
Las sociedades necesitan debates intensos.
Para eso está el espacio público que nos pertenece a todos los ciudadanos, tan únicos como distintos en nuestros puntos de vista y pareceres.
Hasta allí llegamos para hacer oír nuestra voz. Es un derecho de cada uno, porque es un deber y una responsabilidad.
Para eso existe también la política y en las democracias, el Parlamento, que es el espacio en el que debería aparecer el alma de toda democracia: la palabra, la idea, la toma de posición, la confrontación entre diversos y hasta opuestos puntos de vista. Y, cuando se den las condiciones, los consensos posibles sobre lo que es bueno, justo y verdadero, aquí y ahora.
La confrontación de ideas no es extraña a la vida pública.
El papa Francisco suele señalar que «la unidad prevalece sobre el conflicto», pero que éste no puede ser desconocido, silenciado o ignorado. Pero tampoco que podemos quedar atrapados en el conflicto.
La confrontación y el conflicto deben ser asumidos. Y eso requiere mucho más que tener buenas cuerdas vocales para gritar. Requiere las virtudes más exigentes que debemos cultivar todos, ciudadanos de a pie y dirigentes: la fortaleza, la paciencia, la magnanimidad, la laboriosidad… y, sobre todo, la caridad que es la búsqueda del bien real del otro y, en el caso de la vida en comunidad, del bien común.
No nos podemos permitir cruzar algunos límites, especialmente, los que ponen en marcha los mecanismos tenebrosos de la violencia política que los argentinos conocemos bien, aunque parece que, en ese punto, rápidamente perdemos la memoria.
Puedo estar en el más franco y duro desacuerdo con otro, no coincidir con sus valores o su interpretación de la historia, o lo que sea… lo que nunca me puedo permitir es cruzar el límite de negarle subjetividad, bajarle el precio a su condición de semejante, de persona, de sujeto de una dignidad que, en última instancia, tiene su fuente en Dios creador.
Esto resulta particularmente exigente cuando alguien cruza el umbral de la muerte. En ese momento se impone un respetuoso silencio, que no lo es de su obrar (ha habido y habrá tiempo para ello), sino respeto por su persona única que ha comparecido ante el único juicio verdaderamente transparente y completo: el del Dios vivo, tan justo como misericordioso.
¡Ojalá que los argentinos podamos conjurar el riesgo de rebajar nuestros debates públicos!
Tenemos que poner sobre la mesa temas de fondo que afectan desde dentro nuestra convivencia y el futuro, especialmente de las nuevas generaciones.
- Sergio O. Buenanueva
Obispo de San Francisco
19 de octubre de 2024