Misa por la Patria

Iglesia Nacional Argentina de Roma – 25 de mayo de 2023

A las puertas de Pentecostés. esta es nuestra súplica: “Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, Padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz.”

Y, en este 25 de mayo, desde este rincón romano teñido de celeste y blanco, imploramos el soplo del Espíritu para la Patria y la Patria grande de América. 

Los argentinos y argentinas necesitamos ese aliento vivificante para el alma generosa de nuestra Argentina, tan amada y soñada como pensada y sufrida; para la Argentina que se visibiliza de tantas formas, pero también para aquella “Argentina secreta” que evocaba Mons. Vicente Zaspe en días difíciles, la que trabaja, sueña y empuja en silencio la vida. 

¿Brisa suave o viento impetuoso? El Espíritu es libre, dejemos que Él decida. Nosotros perseveremos en la plegaria: “Lava nuestras manchas, riega nuestra aridez, cura nuestras heridas. Suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos.”

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“Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.” (Jn 17, 21).

Jesús suplica al Padre para sus discípulos el mismo grado de comunión que viven las Personas divinas. Ese es su “sueño” para la familia de sus discípulos: la Iglesia. Una Iglesia siempre en agonía por la unidad, pero también acicateada por un mundo con hambre de esperanza. 

Inspirándonos en esta oración del Señor, nos animamos a implorar para nuestro pueblo argentino una renovada experiencia de concordia y convivencia.

Sabemos que no podemos trazar una línea directa entre la unidad que Jesús suplica para sus discípulos y la realidad compleja de la sociedad secular. La sana laicidad, que conjuga autonomía y cooperación entre Iglesia y comunidad política, es un principio de civilización que, como católicos, tenemos que cuidar. 

Es garantía de libertad para todos: para los ciudadanos libres y la sociedad plural, para la comunidad política (estado y gobierno) y para la misma comunidad eclesial.

Los ciudadanos tenemos siempre el desafío de buscar el bien común con inteligencia y responsabilidad, a través del ejercicio paciente y arduo de las virtudes de la prudencia y la fortaleza, la justicia y la templanza. A los cristianos, la fe no nos ahorra ese esfuerzo, ni lo sustituye ni invalida; sino que lo inspira, purifica y anima. 

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La comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo está en el centro de nuestra confesión de fe bautismal. Ella es también un modelo inspirador para la construcción del orden social más justo posible, aquí y ahora, siempre desafiante y nunca acabado del todo.

Es la unidad que surge de la comunión, no de mortificar las diferencias, anulando la pluralidad; sino la unión que nace de la integración de personas libres que se reconocen tan diversas como semejantes, iguales en dignidad y llamadas a la fraternidad, la convivencia y la amistad social.

El papa Francisco, con el Evangelio en el corazón y en los labios, le da un precioso nombre: FRATERNIDAD, una patria de hermanos y hermanas en un mundo de hermanos y hermanas. 

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Hace cuarenta años, los argentinos salíamos de la noche oscura de la violencia política, cuyo ápice fue el terrorismo de estado. Y lo hicimos, porque logramos madurar como pueblo y sociedad, con el enorme sufrimiento de muchos, un consenso en torno a algunas grandes verdades compartidas: ante todo, la dignidad de la persona humana, imagen de Dios, y la plena vigencia de sus derechos y deberes; pero, también, la elección de la democracia como sistema en el que prima el estado de derecho, la participación ciudadana y la legitimidad de la pluralidad de opciones políticas. 

Esos consensos expresaban un sueño común, el que venimos alentando desde el inicio de nuestro camino como pueblo libre. En la Oración por la Patria le hemos puesto palabras de anhelo y de ruego: ¡Queremos ser Nación!

Y hemos logrado mantener ese sueño y esos consensos a lo largo de estos años, superando crisis agudas y momentos de verdadera zozobra. Es un logro del entero pueblo argentino: la democracia es el modo de encauzar los conflictos que forman parte de la vida ciudadana. Su institucionalidad siempre es frágil, perfectible y necesitada de hombres y mujeres -no solo de dirigentes- con vigor moral para sostenerla. Hace cuarenta años elegimos ese camino como pueblo.

La Constitución, ley fundamental de la Nación que tan lúcidamente promovió el beato obispo Mamerto Esquiú, plasma por escrito ese sueño y esos consensos. Ella es un punto fundamental de convergencia de mentes, voluntades y corazones. 

La Argentina de hoy es mucho más diversa y plural que hace cuarenta años. O, tal vez, hoy somos más conscientes de que no podemos perseguir un sueño común, dejando de lado personas, grupos o tradiciones culturales, religiosas y espirituales que han contribuido, de hecho y de derecho, al progreso del país. 

En el núcleo ético de la democracia está la aceptación sin reservas de esta legítima pluralidad de miradas y perspectivas que conviven en el espacio común de la Nación. 

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La Facultad de Teología de la UCA acaba de publicar, recogiendo un pedido del Episcopado, los dos primeros volúmenes de la obra colectiva: “La Verdad los hará libres”. Un tercero viene en camino.

Es una obra formidable. Merece una lectura atenta. Los obispos queremos tomar de ella impulso para seguir buceando en nuestra historia reciente con humildad y genuino profetismo. 

Significa un logrado esfuerzo para revisar nuestra historia reciente, especialmente los años oscuros de la violencia política: cómo vivieron, sintieron y actuaron los diversos sujetos que componen la Iglesia en Argentina, con qué ideas, pasiones y decisiones. Y de una comunidad de creyentes inserta y partícipe de una sociedad atravesada también por enormes tensiones, conflictos e intereses. 

Permite asomarnos al sufrimiento de tantos hermanos y hermanas nuestros que fueron víctimas de aquel espiral de violencia. Como obra científica no juzga, sino que expone los hechos, pero no queda (ni deja) indiferente frente a tanto dolor, cuyas heridas siguen abiertas en cada familia que llora a una víctima o sigue queriendo saber la suerte de sus seres queridos desaparecidos. 

Es un paso decisivo de “memoria penitencial” del catolicismo argentino, y que permitirá a las nuevas generaciones de pastores, laicos y consagrados vivir más evangélicamente el servicio al bien común que brota de nuestra fe cristiana.  

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Así como hemos sostenido en el tiempo la institucionalidad democrática, hemos de reconocer también que tenemos pendiente nuestra deuda más dolorosa: la pobreza que afecta especialmente a tantos niños, adolescentes y jóvenes argentinos. Es decir: el futuro, ya ahora, nos planta cara y nos desafía con agudos interrogantes: 

¿Qué decisiones tomaremos? ¿En qué dirección vamos a caminar? ¿De qué instrumentos echaremos mano? ¿Qué clase de dirigentes políticos, sociales, económicos y espirituales queremos ser? ¿Qué estilo de convivencia vamos a promover los ciudadanos?

La fe cristiana no tiene “respuestas enlatadas” para estas preguntas. Eso sí, nos ofrece la fuerza purificadora de la Pascua de Jesucristo actuada por el Espíritu para no dejarnos ganar por la mediocridad, el sectarismo o la estrechez de miras. 

El Espíritu abre la mente y enciende los corazones para que miremos lejos y en profundidad, mortifiquemos nuestra concupiscencia y nos decidamos por el bien grande de todos, especialmente de las nuevas generaciones de argentinos y argentinas que están creciendo.

Por eso, desde aquí, donde el sucesor de Pedro confiesa la fe en Jesucristo con acento argentino y melodía porteña, invoquemos juntos el don del Espíritu de Jesucristo para cada uno de nosotros.

Y que la Virgencita de Luján, vestida de celeste y blanco, nos vuelva a ilusionar con la Patria de hermanos y el bien común. 

Amén. 

Fiesta Patronal Diocesana 2023

Homilía en la catedral de San Francisco en las vísperas de la solemnidad de Nuestra Señora del Rosario de Fátima – Viernes 12 de mayo de 2023

“Cuando Jesús terminó de hablar, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y le dijo: «¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!».” (Lc 11, 27).

¡Qué precioso elogio de esta mujer del pueblo a Jesús! ¡Nos representa a todos nosotros!

Admirada por las palabras sencillas y a la vez tan sabias del Señor, podemos conjeturar que seguramente habrá pensado: cómo será la madre si el hijo es cómo es y habla cómo habla. De tal palo, tal astilla, diríamos nosotros.

Lo cierto es que Jesús hace suyo el piropo de esta buena señora, dándole también un giro de precisión y belleza evangélica: “¡Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican!” (Lc 11, 28).

Ambas bienaventuranzas son justas, acertadas y se reclaman mutuamente.

En las palabras de aquella mujer y, sobre todo, en las del Señor escuchamos el eco de la bienaventuranza que, al inicio del evangelio, le dirigió Isabel, en cuyo vientre había saltado de alegría Juan el precursor: “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor.” (Lc 1, 45).

María es feliz porque ha concebido y dado a luz a su Hijo, por obra del Espíritu. Porque lo ha amamantado, dándole de su propia vitalidad humana, para que crezca en su cuerpo y en su alma.

Es la alegría que experimenta toda mujer madre, tanto si lo es porque ha engendrado y dado a luz a un hijo de sus entrañas; como si lo ha hecho espiritual y afectivamente, como ocurre en la adopción o en la docencia.

Es la alegría de la Iglesia madre que, predicando la Palabra, a través de la catequesis de iniciación y los sacramentos que la coronan, engendra hijos e hijas para el cielo. Es la alegría de preparar, cada domingo, la mesa del banquete de bodas del Cordero, a la que nos acercamos con fe para alimentarnos con el Pan de los ángeles que los es también de los peregrinos.

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María es bienaventurada porque ha aprendido a escuchar la voz de Dios con tal calidad de escucha, que esta es inseparable de su vida: escucha y pone en práctica.

Solo cuando el Evangelio es llevado a la vida concreta, a los sentimientos y pensamientos, a las opciones que determinan la vida, a las actitudes y a los hechos, terminamos realmente de escuchar la voz de Dios.

Solo el Evangelio vivido -las bienaventuranzas, el amor al prójimo o el servicio a los pobres, por ejemplo- nos permite escuchar realmente la voz de Dios.

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Nuestra Iglesia diocesana sigue transitando su camino sinodal. Juntos estamos comenzando a caminar la ESCUCHA de la Palabra del Señor.

Es tiempo de oración y de profunda docilidad al Espíritu.

Es tiempo también de una fuerte gracia de conversión: escuchar y llevar a la vida.

María viene a caminar con nosotros, a alentar nuestra esperanza y a enseñarnos el arte de la escucha con el corazón en ascuas.

¡Hay tantas voces dentro y fuera de nosotros! ¡Tantas voces en la Iglesia, en el mundo, en nuestro interior! En ocasiones son susurros sugestivos; otras veces, gritos desgarradores o insultos que nos dejan inquietos. Quisiéramos ser parte de un coro armónico, pero, en demasiadas ocasiones terminamos viviendo en un caos de bulla y desorden.

Sin embargo, el Espíritu Santo, como la brisa suave que acarició los oídos de Elías, se sigue haciendo sentir en medio de todo ese ruido.

Solo quiere de nosotros que seamos como María. O que nos dejemos conducir por nuestra Madre y también maestra espiritual para que abramos los oídos para escuchar su voz.

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En la Carta pastoral de inicio de año les proponía tres dimensiones de la única escucha de la voz del Señor: la oración contemplativa, la escucha de los hermanos y, de manera especial, la escucha de los más alejados.

María nos ayuda a transitar esos senderos, a entrar en esa experiencia intensa de escucha.

Como buena catequista y maestra de coro, nos enseña a afinar el oído para que escuchemos la armonía completa, y no nos perdamos toda la riqueza de la voz del Señor.

Tenemos que motivarnos mutuamente para entrar en esta dinámica de escucha. Es posible que nos hayamos acostumbrado a hablar, a responder, a refutar o contradecir, más que a escucharnos unos a otros.

En breve vamos a entrar en el camino bello, pero también exigente de la “conversación espiritual”.

Lo haremos en distintos momentos, respetando el ritmo de nuestro propia andar y ayudándonos a caminar juntos también en esta experiencia espiritual.

La conversación espiritual supone, ante todo, la hondura de nuestro propio camino de fe, de nuestra perseverancia en la oración contemplativa, silenciosa y prolongada. Sin esta experiencia de base será muy difícil avanzar.

Supone también el gusto por el silencio, tan complicado en el mundo de ruidos en el que vivimos y en el que nosotros mismos nos sumergimos. El silencio exterior e interior es imprescindible para toda forma de escucha y discernimiento, tanto personal como comunitario.

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Entramos a este camino de Iglesia-familia en un tiempo muy duro para nuestro pueblo. A cuarenta años de haber salido de la noche oscura de la violencia política y el terrorismo de estado, el modo cómo hemos llevado adelante nuestra democracia tiene muchas deudas.

Es lógico que estemos insatisfechos con nosotros mismos y con nuestros dirigentes. El empobrecimiento de la política argentina con sus gritos y liviandad corre pareja con la pobreza que angustia a tantas familias y, sobre todo, a niños y adolescentes. El futuro nos planta cara.

El desánimo golpea la puerta, y con él, el peligro de dejarnos nuevamente llevar por arrebatos. Como discípulos de Jesús no tenemos escapatoria: aquí y ahora tenemos que vivir la radicalidad del Evangelio que nos invita a la reciedumbre de la esperanza.

Como escribía en los duros años setenta el siervo de Dios, cardenal Eduardo Pironio: “Jesús no anula los tiempos difíciles. Tampoco los hace fáciles. Simplemente los convierte en gracia. Hace que en ellos se manifieste el Padre y nos invita a asumirlos en la esperanza que nace de la cruz.”

De la mano de María, que camina con nosotros y alienta nuestra esperanza, dispongámonos para toda obra buena.

Amén.

Misa crismal 2023

Homilía en la catedral de San Francisco, jueves 30 de marzo de 2023

“Jesucristo, el Testigo fiel, el Primero que resucitó de entre los muertos, el Rey de los reyes de la tierra. Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre. ¡A él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos! Amén.” (Ap 1, 5-6).

Estas palabras de la segunda lectura reflejan la experiencia de una comunidad orante que celebra a Jesucristo. Reconozcámonos en este icono luminoso del Apocalipsis. Esta tarde, como Iglesia diocesana, reunidos para la liturgia de la Misa crismal, somos pueblo sacerdotal y misionero, a punto de entrar en la celebración anual de la Pascua.

A las comunidades cristianas, a los grupos de liturgia y canto, a los ministros y sacerdotes que, en los próximos días darán lo mejor de sí para que celebremos con alegría la Pascua de Jesús, vaya nuestro reconocimiento y aliento por este servicio a la fe que enriquece nuestra vida. La celebración litúrgica es la fuente y culmen de la obra evangelizadora de la Iglesia.

Con los ángeles y los santos, con toda la Iglesia peregrina y penitente vamos a confesar, allí donde celebremos esta Pascua 2023: “El Cordero que ha sido inmolado es digno de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor, la gloria y la alabanza.” (Ap 4, 12).

Es el Espíritu el que nos conduce en este arte de celebrar. Él es el Catequista que obra en las almas de los fieles, tanto de los ministros que presiden como de los bautizados que participan activamente de la celebración. Unos y otros somos el Cuerpo del Señor que celebra, adora, alaba y suplica en sintonía sinodal. Nunca la Iglesia es más sinodal que cuando se reúne entorno al altar. Los óleos y el Crisma que estamos a punto de bendecir simbolizan y comunican esa acción del Espíritu Santo en las almas de los fieles y en la vida de cada una de nuestras comunidades.

Es el Espíritu el que nos hace comulgar a todos, respetando nuestra idiosincrasia, integrando en la unidad, dones y carismas, vocaciones y servicios. Él une sin suprimir y armoniza sin mortificar las diferencias. Él nos ayuda a sumar armoniosamente nuestras voces a la vida eclesial. Nos da aquella “hondura espiritual”, condición indispensable para que la acción pastoral sea realmente fecunda.

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Como Iglesia diocesana en camino sinodal hemos entrado en la fase de escucha de este viaje hacia nuestro primer Sínodo diocesano.

Jesús está en medio de nosotros, como aquel día en la sinagoga de Nazaret. Él abre el libro de la Palabra y nos invita a reconocerlo como Ungido para llevar la buena noticia a los pobres. Es a Él a quien queremos escuchar. Con la Oración del Sínodo invoquemos su Espíritu, para que no nos dejemos atrapar por nuestros prejuicios y obsesiones, nuestra ignorancia y nuestras cegueras.

Que el Espíritu Santo reavive en nosotros la unción bautismal que nos hizo Pueblo sacerdotal. Con humildad, perseverancia y paciencia, emprendamos el camino de la escucha. Se trata de escuchar su voz en todas las voces a través de las cuales se hace oír en medio del ruido que nos rodea.

En este punto, permítanme indicarles un acento especial de esta escucha del Señor. Agudicemos nuestro oído para escuchar al que nos habla desde las periferias, desde el rostro de los pobres, desde las llagas de tantos hermanos heridos por la vida.

Nuestra diócesis es una bella red de comunidades, personas, carismas y ministerios. Sin embargo, por diversos factores culturales, e incluso por prejuicios poco evangelizados, nos falta todavía para ser una “Iglesia pobre y para los pobres”. Tenemos que dar pasos de conversión misionera. También para esta escucha hemos de dejarnos llevar por caminos nuevos, ligeros de equipaje y disponibles.

En breve esperamos que se ordenen los primeros diáconos permanentes para la diócesis. Venimos haciendo un gran esfuerzo para ello. Nos tenemos que preguntar también qué pasos tenemos que dar para recorrer el camino de los ministerios laicales: varones y mujeres que, como desarrollo de su bautismo y confirmación, reciben los ministerios del lectorado, del acolitado y de la catequesis para la animación de nuestras comunidades.

El desafío más grande, sin embargo, es cómo activar en cada bautizado la conciencia viva de ser discípulo misionero del Evangelio. Y cómo esto repercute concretamente en la pastoral ordinaria de nuestras comunidades, en nuestra cultura de la comunión y en nuestro ardor misionero.

Estamos en camino sinodal para evangelizar, compartiendo la Esperanza que es Cristo con todos, no para engrosar la burocracia clerical. El camino sinodal tiene que reavivar el fuego del Espíritu para que seamos -parafraseando a san Alberto Hurtado- “fuego que enciende otros fuegos”.

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Queridos hermanos presbíteros: en breve, renovarán las promesas de la ordenación. La “escucha” está en la raíz de nuestra vocación. Hemos escuchado la llamada del Señor y nos hemos entregado a ella. No nos pertenecemos: hemos sido expropiados para pertenecerle a Él y a aquellos a los que nos envía. El ministerio nos impulsa a la escucha, porque nuestra vida se juega en hacer, no nuestro querer, sino su Voluntad.

Por eso, como Presbiterio diocesano, estamos al servicio de la fe del Pueblo de Dios en esta Iglesia diocesana. Escuchemos entonces, con hondura espiritual y apertura de corazón, la voz del Señor que nos sigue llamando y enviando.

Que María, la Virgen de la escucha y de la libertad que da el Espíritu, nos ayude a todos a vivir con “espíritu mariano” este camino eclesial de conversión y misión.

Amén.

Diez años de la elección del papa Francisco

Homilía en la catedral de San Francisco – domingo 12 de marzo de 2023

Los evangelios nos muestran a Jesús involucrado en distintas situaciones, interactuando con diversas categorías de personas y grupos. 

En algunas de estas ocasiones, los evangelios nos muestran un rasgo muy poderoso del Señor: sabe arrancar del corazón de sus interlocutores las plegarias más bonitas, hondas y auténticas, para nada formales o mecánicas.

Los que fatigamos cada día los caminos de la oración lo sabemos bien, porque nos ha pasado a nosotros. Al menos, alguna vez, el Evangelio tocó de tal manera nuestra alma que no pudimos refugiarnos en la formalidad superficial de nuestras piedades. 

Caímos vencidos por ese amor absoluto, incondicional y desafiante que nos miró a los ojos y nos puso contra las cuerdas. 

Es lo que le ocurrió a aquella bendita mujer samaritana que encontró sentado en el Pozo de Jacob a un Jesús fatigado y sediento. 

Bastó aquel: “Mujer, dame de beber”, para que se iniciara un diálogo de salvación que, en su momento culminante, despertó la bella plegaria que escuchamos: “Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla” (Jn 4, 15). 

El diálogo derivará luego, como nos narra el evangelista, hacia un territorio nuevo. En palabras de Jesús: “Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre.” (Jn 4, 23). 

Queridos hermanos y hermanas:

Reconozcámonos en esa mujer. Ella es cada uno de nosotros. Es la Iglesia. Es la humanidad.

Reconozcámonos en su sed, en su deseo de agua viva y de encontrar el manantial inagotable de esa vida verdadera. 

Pero también reconozcámonos en su dificultad para ser fiel al único esposo que realmente merece ser adorado con toda el alma y el corazón. 

¡Cinco maridos llegó a tener aquella samaritana!

Ni la juzguemos ni nos escandalicemos. Esa dificultad para mantenerse unificada en el amor es también nuestra experiencia más honda del poder disgregador del pecado que nos habita y nos inclina a la idolatría de lo que no es Dios. 

Somos así. También nuestra comunidad cristiana, nuestra propia Iglesia diocesana. Por eso, nos urge aprender a orar y a adorar como aquella mujer. 

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En las intensas jornadas que antecedieron al cónclave de 2013, los cardenales reunidos en Roma afrontaron muchas cuestiones del estado de la Iglesia en aquel momento. Pero, una entre todas, emergía con fuerza. Y era la razón de que ellos estuvieran precisamente allí. Darle respuesta concreta era su misión indelegable: ¿Cómo debía ser el sucesor de Benedicto XVI, el vicarius Petri? 

Una pregunta que, puesta delante del fuego abrazador del Espíritu, tenía que desembocar en un nombre concreto. Terminó siendo el del arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Jorge M. Bergoglio. 

Él también había intervenido en las reuniones a que aludíamos. Le tomó tres minutos y medio dar su visión. El entonces arzobispo de La Habana, cardenal Jaime Ortega y Alamino se hizo del texto, manuscrito en la diminuta letra de Bergoglio. Lo leo íntegro a continuación:

– Se hizo referencia a la evangelización. Es la razón de ser de la Iglesia.

– “La dulce y confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI).

– Es el mismo Jesucristo quien, desde dentro, nos impulsa.

1.- Evangelizar supone celo apostólico.

Evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.

2.- Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cfr. la mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico.

En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la puerta para entrar… Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir.

3.- La Iglesia, cuando es autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual (según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia). Ese vivir para darse gloria los unos a otros.

Simplificando; hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí.

Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas.

4.- Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de “la dulce y confortadora alegría de la evangelizar”. 

El futuro papa: un contemplativo de Jesucristo, que lo adora en Espíritu y en Verdad. Si tuviera que elegir una imagen para resumir estos diez años del papa Francisco, sin pensarlo demasiado, elegiría aquella que pudimos ver el 27 de marzo de 2020 y que, precisamente, refleja esto que él mismo proponía como misión del nuevo obispo de Roma: el mundo en pandemia, la Plaza de San Pedro desierta, bajo el cielo encapotado de Roma y la blanca figura del papa presidiendo aquel momento extraordinario de oración. 

¿Qué nos dice esa foto? ¿Qué mensaje desde el corazón del Evangelio nos sigue transmitiendo?

Aquella tarde, siguiendo la oración del papa por un mundo en pandemia, pudimos ver, al menos por unos instantes, la verdadera naturaleza del poder que detenta el sucesor de Pedro. Es el poder inerme de Jesús crucificado del que brota la resurrección. 

Aquella tarde vimos a un obispo de Roma entrado en años, frágil en su andar, desarmado de poder mundano con sus estrategias y picardías, pero testigo del Crucificado, la verdadera esperanza del mundo. Parecía solo, como perdido en la inmensidad de San Pedro, pero la columnata del Bernini simbolizaba más que nunca el abrazo de millones que estaban ahí con él. 

Lo vimos escuchar con nosotros el Evangelio de la tempestad calmada, y comentarlo con sabrosa sabiduría. Lo vimos así adorar al verdadero Señor de la Iglesia en la humildad del Pan eucarístico. Lo vimos orar ante la imagen del Crucificado. 

Que esa imagen nos lleve a nosotros al Pozo de Jacob, donde Jesús nos espera para darnos el agua viva de su Espíritu, abriendo en nosotros mismos ese torrente de agua que salta hasta la vida eterna.

Y que nos impulse a salir del encierro de nuestra autorreferencialidad, al decir del papa Francisco.

El camino sinodal que transitamos nos lleve en esta dirección: a Cristo y a los hermanos. 

Así sea. 

Eucaristía por el Papa emérito Benedicto XVI

Catedral de San Francisco – Miércoles 4 de enero de 2023

“¡Felices los que mueren en el Señor! Sí –dice el Espíritu– de ahora en adelante, ellos pueden descansar de sus fatigas, porque sus obras los acompañan” (Ap 14, 13).

Hacemos nuestra esta hermosa bienaventuranza del vidente del Apocalipsis para despedir al obispo emérito de Roma, quien fuera Papa con el nombre de Benedicto XVI.

Es uno de los que ha muerto en el Señor, como señala con solemnidad el Apocalipsis.

Según los testigos, antes de entrar en la agonía, pronunció su última confesión de fe. Como no podía ser de otra manera, en su lengua materna alcanzó a decir con un hilo de voz: “Jesús, te amo”.

Confesó así, con la simplicidad de un niño, el señorío de Cristo sobre su vida, de la única manera que es posible hacerlo: como una experiencia honda de amor que toca y determina la propia vida.

Amor recibido que se vuelve amor devuelto en la hora postrera.

Joseph Ratzinger/Benedicto XVI vivió en primera persona aquel diálogo de amor entre Simón Pedro y Jesús resucitado a orillas del mar y después de la pesca milagrosa.

También allí se escucharon palabras de amor: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?… Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero” (Jn 21, 15.17).

Y el amor dio paso a la misión, alcanzando la dimensión honda del seguimiento que configura por dentro la vida: Simón Pedro, el pescador quedó atado a su Señor en la vida y en la muerte: “Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras… Tú sígueme.” (Jn 21, 17-18.22).

Por eso, la promesa que Jesús hoy nos hace escuchar de nuevo para alentar nuestra esperanza, se ha cumplido en la vida de su humilde servidor José/Benedicto: “El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre.” (Jn 12, 26).

Joseph Alois Ratzinger nació un sábado santo, el 16 de abril de 1927. Y, como a él mismo le gustaba recordar, recibió el bautismo con las aguas recién bendecidas en la Vigilia Pascual. Y emprendió la etapa final de su viaje como peregrino durante la octava de Navidad.

La encarnación y la pascua de Cristo envuelven su vida, su peregrinaje y su misión. Él lo enseñó con erudición académica, pero, sobre todo, lo propuso como un testigo alcanzado por dentro por la luz del amor: solo la amistad con Cristo nos abre las puertas de la vida.

De todas las formas que lo dijo o escribió, elijo aquí unas frases de la homilía del inicio de su ministerio petrino que he vuelto a releer en estas horas y que los invito a saborear. Están dirigidas a los obispos, pero valen para todos nosotros, discípulos misioneros del Evangelio:

Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida.

No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. (24 de abril de 2005).

La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.

Hoy damos gracias al Señor por su servidor Benedicto, porque a través de él, Jesús ha seguido colmando de alegría el corazón de los hombres y mujeres el mundo, entre los que nos contamos.

El pueblo sencillo, al que sirvió por encima de todo, lo ha comprendido. Por eso, por estas horas, un interminable torrente de personas ha pasado delante de sus despojos mortales en San Pedro para despedirlo y pronunciar un “gracias” coral por el celo de este pastor “en el anuncio del Evangelio, en el sostenimiento de la racionalidad del creer, en el ofrecer a todos la certeza de que podemos encontrar a Cristo también hoy por los caminos del mundo y de que el cristianismo no es una doctrina abstracta, sino un encuentro con el Resucitado”, como  ha escrito un periodista italiano.

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“¡Felices los que mueren en el Señor! Sí –dice el Espíritu– de ahora en adelante, ellos pueden descansar de sus fatigas, porque sus obras los acompañan” (Ap 14, 13).

¿Qué obras acompañan a este humilde trabajador en la viña del Señor ahora que ha cruzado el umbral de la muerte?

Solo Dios lo sabe, aunque nosotros somos testigos de muchas de ellas.

En estas horas se destaca, sobre todo, el espesor de su condición de teólogo: el último gran teólogo vivo del Concilio Vaticano II. Uno de los diez teólogos católicos más importantes de este tiempo.

Y no nos equivocamos. Ahí están los tomos de su Opera Omnia, todavía incompleta en su publicación. Ahí está su pasión por los Padres de la Iglesia, especialmente por san Agustín. Ahí está también su diálogo con la modernidad que se resolvió siempre por esa fecunda circularidad entre la fe y la razón abierta a toda la amplitud de la realidad y, por eso, sedienta de Dios y de su Palabra.  

Algunos han destacado también su renuncia al oficio petrino, cumplida hace casi diez años. Es verdad también, a condición de que la interpretemos como corolario de una vida fecunda, porque la resume y muestra toda su grandeza.

Bordearíamos el cinismo si nuestra valoración de ese gesto lo redujera a una mera salida de escena ante las dificultades: lo mejor que pudo haber hecho es renunciar.

Como él mismo indicó: no renunció para huir de una crisis o un problema, sino cuando la serenidad del corazón y de la vida eclesial le dejó libre el espacio para cumplir ese humilde y gigantesco paso.

No me siento, sin embargo, de explorar ninguno de esos dos caminos.

Me permito solo enunciarlo así: las obras que acompañan a Joseph Ratzinger/Benedicto XVI son las que lo cualifican como un verdadero “Maestro de la fe” y, por eso, un “Maestro de la vida”.

Todos nos entendemos: cuando hablamos de la fe, hablamos de la vida. Porque la fe cristiana es ese modo tan característico de estar radicados en la vida concreta desde Cristo y hacia Cristo.

Que nos lo diga él mismo con las que tal vez sean las frases más célebres y certeras de su pontificado:

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (Encíclica Dios es amor, 1).

Creo que no nos equivocamos si vislumbramos en este párrafo el secreto más precioso que fue creciendo en el corazón de aquel niño nacido en la católica Baviera y que, paso a paso, fue descubriendo el Rostro de Cristo y éste le fue conquistando el corazón, la mente y la libertad.

Casi a las vísperas de la solemnidad de santa María, madre de Dios, este buen servidor pronunció su definitiva confesión de fe y amor a Jesús, el hijo de María.

Él, que amó tanto la “sobria embriaguez del Espíritu” en la Liturgia, nació a la vida de la gracia y a la eternidad arropado por los tiempos litúrgicos más significativos de la madre Iglesia.

A la santa Madre de Dios le encomendamos su alma, confiando en su misericordia y bondad.

Nosotros, un poco tristes y nostálgicos, pero reconfortados por su testimonio, solo nos resta decir: ¡Gracias, Señor, por regalarnos este Maestro de la fe y de la vida!

Y que nuestra gratitud se convierta en compromiso: Sí, querido Benedicto, con tu testimonio nos mantendremos firmes en la fe, sin dejarnos confundir en esta hora de la historia, tan fascinante como incierta.

Amén. Así sea.

Los pastores

Homilía en la Misa de Navidad en la catedral de San Francisco – 25 de diciembre de 2022

Acabamos de escuchar las lecturas de la Misa de la aurora de este día de Navidad. Es también llamada: la “Misa de los pastores”, por el protagonismo que tienen en el evangelio.

Les propongo que nos identifiquemos con ellos, que nos veamos reflejados en su apertura al anuncio que han recibido y en el doble movimiento que nace de ahí: ir hacia Belén y retornar alabando y glorificando a Dios.

En definitiva, ese es el movimiento interior de la fe: nace de la escucha, nos pone en movimiento hacia Cristo y nos colma tanto el corazón que se transforma en canto de alabanza, de adoración y acción de gracias. 

En la Navidad, tal como nos la relata el evangelio, queda de manifiesto el “estilo de Dios”. 

Él convierte a unos humildes pastores en los primeros evangelizadores, en misioneros, en acreditados intérpretes del designio de Dios. 

Tan es así, que la misma madre del Señor ha de escuchar dócilmente el anuncio que le hacen los pastores y quedar rumiándolo en su corazón de discípula. 

María no solo tuvo que obedecer la voz de Dios que le llegó por Gabriel, el mensajero divino. Tuvo también que hacerse discípula obediente de esos pobres campesinos que, contra todas las apariencias, resultaron ser también mensajeros autorizados de Dios. 

Contemplando a Nuestra Señora que se hace humilde catecúmena de los pastores, nos podemos preguntar quiénes hoy, en la comunidad cristiana, son los “humildes pastores” que nos enseñan por dónde pasa el designio de Dios en nuestra vida. 

Escuchar lo que Dios hace en el corazón de las personas, de las familias, de los pobres. Cómo hace crecer a Cristo en sus corazones. 

Entonces, antes de imitarlos, pongamos a escuchar lo que ellos nos enseñan.   

Podés preguntarte quién de tu entorno sea el más parecido a estos pastores, el menos pensado como «vocero» del Evangelio. A ese, prestale atención, dale tu tiempo y tu oído.

Entonces sí, imitémoslos en la actitud profunda de escucha cotidiana de la Palabra de Dios, en el deseo de reconocer a Cristo en los signos más humildes que nos ofrece y en compartir con los demás lo que nosotros hemos oído y visto. 

Si lo hacemos, a nosotros como a ellos, el Espíritu nos colmará el corazón de alegría y seremos los mejores misioneros. No tanto por hacer el propósito de ser misioneros, sino por el desborde del corazón: no podremos ocultar lo que hemos visto y oído, lo que ha llenado de esperanza y alegría nuestros corazones. 

Los pastores del evangelio, como María y José, ante todo, basan su fe en el silencio que escucha, medita y rumia la vida hecha Palabra. 

Esa es la actitud de fondo para vivir esta Navidad…

Ser presbítero, pastor del pueblo de Dios

25 años de ordenación presbiteral del Padre Gustavo Zaninetti, Vicario general y párroco de la catedral de San Francisco – Jueves 7 de diciembre de 2022

También nosotros, como Gabriel, saludamos a María: “¡Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!”. Y, de esa forma, entramos ya a celebrar a la Purísima en estas vísperas del 8 de diciembre.

El pasado 29 de noviembre, al inicio de la novena en el Santuario de Villa Concepción, como cada año, me tocó bajar la imagen de la Virgencita. 

Es siempre un momento conmovedor, que toca el alma. Mientras bajaba del camarín y recorría con la sagrada imagen la nave del templo, sentí la moción interior de pedirle a María que, así como bajaba para estar en medio de su pueblo, no se detuviera ahí, sino que bajara a tomar posesión del corazón de esta Iglesia diocesana, de su obispo y de cada uno de sus hijos e hijas.

Esta tarde, permítanme que se lo vuelva a pedir como gracia para el padre Gustavo que celebra sus veinticinco años de ordenación presbiteral. 

Querido Gustavo: que María, que ya está en tu alma y corazón sacerdotales, arraigue más profundamente el Evangelio en vos, en tu persona y en tu ministerio pastoral. 

Que su alegría sea siempre también la tuya. 

***

Con Gustavo, nosotros bendecimos a Dios “que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor.” (Ef 1, 3-4).

¿Cómo desgranar el contenido y el significado de esa bendición de Dios en la vida de un sacerdote?

Se me ocurre repasar algunas palabras que nos ayuden a gustar y ver qué bueno ha sido el Señor con Gustavo y con nosotros.

La primera palabra es su nombre: “Gustavo”. No me entretengo en hacer etimología, ni en una estéril alabanza personal. Solo indico esto: el nombre propio indica la originalidad intransferible de una persona, de su vida, de su biografía y de su historia de salvación. 

Una historia cuya trama entremezcla -a veces sin poder distinguir del todo- los hilos de la propia condición humana con los hilos del Espíritu Santo. Unos y otros, en distinta forma y nivel, son imprescindibles. 

Solo al final de nuestro camino podremos contemplar cuánto de gracia y cuánto de libertad ha habido en nuestro camino personal. Nos ganará el estupor al contemplar que todo ha sido gracia  incluso nuestra respuesta libre al llamado de Dios. 

Ahora se nos pide caminar, vivir y confiar; estar siempre abiertos al soplo del Espíritu y dispuestos a la conversión del corazón. Siempre en Adviento. 

***

La segunda palabra es “orden/ordenación”. Despejemos un malentendido: no es que Gustavo haya necesitado que el obispo lo ponga en orden debido a su desorden. 

La palabra castellana “ordenación” viene del latín “ordo”. Indica un cuerpo de personas que se dedican a una misma actividad. En el caso de la ordenación presbiteral, el neo presbítero es incorporado a la fraternidad de todos los presbíteros de la diócesis. 

Por eso, el rito de la ordenación culmina cuando el ordenado recibe el saludo de paz del obispo y, a continuación, de todos sus hermanos curas presentes. 

El virus del individualismo, el personalismo y del caciquismo nos amenaza siempre. La fraternidad presbiteral, hecha opción de vida, es el mejor antídoto. Es una fraternidad -en algunos casos, llega incluso a ser amistad vivida- abierta a la misión que se comparte: con el obispo y los hermanos experimentar el dulce peso de la evangelización, de llevar el Nombre de Jesús a los corazones de todos. 

Ser ordenado es recibir una misión con la efusión del Espíritu que supone la imposición de manos y la oración de la Iglesia. 

***

La tercera palabra es precisamente: “presbítero”. Literalmente, quiere decir: anciano. “Presbítero” indica al anciano en cuanto el sabio experimentado en los caminos del Espíritu y que, por eso, está al frente de la comunidad cristiana. 

Normalmente, cuando uno es ordenado presbítero no es anciano desde un punto de vista biológico. Tampoco desde el punto de vista espiritual que indicamos y que es el que nos interesa. 

A menos que el neo presbítero tenga una arrogancia monumental, rápidamente cae en la cuenta cuánto tiene de aprendiz, de discípulo, de peregrino y de mendigo de los caminos del Espíritu. Solo el paso del tiempo abre los ojos para comprender que uno está llamado saborear al Espíritu que va moldeando la propia vida y el propio corazón, para que, así adiestrado, animarse a orientar a los demás -las personas y las comunidades- por los fascinantes caminos del Espíritu. 

En esto, la experiencia de la oración es clave. El presbítero está llamado a ser un hombre de Dios, un hombre del Espíritu y, por eso, un hombre de oración contemplativa, reposada, probada, zarandeada incluso. Un hombre fogueado en el Silencio que es otro Nombre de Dios, tan bello como sufrido en la cotidianeidad de la vida. 

***

La cuarta palabra es “sacerdote”. La condición sacerdotal la comparte el presbítero con el obispo. A ambos se les confía el don más precioso de Cristo a su esposa la Iglesia: la sagrada Eucaristía. 

El joven seminarista sueña con el momento de presidir por primera vez la Eucaristía. Intuye primero y aprende después que ahí está la razón de ser más honda de su ministerio. Es mucho más que aprender a realizar bien un rito, algo, por otra parte, indispensable.

La Eucaristía es la vida de Jesús en su momento culminante, mejor y más sustancioso: su sacrificio pascual. Es, como enseña el Concilio, “fuente y culmen de toda evangelización” (PO 5).  

Ella marca el ritmo de su vida y misión, porque indica la meta sobrenatural hacia la que apunta su vocación: llevar a las personas al encuentro personal, inmediato y transformante con el Señor. 

Cuando el obispo, al ir concluyendo la ordenación, le entrega el pan y el vino al neo presbítero, le dice: «Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo».

A medida que el tiempo va pasando, uno de los aprendizajes más decisivos en la vida de un pastor es el que tiene que ver con el significado de la Eucaristía dominical para la vida de la comunidad cristiana que le ha sido confiada. En ese servicio al misterio de la fe se juega su vida: en su preparación espiritual, en la rumia de la Palabra que se traduce después en la homilía, en la humilde dedicación al arte de celebrarla, para que sea Cristo el que resplandezca ante los fieles. Cristo y solo Él. 

***

La quinta palabra es “pastor”. A partir del Concilio Vaticano II y, sobre todo, del magisterio de san Juan Pablo II, esta palabra ha sido clave para decir, de una sola vez y certeramente, el misterio que acontece en la ordenación sagrada: un hombre, tomado de entre los fieles discípulos, es transfigurado por el Espíritu en signo y transparencia del Buen Pastor, de sus sentimientos de amor, compasión y misericordia.

Es verdad que la ordenación significa para el joven presbítero un cambio muy fuerte de vida: los fieles comenzarán a llamarlo: “Padre… Padre Gustavo”. Se expresa así, más que una superioridad o distancia, la conciencia de un don grande de Dios: aquí, en este hombre concreto, el único Pastor de nuestras vidas, Jesucristo, nos apacienta a nosotros, nos hace experimentar sus entrañas de misericordia. 

El sacerdote tendrá que dejarse llevar por esa corriente del Espíritu que, ante todo, lo involucra a él, a su mundo interior, a sus afectos y a su propio cuerpo. Y esto a tal punto, que solo con un corazón indiviso por el celibato podrá vivir a fondo su configuración con Jesús, el que amó hasta el fin.

¡Extraña vocación y misión! Un padre que aprende a amar como un hermano mayor, que no busca ser el centro, ni hacerse ver, ni ocupar un lugar que solo a Dios le pertenece, sino que juega toda su existencia en disponer el corazón para que Otro ocupe el lugar decisivo. 

Son certeros los versos del obispo poeta: “No es que dejes el corazón sin bodas. Habrás de amarlo todo, todos, todas. Discípulos de aquel que amo primero. Perdida por el Reino y conquistada. Será una paz tan libre como armada. Será el amor, amado a cuerpo entero.”

***

Aquí me detengo. Cada uno de ustedes podrá seguir añadiendo sus propias palabras. Vos mismo, Gustavo, podrás hacerlo. Seguramente reflejarán ese entramado de relaciones, vínculos y vivencias que es la vida de un discípulo misionero llamado a ser pastor de sus hermanos. 

Serán palabras de gozo, de esperanza y de vida, tanto como de dolor y de pascua. Serán seguramente nombres y rostros, lugares y fechas, para poner en las manos del Señor de la Vida, sosteniendo nuestra ofrenda en las manos y el regazo de la Purísima. 

Que Ella siga cuidando nuestro corazón -especialmente el de Gustavo- en su verdadero hogar que es el Evangelio de Jesucristo.

Y que nos conceda la gracia de suficientes vocaciones al ministerio pastoral de los presbíteros. Así podremos sumar nombres a los nombres que hoy nos hacen dar gracias por la vida y la fe compartidas.

YuAmén. 

Solemnidad de San Francisco de Asís

Homilía en la catedral de San Francisco, martes 4 de octubre de 2022

Queridos hermanos, querida ciudad de San Francisco:

¡Muy feliz fiesta patronal!

Damos gracias a Dios, por estos 130 años de camino de fe y misión de esta comunidad parroquial que lleva el nombre de nuestro santo patrono.

Podemos aplicarle a Francisco de Asís, lo que decía recientemente el cardenal Sean O’Malley de san Pío de Pietrelcina: no es un “santo de la puerta de al lado”.

Un “santo de la puerta de al lado” es alguien que vive, cada día, la entrega del amor, escondido de las miradas del mundo; incluso sin llegar a los altares. Francisco, por el contrario, es realmente un fuera de serie. Lo ha sido y lo es a la vista de todos.

De tanto en tanto, Dios nos regala hombres y mujeres así: verdaderamente extraordinarios, casi inalcanzables por su modo de vivir el Evangelio; y, por lo mismo, de expresar lo mejor de la humanidad.

Sin embargo, no lo hace para mortificarnos, sino para encender el ardor de nuestros corazones y estimular nuestro peregrinaje terrenal hacia la vida eterna. Francisco de Asís, como Teresita del Niño Jesús, el padre Pío y nuestro Cura Brochero son así: tocan nuestros corazones con su humanidad transfigurada por la gracia.

Es más: a través de sus extraordinarias experiencias de vida, ellos iluminan poderosamente al mundo, con un esplendor mucho más diáfano que cualquier celebridad.

Y así proseguimos el camino de la fe y de nuestra condición humana.

***

La plegaria “Señor, haz de mí, un instrumento de tu paz” ha ido marcando el ritmo de nuestra novena patronal.

Inspirada en la enseñanza del “Poverello” de Asís, es una invitación a dejarnos ganar por el espíritu franciscano, haciéndonos artesanos de la paz, de la buena convivencia, del cuidado amoroso de los hermanos y de la creación, del acercamiento de los corazones en medio de los conflictos. Es un eco del Evangelio: llegar a ser mansos y humildes como lo fue él, tras las huellas de Jesús.

Y ¡cuánto lo necesitamos como comunidad cristiana, como ciudad y como país!

También el mundo, en esta hora difícil, con la amenaza de una escalada de violencia de incalculables consecuencias para todos los pueblos.

La mansedumbre de Francisco, sin embargo, no es blandura, apocamiento o resignación. Por el contrario, supone grandeza de alma, fortaleza interior y aguerrida paciencia para soportar tiempos recios, como los que se anuncian.

Sí, queridos hermanos y hermanas: nos tenemos que preparar para la prueba, como enseña el sabio de Israel.

La paz, que comienza en los corazones, es fruto del trabajo paciente de hombres y mujeres que salen de sí mismos, dejan el bienestar del propio rinconcito, se dejan herir por el sufrimiento de sus hermanos y se animan a involucrarse con el destino de todos.

¿Lograremos superar realmente la somnolencia complaciente que parece habernos ganado el alma? ¿Quién dará un paso adelante? ¿Por dónde está la salida?

***

Las palabras de san Pablo que hemos escuchado -y que la liturgia nos sugiere referidas a Francisco- nos indican el camino.

Pablo ha hecho la experiencia de que, con la cruz, algo muy profundo ha cambiado en la historia. Lo afecta a él en todos los niveles de su vida: “Yo solo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo” (Gal 6, 14).

No es la cruz, en sí misma, sino el Crucificado que en ella yace y entrega la vida.

El Crucificado ha puesto en marcha una novedad irrevocable: de ahora en más, el amor de Cristo es la potencia que realmente lleva adelante la historia. Quienes se dejen ganar por él, en medio incluso de la fragilidad de todo proyecto humano, serán los que realmente abran el mundo a la esperanza.

Y, en ese punto coinciden, santos extraordinarios como Francisco de Así y aquellos más ignotos, a los que llamamos “de la puerta de al lado”.

Como Pablo: crucificados con Cristo y por Cristo.

***

El Evangelio nos ofrece otra preciosa indicación. Contemplamos a Jesús cantar, bendecir y alabar al Padre por su providencia que se muestra especialmente sabia porque elige a los pobres para hacerlos destinatarios del Evangelio.

Francisco fue un eco de este canto gozoso que sigue elevándose desde el corazón resucitado de Jesús. Francisco cantó con una increíble sensibilidad las maravillas del amor de Dios. Su cántico de las creaturas Laudato Si’ o, mio Signore es testimonio elocuente de ello.

Cantó con su corazón y su cuerpo, con sus labios y con su mirada; pero, sobre todo, con su vida.

Queridas comunidades. Querida Iglesia diocesana que llevas el nombre del santo de Asís: encontremos aquí -en el canto de Francisco que es un eco del de Jesús y del de María- un verdadero proyecto pastoral.

Estamos caminando juntos, aprendiendo a afinar el oído para escuchar mejor la voz del Espíritu en las múltiples y variadas voces con que nos hace llegar su melodía.

Afinemos el oído para escuchar y nuestra voz para cantar la Esperanza del Evangelio que, siempre, con discreción y firmeza, se abre paso en medio de las circunstancias más difíciles de la vida.

Estemos preparados para toda prueba. Pero hagámoslo con la disposición interior de no dejarnos ganar por el desaliento o el desencanto, sino por el encanto del Espíritu que nos haga levantar el corazón para cantar al Dios de los mansos, humildes y sencillos.

Francisco nos señala a Jesucristo crucificado, meta de nuestro camino, la única y verdadera riqueza.

No perdamos el rumbo. Ni el más mínimo gesto de amor y de paz que hayamos podido dar a luz quedará sin recompensa ni fecundidad. Nos espera el canto nuevo en la bienaventuranza eterna.

¡Muy feliz fiesta patronal para todos!

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor

Sábado 18 de junio de 2022 – Catedral de San Francisco

Imágenes de la celebración del Corpus Christi de 2018

“Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud.” (Lc 9, 16).

Les propongo que, llegados a casa, busquemos este versículo del evangelio de Lucas. Releámoslo lentamente, como quien rumia cada palabra de la Escritura. Fijémoslo en nuestra memoria y que, de esa forma, pase por nuestro corazón.

Rumiar, repetir, memorizar, pasar por el corazón. Es el modo mariano de dejar entrar la Palabra en nuestra vida. La Palabra, llena del Espíritu, lo libera en nosotros y nos hace dóciles a sus inspiraciones.

Nunca olvidemos este precioso dato: la Palabra de Dios nos engendra como hijos e hijas de Dios. Tiene el poder de concebirnos y darnos a luz como criaturas del Espíritu y para la obra del Espíritu (cf. Jn 1, 12-13; 1 Pe 1, 22-23).

Eso ocurre cuando, cada mañana, por ejemplo, abrimos con fe las Escrituras y buscamos en ellas el corazón de Dios que late de amor por nosotros.

***

Volvamos al texto de san Lucas. Centremos nuestra atención en lo que Jesús hace con los cinco panes y los dos pescados que le presentan los discípulos.

El evangelio nos describe cuatro acciones de Jesús. Ellas son el origen y la norma permanente de la liturgia de la Iglesia, especialmente, de la Eucaristía, cumbre y fuente de la que mana y hacia la que tiende toda la vida de la Iglesia peregrina, orante y misionera; la cumbre de la predicación misma del Evangelio.

Cuatro acciones simples, cotidianas, esenciales. Cuatro acciones que, domingo tras domingo, los cristianos venimos repitiendo desde los orígenes. Con ellas hacemos la Eucaristía. Ellas definen también nuestra vida.

En la segunda lectura hemos escuchado el relato de la Eucaristía celebrada por la comunidad de Antioquía, donde Pablo fue iniciado en la vida cristiana. Allí aprendió a celebrar la Cena del Señor y a nutrirse de su Pascua.

¡Cómo quisiéramos reconectar con el clima espiritual, hondamente evangélico y lleno del Espíritu, de esa celebración originaria, impregnada de lo que dijo e hizo el Señor en la última cena!

No es solo un anhelo lleno de una inútil nostalgia. Es una realidad posible por actual. Es lo que precisamente nos ofrece la liturgia de la Madre Iglesia. Eso sí: cuando la dejamos ser ella misma, recibiéndola con fe y no imponiéndole nuestros esquemas o ideas.

Pablo y la comunidad de Antioquía vivían del mismo Espíritu que nosotros hemos recibido en el bautismo y la confirmación. Celebraban la misma Eucaristía que ahora estamos celebrando: la que viene del Señor y pasa de generación en generación, alimentando nuestra vida de fe y de servicio.

Es el Espíritu joven del Dios uno y trino que, una y otra vez, se derrama en nuestros corazones y viene en ayuda de nuestra debilidad. Él ora en nosotros: gime, suplica, alaba y bendice. Él inspira, sostiene y lleva a plenitud la plegaria de la Iglesia orante.

Desde entonces hasta hoy, y hasta la consumación de la historia, el Espíritu inspirará la acción litúrgica de la Iglesia que ejerce el sacerdocio de Cristo, llenando de vida esas cuatro acciones que llevan el ritmo de nuestra oración litúrgica.

Solo tenemos que dejarnos llevar y acertar con el “arte de celebrar” que la Iglesia cultiva y en el que nos inicia con sabiduría, llevándonos de los signos externos al misterio invisible de la Gracia.

***

Cuatro gestos que se suceden uno detrás de otro. Cada uno da paso orgánicamente al siguiente hasta constituir la gran oración del Pueblo de Dios peregrino, unido a María, a los ángeles y los santos para gloria de la Santa Trinidad.

Repasémoslos.

Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados. Los discípulos se han dado cuenta. Son sinceros. Es poco -nada, en realidad- para tantos. No alcanza. Y ellos no son capaces de nada más. Pero está Jesús. Están sus manos. Está su Espíritu. Y, eso, hace la diferencia. Nosotros como ellos lo sabemos muy bien.

En cada Eucaristía llevamos pan y vino; con ellos va también nuestra vida. Los tomamos, los llevamos al altar y se los presentamos a Él. Y lo que pasa con el pan y el vino es lo que también ocurre con nosotros: llega Jesús resucitado y, con la potencia de su Aliento, todo se transforma.

Y, con las ofrendas de pan y vino, nos presentamos a nosotros mismos, lo que somos y lo que tenemos. Incluso la ofrenda material de la colecta de dinero, poca o mucha, se la entregamos a Dios para la Iglesia, para los pobres, para sostener la misión evangelizadora. Es nuestra ofrenda.

Levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición. Ese gesto define a Jesús (y debería hacerlo también con nosotros). Él está así en la vida: siempre de cara al Padre, vuelto hacia Él y siendo Él mismo una bendición de alabanza.

Y la bendición que invoca sobre los dones de pan y vino es el Espíritu que lo une al Padre y que se derrama sobre las ofrendas para entrar también en nuestra vida y transformarla.

Los partió. El pan bendito no puede quedar así: tiene que ser repartido, porque la bendición que ha sido invocada es para todos. En la última cena, Jesús dirá, acompañando ese mismo gesto: esto es mi Cuerpo que se entrega por ustedes.

Por eso, la liturgia ha destacado con solemnidad el gesto del Señor, haciéndolo un rito propio que antecede a la santa comunión: comulgaremos del Pan Santo que se ha partido para unirnos a todos en un solo Cuerpo.

Eso es Cristo. Eso es su Iglesia. Eso estamos llamados a ser, cada uno de nosotros: pan que se parte para ser repartido, una bendición que nos ha alcanzado y que debemos multiplicar…

Los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud. De sus manos a las nuestras y, a través de ellas, a la multitud. Así es la Eucaristía. Y así es la vida cristiana cuando es vivida a pleno, como lo hizo Jesús y, tras Él, tantos y tantas. Brochero, por ejemplo. Y hasta el final.

La Eucaristía llega a su punto culminante cuando, caminando y cantando, como Pueblo peregrino y hambriento, nos acercamos a recibir el Cuerpo glorioso del Señor, comulgando con piedad, con fe, con adoración.

Esa comunión tiene tal dinamismo que, si la hacemos con fe viva, se prolongará en nuestra vida, en nuestros gestos, sentimientos, actitudes e incluso en nuestra mentalidad que, paulatinamente, irá adquiriendo aquella coherencia eucarística que distingue la vida de los santos, los mejores discípulos del Señor.

***

Oramos como vivimos. Vivimos como oramos. Y también así caminamos como Iglesia diocesana. Lo expresaremos visiblemente en la procesión que prolongará esta celebración del Corpus.

El camino sinodal que estamos empezando a transitar (como un chico que pone a prueba la firmeza de sus piernitas y se anima, al menos, a “gatear”), es un camino eucarístico: supone una profunda, progresiva y perseverante conversión.

Al irnos sumando al camino, estamos experimentando la llamada a una conversión personal muy honda, decisiva y determinante: ¿vivo de verdad, y con coherencia, mi vocación bautismal? ¿Sentimos los pastores el llamado a vivir nuestro ministerio de una manera nueva, más comunitaria y compartida? ¿Qué nos anima del camino compartido? ¿Qué nos atemoriza e intimida? ¿Realmente estoy conforme con el modo cómo vivo mi ser Iglesia, miembro del Cuerpo de Cristo y del santo Pueblo de Dios?

Pero también es, a la vez e indisociablemente, una conversión de nuestro modo visible de ser Iglesia: de procedimientos, de estructuras pastorales, de formas de participación y de corresponsabilidad.

No puede darse lo uno sin lo otro. Ambos aspectos de la conversión -personal e institucional- se implican, refuerzan y sostienen recíprocamente.

Caminemos. Y hagámoslo con el ritmo que nos da la Eucaristía. Acompañémonos en este camino común, con paciencia, con cariño entrañable. También con el necesario humor de los que avanzan, se cansan y se levantan.

Caminemos juntos y, así, oremos:

“Señor Jesús, volvemos a llevarte nuestro pan. Es poco, pero Vos sabés multiplicar. «Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas». Sabemos que, una vez más, lo harás con nosotros, en nosotros y para nosotros. Gracias. Amén.”

Nuestra Señora de Fátima

Fiesta Patronal Diocesana

Homilía en la catedral de San Francisco – Viernes 13 de mayo de 2022

Contemplamos a María y, como aquellos que elogiaron a Judit, también nosotros digámosle: “¡Tú eres la gloria de Jerusalén, tú el gran orgullo de Israel, tú el insigne honor de nuestra raza!” (Jdt 15, 9).

María no está sola, ni se corta sola. No se deja seducir por la autosuficiencia.

Ella se sabe hija de un pueblo, sujeto libre y responsable de la fe. Comprende que Dios la quiere protagonista, como un día lo entendió Judit.

Se sabe libre, con una libertad que crece en la misma medida que estrecha las manos de aquellos que caminan con ella.

Así la contemplamos en el libro de los Hechos de los Apóstoles: en oración con la comunidad apostólica, a la espera del Espíritu.

Mujer fuerte que ora y sostiene con su oración a los vacilantes. María ora, porque espera. Sabe de oración porque sabe de esperanza.

Ni la oración ni la esperanza son cosas de solitarios, de francotiradores, de autosuficientes que se suben a un pedestal para estar encima de los demás.

La oración, la esperanza y el compromiso misionero nacen, echan raíces y maduran en corazones humildes y fraternos, solidarios y pacientes.

Así es María.

La contemplamos también al pie de la cruz, tomando parte en la pasión del Señor, recibiendo el Espíritu de Jesús con las otras mujeres y el discípulo amado; confiada a este como Madre y ella misma recibiéndolo como hijo suyo.

Así nace la Iglesia.

Una vez más: María aparece en medio de un tejido colorido, rico y luminoso de relaciones, entretejiendo los hilos de su vida con la trama de las vidas de los discípulos de su Hijo Jesús. Y, sin salirse de esa rica urdimbre, ella teje con paciencia y originalidad su parte de la trama.

Así la contemplamos. Así nos gusta verla y sentirla como madre, patrona, hermana y una de nosotros, el “insigne honor de nuestra raza”, la más perfecta discípula misionera de Jesús.

María, hoy venerada en su advocación de Fátima, es parte de esta Iglesia diocesana de San Francisco.

Es parte insigne, noble e inspiradora de esa red invisible de comunidades y personas, servicios y ministerios, iniciativas apostólicas y solidarias que es nuestra diócesis.

María es el icono luminoso de lo que nuestra Iglesia, en comunión con todas las Iglesias, está llamada a ser; el espejo más límpido en el que hemos de ver reflejada la verdad que nos empuja hacia delante, hacia la plenitud del tiempo, hacia Cristo resucitado, alfa y omega, como hemos cantado la noche de Pascua.

En este sentido, María nos precede en el camino de la fe, y nos enseña que ninguna realización epocal de la Iglesia o ninguna iniciativa pastoral agota el Evangelio.

Ella nos enseña a caminar, a no dejarnos entretener por el camino, a levantarnos de nuestras caídas y a recuperar fuerzas para seguir caminando como familia, como comunidad, como Iglesia.

¡Qué hermoso aprendizaje el que venimos haciendo desde el primer día que nacimos como Iglesia diocesana!

¡Seguimos aprendiendo a caminar juntos!

Ahora, el camino sinodal que apenas hemos emprendido pone delante de nuestros ojos nuevos desafíos.

María nos enseña a afrontarlos, como ella misma vive la fe y la misión: en comunión, esperándonos unos a otros, tendiéndonos la mano, ayudándonos a superar tensiones y conflictos; saliendo, una y otra vez, al encuentro de nuestros hermanos, de los pobres, de los alejados, de los que se sienten abrumados por el peso de la vida.

María nos enseña a caminar sostenidos por la experiencia de la misericordia y compasión de Dios que se extiende “de generación en generación”, como hemos cantado con su Magnificat.

Volvamos al Cenáculo. Contemplemos nuevamente a la Iglesia en oración, sostenida por Maria, y a la espera del Espíritu.

Esa comunidad temerosa y encerrada será arrojada por el Espíritu Santo a los caminos del mundo. Será Iglesia en camino y en tensión misionera.

Por esos caminos misioneros estará también Maria: irá delante, en medio de su pueblo, alentando a todos.

Así la sentimos ahora.

Al concluir esta celebración vamos a renovar la entrega confiada de nuestra diócesis a María de Fátima.

Volvemos a confiarnos a ella y a recibirla como Madre.

¿Qué le pedimos? Que siga alentando en nosotros la gracia del bautismo y la confirmación. Que cada uno de los que formamos parte de esta Iglesia diocesana vivamos a fondo la fe, la esperanza y la caridad que nos han sido regaladas en la fuente bautismal y con la unción del Espíritu.

Que seamos discípulos misioneros alegres de Jesús, dispuestos a llevar el Evangelio a cada rincón de nuestra diócesis.

Amén.