Dos nombres para una misma Madre

Homilía en el Santuario de la Inmaculada Concepción, «La Virgencita», 8 de diciembre de 2025 – Villa Concepción del Tío

El diálogo entre Gabriel y María comienza con el saludo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo”.

Lo repetimos cada día al rezar el Ave María: “llena de gracia… llena de gracia…”

Y la Virgen responde: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”.

En realidad, el evangelista usa el término “esclava”: “Yo soy la ‘esclava’ del Señor…”

Los invito a reflexionar sobre este diálogo, centrándonos en las dos expresiones claves: “llena de gracia” y “esclava”.

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“Llena de gracia”

María es la que ha sido favorecida por Dios, ese es su estado, su situación de vida, es su persona desde el primer instante de su existencia.

En el Ave María, nosotros agregamos el nombre de la Virgen; decimos: “Dios te salve (alégrate), María, llena de gracia…”

Sin embargo, el ángel la saludó sin llamarla por su nombre (“María”), sino sencillamente diciéndole: “llena de gracia”.

“Llena de gracia” es como un segundo nombre.

En realidad, mirando las cosas desde Dios, es el verdadero nombre de María, su identidad más profunda a los ojos de Dios: toda santa, colmada del favor de Dios, embellecida por el Espíritu Santo… y podríamos seguir.

Sigamos rezando el Ave María como siempre, solo que, en nuestro corazón, sepamos que “María” y “llena de gracia” se identifican porque ambos son nombres propios de nuestra bendita Madre.

Y no se dice “llena de gracias” (en plural), sino en singular: llena de GRACIA.

Preservada del pecado, salvada por Cristo de tal forma, que no hay en ella sombra del pecado original.

Como cantamos: “Toda de Dios sos María, toda nuestra y del Señor, toda santa Inmaculada, pura y limpia concepción.”

La piedad popular lo dice de manera certera: “Ave, María Purísima, sin pecado concebida”; o, mejor: “en gracia concebida”.

Nuestros padres, al nacer, nos pusieron el nombre que llevamos. Resonó así también en la fuente bautismal. Es hermoso recordarlo.

Pidámosle a María que nos ayude a escuchar, como ella un día, nuestro nombre pronunciado por el ángel del Señor, el nombre que tenemos para Dios.

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“Yo soy la esclava del Señor”

Y la “llena de gracia” responde al ángel y, en definitiva, a Dios que le revela su verdadero nombre y la invita a colaborar en la obra de la salvación

Esta es su respuesta: “Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”.

La esclavitud en el mundo antiguo y las nuevas formas de tratar a las personas como esclavos son repudiables y condenables, sin medias palabras.

Pero, cuando María se declara “esclava del Señor”, todos entendemos qué quiere decir, porque, en ese punto, somos como ella: sabemos que es el Dios de la vida, el creador, el que nos promete la resurrección, el único que merece ser adorado y servido por encima de todas las cosas.

Nosotros no somos inmaculados. Todos cargamos con el peso de nuestros pecados que, una y otra vez, arrojamos al fuego de la misericordia divina. Lo hacemos cada día en la oración (“Padre… perdónanos como perdonamos”) y en el sacramento de la Reconciliación.

Pero, como María, nos sabemos criaturas, hijos e hijas del buen Dios, a quien queremos rendir todo honor y gloria.

Y María nos enseña a ser “esclavos del Señor” como ella lo fue: haciéndonos servidores de nuestros hermanos, tratando con ternura a los más frágiles, tendiendo la mano a los pobres.

Y, como decía el papa Francisco y hoy repite el papa León XIV: “La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe.” (Evangelii gaudium 200). 

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Unas de las cosas más lindas del Santuario de Villa Concepción es que es la casa de María, la Virgencita, y el hogar de los pobres, de los humildes, de los sencillos, de los jóvenes y no tan jóvenes.

Todos venimos así a ponernos a sus pies, a dejarnos alcanzar por su mirada de Madre y a aprender de ella a ser discípulos de Jesús, servidores del Padre y de nuestros hermanos.

Amén.

Exequias del Padre Diego Fenoglio

Parroquia «Nuestra Señora del Carmen», La Para (Córdoba), lunes 8 de diciembre de 2025

Todos nos damos cuenta lo difícil que es hablar en momentos como este. Por eso, nos volvemos a la Palabra de Dios y nos refugiamos en ella.

“María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho». Y el Ángel se alejó.” (Lc 1, 38).

Así concluye el evangelio que acabamos de escuchar, en esta querida fiesta de la Purísima, nuestra Virgencita.

María resume su vida en esa frase que le dice a Dios: “Yo soy la servidora -la esclava- del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”.

Escuchándola a María, podemos escuchar también la voz de Diego. Escuchamos su voz y evocamos su rostro.

Diego ha sido servidor del Señor: así ha caminado, así a llevado a término su preciosa vida.

Nosotros lo hemos visto y ahora, sorprendidos y dolidos por su partida inesperada, comenzamos a comprender qué bien nos ha hecho conocerlo, tratarlo, trabajar con él, compartir con él la vida y todas sus cosas.

Ha sido un amigo de corazón grande y espíritu siempre generoso.

En estas horas dolorosas, hemos recibido palabras de condolencia, de cercanía y de oración de muchas personas, comunidades, especialmente de la gran familia catequista argentina.

Les cuento que muchos obispos, sacerdote, religiosas, laicos y comunidades del país se han puesto en comunicación con nosotros para expresarnos que comparten nuestra sorpresa y nuestro duelo.

Vivimos esta pascua de Diego como lo que somos: iglesia, familia grande.

Al evocar a Diego, las palabras que se repiten son: alegría, humildad, cercanía, humanidad, servicio, sencillez…

Creo que Diego me va a perdonar si comparto con ustedes algunas palabras suyas. Se las dirigía a mons. Baldomero Martini el 1º de abril de 1997, pidiéndole entrar al seminario.

Después de contarle lo bien que le había hecho un retiro en Betania, le escribía:

“Bueno, también le comunico que mi vocación sacerdotal va creciendo cada vez más. Yo ya estoy decidido a entrar al seminario, no tengo ninguna duda en ello, además fue mi decisión y realmente realizo lo que me gusta, lo hago a todo con alegría. Es que es algo que me quema por dentro, lo siento desde lo más profundo, puesto que cuando con un compañero hablamos del tema, algo dentro mío empieza como a quemarme y me lleno de alegría. A mí esto me gusta realmente y es por ello que sigo sus consejos para tener las cualidades necesarias para llegar a ser, si Dios así lo quiere, un buen sacerdote.”

Fueron palabras jóvenes, ahora son palabras eternas. Siempre han sido paralabras verdaderas, genuinas, auténticas.

Nosotros las hemos escuchado en la vida de nuestro querido Diego.

Por eso, damos gracias a Dios.

Diego querido: has sido un buen sacerdote, un buen amigo, un pastor alegre y entregado.

Que la Purísima reciba tu alma generosa y con ella podás decirle a Dios: aquí está el servidor del Señor.

Amén.

Del agua de Juan al fuego de Jesús

Domingo 7 de diciembre de 2025, IIº de Adviento: Mateo 3, 1-12

En este segundo domingo de Adviento, nos sale al paso Juan el Bautista. Su figura es inquietante: vestido con piel de camello, alimentándose de lo que ofrece el desierto.

Su palabra no es menos áspera que su vestimenta. A fariseos y saduceos les dice en la cara: “Raza de víboras… produzcan el fruto de una sincera conversión”. Es probable que no fuera más suave con nosotros.

Sin embargo, el centro de su mensaje no es el reproche, sino la esperanza en Aquel que viene: “Yo los bautizo con agua… pero Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”.

Aquí radica la diferencia: Juan, con su agua, puede lavarnos por fuera e invitarnos a cambiar; pero solo Jesús, con su fuego, puede transformarnos por dentro.

Jesús es ese fuego de Dios que se acerca. Él trae la “horquilla” del juicio para separar en nuestra vida el trigo de la paja, lo que vale de lo que sobra. El Espíritu Santo es la llama que no destruye, sino que purifica y enciende.

Caminemos hacia ese “incendio”.

Buen domingo.

Bendecido Adviento.

Los jóvenes son el presente

¿Me permitís una palabra?

Volví a escuchar la entrevista de Miguel Clariá a Mariano Acosta, director de “La Vélez”, como llaman en Arroyito a la escuela Vélez Sársfield, a raíz de los hechos violentos que protagonizaron algunos alumnos de sexto años.

Enlace: https://www.cadena3.com/noticia/radioinforme-3/violento-festejo-del-ultimo-dia-de-clases-de-alumnos-en-una-escuela-de-arroyito_491796

Vuelvo sobre dos cosas que señalaba Mariano y que me quedaron dando vueltas cuando escuché la nota por primera vez:

«Nuestros alumnos no son violentos, no son chicos que reporten problemas de convivencia habitual; tienen lo normal de los chicos, pero viniendo como venían de un lugar en donde seguramente habían consumido alcohol, sabemos que es así … Es difícil de describir. Hasta el día de ayer estaban llorando en la escuela porque se terminaba un ciclo, y luego los ves fuera de sí frente a estas situaciones».

Mariano apunta a las causas: «falta de límites, consumos habilitados y la masificación … resquebrajando el vínculo entre familia y escuela”.

Un papá, una mamá, un educador, un catequista o un cura tiene que buscar siempre, y sin desanimarse, lo que de más genuino hay en el corazón de un chico o de una chica. Allí hay sed de vida, de verdad, de ir más allá de lo que se ve y se toca. Hay sed de Dios.

Habrá que educar en los límites. Es cierto. En una autoestima que prevenga masificación y adicciones. También es cierto. Y tender puentes entre padres y maestros, caminos entre la casa y la escuela.

Todo eso es correcto y nos marca un norte para nuestras opciones.

En el camino de ellos – y también en el nuestro – se va a cruzar la sugestiva propuesta del nihilismo que se respira en el ambiente: nada es real, ni verdadero, ni bueno, ni bello. Nada vale la pena.

Por eso, allí donde procuremos que los jóvenes entrevean la belleza que salva, allí le habremos ofrecido lo mejor, lo que sustenta la vida, lo que realmente preserva y previene de todo mal.

¿Dónde buscar esa belleza? Bueno, yo soy un hombre de fe y un pastor. Comparto donde yo la he encontrado: en el amor de mis padres y amigos, en el silencio de la oración que escucha a Dios y a los demás, en el bien humilde y cotidiano que obran tantas manos (una caricia, un consuelo, una mirada de amor); en la “sobria embriaguez del Espíritu” de la liturgia cotidiana, en la solidaridad de los pobres…

Y podría seguir.

En un estupendo diálogo virtual de León XIV con de jóvenes de Estados Unidos, el Santo Padre arrancó un aplauso cuando les dijo que ellos – los jóvenes – no son el futuro, sino el presente. Y los invitó a dejarse encontrar por Jesús y a cultivar la amistad con Él.

Es por ahí…

4 de diciembre de 2025

El Credo en la vida de la Iglesia

Se han cumplido 1700 años del concilio de Nicea (325), el primero de la historia. Este concilio salió al paso de la herejía de Arrio que negaba la condición divina de Jesucristo. Echando mano del texto de una profesión de fe bautismal, y añadiendo unas palabras claves, los padres de Nicea definieron la identidad divina de nuestro Salvador. Años más tarde (381), el primer concilio de Constantinopla hizo lo mismo con el Espíritu Santo: confesó la divinidad de la tercera persona de la Trinidad.

Por eso, el Símbolo que ambos concilios usaron para expresar la fe se denomina: Símbolo o Credo niceno constantinopolitano.

Se lo denomina “Símbolo” porque reúne en una misma fórmula las verdades fundamentales de nuestra fe y, además, porque permite que quienes lo recitamos nos reconozcamos unos a otros como miembros de la misma Iglesia. La palabra “símbolo” viene del griego “symballein” (poner juntas las partes).

Se lo denomina también “Credo” por su primera palabra en latín: “Credo in unum Deum…” (Creo en un solo Dios…): la fe es la respuesta, personal y eclesial, a Dios que se nos revela.

Los credos no son oraciones dirigidas a Dios, sino fórmulas que pronunciamos en el marco de la liturgia para confesar pública y solemnemente nuestra fe. Han nacido en el ámbito del bautismo y, con el paso del tiempo, han pasado a la liturgia eucarística: hoy lo recitamos después de escuchar la Palabra de Dios y como respuesta a ella.

Además de esta función “confesante”, los símbolos tienen una función “doctrinal”: son resúmenes breves de las verdades que creemos, normalmente estructuradas en torno a las tres personas divinas. Así, la unidad de la santa Trinidad es el modelo de la unidad en la diversidad de la comunión eclesial que nace de la fe común.

En la liturgia católica existen dos símbolos o credos: el Credo apostólico, más antiguo; y el Credo niceno-constantinopolitano.

El Catecismo de la Iglesia Católica (como también su Compendio) dedica al Credo su primera parte, con un desarrollo amplio de su contenido. Los bautizados tenemos el deber de conocer nuestra fe para dar razón de ella a todos los que nos lo pidan. Por eso, la lectura y estudio del Credo a través del Catecismo resulta imprescindible.

Sugiero que, a partir de esta Navidad 2025 y durante los domingos del año próximo, en la Misa sustituyamos el Credo apostólico por el Credo niceno constantinopolitano. Sería bueno también que aprovecháramos esta sugerencia para realizar algunas catequesis breves sobre el contenido de este Símbolo de la fe.

1º de diciembre de 2025

Peregrinos del Adviento 2025

Domingo 30 de noviembre de 2025, primero de Adviento: Mateo 24, 37-45

Peregrinos… (Peregrinación juvenil al Santuario de la Virgencita)

Este domingo comienza el Adviento. En la liturgia resonará el salmo 121: “Vamos con alegría a la casa del Señor.”

Adviento es la peregrinación jubilosa de un pueblo que sale al encuentro de Dios que está viniendo. Porque creemos en un Dios peregrino que, “por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo; y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre” (Credo niceno constantinopolitano).

Adviento es la ansiedad de saber que, en cualquier momento, este Dios peregrino nos saldrá al paso. Como un amigo que quiere sorprendernos con su visita. Si afinamos la mirada lo veremos aparecer. Entonces, la fatiga del camino dará paso a la alegría del encuentro. Esa es la meta del Adviento: preparar los ojos de la fe para verlo llegar.

La rutina y las preocupaciones de cada día pueden adormecer nuestra agilidad espiritual para reconocer su Venida. Jesús nos lo recuerda: “Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora menos pensada.” (Mt 24,44)

Que este Adviento nos encuentre despiertos y disponibles para la sorpresa de Dios.

Buen domingo.

Bendecido Adviento.

¡Viva Cristo rey!

Domingo 23 de noviembre de 2025, solemnidad de Jesucristo rey del universo: Lucas 23, 35-43

“El pueblo permanecía allí y miraba.” (Lc 23, 35).

También nosotros, este domingo, contemplamos lo que pasa en el Calvario: Cristo está crucificado entre dos malhechores.

El pueblo permanece silencioso y mirando, mientras los jefes religiosos, los soldados y uno de los ladrones crucificados se burlan e insultan a Jesús.

Pero, como suele ocurrir, en medio del sarcasmo y el escrache, dicen algunas grandes verdades: Jesús es el Mesías, ha hecho milagros, es el Salvador y realmente el rey de los judíos, como reza el cartel sobre la cruz (también una burla cruel).

Este domingo celebramos a Cristo rey.

Extraño rey, ¿no? Humillado, escrachado, coronado de espinas… Así y todo, rey y salvador del mundo.

San Lucas nos lo dice con su insuperable genio narrador: precisamente en ese momento, rodeado de burlas e insultos y sin bajarse de la cruz, Jesús le roba a la muerte una presa: responde a la súplica del otro crucificado (“Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino”) con palabras solemnes de salvación (“Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”).

Unos versículos más adelante, el evangelista completará el cuadro que acaba de pintar: “Y la multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho.” (Lc 23, 48).

En la cruz, Jesús salva a un culpable arrepentido y mueve al arrepentimiento a la gente.

Así él es rey.

Buen domingo.

Dios, nuestra mayor riqueza

Domingo 16 de noviembre de 2025, 33º del tiempo ordinario (Lucas 21, 5-19) – Jornada mundial de los pobres 2025

“Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin… Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí.” (Lc 21, 9.12-13).

La historia humana está atravesada de conflictos y el sufrimiento de los inocentes. En ese contexto hay que ubicar la persecución de los discípulos de Cristo. Estremecen las noticias que nos llegan desde Nigeria, por ejemplo. La información no sería completa si, al horror, no añadiésemos el testimonio de fe que esos mártires. Cuando lo rodea el odio, el mártir elige amar y perdonar.

Este domingo es también la Jornada mundial de los pobres, cuyo lema es: “Tú, Señor, eres mi esperanza” (Salmo 71, 5).

El papa León XIV, en su mensaje, retoma una enseñanza del papa Francisco: “La pobreza más grave es no conocer a Dios… Las riquezas muchas veces engañan y conducen a situaciones dramáticas de pobreza, la más grave de todas es pensar que no necesitamos a Dios y que podemos llevar adelante la propia vida independientemente de Él.”

Como al orante de la Biblia, la oración sostiene la esperanza del pobre, del mártir, del que viva la prueba. La esperanza nace de la fe en Dios y se vive en el amor como mano tendida al que sufre. También como lucha contra las causas estructurales de la pobreza.

La mayor riqueza del pobre y del mártir es Dios. Esa es su esperanza.

Buen domingo.

Ordenación diaconal de Raúl R. Araya

Catedral de San Francisco – Domingo 9 de noviembre de 2025

“Ustedes son el campo de Dios, el edificio de Dios.” (1 Co 3, 9c). 

¿En qué campos piensa Pablo cuando aplica esta imagen a la comunidad de Corinto? 

Si el Espíritu Santo lo inspiró para escribir así a los corintios, estas palabras en realidad están dirigidas a nosotros. Por eso, podemos evocar tranquilamente los campos que nosotros conocemos, los que enmarcan a nuestros pueblos y ciudades, los que recorremos con la vista en nuestras idas y venidas, en los que eventualmente trabajamos. 

En este momento, esos campos -de trigo, por ejemplo- se ven espléndidos por las lluvias extraordinarias de los meses pasados. 

¿Podemos ver en ellos la belleza y fecundidad de nuestras comunidades cristianas?

Seríamos ingratos si respondiéramos de forma negativa. Nuestro Dios es sembrador hábil y perseverante; no se desalienta, sigue trabajando y fecundando su campo, nuestra Iglesia. 

Jesús vio la acción de su Padre en los lirios del campo, en una pequeña semilla que crece, en un campo de trigo y cizaña, en una mujer que pone levadura en la masa… Y así nos enseñó a contemplar la realidad más honda: aquella que tiene al Dios bueno como protagonista, tan silencioso como efectivo. 

Porque Pablo habla del campo “de Dios”. Esa declinación es importante: la comunidad eclesial es campo adquirido, sembrado, trabajado y hecho fecundo por la misma mano: la mano siempre laboriosa de nuestro Dios. O, siguiendo a san Ireneo podemos decir: el Padre trabaja nuestro campo con sus dos manos: el Hijo y el Espíritu. 

Días pasados, en una visita pastoral, pude visitar un tambo de una de las grandes empresas lácteas de nuestra zona. Admirable obra de ingeniería y de tecnología. Solo eran necesarios cuatro operadores para cuidar lo que la tecnología hacía con una eficiencia sorprendente. 

El campo de Dios que somos nosotros, que son cada una de nuestras comunidades, que es nuestra Iglesia diocesana, sin embargo, no es trabajado por pocas manos. A las aludidas manos del Padre, se suman las manos de innumerables trabajadores: hombres y mujeres, laicos, consagrados, pastores y diáconos, con sus dones, carismas y servicios. 

De ese campo ha surgido la vocación de Raúl que, en breve, y por la imposición de manos y la oración del obispo, recibirá la gracia del Espíritu Santo para seguir trabajando en el campo de Dios como diácono, signo visible de Cristo, el servidor del Padre.

Un rasgo del camino vocacional de los diáconos permanentes que, en cierto modo, los distingue de los jóvenes que se preparan para ser presbíteros, es precisamente este: la imposición de manos les confiere el Espíritu a hombres que han reconocido el llamado del Señor después de un prolongado camino en las comunidades donde maduraron su fe, sirvieron en distintas áreas pastorales. 

Y, por supuesto, en ese camino tan rico que es la vocación matrimonial. En el caso de Raúl, junto a Marcela, su esposa, sus hijos y amigos. La familia, Iglesia doméstica, es también campo de Dios, trabajado por el Padre con la ayuda del Hijo y el Espíritu Santo a través de las manos de los esposos que se convierten en padres y liturgos de la fe para su familia. 

Ese campo hermoso que son nuestras comunidades cristianas viene siendo trabajado por muchísimas manos: obispos, sacerdotes, catequistas, misioneros, voluntarios de Caritas, ministros extraordinarios de la comunión, servidores en la pastoral del alivio, del consuelo y del duelo; hombres y mujeres en los consejos de asuntos económicos; manos también que preparan nuestras liturgias (sacristía, ministros, canto, guiones, etc.) … Y – ¡cómo olvidarlo! – por corazones que oran y abren el mundo para Dios. 

Aquí quiero hacer una mención a la Escuela diocesana para el Diaconado, puesta bajo el patronazgo de San Francisco de Asís. A su director, padre Mario Ludueña, a sus directivos y docentes. ¡Gracias por su trabajo en estos años! En estas ordenaciones recogemos los frutos del mismo.

La Renovación Carismática – de la que proviene Raúl – nos ha recordado que el Espíritu derrama sus carismas en la vida de la Iglesia. Pero los más importantes carismas no son los extraordinarios o bulliciosos, sino los ordinarios, humildes y sencillos, aquellos de los que nos dijo el Concilio Vaticano II, que cada uno de nosotros recibe en el bautismo y que redundan para el bien común cuando expresan la caridad de Cristo. 

Me pregunto si, cuando celebremos nuestro Sínodo, teniendo como tema de fondo la alegría de creer en Jesús y de comunicar a otros la fe que nos colma, no tendremos que definir mejor qué carismas bautismales merecen ser traducidos en ministerios más o menos estables en nuestra vida diocesana, por ejemplo, el de la animación pastoral de nuestras comunidades. 

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Pablo habla también de la comunidad cristiana como “edificio de Dios”. En el fragmento de la carta que hemos escuchado, de la imagen del edificio pasará a la del templo de Dios. Aquí me permito traer a colación la enseñanza de la primera carta de san Pedro. Habla también de un templo de Dios, pero de un templo en construcción:

Al acercarse a él, la piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa a los ojos de Dios, también ustedes, a manera de piedras vivas, son edificados como una casa espiritual, para ejercer un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo. Porque dice la Escritura: Yo pongo en Sión una piedra angular, elegida y preciosa: el que deposita su confianza en ella, no será confundido. (1 Pe 2, 4-6). 

Querido Raúl: a lo largo de tu vida, desde niño y en el seno de una familia, la fe ha dispuesto tu corazón para esa obra artesanal que es ser tallado como piedra viva para el templo que Dios se está construyendo en el mundo. Has aprendido también a sumarte como obrero de la construcción a través de todas las experiencias que has vivido, también en los años de tu servicio en la fuerza policial. 

Ahora, tu tarea artesanal de dejarte edificar por Dios y de sumar tus brazos a la construcción de la casa de Dios, recibe la gracia sacramental del orden como diácono, imagen de Cristo servidor. Tu forma de edificar sigue siendo el amor -como en tu matrimonio y familia-, pero ahora como servidor de Cristo para la edificación de la comunidad cristiana. Servicio que pasará principalmente por la vida de los pobres, de los enfermos, de los más frágiles y descartados. 

Una sociedad opulenta y pagada de sí, siempre deja en los márgenes a personas y familias que no logran sumarse a la mesa de todos. Como diácono, ese ha de ser tu campo de trabajo privilegiado. El tuyo y el de los diáconos que se vayan sumando a la vida pastoral de nuestras comunidades cristiana. 

Al incorporar la luminosa figura del diácono permanente a la vida ordinaria de nuestras comunidades cristianas hacemos más visible esta realidad: solo edifica la caridad de Cristo, solo construye la Iglesia el que ama y sirve. 

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Vuelvo a la enseñanza de san Pablo que nos hace esta inquietante pregunta: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Co 3, 16).

Estamos terminando este año 2025. Ya asoma en el horizonte la realización de nuestro primer Sínodo diocesano. En las vísperas de su celebración, la ordenación de los primeros diáconos permanentes no es una mera casualidad: nos indica un camino preciso que tenemos que recorrer todos, como Iglesia diocesana, para ser fieles a la llamada del Señor. 

La fe que alegra nuestro corazón y que sentimos el deseo de comunicar a los demás requiere de nosotros plena disponibilidad para dejarnos edificar por el Espíritu Santo. Requiere que nos despojemos de nosotros mismos. 

Después de transformar el agua en vino en las bodas de Caná, Jesús inicia su ministerio público purificando el templo de Jerusalén. Así nos lo cuenta san Juan, marcando una diferencia con los sinópticos que ponen este gesto profético al final del camino de Jesús, antes de la pasión.

El Señor no solo está edificando su Iglesia con piedras vivas, sino que también la purifica, una y otra vez, para que sea -como esta catedral- un templo bello, luminoso y espacioso para que quepan todos sus hijos e hijas para la mayor gloria de Dios.

Que María, san Francisco y los santos asistan a nuestra Iglesia diocesana para que viva con alegría el servicio a los pobres, sobre todo, contagiando la alegría de creer y esperar. 

Amén. 

Somos templo de Dios

Domingo 9 d enoviembre de 2025, fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán: Juan 2, 13-22

“Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar” (Jn 2, 19), responde Jesús a quienes le piden un signo que justifique que haya echado del templo de Jerusalén a unos vendedores.

Jesús habla del templo que es su cuerpo y de su resurrección, anota el evangelista.

Este domingo celebramos la fiesta de la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, la catedral del papa en Roma.

Cada templo cristiano, una humilde capilla o una inmensa catedral, es signo de Cristo resucitado, ese templo edificado con piedras vivas que son los bautizados, y que Dios está construyendo en el mundo.

Escribiendo a la joven comunidad de Corinto, san Pablo les dice: “ustedes son el campo de Dios, la edificación de Dios” (1Co 3, 9), y añade: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1Co 3, 16).

Por una parte, el don de Dios: él nos edifica, nos trabaja y nos santifica. Por otra parte, nuestra responsabilidad: colaborar con este Dios labrador y constructor, siendo también nosotros artesanos de comunión y de paz.  

Y recemos por el papa León XIV y su misión. Bastante difícil la tiene.

Buen domingo.