Diez años en una imagen

Intervención en el acto «Una Iglesia que celebra es una Iglesia viva y abierta a la gracia». 16 de marzo de 2023. Cancillería.

Si tuviera que elegir una imagen para resumir estos diez años del papa Francisco, sin pensarlo demasiado, elegiría aquella que pudimos ver el 27 de marzo de 2020: el mundo en pandemia, la Plaza de San Pedro desierta, bajo el cielo encapotado de Roma y la blanca figura del papa presidiendo aquel momento extraordinario de oración. 

¿Qué nos dice esa foto? ¿Qué mensaje desde el corazón del Evangelio nos sigue transmitiendo?

En su historia bimilenaria, el papado romano ha vivido muchas transformaciones. No siempre han sido según el Evangelio. Somos, en definitiva, discípulos del Verbo encarnado, que ha entrado realmente en toda la oscuridad de la historia humana para transfigurarla desde dentro. La fe no anula el espesor humano de los creyentes ni de la historia.

Sin ceder un ápice a un indebido culto a la persona, podemos repasar los nombres de los últimos papas. Desde mediados del siglo XIX, acelerándose en los años del Concilio Vaticano II, el oficio petrino del obispo de Roma viene adquiriendo un rostro más pastoral que jurídico, más espiritual que mundano.

Aquella tarde, siguiendo la oración del papa por un mundo en pandemia, pudimos ver, al menos por unos instantes, la verdadera naturaleza del poder que detenta el sucesor de Pedro: el que hace las veces, en los tiempos que corren, del humilde pescador que, con una mezcla de obstinación y desarmante humildad, confiesa a Jesucristo ante sus hermanos y ante el mundo. 

Es el poder inerme de Jesús crucificado del que brota la resurrección. Es la fuerza de la pobreza, aquella de la que san Pablo les decía a los corintios: “la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, la debilidad de Dios más fuerte que la fortaleza de los hombres” (1 Co 1, 26).

Aquella tarde vimos a un obispo de Roma entrado en años, frágil en su andar, desarmado de poder mundano con sus estrategias y picardías, pero testigo del Crucificado, la verdadera esperanza del mundo. Parecía solo, como perdido en la inmensidad de San Pedro, pero la columnata del Bernini simbolizaba más que nunca el abrazo de millones que estaban ahí con él. 

Lo vimos escuchar con nosotros el Evangelio de la tempestad calmada, y comentarlo con sabrosa sabiduría. Lo vimos así adorar al verdadero Señor de la Iglesia en la humildad del Pan eucarístico. Lo vimos orar ante la imagen del Crucificado. 

Austen Iverigh señala con acierto que el de Francisco es un papado de reforma, según la tradición espiritual del cristianismo que vemos tanto en Francisco de Asís, Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola, por poner algunos nombres insignes. Podríamos incluir aquí, con toda propiedad, a nuestra beata Mamá Antula y el espíritu de reforma de vida, retomado después por san José Gabriel. 

Y de una reforma que, antes que de estructuras (que también lo es), pasa por el corazón que se vuelve pobre ante Dios y ante el mundo. Y se anima a caminar como Abrahám, como el pueblo en el desierto, como María y la Iglesia en Pentecostés.

La imagen de una Iglesia en camino sinodal es herencia del Concilio Vaticano II que, pasando por la experiencia eclesial de nuestra América latina y la pastoral popular argentina, hoy Francisco actualiza y potencia.  En el centro de ese caminar está Cristo, anunciado a todos. Francisco ha dado nuevo impulso al kerigma como dimensión permanente de la misión de la Iglesia: anuncio primero, no en la prioridad del tiempo, sino en la prioridad de lo esencial e imprescindible, lo que jamás debe faltar porque es el fundamento de todo. 

En su magisterio, este “anuncio primero”, cristológico y trinitario, posee algunos acentos destacados: es anuncio del amor que se vuelve misericordia y compasión, que busca a los descartados y se aventura en las periferias. 

Para un obispo como el que les habla, que vive su fe y su misión en el “interior del interior”, estos aspectos son fundamentales. Benedicto XVI hablaba de un “eclipse de Dios” en la sociedad contemporánea. No es solo una imagen negativa. Se esconde allí una preciosa indicación que, a mi criterio, Francisco ha recogido, desarrollado y propuesto como horizonte: en una sociedad en la que se multiplican los heridos, la misión de la Iglesia es tan urgente y necesaria como siempre. Es, como ha explicado en Fratelli tutti, tras las huellas del buen Samaritano: detenerse, dejarse conmover, hacerse cargo y curar las heridas. No es la “Iglesia de Francisco”, es sencillamente la “Iglesia de la Trinidad”, la de “Jesús”, siempre en salida misionera, en reforma de sí misma, en diálogo con todos.

Así, Evangelii gaudium sigue siendo el texto programático de referencia. 

Comencé evocando una imagen, termino citando al Señor en la última cena. Sus palabras a Simón Pedro valen para quien es hoy vicarius Petri, es decir, el que hace las veces de Pedro en este 2023: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos».” (Lc 22, 31-32).

Desde hace diez años, nuestro Francisco viene haciendo esto: confirmando en la fe a quienes somos sus hermanos. Damos gracias a Dios por ello y oramos por él. Francisco es una señal de lo que tenemos por delante. Nos indica el futuro hacia el que marcha el pueblo peregrino de Dios. 

Gracias. 

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