Ascensión del Señor – Fiesta patronal diocesana

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Este año, estamos honrando a la Virgen de Fátima, nuestra patrona, en el marco de la solemnidad pascual de la Ascensión del Señor.

Dejemos que el Evangelio que acabamos de escuchar nos interpele e ilumine.

“Vayan por todo el mundo, anuncien el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará” (Mc 16,16).

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¿A quién se dirige el Señor Jesús?

A sus once discípulos.

Prestemos atención: no se trata solo de un pequeño grupo, sino incluso de un grupo disminuido. De doce, quedan solo once. Uno de ellos – Judas – traicionó a Jesús.

Pero hay más aún. El evangelista nos dice que esos mismos discípulos no han creído el anuncio de la resurrección que les hiciera la Magdalena y, luego, otros dos de ellos.

Los discípulos sencillamente no han creído el anuncio.

Un grupo pequeño y reducido, incrédulo y endurecido en su cerrazón.

Por eso, al introducir la escena que acabamos de escuchar, Marcos escribe: “En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado” (Mc 16,14).

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¿Qué les propone a estos once incrédulos?

En realidad, no les propone nada. Él es el Señor Jesús, el resucitado y vencedor de la muerte. Él manda, ordena y conmina. Y su mandato es tajante: “Vayan…anuncien”.

Y manda algo inmenso, imposible y abrumador: ponerse en camino, recorrer el mundo y dirigirse, nada menos y nada más, que a toda la creación.

La suya es una palabra soberana. No puede ser simplemente oída como “quien oye llover”. Reclama no solo apertura interior, comprensión racional de los términos, sino aquella docilidad que se resuelve en obediencia: “Hágase en mí según tu palabra”.

Ponerse en camino misionero es la mejor forma de vencer la incredulidad.

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¿Qué tiene que anunciar este pequeño y frágil rebaño?

También aquí detengámonos en un detalle que no lo es tanto. Tiene que ver con nosotros, los discípulos de Jesús en este siglo XXI.

Nosotros, en nuestras comunidades cristianas, hacemos muchas cosas buenas, santas y necesarias. Otras, tal vez, no tanto. Sin embargo, Jesús ha mandado una sola: anunciar, proclamar, contar su Buena Noticia.

Podríamos parafrasear a San Francisco de Asís, que le decía a sus hermanos: prediquen el Evangelio y, si es necesario, háganlo también con palabras. O, como dirá siglos después aquel otro enamorado de Cristo, el Hermano Carlos de Jesús: “gritar el Evangelio con la vida”.

Todo lo que hacemos en la Iglesia apunta en esa dirección: contar una buena y alegre noticia, un Evangelio que se concentra, con toda su fuerza, en esa tempestad imparable que es Jesús de Nazaret.

Existimos para decir a Jesús, para contar su Evangelio, para cantar su Resurrección y para testimoniar la Esperanza que es Él mismo en Persona.

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Centrémonos ahora en las promesas del Resucitado: “arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán” (Mc 16,17-18).

Estas promesas contienen el sentido profundo de la esperanza cristiana.

Algunas de ellas son sencillamente prolongación del estilo misionero de Jesús: expulsar demonios y curar enfermos. Esto ya es enorme y llena de estupor: el Espíritu prolonga a Jesús en nosotros.

Otra – hablar nuevas lenguas – ha comenzado a cumplirse desde Pentecostés.

Otras dos, sin embargo, resultan extrañas, sobre todo si no se percibe el trasfondo bíblico de esas imágenes tan vivas o se las toma en sentido literal: aferrar víboras y beber veneno.

Pero, incluso si se sortean esos escollos, el significado de estas promesas es de vértigo. En ellas se esconde, de modo particularmente intenso, el sentido profundo de la esperanza.

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Para comprenderlo, los invito ahora a volver la mirada a María. Nadie como ella ha vivido esta promesa.

María nos grita el Evangelio, más con su vida que con palabras. Su presencia en los evangelios es discreta pero clave; habla poco, solo lo justo y necesario; pero su figura evangélica de mujer, discípula y madre tiene una elocuencia que vale por mil discursos.

María dice, sobre todo, lo que significa vivir a fondo la esperanza cristiana.

El Amén de la anunciación ha preparado el terreno de su corazón para que eche raíces en ella la vida misma de Dios. Y, así, lo ha abierto a la esperanza.

María ha aprendido a esperar en Dios. Él ha mirado su pequeñez y ella, estremecida de gozo, ha podido contemplar la potencia de su brazo que confunde a los soberbios y enaltece a los pequeños.

María sabe que Dios no la defraudará y que, especialmente en las horas más duras, su inquebrantable fidelidad será su fortaleza.

Contemplando a Jesús, de la encarnación a la pascua, María ha comprendido cabalmente que sustanciosa es la esperanza cristiana.

Esperar en Dios, como lo hizo María, no nos ahorra experimentar toda la oscuridad, fragilidad o peligrosidad de la vida. María no ha salido indemne de la experiencia de escuchar y obedecer la Palabra que le fue anunciada. Esa Palabra ha sido una espada que le ha partido el alma.

¿Quién de nosotros puede decir que, en cuanto discípulos de Jesús, en más de una ocasión no nos hemos visto envueltos en situaciones tóxicas, envenenadas, tan peligrosas como una serpiente amenazante?

María al pie de la cruz nos ofrece la imagen de una mujer creyente que avanzó al centro de la vorágine que terminó con Jesús en la cruz. Más que nunca entonces, en el silencio y el abandono, experimentó la fuerza de la fidelidad de Dios.

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Esperanza no quiere decir la ingenua pretensión de que todo va a salir bien. Es la convicción de que nunca nos faltará la gracia divina para ser fieles al Evangelio, especialmente en las horas más oscuras. Que podremos entonces no solo aguantar, sino crecer como discípulos y como personas. Pero, sobre todo, que el Dios amor, uno y trino, es la meta de nuestro caminar, el hogar que nos espera, la gran esperanza que nos sostiene y nos levanta.

Sí, queridos hermanos y hermanas, María nos dice con ternura, como hiciera hace ciento un años con los niños santos Jacinta y Francisco, también con Lucía: el cielo es la promesa, el premio y el regalo de Dios para Jesús y para todos los que son transfigurados por su Espíritu.

Es verdad entonces: “el que crea y se bautice, se salvará” (Mc 16,16).