
El rigorismo moral es una verdadera patología del espíritu. Una dureza de corazón y ceguera espiritual que, normalmente, hace sufrir mucho. En primer lugar, a la propia persona que lo padece… y también a quienes lo tratan.
Cuando se apodera de un grupo de personas genera un clima irrespirable, lleno de tensiones, agresiones y altanería. Puede tener la apariencia de fina religiosidad; es, sin embargo, mundano hasta la raíz. Ahí no está Dios.
Y puede ser -si hablamos en esos términos- tanto de fisonomía conservadora como progresista, cada uno con sus matices y peculiaridades, pero moralistas al fin.
Para algunos autores, esta ceguera espiritual es más grave que muchos pecados que, precisamente, tienen su matriz en ella. Difícil de reconocer y, por eso, de vencer, sobre todo por las propias fuerzas.
Suele ir de la mano de un fuerte perfeccionismo narcisista, de la enfermedad dolorosa de los escrúpulos, del juicio implacable hacia los demás que expresa la falta de misericordia consigo mismo.
Nunca ve matices. Todo se ve y se juzga en blanco y negro.
Es una cárcel triste de la que es difícil salir. Un verdadero infierno. Asomarse al alma de quien lo padece, superado el rechazo inicial, despierta una inmensa compasión. Y la súplica a Dios para que libre a esas almas atormentadas.
Lo que es imposible para el hombre, no lo es para Dios, sobre todo, para ese exquisito orfebre de manos diestras, el artesano de la vida espiritual: el Espíritu Santo.
Su campo de acción es precisamente nuestro corazón humano, duro, ciego, empedernido, desconfiado. A Él le suplicamos en la Secuencia de Pentecostés: “Suaviza nuestra dureza,
elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos.”
¿Cómo nos trabaja el Espíritu para liberarnos de esa prisión?
Sus caminos son variados, creativos y muy concretos. Siempre actúa respetando delicadamente la propia biografía humana y espiritual, la propia libertad y conciencia personales. Sabe esperar. Camina la paciencia, como enseña san Pablo.
Y, como Persona divina, tiene la capacidad de entrar en el corazón humano, sin violentarlo ni apresurarlo, para conducirlo a la Verdad, al Bien y a la Belleza que es el Rostro de Cristo. En su acción, la gracia divina y la libertad humana convergen de manera admirable, sin confusión ni división, sin separación ni yuxtaposición. Como en la encarnación…
Sin embargo, la experiencia nos enseña dos cosas que, a mi criterio, son fundamentales.
En primer lugar, en algún punto del propio camino, el que sufre de este rigorismo moral, toca fondo: su empeño por ser perfecto choca invariablemente con su propia finitud y fragilidad. Es una experiencia dura, pero también de gracia. Allí, en el momento duro del descenso a los propios infiernos del alma, el Espíritu actúa de manera extraordinaria.
Es un punto de quiebre. Todo se puede ganar o desmoronar. Pero, si la humillación de verse pobre, pecador y miserable abre paso a la humildad, el Espíritu Santo obre el milagro: el hombre o mujer aquejados de esta enfermedad del espíritu se ve liberado, consolado por dentro, pacificado y, bajando por el camino de la humildad, es llevado hasta el encuentro salvador con Cristo.
Comprende, como el personaje de Bernanos, que “todo es gracia” y que hay que serenar el corazón y dejarse llevar.
Aquí se abre el segundo aspecto, complementario al anterior: el Espíritu Santo vence nuestra dureza interior mostrándonos el Rostro del Crucificado, su deslumbrante y desconcertante belleza, su mansedumbre, su paciencia, su omnipotencia divina perfectamente manifestada en su fragilidad de Cordero inmolado.
Es una verdadera revolución espiritual: el Espíritu Santo nos lleva ante el Crucificado -como ocurre en la liturgia del Viernes Santo- para que besemos su Rostro y sus llagas; nos convence de su Belleza salvadora; nos desarma ante el Amor más grande.
Es la experiencia de tantos hermanos y hermanas que, desde la dureza del rigorismo, se han convertido en testigos de la Mansedumbre de Cristo: de san Pablo a san Ignacio, pasando por Teresita del Niño Jesús y san Francisco de Sales.
Así que: ¡ánimo, el Señor te llama, como a aquel ciego del camino que, en un momento brillante de docilidad a la gracia se puso a gritar, suplicando la misericordia del Señor que pasa!