Bajo tu mirada, Madre, seguimos caminando

16807476_120347961819584_2881576368678154609_nApertura del Año Mariano Diocesano

Santuario de la “Virgencita” – Villa Concepción del Tío

8 de diciembre de 2017

Nuestros ojos no solo ven. También hablan. Hablan de nosotros, de lo que somos y sentimos. Por eso, los ojos revelan a las personas. Nos hacen transparentes a los demás.

Están los ojos tristes, desanimados o enojados. Conocemos la mirada ansiosa del que busca, los ojos que no pueden ocultar el miedo, o los que se esconden por vergüenza. Somos capaces de reconocer la mirada oscura del malvado; y, en ocasiones, nos hiela el que mira con fría severidad.

Nos alegra la mirada de los que no tienen segundas intenciones. Nos emocionan los ojos que no pueden contener el llanto, sea por dolor o por alegría. Nos reviven y reaniman los ojos del chico o la chica enamorados, porque en ese amor juvenil toda la creación vuelve a su primera hora.

¿Se han dado cuenta de que los ojos marrones de la Virgencita son inmensos y están muy abiertos?

Cuando los miro, pienso en los ojos de los niños, especialmente de los más chiquitos. Para un niño que se está abriendo a la vida todo lo que ve es nuevo, por eso abre sus ojos con una mirada que parece querer escrutar hasta el fondo lo que tiene delante. Son ojos que no tienen miedo, quieren mirarlo todo, saberlo todo y, así, sacarle el jugo a la vida.

Son los ojos de la admiración.

Así nos mira María.

El artista que la talló y pintó hace ya trescientos años – tal vez un aborigen de los pueblos originarios oportunamente adiestrado por un jesuita – ha logrado plasmar algo de esa mirada de Nuestra Señora.

Por eso, queridos peregrinos, déjenme que los invite, una vez más, a dejarnos mirar por esos ojos que transparentan la mirada misma de Dios.

¡No tengamos miedo ni vergüenza a dejarnos alcanzar por esa mirada!

¡No hay en ella segundas intenciones, ni desconfianza ni frialdad que calcula!

¡Esos ojos brillan con la luz de la Pascua de Jesús!

¡Iglesia diocesana de San Francisco, en este Año Mariano, dejáte mirar por la Virgencita!

* * *

La Biblia nos habla varias veces de la mirada de Dios. El libro del Génesis, después de narrar poéticamente que Dios hizo surgir de la nada todo lo que existe, alcanzando con la creación del varón y la mujer el momento culminante de su obra, nos dice solemnemente: “Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno” (Gn 1, 31).

Incluso después de que los hombres traicionaran la mirada de Dios, las santas Escrituras nos dicen que Dios no se ha desentendido del del sufrimiento de sus hijos. Él los ha seguido buscando con los ojos, como una madre o un padre buscan a su pequeño hijo entre la multitud. El libro del Éxodo así introduce la historia de libertad que Dios está a punto de poner en marcha: “Los israelitas que gemían en la esclavitud, hicieron oír su clamor, y ese clamor llegó hasta Dios, desde el fondo de su esclavitud. Dios escuchó sus gemidos y se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob; dirigió su mirada hacia los israelitas y los tuvo en cuenta” (Ex 2,23-25).

Dios busca, con su mirada, al hombre. Y éste no puede resistir la atracción de esos ojos que lo buscan. Por eso, también la Biblia, en el libro de los Salmos, expresa, con imágenes muy bellas y el lirismo de la poesía, ese deseo de ser alcanzados por la mirada de Dios y de poder contemplar su Rostro: “El Señor tenga piedad y nos bendiga; haga brillar su rostro sobre nosotros…” (Salmo 66,2). O, también, en el Salmo 27: “Mi corazón sabe que dijiste: «Busquen mi rostro» Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí” (Salmo 27, 9).

El deseo del hombre de ser mirado por Dios y de ver su Rostro, como también la misma mirada de Dios que busca al hombre para iluminarlo con sus ojos divinos se concentran definitivamente en los ojos y la mirada de Jesús, el hijo de María.

El joven rico que ansía la vida eterna se encuentra con la mirada del Señor. Nos cuenta San Marcos: “Jesús lo miró con amor y le dijo: «Solo te falta una cosa: ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme»” (Mc 10, 21). Sabemos cómo concluye todo: el joven se marcha entristecido ante esta propuesta, “porque poseía muchos bienes” (Mc 10, 22).

Algunos – dejándose llevar tal vez por su propia experiencia – han fantaseado que aquel joven, alcanzado por la mirada luminosa y tierna de Jesús, finalmente, apoyándose en ella pudo dar el paso.

En realidad, no lo sabemos. El evangelista sí nos dice qué reflexión hace Jesús ante los discípulos asombrados – y asustados – por lo que implica el seguimiento. Les dice el Señor: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible” (Mc 10, 27).

* * *

Hace trescientos años que la mirada de María se posó en estas tierras de una manera bien visible. Lo hizo a través de esta imagen tan bella y venerada, mirada una y otra vez por los peregrinos y amada tan profundamente.

Sí, queridos hermanos y hermanas, en este lugar, antes incluso de la existencia de este bello santuario, la mirada de Dios y los ojos de Cristo resucitado nos han alcanzado en la mirada tierna de la “Virgencita”.

La reciente – y estupenda – restauración de la imagen nos ha mostrado que la imagen, tal como la vemos hoy, no es como la que vieron quienes la recibieron hace tres siglos. Como suele ocurrir con las imágenes históricas: sucesivas intervenciones la han ido modificando con añadidos, retoques y mejoramientos.

Así, ella ha llegado a ser «nuestra Virgencita».

La “Virgencita” ha caminado la vida de este pueblo y de los miles de peregrinos que la han visitado. Ha caminado la historia y eso, queridos amigos, deja huellas en todos.

Pero también los peregrinos no salimos iguales después de verla y de dejarnos mirar por sus ojos. Si la mirada es honesta y sincera, esos inmensos ojos nos transforman también a nosotros. Nos hacen más y mejores discípulos de Jesús y su Evangelio.

Su mirada es invitación – como al joven rico – a seguir a Jesús.

Es también una invitación a mirar a los demás como ella los ve: sin intereses mezquinos, con generosidad y compasión. Nos invita a mirar a los demás con los ojos de Jesús, el buen samaritano que siempre se detiene ante las llagas de sus hermanos caídos en el camino.

Sus ojos nos invitan a mirar a nuestros hermanos y hermanas más castigados y olvidados: los heridos por las adicciones; los ancianos jubilados que nunca ven llegar una justa retribución por sus vidas entregadas; los que sufren discriminación o violencia por su condición personal o social; los que se van quedando al margen de una sociedad que ha hecho del descarte – nos lo advierte el Papa – casi una norma de vida.

María siempre busca con su mirada el corazón de los que sufren. Ella trae el mejor alivio y consuelo: a su Hijo Jesucristo.

¡Dejémonos mirar por ella en este Año Mariano Diocesano que estamos comenzando!

¡Como ella abramos bien nuestros ojos para mirar a nuestros hermanos, reconocer su sufrimiento y dejarnos movilizar para salir a su encuentro con el alivio de Cristo!

¡Qué toda la diócesis de San Francisco se reconozca en la mirada de María misionera, samaritana y peregrina y, como ella, aprenda a mirar la vida con sus mismos ojos!

Amén.