, 15). Imposible no identificarse con esa súplica y con ese anhelo interior.

En definitiva, es lo que busca la Cuaresma: despertar en nosotros el deseo de recibir el Espíritu de Jesús. Un deseo tan ardiente como la sed o el hambre.

“En este marzo extraordinariamente caluroso, Señor Jesús, experimentamos una sed que nos devora por dentro. Es sed de verdad, de autenticidad, de vida plena. Es sed de Vos. Danos, Señor, esa agua viva que es tu Espíritu. Amén.”

Padrinos de bautismo: ¿sí o no?

Gran difusión en las redes de la noticia de que el obispo italiano Giacomo Cirulli ha decretado que, en las tres diócesis que gobierna, se suspende la figura del padrino o madrina para bautismos y confirmaciones.

Obviamente, ha despertado la polémica, suscitando diversos comentarios: algunos airados, otros graciosos e irónicos. No faltan tampoco los despistados e incluso desubicados. Como suele ocurrir en estos casos: todo el mundo se siente con autoridad para pontificar y corregir.

Me animo entonces a decir algo.

***

Dejemos a los italianos en Italia. Vengamos a Argentina. Entre nosotros, la figura del padrino o madrina es muy apreciada por las familias que piden el bautismo para sus hijos. También para la confirmación. En su pastoral, la Iglesia valora muy positivamente este gesto sentido y tan cristiano.

En esta figura convergen dos miradas con sus respectivas expectativas. En primer lugar, la mirada popular que ve en el padrino o madrina un segundo papá o mamá que puede acompañar al ahijado en su camino de vida. De ahí vienen las expresiones populares: compadre o comadre. Es algo muy profundo y hermoso. Le decimos a un pariente o amigo: ¿te animás a compartir conmigo ser, de alguna forma, papá o mamá de mi hijo? Esta es la expectativa que las familias suelen traer a nuestras parroquias cuando piden el bautismo para sus hijos.

En segundo lugar, está la visión pastoral de la Iglesia: el padrino es un cristiano adulto que tiene como misión acompañar a un hermano más chico a caminar la fe y, así, convertirse en discípulo de Jesús. En los primeros siglos, las personas se bautizaban de adultos y recorrían un camino exigente de preparación. Duraba al menos tres años. Un cristiano ya bautizado los acompañaba para ayudarlos y dar testimonio de que estaban listos para recibir los sacramentos de la fe.

Como decíamos, estas dos visiones convergen, no siempre armónicamente en la pastoral de los sacramentos. Estamos además en una sociedad que mantiene algunos valores y prácticas cristianos, pero que vive fuertes procesos de secularización, donde también crece la indiferencia e incluso la hostilidad hacia la fe y la Iglesia. A propósito: secularización indica que las personas organizan su vida sin poner en el centro a Dios o los valores religiosos, especialmente como los propone la Iglesia católica, en nuestro caso.

***

Todo esto suele ser fuente de algunos conflictos en las secretarías parroquiales. Las familias eligen a los padrinos y madrinas para sus hijos, poniendo el acento en el rol afectivo de éstos. La parroquia, por su parte, acentúa la misión cristiana del padrino, recordando los requisitos que establece la Iglesia: mayor de 16 años, bautizado y confirmado, con la primera comunión y que vive coherentemente su fe. Si está casado, que lo esté por iglesia. Un bautizado no católico solo puede ser testigo del bautismo.

Lo más destacable aquí es recordar que la figura del padrino no es de necesidad absoluta. En una circunstancia extraordinaria, se puede omitir su presencia. Pienso que aquí se apoya la decisión del obispo italiano al que nos referíamos.

Como hay de todo en la viña del Señor, incluso uva, en las parroquias se dan situaciones distintas. Las hay que se plantan con rigor en estas exigencias con un sentido maximalista; como también las hay que llegan a extremos bastante laxos. Y así tenemos la caricatura: cura malo que aleja a la gente en vez de atraer versus cura gaucho que es compinche de todos.

En general, y dejando la caricatura de lado, siempre se trata de mantener un diálogo pastoral, partiendo de que se valora muy positivamente el pedido de una familia de bautizar a sus hijos. Normalmente se encuentra el camino para sortear las dificultades. Por ejemplo, aquí en Córdoba, los obispos de las seis diócesis de la provincia nos hemos puesto de acuerdo para que, al menos, uno de los pradrinos cumpla con los requisitos… en la medida de lo posible. A nadie se le niega el bautismo, a los sumo se sugiere diferirlo hasta encontrar la solución más adecuada. Al hablar con algunas personas que afirman que se les negó el bautismo (por ejemplo, por ser mamá sola), suelo advertir que, por lo general, ha habido alguna explicación incompleta de las normas de la Iglesia.

***

En el Nuevo Testamente encontramos dos modelos de pastoral bautismal. Ambas legítimas y que iluminan nuestra acción evangelizadora. En primer lugar, la que ve al bautismo como punto de partida de la vida cristiana. Es la visión de san Pablo: el bautismo funda la vida cristiana de seguimiento de Cristo. En segundo lugar, el bautismo es visto como el fruto maduro de un proceso de conversión que comenzó con el anuncio de Cristo y que puso en marcha una transformación de la vida según el Evangelio.

A la luz del primero, la Iglesia introdujo la práctica de bautizar niños, acogiendo el pedido de sus padres, acentuando así que el bautismo es don, amor primero y absolutamente gratuito de Dios. El segundo es el que sigue iluminando el camino de los adultos (cada vez más, por cierto) que, al cabo de los años sienten la llamada a convertirse en discípulos de Jesús, se acercan a la comunidad cristiana y se comprometen en el catecumenado que culmina con los sacramentos de la iniciación.

El bautismo es uno de los dos “sacramentos mayores” de la Iglesia. El otro es la Eucaristía. En torno a estos dos giran los demás sacramentos. La confirmación completa con el don del Espíritu al bautismo; la penitencia nos devuelve la amistad con Dios, herida por nuestros pecados; la unción de los enfermos, nos regala la fortaleza en la prueba de la debilidad.

El bautismo es además la fuente de nuestra dignidad como hijos e hijas de Dios. El sacerdocio de los obispos y de los presbíteros está al servicio del sacerdocio bautismal.

Tenemos mucho por reflexionar y ahondar en nuestra vida cristiana y eclesial.

El rostro de Cristo

«La Voz de San Justo», domingo 5 de marzo de 2023

Iglesia de la Transfiguración (Monte Tabor, Tierra Santa)

“Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.” (Mt 17, 1-2).

En el camino de la Cuaresma, este segundo domingo nos lleva al monte de la Transfiguración. Pasamos del desierto de las tentaciones a la manifestación luminosa del Señor en la montaña santa.

Para la Biblia, el rostro debe manifestar lo que el ser humano lleva en su corazón. De lo contrario, la verdad es sustituida por la apariencia superficial. De ahí a la hipocresía, hay pocos pasos.

El rostro de Jesús es la manifestación radiante de los sentimientos más hondos de Dios hacia el hombre. En él se reflejan los ojos y el corazón de un Dios Padre bueno, leal y misericordioso.

Por eso, en la tradición espiritual del cristianismo, quienes se han sentido tocados por el Espíritu buscan, tanto en su oración como en su vida, ser alcanzados por la mirada luminosa del Señor. Y, de esa manera, ellos mismos se ven transfigurados por esa mirada de fuego. Una llama que arde, quema y purifica. Destruye todo lo que hay de inhumano en el corazón. Y, por eso, salva.

Buscamos el rostro luminoso de Jesús resucitado. Así, sus rasgos van transfigurando nuestro rostro. Es el dinamismo más profundo de la vida cristiana que la Cuaresma busca acelerar. Es la conversión del corazón que suplicamos con obstinada esperanza.

“Señor Jesús: Que tu Espíritu Santo acelere nuestra propia transfiguración. Que escuchando tu Palabra y alimentándonos de tu perdón y de tu Eucaristía nos transfiguremos en Vos. Que tu luz se refleje en nuestro rostro, tus sentimientos en nuestra vida. Amén”.

Desierto

«La Voz de San Justo», domingo 26 de febrero de 2023

“Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. […]” (Mt 4, 1-2).

Así comienza el relato evangélico de las tentaciones de Jesús que escuchamos este primer domingo de Cuaresma. A su luz, el camino cuaresmal se presenta como un ir al desierto. Allí nos espera Jesús. Pongámonos entonces en camino.

No se trata de un sitio ni de ninguna caminata. Es un símbolo de ese “lugar” donde experimentamos que nuestra vida está bajo amenaza. Y no cualquier peligro, sino del más insidioso: naufragar como seres humanos por el afán desmedido de poseer, de gloria y de poder. Y esto ocurre cuando olvidamos a Dios. A ese desacierto vital la Biblia lo llama: pecado.

Jesús está en el desierto por nosotros. Hacia allí lo empujó el Espíritu para que, entrando en esa prueba y superándola, nos abra el camino a la vida verdadera. No hay prueba de la vida en que no podamos encontrar a Jesús a nuestro lado y, de su mano, salir también victoriosos.

San Mateo culmina la escena con Jesús invitado por el tentador a rendirle culto. “Jesús le respondió: «Retírate, Satanás, porque está escrito: «Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto»».” (Mt 4, 10). Es la prueba suprema: que Jesús reniegue de sí mismo y su misión, adoptando los criterios del mundo. Su respuesta pone las cosas en su lugar: solo quien adora a Dios vive y es libre de verdad.

“Señor Jesús: en esta Cuaresma 2023, entramos al desierto empujados por tu Espíritu. Abrí nuestros ojos para que te reconozcamos en medio de todas nuestras pruebas. Y así, adorando con Vos al Padre, seamos hombres y mujeres en verdad libres. Amén”.