El espacio público, esencial para la cultura democrática

El espacio público es uno de los elementos que definen a la cultura democrática.

Nos pertenece a todos los ciudadanos. No es ni del estado, ni de un sector particular.

Allí confluyen, las más de las veces de forma caótica, las voces de todos.

Es el modo como se concreta la libertad de expresión, que es de todos los ciudadanos, no solo de los medios; y cuyo sólido fundamento es la libertad de conciencia.

Para el humanismo cristiano, estas dos libertades (de expresión y de conciencia) son condición fundamental para la libertad más profunda del ser humano: la de buscar al Dios verdadero y, reconociéndolo como tal, amarlo, servirlo y rendirle culto.

Estas tres libertades expresan la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, cuyo modelo supremo es Cristo, el Hijo de Dios.

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Los argentinos tenemos virtudes y también defectos; pero, ahí, en la frontera casi imperceptible entre unos y otros, está nuestra tendencia a ser rebeldes, revoltosos y gritones.

Así es también nuestro espacio público.

Cuando, desde una posición ideológica concreta, ungimos a una persona como nuestro líder, no nos complace que lo sometan a crítica de ninguna especie. El que lo critica -pensamos-, no solo está equivocado, sino que lo está porque es una mala persona o tiene intenciones torcidas; y, desde ese funesto malentendido, nos aporreamos unos a otros.

No podemos imaginar que, quien no tiene la misma visión de las cosas que nosotros, tenga buena voluntad o, lo que sería más sencillo, una parte de verdad en la nunca acabada tarea de comprender la realidad.

Gracias a Dios, nunca se cumple este ideal: asumir un rol de liderazgo en cualquier ámbito -también el religioso- supone una buena cuota de paciencia para soportar frustraciones, críticas y diversas formas de agresión.

Y, en el espacio público, unos y otros somos obligados a pensar y repensar nuestras ideas, juicios y prácticas.

Las formas democráticas son esenciales para resguardar el fondo del sistema, aunque parece que no terminamos de estar convencidos del todo de que la pluralidad política es esencial al funcionamiento de la democracia.

Además, con todas sus imperfecciones, nuestro sistema democrático ha sabido poner límites a los diversos proyectos hegemónicos que han pretendido ir por todo.

Es un logro no menor que hemos sabido conseguir.

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La responsabilidad pública que tenemos los dirigentes implica, entre otras cosas, la capacidad de ser claros y explicar lo que realmente pensamos, tender puentes entre opuestos, buscar el consenso posible entre personas concretas de carne y hueso…

El bien posible está confiado a personas que no somos ni puramente ángeles ni empedernidos demonios. 

Hacernos cargo de la realidad que nos ha tocado, con inteligencia y amabilidad, sin arrogancia y una buena cuota de humor, suele ser más efectivo que avanzar furibundos destruyéndolo todo.

No se trata de reprimir la pasión por el bien, la verdad y la justicia que nos habita. Esa pasión es también un rasgo precioso de nuestra semejanza con Dios. De lo que se trata es de encontrar los cauces para que esa fuerza impetuosa fluya generosamente, abra el futuro y, por eso, construya un edificio que perdure.

La pedagogía que promueve la tradición cristiana hizo suya la imagen platónica de la prudencia que, como hábil auriga, sabe guiar el brío de las pasiones humanas (la ira, la pulsión del placer, etc.) para que el hombre alcance su meta. A las virtudes cardinales (prudencia y justicia, fortaleza y templanza), añadió el impulso de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) que centran al ser humano en Dios.

La prudencia política no es sinónimo de pusilanimidad, como tampoco la amabilidad. Lo cortés -aprendimos de chicos- no quita lo valiente.

Al espacio público que compartimos incluso con quienes tienen otras visiones, los católicos aportamos esta mirada, pues creemos que es portadora de verdad, de bondad y de belleza para todos.

Es bueno decir lo que pensamos. Es parte de nuestra contribución al bien común.

Nuestra democracia funciona. Puede y debe funcionar mejor

A pesar de sus límites, la democracia argentina funciona. Nos ha permitido transitar estos cuarenta años sosteniendo el andamiaje institucional diseñado por la Constitución y que es fundamental para nuestra vida en común.

La democracia es preferible a otros sistemas por su fundamento y los valores ciudadanos que promueve: la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, sus deberes y derechos, la inviolabilidad de su conciencia y el respeto por su libertad, condición indispensable para la justicia social y el bien común.

Llegado a este punto, permítanme una confesión personal: solo creo -con fe teologal- en Dios; pero, como cristiano y ciudadano me decanto con convicción por la democracia republicana.

Desde que Pío XII pronunciara su admirable radiomensaje en la Navidad de 1944, proponiendo el camino de la democracia para la reconstrucción de un mundo que todavía escuchaba los tambores de la más terrible de las guerras de la historia, el magisterio de la Iglesia católica ha ido articulando su propio discurso sobre la democracia. En él me inspiro siempre…

El Confreso de la Nación en construcción

Es cierto que la cultura política argentina suele tener fascinación por los liderazgos fuertes, carismáticos, disruptivos y con tendencias hegemónicas. Suelen ser hábiles para trazar una línea nítida que separa eficazmente a los justos de los réprobos. ¿Cuántas antinomias autodestructivas registra nuestra historia nacional? A las antiguas no dejan de sumarse las nuevas… En buena medida, para esta forma de entender las cosas, gobernar es encontrar un enemigo y ponerlo contra las cuerdas. Que en ese proceso, la sociedad misma quede herida y maltrecha, parece una consecuencia “soportable”…

Tal vez tengamos que aceptar con realismo que somos así, también en buena medida. Solo que también tenemos que ser lúcidos y comprender los riesgos que este tipo de aficiones y liderazgos conlleva, sobre todo, cuando se da la mano con aquella “anomia boba” (Carlos Nino), que nos hace tener una actitud “sobradora” ante el estado de derecho, el imperio de la ley, la paciente sujeción a las normas de convivencia y a los mecanismos que hacen funcionar el delicado engranaje de nuestra democracia republicana, representativa y federal.

Buena parte de nuestras penurias tienen aquí una de sus raíces más fuertes.

¿Seremos capaces de aprender otro modo de gestionar nuestra vida pública?

Las pasadas elecciones mostraron una voluntad fuerte de cambio en los ciudadanos. No es un dato menor. ¡Y vaya si no necesitamos cambios de fondo a nivel político, económico, laboral y cultural!

Identificar cuáles sean esos cambios y con qué fuerza ética los llevaremos adelante son desafíos enormes. Más que gritos y bravatas requieren sagacidad, realismo y paciencia para ganar voluntades y construir consensos posibles con hombres y mujeres concretos, imperfectos pero perfectibles, ni puros ángeles ni irredentos demonios.

¿Esos cambios incluyen también una aceptación más convencida de que la pluralidad de opciones políticas no es un defecto que superar sino la forma básica en que se manifiesta la vitalidad de una sociedad libre, la verdadera riqueza de un pueblo como el nuestro y un inmenso valor que custodia el sistema democrático?

El pensamiento social cristiano, que tanto ha contribuido en la vida de nuestra patria, sigue siendo para muchos -me incluyo- una referencia fundamental.

El humanismo que brota del Evangelio, tal como lo expresa la tradición católica, pone el acento en la persona humana, en la familia y en la potencia de la sociedad civil, no menos que en el rol de estado para ordenar la vida pública, favoreciendo el desarrollo integral de las personas que es la meta de bien común.

El Evangelio de Jesús nos pone a sus discípulos siempre del lado de los más frágiles y vulnerables. No es “pobrismo”, como algunos repiten hasta el aburrimiento.  Es realismo concreto y, por eso, muy humano y efectivo. Porque creemos en Dios que se hizo hombre, se identificó con los pobres y, desde ese lugar recreó todas las cosas. Así dio su vida en la cruz y resucitó, creemos en la bondad que ese mismo Dios bueno pone en el corazón de cada una de sus creaturas.

¿Hacia dónde vamos como argentinos? Cada día le pido a Dios luz, inspiración y corazón grande para edificar el bien común de mi Patria.

La esperanza en Dios no defrauda.

Como el buey y el asno

«Hoy sabrán que vendrá el Señor; y mañana verán su gloria» (Invitatorio de la Liturgia de las Horas de este 24 de diciembre).

Jesús es el Salvador y el Rey de la Paz.

Contemplándolo recién nacido en el pesebre, chiquito e indefenso, vulnerable y colmado de ternura, supliquemos que nos dé la Paz de Dios.

Paz para el mundo, especialmente para los pueblos que sufren todo tipo de violencia, especialmente la guerra.

Paz para nuestra hermosa, fascinante, pasional y atribulada Argentina, siempre haciéndonos caminar al filo del precipio. Pero, ¡cuánta bondad, belleza y verdad hay en nuestro pueblo!

Paz para la Iglesia, esposa amada del Señor, rescatada ella misma por Jesús, lavada en el bautismo, ungida por el Espíritu y alimentada con el Pan de la Eucaristía.

Creo que nunca he visto tanta división, arrogancia y polarización en el cuerpo eclesial.

Que Jesús, rey pacífico, pacifique nuestros corazones. Que dejemos de lado palabras ofensivas que echan sal en las heridas y nos convirtamos, los unos para los otros, en buenos samaritanos que se detenien, se compadecen y cargan sobre sí a los hermanos heridos.

¡Ven, Jesús, que te esperamos!

Con los ojos de María, con el corazón de José y con la humildad de los pastores acerquémonos al Pesebre.

O, al menos (y evocando un memorable diálogo entre Don Camillo y Peppone), como el buey y el asno…

  • Sergio O. Buenanueva
    Obispo de San Francisco
    24 de diciembre de 2023

Para vivir en democracia

En una democracia, el juego de mayorías y minorías decide quienes gobiernan y quienes son oposición. También que una norma se convierta en ley y, por eso, sea legal.

Esta regla, sin embargo, es limitada. Las mayorías, por sí mismas, no deciden que está bien y que está mal. Ni siquiera si una determinada opción política es la más efectiva para solucionar los graves y complejos problemas que nos aquejan como sociedad. Una ley legítimamente sancionada por el Parlamento a través de la votación de la mayoría puede, sin embargo, ser profundamente injusta y carecer de la razonabilidad que, en última instancia, es la que obliga a la conciencia. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la ley injusta del aborto.

No está dicho que, en una democracia incluso madura, no nos podamos equivocar. Mucho más en tiempos de redes, algoritmos y estrategias comunicativas incisivas e invasivas. Porque nos podemos equivocar necesitamos escucharnos, pensar y decidir a conciencia.

Por eso, la cultura política que expresa la democracia supone la apelación a un conjunto de valores espirituales y éticos que, de no existir o de verse menguados, trastocan toda convivencia ciudadana.

Entre estos valores, sobresale el respeto por la dignidad de la persona humana y sus derechos-deberes. Ese fundamento ético es el que hace que la democracia sea preferible a otros sistemas que, llegado el caso, pueden ser más efectivos para alcanzar algunos fines, pero, en definitiva, son menos congruentes con la naturaleza humana.

Otro de esos valores -como una variación del anterior- es lo que en la tradición del humanismo cristiano llamamos la «amistad social».

La noción clásica de amistad se caracteriza por tres rasgos: 1) los amigos comparten una cierta igualdad y comunión; 2) se conocen y reconocen como tales; y 3) buscan activamente el bien real del otro. Este último rasgo es el que distingue la amistad de otras formas de amor. La distingue y la hace sobresalir. Es el amor de benevolencia que supera y encauza el amor a sí mismo.

En la amistad social, el otro, por más distinto que sea de mí o de mi grupo, incluso porque tiene miradas muy diversas a las mías (por ejemplo, no tiene la misma visión sobre la historia y los hechos contigentes que enhebran su desarrollo), sin embargo, es otro como yo, un semejante, un hermano. Merece respeto y reconocimiento como sujeto. Podemos disentir en ideas y en formas de vida, pero ese respeto de fondo es precisamente eso: fundamental. Sin él no hay convivencia.

En este contexto, aunque las mayorías se inclinen en una dirección precisa optando por determinados candidatos y sus propuestas, siempre es importante dejar abierto un espacio para que quienes no tienen esas opciones puedan hacer oír sur voz crítica.

Ese es el rol de los intelectuales, de los artistas, y también de las voces que surgen de las tradiciones religiosas.

Si miramos las grandes tragidas del siglo XX, en medio de las noches más oscuras de la humanidad, cuando muchos se dejaban llevar por la seducción de liderazgos mesiánicos -normamente con gran poder de sugestión y de comunicación- las voces críticas, acalladas y perseguidas, resultaron ser las que, con enorme sufrimiento y lucidez, señalaban la dirección del bien, de la verdad y la justicia.

Pienso en santos como Edith Stein, Oscar Romero o Maximiliano Kolbe. Son santos canonizados porque bautizados. Pero hay también otras voces seculares que hablan con la misma lucidez.

Los totalitarismos suelen despreciar a los intelectuales, rebajando sus aportes, por poco cercanos al pueblo y sus intereses. Es una falacia. Necesitamos escucharlos, leerlos, dejarnos cuestionar por sus miradas.

Dispongámonos a escuchar la brisa suave de la verdad, pues suele ser más genuina que el terremoto, el fuego o el huracán, como bien lo experimento Elías en la montaña santa.

Educar para la democracia

La revista de CONSUDEC publicó este artículo mío en su edición de abril pasado.

Voté por primera vez aquel 30 de octubre de 1983. Tenía diecinueve años y cursaba segundo de filosofía en el Seminario. Tiempo después, en mi parroquia de origen, leí el “Nunca Más” de la CONADEP. El recuerdo de estos hechos y, de manera especial, el ambiente efervescente que los rodeaba sigue vivo en mi memoria, ahora que estoy arañando los sesenta años.

Evoco estos recuerdos porque -a mi criterio- muestran un consenso de fondo al que arribamos buena parte de los ciudadanos argentinos saliendo de la noche oscura de la dictadura. Ante todo, la elección de la democracia y del orden constitucional para la construcción del futuro compartido. El consenso en torno al “Nunca Más” supone también el rechazo de la violencia política como forma de dirimir los conflictos que atraviesan la vida ciudadana. En positivo: apostar por una cultura democrática asentada en el reconocimiento de la dignidad de la persona y los derechos humanos.

A cuarenta años de distancia, y con la responsabilidad episcopal a cuestas, no puedo dejar de preguntarme por el estado de salud de este consenso, sobre todo, mirando a las nuevas generaciones.

La buena salud de una sociedad supone que, de tanto en tanto, los pueblos tengan que volver a elegir los grandes valores éticos de la justicia, del bien y de la convivencia. Cada generación está siempre ante la decisión, nunca realizada del todo, de elegir el mejor orden justo posible para la edificación de la convivencia ciudadana y la consecución del bien común.

Estos grandes valores están siempre delante de la conciencia, reclamando ser reconocidos como verdaderos. Reclaman también la elección de la libertad de personas y grupos concretos, frágiles y situados en contextos también concretos y limitados. Reclaman el trabajo virtuoso de la paciencia y la perseverancia. El bien y la verdad solo se poseen cuando se los elige y, sobre todo, cuando se busca realizarlos en la propia vida.

Los consensos en torno a los grandes valores son tan importantes como frágiles, sobre todo, cuando, como ocurre hoy (y no solo en Argentina), la crisis de la representación política y del mismo sistema democrático, hace que vuelvan a ofrecerse los atajos de solucione simples a problemas complejos. Me refiero a los populismos, tanto de izquierda como de derecha. El papa Francisco ha hecho un lúcido examen de este preocupante fenómeno en Fratelli tutti. La decepción y el escepticismo que ya gravitan en algunos ambientes abren la puerta a la tentación de nuevas formas de autoritarismos. ¿Cómo impacta todo esto en los jóvenes?

La complejidad y pluralidad de la sociedad argentina es, hoy por hoy, mucho mayor que aquella de hace cuarenta años. El desafío de reavivar nuestros grandes consensos, como a los que aludí, se vuelve más acuciante. En aquel 1983, el consenso en torno a la democracia y el imperio de la ley, los derechos humanos y el rechazo de la violencia política aunaron razones y motivaciones, emociones y pasiones. Lograron convocar a buena parte del pueblo argentino. Y, por eso, pusieron en marcha un proceso virtuoso que se ha mantenido en el tiempo. Que, con sus más y sus menos, nuestra institucionalidad haya sorteado pruebas muy duras (la gran crisis de 2001, por ejemplo), son aspectos que no podemos dejar de reconocer. Es un gran logro del pueblo argentino.

En el núcleo ético de la democracia está el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, sus derechos y deberes. De aquí se deriva también el reconocimiento de la legitimidad de la pluralidad de opciones políticas. Esto supone, para la escuela católica, el desafío de preparar a niños y adolescentes para una cultura democrática asentada sobre el respeto por el otro. Toda forma de divergencia o disenso tiene su lugar en ese espacio generoso que supone respetar al otro como un semejante, aunque no se compartan con él ideas o valores. 

La escuela católica tiene que mirar de frente este desafío. Y encararlo desde la riqueza del humanismo cristiano que es la enseñanza social de la Iglesia. En el Evangelio encontramos ese conjunto de razones y motivaciones que pueden conquistar el corazón de las personas, especialmente de los niños y jóvenes que pasan por nuestros espacios educativos. La persona de Jesús, su verdad y belleza, está ahí, intacta, viva y presente, cautivando corazones, convenciendo con su luz propia y encendiendo corazones con el fuego del Espíritu. Es el activo pedagógico más grande de la escuela católica que educa evangelizando y evangeliza educando.

En la Oración por la Patria le hemos pedido al Señor la “pasión por el bien común”. Seamos pues apasionados, con la pasión del Evangelio: pasión por Dios, por la verdad integral del ser humano, por los pobres, que son sacramento de Cristo, y por el bien común. 

¡Ánimo! El Espíritu sabe vencer todo rigorismo espiritual y moral

La «conversión» de san Pablo…

El rigorismo moral es una verdadera patología del espíritu. Una dureza de corazón y ceguera espiritual que, normalmente, hace sufrir mucho. En primer lugar, a la propia persona que lo padece… y también a quienes lo tratan.

Cuando se apodera de un grupo de personas genera un clima irrespirable, lleno de tensiones, agresiones y altanería. Puede tener la apariencia de fina religiosidad; es, sin embargo, mundano hasta la raíz. Ahí no está Dios.

Y puede ser -si hablamos en esos términos- tanto de fisonomía conservadora como progresista, cada uno con sus matices y peculiaridades, pero moralistas al fin.

Para algunos autores, esta ceguera espiritual es más grave que muchos pecados que, precisamente, tienen su matriz en ella. Difícil de reconocer y, por eso, de vencer, sobre todo por las propias fuerzas.

Suele ir de la mano de un fuerte perfeccionismo narcisista, de la enfermedad dolorosa de los escrúpulos, del juicio implacable hacia los demás que expresa la falta de misericordia consigo mismo.

Nunca ve matices. Todo se ve y se juzga en blanco y negro.

Es una cárcel triste de la que es difícil salir. Un verdadero infierno. Asomarse al alma de quien lo padece, superado el rechazo inicial, despierta una inmensa compasión. Y la súplica a Dios para que libre a esas almas atormentadas.

Lo que es imposible para el hombre, no lo es para Dios, sobre todo, para ese exquisito orfebre de manos diestras, el artesano de la vida espiritual: el Espíritu Santo.

Su campo de acción es precisamente nuestro corazón humano, duro, ciego, empedernido, desconfiado. A Él le suplicamos en la Secuencia de Pentecostés: “Suaviza nuestra dureza,
elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos.”

¿Cómo nos trabaja el Espíritu para liberarnos de esa prisión?

Sus caminos son variados, creativos y muy concretos. Siempre actúa respetando delicadamente la propia biografía humana y espiritual, la propia libertad y conciencia personales. Sabe esperar. Camina la paciencia, como enseña san Pablo.

Y, como Persona divina, tiene la capacidad de entrar en el corazón humano, sin violentarlo ni apresurarlo, para conducirlo a la Verdad, al Bien y a la Belleza que es el Rostro de Cristo. En su acción, la gracia divina y la libertad humana convergen de manera admirable, sin confusión ni división, sin separación ni yuxtaposición. Como en la encarnación…

Sin embargo, la experiencia nos enseña dos cosas que, a mi criterio, son fundamentales.

En primer lugar, en algún punto del propio camino, el que sufre de este rigorismo moral, toca fondo: su empeño por ser perfecto choca invariablemente con su propia finitud y fragilidad. Es una experiencia dura, pero también de gracia. Allí, en el momento duro del descenso a los propios infiernos del alma, el Espíritu actúa de manera extraordinaria.

Es un punto de quiebre. Todo se puede ganar o desmoronar. Pero, si la humillación de verse pobre, pecador y miserable abre paso a la humildad, el Espíritu Santo obre el milagro: el hombre o mujer aquejados de esta enfermedad del espíritu se ve liberado, consolado por dentro, pacificado y, bajando por el camino de la humildad, es llevado hasta el encuentro salvador con Cristo.

Comprende, como el personaje de Bernanos, que “todo es gracia” y que hay que serenar el corazón y dejarse llevar.

Aquí se abre el segundo aspecto, complementario al anterior: el Espíritu Santo vence nuestra dureza interior mostrándonos el Rostro del Crucificado, su deslumbrante y desconcertante belleza, su mansedumbre, su paciencia, su omnipotencia divina perfectamente manifestada en su fragilidad de Cordero inmolado.

Es una verdadera revolución espiritual: el Espíritu Santo nos lleva ante el Crucificado -como ocurre en la liturgia del Viernes Santo- para que besemos su Rostro y sus llagas; nos convence de su Belleza salvadora; nos desarma ante el Amor más grande.

Es la experiencia de tantos hermanos y hermanas que, desde la dureza del rigorismo, se han convertido en testigos de la Mansedumbre de Cristo: de san Pablo a san Ignacio, pasando por Teresita del Niño Jesús y san Francisco de Sales.

Así que: ¡ánimo, el Señor te llama, como a aquel ciego del camino que, en un momento brillante de docilidad a la gracia se puso a gritar, suplicando la misericordia del Señor que pasa!

Amén: Francisco responde

Vuelvo a publicar mi primera reacción al documental «Amén: Francisco responde».

Se puede analizar (y criticar) el documental desde muchos puntos de vista, examinando sus diversos aspectos: el hecho en sí mismo, el grupo de jóvenes convocados, los sesgos de las intervenciones, el intercambio que se genera, las respuestas del Papa y el acierto de lo que dice…

Aquí, yo solo pregunto en voz alta: salvadas todas las distancias («mutatis mutandis», decían los latinos), ¿este encuentro no se parece a los que curas, catequistas y obispos tenemos normalmente?

En las visitas pastorales y encuentros, por ejemplo, con chicos de secundaria, afloran cuestiones similares. Uno va desarmado, con un poco de ansiedad por lo que esos chicos y chicas quieran decir.

Al menos, en mis respuestas trato de ser honesto y claro, aunque muchas veces me vuelva reprochándome algo (o mucho) de lo que dije. En ocasiones, dándome cuenta de que mis respuestas pueden haber sonado a «producto enlatado».

Los jóvenes, sean creyentes o no, merecen que nos expongamos así. Para mí, es una forma de amor hacia ellos… de «caridad pastoral».

Es lo que ví en Francisco y apruebo, más allá de algunas respuestas que yo no hubiera dado como él (aborto y «sicarios», por ejemplo).

Estoy con Francisco.

“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”.

Lo escribió Francisco en su documento programático “La alegría del Evangelio”. Lo ha repetido muchísimas veces. Y lo ha puesto en práctica, una y otra vez.

Una de estas ocasiones está, por estas horas, dando su vuelta al mundo. Es el documental: “Amén: Francisco responde”, realizado por Disney y que, aquí en Argentina, se puede ver en la plataforma de streaming Star Plus.

¿Qué decir al respecto?

Ante todo, que hay que tomarse el tiempo (unos 82 minutos) para ver, escuchar y rumiar ese encuentro. Vale la pena. Ojalá que, en un tiempo, podamos tener un mejor acceso (es decir, gratis), porque el documental puede resultar un magnífico material evangelizador.

Verlo, hacerlo ver, reflexionar sobre él y los múltiples aspectos que tiene: el Papa, su actitud e intervenciones; los jóvenes, sus rostros y vivencias, sus cuestionamientos y lo que dejan dando vueltas en el corazón de quienes los escuchan; el modo de entrecruzarse la fe, la vida, las esperanzas y las inconsistencias que habitan el corazón humano.

El equipo que lo preparó reunión a un grupo de jóvenes que representan distintos mundos juveniles. No son todos e incluso se puede criticar una prevalencia de temas y preocupaciones (aborto, lgtb+, increencia, etc.) que dejan en sombra -o, a la espera- otras realidad juveniles.

Vuelvo sobre la frase que abre este artículo. En esa hora y media que dura el documental ha pasado precisamente eso que el papa Francisco propone a la Iglesia.

El hecho es evangelizador. Es más: es Evangelio, buena y alegre noticia. Francisco, anciano y rengueando, se expuso a la mirada, a las preguntas y a los corazones de esos diez chicos llegados a Roma desde distintos rincones del mundo, pero, sobre todo, desde vivencias muy duras de la vida y de la fe.

Y Francisco fue desarmado. En algunos tramos del diálogo, incluso se notó que esa exposición no estaba guionada. Se dejó interrogar y, como nos pasa a todos, se lo vio buscando palabras para decir; pero, sobre todo, tantear gestos de genuina cercanía… y también de exquisita ternura.

Imposible no pensar en lo que los evangelios nos cuentan de los encuentros de Jesús con -aquí hay que usar la palabra- los “pecadores”: Jesús toma la iniciativa y, con su sola presencia de amigo, pone en marcha el reencuentro. El gesto es lo que cuenta como hecho de salvación. Los evangelios no nos dicen nada acerca de qué hablan en torno a la mesa. Siempre destacan la iniciativa de Jesús, la alegría de sus eventuales comensales y lo que desata en sus corazones: ver, si no, lo que pasa en Jericó y, sobre todo, en el corazón de Zaqueo.

El diálogo, en sí mismo, es también destacable. Se dio entre los jóvenes y el papa, pero también, en torno a Francisco, los mismos jóvenes dialogaron entre sí, intercambiaron miradas, experiencias y silencios. Al finalizar, Francisco le puso nombre a ese estilo de encuentro: la fraternidad que nace de ese Dios Padre que nos ha mostrado Jesús. Potente mensaje.

El encuentro tuvo sus momentos álgidos. El intercambio con el joven español que saca a la luz el drama de los abusos. La joven argentina (de Santiago del Estero) que se declara católica y feminista, y que le acercó al papa el pañuelo verde. En ese punto, Francisco tuvo la claridad del amor y la misericordia. Tuvo el equilibrio que supone decir la Verdad del Amor y en el Amor (el Logos cristiano -al decir de Benedicto XVI- es también Agape).

Lo más fuerte -para mí- es el diálogo que se dio en torno a la experiencia de la joven que trabaja en el mundo de la pornografía. Ahí, Francisco recibió la inestimable ayuda de una veinteañera española, Neocatecumenal, que entró en diálogo con exquisito tacto. Francisco se sumó a ese difícil intercambio de miradas.

A esta joven, el papa le reservó lo que a mis oídos sonó como una evangélica bienaventuranza: le agradeció y felicitó por el testimonio de su fe en medio de un contexto difícil y, como buen padre en la fe, le señaló con claridad que ese viaje que es la fe cristiana siempre estará marcado por la prueba.

La fe -le dijo- solo crece como fe probada, e impugnada, añado yo.

Aquí me detengo. Espero verlo de nuevo con mayor detenimiento. Hay mucha tela para cortar de este intenso encuentro del papa con el mundo de los jóvenes… o, al menos, con algunas situaciones juveniles.

¡Qué bueno es vivir la fe en una Iglesia que muestra lo mejor de sí misma (el Evangelio animado por el Espíritu) cuando se ve obligada a salir de sí misma, a dejarse herir y hasta “ensuciar” por el barro de la historia!

Sí, yo también “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”.

¡Gracias Francisco y gracias chicos y chicas que nos regalaron este momento de Pascua en medio de esta Pascua 2023!

Democracia y partidos políticos desde la enseñanza social de la Iglesia

Los partidos políticos tienen la tarea de favorecer una amplia participación y el acceso de todos a las responsabilidades públicas. Los partidos están llamados a interpretar las aspiraciones de la sociedad civil orientándolas al bien común, ofreciendo a los ciudadanos la posibilidad efectiva de concurrir a la formación de las opciones políticas. Los partidos deben ser democráticos en su estructura interna, capaces de síntesis política y con visión de futuro.” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Católica, 213).

Un pendiente de nuestra joven democracia (¡solo cuarenta años!) es la democratización interna de los partidos y las coaliciones políticas. Supone reglas claras, conocidas y aprobadas por todos. También procesos previsibles de tiempo para conocer candidatos y propuestas.

Hasta ahora, salvo alguna excepción, ha regido el “dedazo”, por usar una imagen que todos entendemos.

Que un dirigente tenga como meta ser candidato y alcanzar un puesto de poder es normal y necesario. El altruismo no está en esto, sino en el virtuoso (y no negociable) respeto por la ley pero, sobre todo, en la exigente laboriosidad de empeñarse por el bien común, superando los intereses de parte (también los de su parte).

Es parte del juego democrático entonces que, dentro de cada espacio político, haya una lucha legítima por hacerse de las candidaturas y alcanzar el poder. Incluso que los debates de ideas y propuestas sean fuertes, duros y de alto voltaje.

Los ciudadanos necesitamos conocer qué piensan, como sienten y, sobre todo, cómo se mueven en la gestión concreta de los conflictos los que después nos pedirán el voto.

Pero tiene que ser en el marco de un proceso electoral -como dije arriba- previsible y medianamente ordenado.

Si el legítimo interés en dirimir candidaturas absorbe todas las energías puede que ocurra como está pasando ahora: la discusión sobre candidaturas, salvo excepciones, deja peligrosamente de lado -o, al menos, en suspenso- los problemas reales que aquejan a la sociedad y a los ciudadanos: de la inflación a la inseguridad, la incertidumbre de futuro de los jóvenes o la previsión de la vejez de los que ven cercana la jubilación, más un largo etcétera. Aparece así el canto de sirena de la “antipolítica”…

Como hemos señalado tantas veces: la actual crisis de la democracia se alimenta del descrédito de una política que parece enamorada de sí misma, más que del interés general, de la pasión por el bien común, o cómo queramos llamar al bien que ha de perseguir esa noble vocación.

Pienso que, a cuarenta años de haber “recuperado” la democracia, tenemos que recrear los consensos que nos permitieron salir de la noche oscura de la violencia política y el terrorismo de estado, a saber: la dignidad de la persona humana y sus derechos, pero también la opción que hicimos por el camino de la democracia para construir nuestro futuro.

Amén: Francisco responde

“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”.

Lo escribió Francisco en su documento programático “La alegría del Evangelio”. Lo ha repetido muchísimas veces. Y lo ha puesto en práctica, una y otra vez.

Una de estas ocasiones está, por estas horas, dando su vuelta al mundo. Es el documental: “Amén: Francisco responde”, realizado por Disney y que, aquí en Argentina, se puede ver en la plataforma de streaming Star Plus.

¿Qué decir al respecto?

Ante todo, que hay que tomarse el tiempo (unos 82 minutos) para ver, escuchar y rumiar ese encuentro. Vale la pena. Ojalá que, en un tiempo, podamos tener un mejor acceso (es decir, gratis), porque el documental puede resultar un magnífico material evangelizador.

Verlo, hacerlo ver, reflexionar sobre él y los múltiples aspectos que tiene: el Papa, su actitud e intervenciones; los jóvenes, sus rostros y vivencias, sus cuestionamientos y lo que dejan dando vueltas en el corazón de quienes los escuchan; el modo de entrecruzarse la fe, la vida, las esperanzas y las inconsistencias que habitan el corazón humano.

El equipo que lo preparó reunión a un grupo de jóvenes que representan distintos mundos juveniles. No son todos e incluso se puede criticar una prevalencia de temas y preocupaciones (aborto, lgtb+, increencia, etc.) que dejan en sombra -o, a la espera- otras realidad juveniles.

Vuelvo sobre la frase que abre este artículo. En esa hora y media que dura el documental ha pasado precisamente eso que el papa Francisco propone a la Iglesia.

El hecho es evangelizador. Es más: es Evangelio, buena y alegre noticia. Francisco, anciano y rengueando, se expuso a la mirada, a las preguntas y a los corazones de esos diez chicos llegados a Roma desde distintos rincones del mundo, pero, sobre todo, desde vivencias muy duras de la vida y de la fe.

Y Francisco fue desarmado. En algunos tramos del diálogo, incluso se notó que esa exposición no estaba guionada. Se dejó interrogar y, como nos pasa a todos, se lo vio buscando palabras para decir; pero, sobre todo, tantear gestos de genuina cercanía… y también de exquisita ternura.

Imposible no pensar en lo que los evangelios nos cuentan de los encuentros de Jesús con -aquí hay que usar la palabra- los “pecadores”: Jesús toma la iniciativa y, con su sola presencia de amigo, pone en marcha el reencuentro. El gesto es lo que cuenta como hecho de salvación. Los evangelios no nos dicen nada acerca de qué hablan en torno a la mesa. Siempre destacan la iniciativa de Jesús, la alegría de sus eventuales comensales y lo que desata en sus corazones: ver, si no, lo que pasa en Jericó y, sobre todo, en el corazón de Zaqueo.

El diálogo, en sí mismo, es también destacable. Se dio entre los jóvenes y el papa, pero también, en torno a Francisco, los mismos jóvenes dialogaron entre sí, intercambiaron miradas, experiencias y silencios. Al finalizar, Francisco le puso nombre a ese estilo de encuentro: la fraternidad que nace de ese Dios Padre que nos ha mostrado Jesús. Potente mensaje.

El encuentro tuvo sus momentos álgidos. El intercambio con el joven español que saca a la luz el drama de los abusos. La joven argentina (de Santiago del Estero) que se declara católica y feminista, y que le acercó al papa el pañuelo verde. En ese punto, Francisco tuvo la claridad del amor y la misericordia. Tuvo el equilibrio que supone decir la Verdad del Amor y en el Amor (el Logos cristiano -al decir de Benedicto XVI- es también Agape).

Lo más fuerte -para mí- es el diálogo que se dio en torno a la experiencia de la joven que trabaja en el mundo de la pornografía. Ahí, Francisco recibió la inestimable ayuda de una veinteañera española, Neocatecumenal, que entró en diálogo con exquisito tacto. Francisco se sumó a ese difícil intercambio de miradas.

A esta joven, el papa le reservó lo que a mis oídos sonó como una evangélica bienaventuranza: le agradeció y felicitó por el testimonio de su fe en medio de un contexto difícil y, como buen padre en la fe, le señaló con claridad que ese viaje que es la fe cristiana siempre estará marcado por la prueba.

La fe -le dijo- solo crece como fe probada, e impugnada, añado yo.

Aquí me detengo. Espero verlo de nuevo con mayor detenimiento. Hay mucha tela para cortar de este intenso encuentro del papa con el mundo de los jóvenes… o, al menos, con algunas situaciones juveniles.

¡Qué bueno es vivir la fe en una Iglesia que muestra lo mejor de sí misma (el Evangelio animado por el Espíritu) cuando se ve obligada a salir de sí misma, a dejarse herir y hasta “ensuciar” por el barro de la historia!

Sí, yo también “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”.

¡Gracias Francisco y gracias chicos y chicas que nos regalaron este momento de Pascua en medio de esta Pascua 2023!

Diez años en una imagen

Intervención en el acto «Una Iglesia que celebra es una Iglesia viva y abierta a la gracia». 16 de marzo de 2023. Cancillería.

Si tuviera que elegir una imagen para resumir estos diez años del papa Francisco, sin pensarlo demasiado, elegiría aquella que pudimos ver el 27 de marzo de 2020: el mundo en pandemia, la Plaza de San Pedro desierta, bajo el cielo encapotado de Roma y la blanca figura del papa presidiendo aquel momento extraordinario de oración. 

¿Qué nos dice esa foto? ¿Qué mensaje desde el corazón del Evangelio nos sigue transmitiendo?

En su historia bimilenaria, el papado romano ha vivido muchas transformaciones. No siempre han sido según el Evangelio. Somos, en definitiva, discípulos del Verbo encarnado, que ha entrado realmente en toda la oscuridad de la historia humana para transfigurarla desde dentro. La fe no anula el espesor humano de los creyentes ni de la historia.

Sin ceder un ápice a un indebido culto a la persona, podemos repasar los nombres de los últimos papas. Desde mediados del siglo XIX, acelerándose en los años del Concilio Vaticano II, el oficio petrino del obispo de Roma viene adquiriendo un rostro más pastoral que jurídico, más espiritual que mundano.

Aquella tarde, siguiendo la oración del papa por un mundo en pandemia, pudimos ver, al menos por unos instantes, la verdadera naturaleza del poder que detenta el sucesor de Pedro: el que hace las veces, en los tiempos que corren, del humilde pescador que, con una mezcla de obstinación y desarmante humildad, confiesa a Jesucristo ante sus hermanos y ante el mundo. 

Es el poder inerme de Jesús crucificado del que brota la resurrección. Es la fuerza de la pobreza, aquella de la que san Pablo les decía a los corintios: “la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, la debilidad de Dios más fuerte que la fortaleza de los hombres” (1 Co 1, 26).

Aquella tarde vimos a un obispo de Roma entrado en años, frágil en su andar, desarmado de poder mundano con sus estrategias y picardías, pero testigo del Crucificado, la verdadera esperanza del mundo. Parecía solo, como perdido en la inmensidad de San Pedro, pero la columnata del Bernini simbolizaba más que nunca el abrazo de millones que estaban ahí con él. 

Lo vimos escuchar con nosotros el Evangelio de la tempestad calmada, y comentarlo con sabrosa sabiduría. Lo vimos así adorar al verdadero Señor de la Iglesia en la humildad del Pan eucarístico. Lo vimos orar ante la imagen del Crucificado. 

Austen Iverigh señala con acierto que el de Francisco es un papado de reforma, según la tradición espiritual del cristianismo que vemos tanto en Francisco de Asís, Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola, por poner algunos nombres insignes. Podríamos incluir aquí, con toda propiedad, a nuestra beata Mamá Antula y el espíritu de reforma de vida, retomado después por san José Gabriel. 

Y de una reforma que, antes que de estructuras (que también lo es), pasa por el corazón que se vuelve pobre ante Dios y ante el mundo. Y se anima a caminar como Abrahám, como el pueblo en el desierto, como María y la Iglesia en Pentecostés.

La imagen de una Iglesia en camino sinodal es herencia del Concilio Vaticano II que, pasando por la experiencia eclesial de nuestra América latina y la pastoral popular argentina, hoy Francisco actualiza y potencia.  En el centro de ese caminar está Cristo, anunciado a todos. Francisco ha dado nuevo impulso al kerigma como dimensión permanente de la misión de la Iglesia: anuncio primero, no en la prioridad del tiempo, sino en la prioridad de lo esencial e imprescindible, lo que jamás debe faltar porque es el fundamento de todo. 

En su magisterio, este “anuncio primero”, cristológico y trinitario, posee algunos acentos destacados: es anuncio del amor que se vuelve misericordia y compasión, que busca a los descartados y se aventura en las periferias. 

Para un obispo como el que les habla, que vive su fe y su misión en el “interior del interior”, estos aspectos son fundamentales. Benedicto XVI hablaba de un “eclipse de Dios” en la sociedad contemporánea. No es solo una imagen negativa. Se esconde allí una preciosa indicación que, a mi criterio, Francisco ha recogido, desarrollado y propuesto como horizonte: en una sociedad en la que se multiplican los heridos, la misión de la Iglesia es tan urgente y necesaria como siempre. Es, como ha explicado en Fratelli tutti, tras las huellas del buen Samaritano: detenerse, dejarse conmover, hacerse cargo y curar las heridas. No es la “Iglesia de Francisco”, es sencillamente la “Iglesia de la Trinidad”, la de “Jesús”, siempre en salida misionera, en reforma de sí misma, en diálogo con todos.

Así, Evangelii gaudium sigue siendo el texto programático de referencia. 

Comencé evocando una imagen, termino citando al Señor en la última cena. Sus palabras a Simón Pedro valen para quien es hoy vicarius Petri, es decir, el que hace las veces de Pedro en este 2023: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos».” (Lc 22, 31-32).

Desde hace diez años, nuestro Francisco viene haciendo esto: confirmando en la fe a quienes somos sus hermanos. Damos gracias a Dios por ello y oramos por él. Francisco es una señal de lo que tenemos por delante. Nos indica el futuro hacia el que marcha el pueblo peregrino de Dios. 

Gracias.