El espacio público es uno de los elementos que definen a la cultura democrática.
Nos pertenece a todos los ciudadanos. No es ni del estado, ni de un sector particular.
Allí confluyen, las más de las veces de forma caótica, las voces de todos.
Es el modo como se concreta la libertad de expresión, que es de todos los ciudadanos, no solo de los medios; y cuyo sólido fundamento es la libertad de conciencia.
Para el humanismo cristiano, estas dos libertades (de expresión y de conciencia) son condición fundamental para la libertad más profunda del ser humano: la de buscar al Dios verdadero y, reconociéndolo como tal, amarlo, servirlo y rendirle culto.
Estas tres libertades expresan la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, cuyo modelo supremo es Cristo, el Hijo de Dios.
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Los argentinos tenemos virtudes y también defectos; pero, ahí, en la frontera casi imperceptible entre unos y otros, está nuestra tendencia a ser rebeldes, revoltosos y gritones.
Así es también nuestro espacio público.
Cuando, desde una posición ideológica concreta, ungimos a una persona como nuestro líder, no nos complace que lo sometan a crítica de ninguna especie. El que lo critica -pensamos-, no solo está equivocado, sino que lo está porque es una mala persona o tiene intenciones torcidas; y, desde ese funesto malentendido, nos aporreamos unos a otros.
No podemos imaginar que, quien no tiene la misma visión de las cosas que nosotros, tenga buena voluntad o, lo que sería más sencillo, una parte de verdad en la nunca acabada tarea de comprender la realidad.
Gracias a Dios, nunca se cumple este ideal: asumir un rol de liderazgo en cualquier ámbito -también el religioso- supone una buena cuota de paciencia para soportar frustraciones, críticas y diversas formas de agresión.
Y, en el espacio público, unos y otros somos obligados a pensar y repensar nuestras ideas, juicios y prácticas.
Las formas democráticas son esenciales para resguardar el fondo del sistema, aunque parece que no terminamos de estar convencidos del todo de que la pluralidad política es esencial al funcionamiento de la democracia.
Además, con todas sus imperfecciones, nuestro sistema democrático ha sabido poner límites a los diversos proyectos hegemónicos que han pretendido ir por todo.
Es un logro no menor que hemos sabido conseguir.
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La responsabilidad pública que tenemos los dirigentes implica, entre otras cosas, la capacidad de ser claros y explicar lo que realmente pensamos, tender puentes entre opuestos, buscar el consenso posible entre personas concretas de carne y hueso…
El bien posible está confiado a personas que no somos ni puramente ángeles ni empedernidos demonios.
Hacernos cargo de la realidad que nos ha tocado, con inteligencia y amabilidad, sin arrogancia y una buena cuota de humor, suele ser más efectivo que avanzar furibundos destruyéndolo todo.
No se trata de reprimir la pasión por el bien, la verdad y la justicia que nos habita. Esa pasión es también un rasgo precioso de nuestra semejanza con Dios. De lo que se trata es de encontrar los cauces para que esa fuerza impetuosa fluya generosamente, abra el futuro y, por eso, construya un edificio que perdure.
La pedagogía que promueve la tradición cristiana hizo suya la imagen platónica de la prudencia que, como hábil auriga, sabe guiar el brío de las pasiones humanas (la ira, la pulsión del placer, etc.) para que el hombre alcance su meta. A las virtudes cardinales (prudencia y justicia, fortaleza y templanza), añadió el impulso de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) que centran al ser humano en Dios.
La prudencia política no es sinónimo de pusilanimidad, como tampoco la amabilidad. Lo cortés -aprendimos de chicos- no quita lo valiente.
Al espacio público que compartimos incluso con quienes tienen otras visiones, los católicos aportamos esta mirada, pues creemos que es portadora de verdad, de bondad y de belleza para todos.
Es bueno decir lo que pensamos. Es parte de nuestra contribución al bien común.








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