Los jóvenes son el presente

¿Me permitís una palabra?

Volví a escuchar la entrevista de Miguel Clariá a Mariano Acosta, director de “La Vélez”, como llaman en Arroyito a la escuela Vélez Sársfield, a raíz de los hechos violentos que protagonizaron algunos alumnos de sexto años.

Enlace: https://www.cadena3.com/noticia/radioinforme-3/violento-festejo-del-ultimo-dia-de-clases-de-alumnos-en-una-escuela-de-arroyito_491796

Vuelvo sobre dos cosas que señalaba Mariano y que me quedaron dando vueltas cuando escuché la nota por primera vez:

«Nuestros alumnos no son violentos, no son chicos que reporten problemas de convivencia habitual; tienen lo normal de los chicos, pero viniendo como venían de un lugar en donde seguramente habían consumido alcohol, sabemos que es así … Es difícil de describir. Hasta el día de ayer estaban llorando en la escuela porque se terminaba un ciclo, y luego los ves fuera de sí frente a estas situaciones».

Mariano apunta a las causas: «falta de límites, consumos habilitados y la masificación … resquebrajando el vínculo entre familia y escuela”.

Un papá, una mamá, un educador, un catequista o un cura tiene que buscar siempre, y sin desanimarse, lo que de más genuino hay en el corazón de un chico o de una chica. Allí hay sed de vida, de verdad, de ir más allá de lo que se ve y se toca. Hay sed de Dios.

Habrá que educar en los límites. Es cierto. En una autoestima que prevenga masificación y adicciones. También es cierto. Y tender puentes entre padres y maestros, caminos entre la casa y la escuela.

Todo eso es correcto y nos marca un norte para nuestras opciones.

En el camino de ellos – y también en el nuestro – se va a cruzar la sugestiva propuesta del nihilismo que se respira en el ambiente: nada es real, ni verdadero, ni bueno, ni bello. Nada vale la pena.

Por eso, allí donde procuremos que los jóvenes entrevean la belleza que salva, allí le habremos ofrecido lo mejor, lo que sustenta la vida, lo que realmente preserva y previene de todo mal.

¿Dónde buscar esa belleza? Bueno, yo soy un hombre de fe y un pastor. Comparto donde yo la he encontrado: en el amor de mis padres y amigos, en el silencio de la oración que escucha a Dios y a los demás, en el bien humilde y cotidiano que obran tantas manos (una caricia, un consuelo, una mirada de amor); en la “sobria embriaguez del Espíritu” de la liturgia cotidiana, en la solidaridad de los pobres…

Y podría seguir.

En un estupendo diálogo virtual de León XIV con de jóvenes de Estados Unidos, el Santo Padre arrancó un aplauso cuando les dijo que ellos – los jóvenes – no son el futuro, sino el presente. Y los invitó a dejarse encontrar por Jesús y a cultivar la amistad con Él.

Es por ahí…

4 de diciembre de 2025

El Credo en la vida de la Iglesia

Se han cumplido 1700 años del concilio de Nicea (325), el primero de la historia. Este concilio salió al paso de la herejía de Arrio que negaba la condición divina de Jesucristo. Echando mano del texto de una profesión de fe bautismal, y añadiendo unas palabras claves, los padres de Nicea definieron la identidad divina de nuestro Salvador. Años más tarde (381), el primer concilio de Constantinopla hizo lo mismo con el Espíritu Santo: confesó la divinidad de la tercera persona de la Trinidad.

Por eso, el Símbolo que ambos concilios usaron para expresar la fe se denomina: Símbolo o Credo niceno constantinopolitano.

Se lo denomina “Símbolo” porque reúne en una misma fórmula las verdades fundamentales de nuestra fe y, además, porque permite que quienes lo recitamos nos reconozcamos unos a otros como miembros de la misma Iglesia. La palabra “símbolo” viene del griego “symballein” (poner juntas las partes).

Se lo denomina también “Credo” por su primera palabra en latín: “Credo in unum Deum…” (Creo en un solo Dios…): la fe es la respuesta, personal y eclesial, a Dios que se nos revela.

Los credos no son oraciones dirigidas a Dios, sino fórmulas que pronunciamos en el marco de la liturgia para confesar pública y solemnemente nuestra fe. Han nacido en el ámbito del bautismo y, con el paso del tiempo, han pasado a la liturgia eucarística: hoy lo recitamos después de escuchar la Palabra de Dios y como respuesta a ella.

Además de esta función “confesante”, los símbolos tienen una función “doctrinal”: son resúmenes breves de las verdades que creemos, normalmente estructuradas en torno a las tres personas divinas. Así, la unidad de la santa Trinidad es el modelo de la unidad en la diversidad de la comunión eclesial que nace de la fe común.

En la liturgia católica existen dos símbolos o credos: el Credo apostólico, más antiguo; y el Credo niceno-constantinopolitano.

El Catecismo de la Iglesia Católica (como también su Compendio) dedica al Credo su primera parte, con un desarrollo amplio de su contenido. Los bautizados tenemos el deber de conocer nuestra fe para dar razón de ella a todos los que nos lo pidan. Por eso, la lectura y estudio del Credo a través del Catecismo resulta imprescindible.

Sugiero que, a partir de esta Navidad 2025 y durante los domingos del año próximo, en la Misa sustituyamos el Credo apostólico por el Credo niceno constantinopolitano. Sería bueno también que aprovecháramos esta sugerencia para realizar algunas catequesis breves sobre el contenido de este Símbolo de la fe.

1º de diciembre de 2025

Domingo de la Palabra de Dios

Para este Domingo de la Palabra de Dios te hago la sugerencia de leer detenidamente el capítulo VIº de la Constitución «Dei Verbum» del Concilio Vaticano II.

Son los números 21 al 26 del mencionado documento.

A continuación te dejo el enlace del sitio web del Vaticano con el texto completo.
No te será difícil encontrar los números sugeridos.

https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651118_dei-verbum_sp.html

Elecciones 2023: Cuidemos nuestra democracia

Reflexiones pastorales mirando las elecciones generales del próximo domingo 22 de octubre

Elogio de la moderación política

El Parlamento: la casa de la palabra, el consenso y la moderación

¿Me permitís una palabra?

Los populismos -de izquierda o de derecha- deforman la democracia en varios sentidos. Uno de ellos es transformar la confrontación entre posturas distintas (normalmente bipolares: izquierda-derecha, conservadores-progresistas, etc.) en una exacerbación de los extremos.

La confrontación propia de las democracias liberales hace a la dinámica de la vida política de las sociedades que adoptan ese sistema de gobierno y de convivencia ciudadana. Se sustentan sobre un fundamento sólido: la aceptación sin reservas de la pluralidad, cuyo núcleo ético es el reconocimiento de la dignidad personal de cada ciudadano o miembro del pueblo.

Es el reconocimiento del otro como sujeto igual a mí.

Por eso, las confrontaciones democráticas, incluso las más encendidas, no tienen que poner en riesgo la unidad siempre en tensión dentro de la comunidad ciudadana. Al contrario, bien vividas, la expresan y la refuerzan.

Obviamente, siempre y cuando, ese núcleo ético que es el reconocimiento del otro no desaparezca ni se debilite. Se trata de un valor fundamental, pero también sumamente frágil, confiado al cuidado de la conciencia y libertad de cada ciudadano y de toda la sociedad.

Una convivencia así requiere de una mística anclada en sólidos valores espirituales y éticos. Para algunos de nosotros es el Evangelio; para otros, otras fuentes espirituales.

La Iglesia católica, por ejemplo, en cuanto sujeto social (y también político) mantiene una oposición crítica hacia muchas leyes (el aborto, por ejemplo). Acepta la legitimidad de las reglas de la democracia, pero mantiene su postura sin romper ni amenazar la cohesión de la sociedad. Y, como ella, tantas otras organizaciones o espacios espirituales, culturales y políticos.

El populismo procede deliberadamente de otra manera. Exacerba las diferencias que se dan dentro de la sociedad; niega subjetividad al otro, al que arroja fuera del espacio, considerándolo “no pueblo” y, por eso, siempre rompe la unidad y cohesión del pueblo al que dice servir. Incluso se echa mano de símbolos, expresiones o conceptos religiosos para darle una pátina mística a sus pretensiones de hegemonía.

No solo en Argentina, sino en varios rincones del globo, la democracia aparece amenazada por estas formas de entender la convivencia social.

La enseñanza social de la Iglesia católica, a la vez que busca respetar la dinámica y consistencia secular de la política, ofrece el horizonte inspirador del humanismo que se desprende del Evangelio y de su también secular forma de interpretar racionalmente la condición humana.

En su reciente encíclica Fratelli tutti, el Papa Francisco ha hecho foco en dos conceptos que abrevan en esa fuente: el de “fraternidad” y el de “amistad social”. Desde allí invita a transitar los caminos de -como él lo llama, con acierto- la “mejor política”.

Se trata de un verdadero “elogio de la moderación” en la política. Supone afirmarse con notable fortaleza interior en los instrumentos más políticos que conocemos: el diálogo, la búsqueda de consensos y acuerdos; la superación paciente e inteligente de los conflictos con una mirada de largo alcance; la sensibilidad hacia los más vulnerables, como motivación para atenuar el impulso del egoísmo en aras del interés común.

Tradicionalmente todos estos valores se asocian al “centro” de las distintas expresiones políticas: centro izquierda o centro derecha. Entre nosotros se ha puesto de moda bajarle el precio a esta búsqueda de un territorio común para construir el bien común, hablando de “Corea del centro”. Ni fu ni fa. Es una chicana casi infantil.

Nuestro país arrastra una profunda crisis social, económica y política que tiene raíces humanas y éticas. Sin un deliberado consenso, buscado con fortaleza y magnanimidad, será imposible diseñar el futuro.

Como he dicho otras veces: en esto, todos los ciudadanos tenemos que sentirnos responsables, pero, una responsabilidad histórica la tienen los hombres y las mujeres de la política. Esa es su vocación. Yo añadiría ahora: y de aquellos hombres y mujeres que hacen de la “moderación” su mística al servicio de todos.

Y es ahora, no mañana, pues entonces puede ser demasiado tarde.

La hora es grave y supone riesgos reales, que hemos visto realizarse en otros países y sociedades. No sería extraño que, en las próximas elecciones, buena parte de los ciudadanos, acosados por lo que implica sobrevivir al día a día y desinteresados de la política (a la que juzgan -y con razón- alejada de su vida e intereses reales), a la hora de entrar en el cuarto oscuro, se decanten por opciones radicalizadas, que ofrecen la ilusión de patear el tablero. Sabemos su destino: nuevas frustraciones, más rabia y menos discernimiento.

¿Será posible romper ese círculo vicioso? Creo que sí. A la moderación política le cabe la responsabilidad. Y que tenga también imaginación para hacérnoslo comprender.