Elegí como lema para mi ministerio episcopal unas palabras de San Pablo en Hch. 20,24: "Testigo del Evangelio de la gracia de Dios". De ahí el nombre del blog: "Evangelium Gratiae", el evangelio de la gracia. El 31 de mayo de 2013, el Papa Francisco me nombró obispo de la Diócesis de San Francisco, en el Este de Córdoba.
Para eso está el espacio público que nos pertenece a todos los ciudadanos, tan únicos como distintos en nuestros puntos de vista y pareceres.
Hasta allí llegamos para hacer oír nuestra voz. Es un derecho de cada uno, porque es un deber y una responsabilidad.
Para eso existe también la política y en las democracias, el Parlamento, que es el espacio en el que debería aparecer el alma de toda democracia: la palabra, la idea, la toma de posición, la confrontación entre diversos y hasta opuestos puntos de vista. Y, cuando se den las condiciones, los consensos posibles sobre lo que es bueno, justo y verdadero, aquí y ahora.
La confrontación de ideas no es extraña a la vida pública.
El papa Francisco suele señalar que «la unidad prevalece sobre el conflicto», pero que éste no puede ser desconocido, silenciado o ignorado. Pero tampoco que podemos quedar atrapados en el conflicto.
La confrontación y el conflicto deben ser asumidos. Y eso requiere mucho más que tener buenas cuerdas vocales para gritar. Requiere las virtudes más exigentes que debemos cultivar todos, ciudadanos de a pie y dirigentes: la fortaleza, la paciencia, la magnanimidad, la laboriosidad… y, sobre todo, la caridad que es la búsqueda del bien real del otro y, en el caso de la vida en comunidad, del bien común.
No nos podemos permitir cruzar algunos límites, especialmente, los que ponen en marcha los mecanismos tenebrosos de la violencia política que los argentinos conocemos bien, aunque parece que, en ese punto, rápidamente perdemos la memoria.
Puedo estar en el más franco y duro desacuerdo con otro, no coincidir con sus valores o su interpretación de la historia, o lo que sea… lo que nunca me puedo permitir es cruzar el límite de negarle subjetividad, bajarle el precio a su condición de semejante, de persona, de sujeto de una dignidad que, en última instancia, tiene su fuente en Dios creador.
Esto resulta particularmente exigente cuando alguien cruza el umbral de la muerte. En ese momento se impone un respetuoso silencio, que no lo es de su obrar (ha habido y habrá tiempo para ello), sino respeto por su persona única que ha comparecido ante el único juicio verdaderamente transparente y completo: el del Dios vivo, tan justo como misericordioso.
¡Ojalá que los argentinos podamos conjurar el riesgo de rebajar nuestros debates públicos!
Tenemos que poner sobre la mesa temas de fondo que afectan desde dentro nuestra convivencia y el futuro, especialmente de las nuevas generaciones.
Sergio O. Buenanueva Obispo de San Francisco 19 de octubre de 2024
«La Voz de San Justo», domingo 13 de octubre de 2024
“Jesús se puso en camino. Un hombre corrió hacia Él y, arrodillándose, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?»…” (Mc 10, 17).
El diálogo se volverá intenso cuando Jesús proponga a este hombre dejarlo todo y seguirlo. “Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes.” (Mc 10, 22).
El Evangelio no lo dice, pero tiendo a pensar que la cosa no terminó ahí.
Apoyo mi esperanza en dos cosas que sí dice el relato. En primer lugar, en que las riquezas no habían secado del todo el alma de aquel hombre. Buscaba algo más: la “Vida eterna”. Y, por esa inquietud, se había acercado a Jesús.
En segundo lugar, lo más importante: “Jesús lo miró con amor y le dijo: «Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme».” (Mc 10, 21). Quien ha sido alcanzado por semejante mirada no puede quedar sencillamente como llegó.
Aquí hay un sembrador experimentado, una excelente semilla y un terreno dispuesto. Y la semilla ha sido sembrada. Sólo hay que esperar que dé su fruto. Y, en paciencia, nadie le gana a este divino Sembrador.
Siempre es posible decir que no. Es verdad. Pero, también es cierto que no hay que dar por perdida la vida de nadie cuando se trata de Cristo, su llamada y la libertad de una persona.
Solo Dios sabe lo que acontece en ese inmenso campo de siembra que es el corazón humano. Y eso es muy esperanzador.
«La Voz de San Justo», domingo 6 de octubre de 2024
“Que nadie me moleste en adelante: yo llevo en mi cuerpo las cicatrices de Jesús.” (Gal 6, 17).
Con estas palabras de san Pablo, el pasado cuatro de octubre hemos evocado a san Francisco de Asís.
Para Pablo, estas palabras tajantes cierran una discusión: nadie puede poner en tela de juicio que él ha sufrido por el Evangelio. Pablo lleva en su cuerpo y en su alma múltiples heridas, signos de su apasionado amor por Jesús y por la misión confiada.
Contemplando la figura del humilde Francisco de Asís, estas palabras adquieren un nuevo significado: Francisco está al final de sus ideas, bastante ciego y achacado; como Pablo, también él lleva en su alma heridas profundas.
No todo lo que ha emprendido ha salido como él hubiera imaginado. Ahí está la familia de hermanos que se ha reunido en torno suyo y de su propuesta de vida. Son miles, ya en vida de Francisco. Sin embargo, muchos de ellos están tomando un rumbo que Francisco no termina de aceptar.
Y, con esa pena honda en el alma, sube al monte Alverna. Allí, cansado y completamente despojado de sí, recibirá un regalo inesperado y único: Jesús compartirá con él las cicatrices de su pasión.
“Bajo del monte el angélico varón Francisco llevando consigo la efigie del Crucificado, no esculpida por mano de algún artífice en tablas de piedra o de madera, sino impresa por el dedo de Dios vivo en los miembros de su carne”, escribe san Buenaventura (Leyenda mayor 13, 5).
Así lo contemplamos en panel central de nuestra catedral: Francisco transfigurado en Cristo.
¿No es esa, en definitiva, la vocación de todo cristiano? Francisco vive de forma extraordinaria, lo que el Espíritu Santo procura en cada bautizado: unirnos a Jesús, en cuerpo y alma.
Homilía en la fiesta patronal en honor a San Francisco de Asís
Catedral de San Francisco – Viernes 4 de octubre de 2024
“Como a Francisco, transfórmanos por la oración”
Así hemos suplicado al Señor a lo largo de estos días de novena patronal.
Hace ochocientos años, el 17 de septiembre de 1224, Francisco recibía en el monte Alverna el don de los estigmas de Jesucristo.
“El verdadero amor de Cristo había transformado a este amante suyo en la misma imagen del Amado”, comenta san Buenaventura. Y añade: «bajó del monte el angélico varón Francisco llevando consigo la efigie del Crucificado, no esculpida por mano de algún artífice en tablas de piedra o de madera, sino impresa por el dedo de Dios vivo en los miembros de su carne» (Leyenda mayor 13, 5).
Como hemos comentado tantas veces, esa transfiguración de Francisco en Cristo es lo que representa el panel central que domina el horizonte del espacio sagrado de nuestra catedral.
No nos cansamos de contemplarlo.
En ese Francisco transfigurado advertimos una gracia que tiene también que ver con nosotros. Es algo que viene de lo alto, nos involucra, nos inquieta e interpela.
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La oración es cuestión de amor, como la fe, como la vida, como lo que es importante y esencial… lo que no puede faltar.
La oración es cuestión de amor, sea que ocupe un lugar central en nuestra vida, que sintamos nostalgia de ella o sencillamente culpa por haberla dejado morir en nuestros corazones.
Los orantes son, en definitiva, hombres y mujeres habitados por el deseo insaciable de encuentro y comunión. Un deseo que brota al ser tocados por el Amor y que solo en el camino del amor puede encontrar su cauce adecuado.
Si la luz de la fe se oscurece en nuestro corazón o en la vida de la misma Iglesia, esa encrucijada de oscuridad tiene que ver con la oración y, en definitiva, con el amor.
Pero, también por ahí encuentra su camino de vuelta a la luz: por el amor que se vuelve plegaria humilde, paciente, perseverante y también -contemplando al “estigmatizado”- oración transformante.
Sí, queridos hermanos y hermanas, la oración transforma. Aunque tenemos que añadir: no cualquier oración nos transforma. Solo aquella que se anima a dejarse mirar por el Crucificado, se vuelve auténtica por la humillación del pecador arrepentido y perdonado y que se abre así a la potencia de la gracia.
También nosotros sentimos la invitación de subir al Alverna, no al pico montañoso de los Apeninos, sino a los Alverna de nuestra vida, allí donde sabemos o intuimos que nos está esperando el Amor crucificado para confundirnos con Él y transfigurarnos pacientemente.
Esa vocación a la oración que transforma la llevamos inscrita como don desde el bautismo y la confirmación. Y se vuelve provocación a nuestra libertad, desafiada a salir de la superficialidad y a animarse a la hondura del mar inmenso de Dios.
La oración es don y tarea, vocación y provocación. Es también misión: orar, aprender a orar e invitar a otros a entrar en el misterio de la oración.
Si nuestra diócesis, sus comunidades y espacios pastorales no son escuela de oración ¿qué sentido tiene su presencia entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo?
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Días pasados, en mi visita pastoral al Decanato, tanto en el encuentro con los sacerdotes como en el intercambio con los consejos de pastoral, emergieron con valiente franqueza muchos desafíos que vivimos como comunidad eclesial en nuestra querida ciudad de San Francisco.
Algo similar, aunque con otros acentos, ocurrió también en las visitas pastorales a los otros tres decanatos.
Es cierto que, en el marco de una sociedad que se seculariza, la relevancia social de la Iglesia se debilita: la palabra, los gestos, los mensajes de quienes somos sus representantes (curas, obispos y hasta el mismo papa) son recibidos con escepticismo, fastidio o con indiferencia.
También es cierto que la cadena de transmisión de la fe se viene rompiendo en varios eslabones, como lo experimentamos los curas, los catequistas, los que perseveran en la Misa dominical o son agentes en los distintos espacios pastorales de nuestra Iglesia.
Este es un proceso que, en buena medida, escapa a nuestro control, aunque no al de Dios.
Por eso, -y esta es una buena noticia-, esta encrucijada en la que hemos sido puestos por Dios -como le ocurrió a Francisco en su tiempo-, aun suscitando inquietud, incertidumbre y muchas reacciones interiores, no deja de movilizarnos en lo más genuino de nuestra fe: la misma pasión de Dios de salir al encuentro, como Palabra encarnada y como Espíritu donado, de la historia concreta de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, de su libertad y de sus aspiraciones más hondas…
Sí, mis queridos hermanos y hermanas, la fe sigue viva, sigue creciendo y comunicándose desde la experiencia más pura y radical, la que vivió Francisco y que recibió su sello en el monte Alverna: la de un Dios vivo que ama, que se cuela en nuestra vida, que nos invita al encuentro de amor con Él y que, cada día, en su Palabra, en la Eucaristía -altar y sagrario-, en el Rosario, en los pobres y heridos de la vida, y hasta en la calle nos espera para transfigurarnos con su Presencia.
Lo que -como personas y como Iglesia- tenemos que preguntarnos es: ¿hacia dónde estamos yendo? O, mejor: ¿hacia dónde nos está orientando el Espíritu de Jesús? ¿Nos estamos dejando llevar o queremos imponerle nuestro control obsesivo?
Creo que, como Francisco, también nosotros debemos animarnos a subir a los montes Alverna de nuestra vida para buscar allí ser alcanzados por el fuego del amor de Cristo.
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En el horizonte del camino de nuestra Iglesia de San Francisco se dibuja la celebración del primer Sínodo diocesano: ¿cuál será su temática? ¿Con qué espíritu lo celebraremos y viviremos? ¿Qué rostros, gritos y desafíos tomarán nuestro corazón?
Dejemos esas preguntas abiertas, pero no porque nos hayamos entregado al relativismo del tiempo, sino porque queremos dejar que sea Jesús, el Señor, el que, como hizo con Francisco, colme nuestra vida con su Verdad y, así, vaya escribiendo en nosotros las respuestas.
Por eso, para cada uno de nosotros y para nuestra Iglesia diocesana, supliquemos con insistencia: “Como a Francisco, transfórmanos por la oración”.
Es un camino sinodal: no es una empresa solitaria de francotiradores o vanguardistas. Es un camino que estamos transitando juntos.
Esto es también buena y alegre noticia, consuelo del Espíritu para todos.
«La Voz de San Justo», domingo 29 de septiembre de 2024
“Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros». Pero Jesús les dijo: «No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros […]»” (Mc 9, 38-40).
El evangelio de san Marcos no es indulgente con los discípulos de Jesús. El domingo pasado nos los mostraba peleándose por establecer quien de ellos era el más importante. Hoy los vemos reclamando la exclusividad, como si Jesús y su misión fueran una propiedad privada de ellos y de nadie más.
Jesús, con infinita paciencia, les explica que, para él, las cosas van en la dirección contraria: el que quiera ser primero, que busque el último lugar y se haga servidor de todos. El evangelio es para todos: el que lo recibe debe estar siempre dispuesto a comunicarlo o, como en este caso, a dejar que circule libremente.
Una encrucijada parecida vivimos hoy en las comunidades cristianas. Siempre está la tentación de encerrarnos en nosotros mismos. El Evangelio, por el contrario, nos desafía a abrir puertas y ventanas, a salir de todos nuestros encierros y a saber reconocer que el Espíritu de Jesús circula libremente, tocando los corazones y llevando vida a todos.
Jesús siempre ensancha el horizonte de nuestra mirada. Con él vemos más lejos y más hondo. Vemos con los ojos de Dios y como Él mira nuestro mundo.
«La Voz de San Justo», domingo 22 de septiembre de 2024
“Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado».” (Mc 9, 36-37).
Las palabras son potentes, tanto como el gesto: poner en medio a un chico, abrazarlo y, sobre todo, identificarse con él.
La Biblia dice que el ser humano es imagen de Dios. El que quiera saber cómo es Dios tiene que mirarse a sí mismo y a sus semejantes. Jesús añade: en este mundo nuestro, a veces tan oscuro y triste, lo más parecido a Dios es un chico. Así es Jesús, así es el Padre que lo ha enviado.
Es comprensible la desorientación de los discípulos. Como ellos, también nosotros tenemos una imagen diversa de Dios: todopoderoso, omnisciente, inmenso… Todo lo cual es rigurosamente cierto.
Solo que, todos esos atributos tienen que releerse desde el Evangelio de la pequeñez del Dios hecho hombre y paciente: Él es como los chicos…
Esa es la postura cristiana: el inmenso en la pequeñez de un niño, la omnipotencia en la debilidad de un chico, la sabiduría en la simpleza de un pequeño. Y, en la cumbre de la paradoja: en la pobreza de un pesebre y en el despojo de la cruz, el amor más grande y salvador.
En sociedades que se secularizan -como la argentina-, las religiones y sus representantes nos volvemos cada vez más irrelevantes.
La buena noticia es que, en ese clima o precisamente por él, se puede vivir y comunicar la fe del Evangelio con increíble frescura: una pequeña semilla que busca la tierra para crecer y dar fruto.
«La Voz de San Justo», domingo 8 de septiembre de 2024
“Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete». Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.” (Mc 7, 32-35).
Prestemos atención al gesto de Jesús de tocar con su saliva la lengua de aquel sordomudo. La saliva -para los antiguos- es un fluido humano por el que circula y fluye la vida.
Jesús le da su propia vitalidad a aquel hombre, que comienza a escuchar y hablar. Es ese contacto con Jesús lo que le permite experimentar lo más humano, lo que asemeja al hombre con su Creador.
Dios sabe escuchar y posee una Palabra poderosa. Al crearnos a su imagen y semejanza ha puesto en nosotros esa misma capacidad.
Por el contrario, el enemigo del hombre nos ensordece con gritos, retuerce las palabras, siembra mentira y desconfianza. Nos aisla en un silencio vacío.
Somos ese sordomudo que llevaron a Jesús. Necesitamos que haga con nosotros, lo que hizo con él. Él está dispuesto, y hasta ansioso por hacerlo.
Ojalá que nos dejemos llevar hacia Jesús. Ojalá que recuperemos la capacidad de escuchar a Dios, a los demás, a los que están heridos.
Ojalá que, entre tantas cosas buenas que pudiéramos haber perdido, recuperemos el gusto por la palabra amiga, el trato amable y los gestos de gratitud.
“Señor Jesús: alcanzanos con la vitalidad de tu Espíritu, ordená que se abran nuestros oídos y se nos suelte la lengua para decir palabras buenas. Amén.”
35 Peregrinación juvenil al Santuario de la Virgencita (Domingo 1° de septiembre de 2024 – Villa Concepción del Tío)
Con el lema: “Jóvenes, peregrinos de Esperanza”, la diócesis de San Francisco vivió la 35 Peregrinación juvenil al Santuario de la Inmaculada en Villa Concepción del Tío.
Desde hace 35 años, la “Iglesia joven” de San Francisco camina los siete kilómetros que unen la localidad de “El Tío” con el Santuario diocesano de la Virgencita.
“Pocos kilómetros que despiertan grandes preguntas en el corazón de los jóvenes peregrinos”, como dijo el obispo.
Unos doscientos chicos y chicas llegados de parroquias, colegios, movimientos y otros espacios pastorales se dieron cita, acompañados por sus familias y otros peregrinos. Varios sacerdotes de la diócesis junto con el obispo Sergio Buenanueva también acompañaron a los jóvenes que acudieron al sacramento de la Reconciliación mientras peregrinaban.
Este año, el beato Carlos Acutis inspiró con su testimonio de santidad el caminar de los jóvenes. En el trayecto fueron presentados para la reflexión y oración algunos de los milagros eucarísticos que tocaron el corazón de Carlos.
De la mano del beato Carlos, la Pere 2024 tuvo un marcado espíritu eucarístico que se sumó a la devoción y amor a María.
Momento culminante de la caminata fue, como cada año, el ingreso al Santuario. Esta vez con una innovación: cada uno de los chicos y chicas presentes subió al camarín de la Virgen para un encuentro intenso de oración con María.
También lo hicieron los adultos presentes, con el obispo y los sacerdotes.
Después del almuerzo fraterno se celebró la Eucaristía, que culminó con una procesión eucarística entorno a la Plaza del pueblo, animada por los mismos jóvenes. El obispo impartió la bendición con el Santísimo Sacramento.
Como en años anteriores, en toda la jornada estuvo presente uno grupo de seminaristas con el rector del Seminario Mayor de Córdoba, padre Román Balosino.
La Pere 2024 estuvo organizada y llevaba adelante por el Equipo diocesano de Pastoral Juvenil en coordinación con la comunidad parroquial del Santuario y su rector, padre Héctor Calderón.
Homilía en la 35ª Peregrinación juvenil al Santuario de la Virgencita
Villa Concepción del Tío – domingo 1º de septiembre de 2024
“Señor, ¿quién habitará en tu Casa?”
Con esta pregunta hemos acompañado las estrofas del salmo responsorial (el salmo 14).
¿La respuesta?: “El que procede rectamente y practica la justicia; el que dice la verdad de corazón y no calumnia con su lengua. […]”
Esta inquietud de cómo ser digno de Dios atraviesa toda la Biblia. Así, por ejemplo, el salmo 24 se hace una pregunta similar: “¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor y permanecer en su recinto sagrado?”.
Y responde: “El que tiene las manos limpias y puro el corazón; el que no rinde culto a los ídolos ni jura falsamente: él recibirá la bendición del Señor, la recompensa de Dios, su Salvador”; y concluye: “Así son los que buscan al Señor, los que buscan tu rostro, Dios de Jacob.”
La respuesta del salmo 24 es más completa: abraza el culto a Dios y el trato recto a los demás. Amor a Dios y al prójimo, nos dirá Jesús.
Sin embargo, a mi criterio, lo más interesante es la pregunta: ¿Quién podrá habitar en la casa de Dios?
En el fondo, lo que más nos quema por dentro es este buscar al Señor, buscar su rostro luminoso y bendito. Eso es lo que nos mueve para caminar la vida y peregrinar la fe.
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A eso apunta también el Señor en el evangelio.
Jesús está discutiendo con los fariseos: ellos tienen una práctica religiosa más atenta a la apariencia externa. Corren el riesgo de la hipocresía: bonitos por fuera, oscuros y muy retorcidos por dentro.
A no escandalizarse: así somos los miembros de la especie humana, de esa madera y de ese barro.
El que quiera vivir según Dios -enseña Jesús- debe atender a su corazón: “Felices los puros de corazón, porque verán a Dios” (Mt 5, 8). Toda purificación verdadera nace ahí adentro, en el corazón que se deja transformar por Dios.
Era ya la súplica del rey David, dolido por haber traicionado la misión confiada: “Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu” (Salmo 50, 12-13).
Es del corazón de donde brota lo mejor que podemos ofrecer a Dios y a los demás.
El corazón es el terreno privilegiado donde actúa el Espíritu de Cristo.
Allí trabaja con finura de artista y paciencia de maestro.
Con su Espíritu, Jesús sabe tocar nuestro corazón y despertar en él las mejores preguntas, las que nos arrancan de la superficialidad y nos limpian la mirada para ver más hondo y más lejos.
Así, con su Espíritu, Jesús sabe sacar la mejor versión de nosotros.
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Volvamos a la pregunta del salmo: “Señor, ¿quién habitará en tu Casa?”
Queridos jóvenes: es el mismo Dios el que ha puesto esa inquietud en nuestro corazón. Escuchemos estas preciosas palabras de Jesús.
Expresan su mejor promesa: «No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes.” (Jn 14, 1-3).
En eso anda Jesús: preparándonos un lugar y buscándonos para que estemos siempre con Él en la casa de su Padre.
Un Dios que pone en nuestro corazón la inquietud de habitar en su casa, pero que, en realidad, Él es el ansioso por sentarnos a su mesa.
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Desde hace treinta y cinco años que la Iglesia joven de San Francisco camina estos siete kilómetros entre El Tío y Villa Concepción.
Pocos kilómetros que pueden despertar grandes preguntas en el corazón.
Jóvenes y no tan jóvenes seguimos siendo peregrinos, buscadores del rostro de Dios, ansiosos de que María nos mire, nos tome de la mano y nos lleve por ese camino que ella misma ha transitado antes de nosotros.
Este año, “peregrinos de la Esperanza”, tenemos como compañero de viaje al querido Carlos Acutis.
“Beato” quiere decir: bienaventurado, feliz, bendecido. Carlos ha caminado con alegría la fe -enamorado de Jesús, de su madre, de su Eucaristía, de los pobres- y, después de su breve paso por esta vida, ha alcanzado la eternidad del cielo.
Padre bueno:
Carlos ha vivido como nos dicen los salmos y nos cuenta el evangelio; y ha podido entrar en tu casa, donde nos espera con su sonrisa de adolescente y la bondad de su corazón cristiano.
Querido Carlos:
Nosotros seguimos caminando. En ocasiones el camino se vuelve un poco pesado, tal vez, aburrido. Nos amenaza la superficialidad que no deja que salgan a la luz las preguntas más hondas de la vida.
Por eso, caminamos con vos y pedimos tu ayuda:
Enseñanos a escuchar nuestro propio corazón, a escuchar en él la voz de Jesús, el Resucitado; a percibir en nuestro corazón inquieto los movimientos del Espíritu, brisa, viento y huracán, fuego y calor.
Carlos, beato amigo de los jóvenes:
Enseñanos a tomar la misma autopista que a vos te llevó al cielo:
la sagrada Eucaristía; y a tomarla con María, de la mano de los pobres. Y caminando juntos, como familia, como Iglesia.
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