El Juicio final: “Día de la ira… ¡Cuánto terror habrá en el futuro cuando el juez haya de venir a juzgar todo estrictamente!”. Así rezaba el famoso himno “Dies irae” de la Misa de difuntos. Fue suprimido por el Papa Pablo VI en la gran reforma de la liturgia católica que impulsó el Concilio Vaticano II.
El tiempo de Adviento tiene en su centro este advenimiento de Cristo como juez de vivos y muertos. Ya no el terror ante su venida, sino la serena alegría del esperado encuentro con Él.
Es el contenido del artículo del Credo que hoy comentamos. Lo primero que hay que decir sobre él es algo obvio: el Juicio final es Evangelio: buena y alegre noticia. El creyente lo espera como manifestación definitiva de la salvación. Y allí donde hay espera, incluso ansiosa, hay alegría por lo bueno que está a punto de acontecer.
La liturgia del Adviento lo expresa así: el que vino por primera vez en la pobreza es el que está ahora viniendo a nosotros y, al final de los tiempos, irrumpirá glorioso para llevar a plenitud su obra.
Esperamos así un encuentro gozoso que desvelará la verdad de nuestra vida y de toda la humanidad. Así saldrán a la luz los actos de bien que los hombres hayamos hecho en el transcurso de nuestra vida. Sobre todo, quedarán visibles los gestos de amor compasivo a los más vulnerables, débiles y olvidados: “tuve hambre y me dieron de comer…”
Seremos juzgados así, no por una ley exterior a nosotros. Será la calidad humana que haya alcanzado nuestra vida la que decidirá todo. ¿Qué clase de persona has sido? ¿Cómo has vivido tus vínculos? ¿Cómo han sido tus amores? ¿Qué ha prevalecido en tu camino? ¿El amor propio? ¿O el amor a los otros, especialmente a los heridos que, a la vera del camino, solo pueden suplicar ayuda? ¿Qué calidad ha alcanzado tu libertad?
El cristiano tiene la convicción de la plena humanización de toda la creación. Incluso si fracasan muchos proyectos buenos y justos, Dios no dejará caer al vacío ningún esfuerzo humano. Es más: no dejará de darle todo su peso al más pequeño gesto de amor y generosidad que hayamos podido realizar.
Los evangelios nos dicen que Jesús fue siempre muy reticente a dar juicios tajantes y definitivos sobre las personas. Sus ojos veían siempre lo oculto, incluso en los corazones más duros y cerrados. Trigo y cizaña crecen juntos, enseñaba a sus discípulos, impacientes por condenar y separar a buenos de réprobos. Dios tiene paciencia, porque ama, conoce la fragilidad de su criatura, no se escandaliza de ella, porque sabe también qué potencia tiene su Espíritu creador.
No. No esperamos el Juicio como un día de ira sino como la expresión más alta de la misericordia, la compasión y el perdón de Dios que limpiara todas las impurezas de la libertad humana. Quien vive de esa espera sabe que el tiempo que se le ha dado es precioso, que no lo puede dejar pasar viviendo con despreocupación.
De un corazón que así vive y espera nace el santo temor de Dios. Es el temor a la más terrible posibilidad de la libertad humana: traicionar la majestuosa belleza del amor y la ternura de Dios que Cristo ha traído al mundo. Parafraseando a San Agustín: “temo al Dios que pasa y que yo, tal vez, deje pasar”.