Homilía en el Santuario de la Inmaculada Concepción, «La Virgencita», 8 de diciembre de 2025 – Villa Concepción del Tío
El diálogo entre Gabriel y María comienza con el saludo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo”.
Lo repetimos cada día al rezar el Ave María: “llena de gracia… llena de gracia…”
Y la Virgen responde: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”.
En realidad, el evangelista usa el término “esclava”: “Yo soy la ‘esclava’ del Señor…”
Los invito a reflexionar sobre este diálogo, centrándonos en las dos expresiones claves: “llena de gracia” y “esclava”.
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“Llena de gracia”
María es la que ha sido favorecida por Dios, ese es su estado, su situación de vida, es su persona desde el primer instante de su existencia.

En el Ave María, nosotros agregamos el nombre de la Virgen; decimos: “Dios te salve (alégrate), María, llena de gracia…”
Sin embargo, el ángel la saludó sin llamarla por su nombre (“María”), sino sencillamente diciéndole: “llena de gracia”.
“Llena de gracia” es como un segundo nombre.
En realidad, mirando las cosas desde Dios, es el verdadero nombre de María, su identidad más profunda a los ojos de Dios: toda santa, colmada del favor de Dios, embellecida por el Espíritu Santo… y podríamos seguir.
Sigamos rezando el Ave María como siempre, solo que, en nuestro corazón, sepamos que “María” y “llena de gracia” se identifican porque ambos son nombres propios de nuestra bendita Madre.
Y no se dice “llena de gracias” (en plural), sino en singular: llena de GRACIA.
Preservada del pecado, salvada por Cristo de tal forma, que no hay en ella sombra del pecado original.
Como cantamos: “Toda de Dios sos María, toda nuestra y del Señor, toda santa Inmaculada, pura y limpia concepción.”
La piedad popular lo dice de manera certera: “Ave, María Purísima, sin pecado concebida”; o, mejor: “en gracia concebida”.
Nuestros padres, al nacer, nos pusieron el nombre que llevamos. Resonó así también en la fuente bautismal. Es hermoso recordarlo.
Pidámosle a María que nos ayude a escuchar, como ella un día, nuestro nombre pronunciado por el ángel del Señor, el nombre que tenemos para Dios.
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“Yo soy la esclava del Señor”
Y la “llena de gracia” responde al ángel y, en definitiva, a Dios que le revela su verdadero nombre y la invita a colaborar en la obra de la salvación
Esta es su respuesta: “Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”.

La esclavitud en el mundo antiguo y las nuevas formas de tratar a las personas como esclavos son repudiables y condenables, sin medias palabras.
Pero, cuando María se declara “esclava del Señor”, todos entendemos qué quiere decir, porque, en ese punto, somos como ella: sabemos que es el Dios de la vida, el creador, el que nos promete la resurrección, el único que merece ser adorado y servido por encima de todas las cosas.
Nosotros no somos inmaculados. Todos cargamos con el peso de nuestros pecados que, una y otra vez, arrojamos al fuego de la misericordia divina. Lo hacemos cada día en la oración (“Padre… perdónanos como perdonamos”) y en el sacramento de la Reconciliación.
Pero, como María, nos sabemos criaturas, hijos e hijas del buen Dios, a quien queremos rendir todo honor y gloria.
Y María nos enseña a ser “esclavos del Señor” como ella lo fue: haciéndonos servidores de nuestros hermanos, tratando con ternura a los más frágiles, tendiendo la mano a los pobres.
Y, como decía el papa Francisco y hoy repite el papa León XIV: “La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe.” (Evangelii gaudium 200).
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Unas de las cosas más lindas del Santuario de Villa Concepción es que es la casa de María, la Virgencita, y el hogar de los pobres, de los humildes, de los sencillos, de los jóvenes y no tan jóvenes.
Todos venimos así a ponernos a sus pies, a dejarnos alcanzar por su mirada de Madre y a aprender de ella a ser discípulos de Jesús, servidores del Padre y de nuestros hermanos.
Amén.












































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