
“Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo».” (Mt 28, 18-20).
San Mateo es el único evangelista que termina su evangelio con palabras de Jesús: “Yo estaré siempre con ustedes”.
Esta presencia del Señor resucitado es experiencia de las comunidades cristianas a lo largo del tiempo: Él está con nosotros, compartiendo con nuestras pruebas y alegrías. Él es nuestra fuerza, nuestro alivio y consuelo. Él nos anima a caminar.
Y, con Jesús, el Hijo, vienen a nosotros el Padre y el Espíritu. El bautismo nos sumerge en la vida trinitaria. En nuestra vida todo hace referencia a la Pascua que nos ha mostrado el Rostro de Dios: todo viene del Padre por el Hijo en la unidad del Espíritu Santo; y todo vuelve al Padre por el Hijo en el Espíritu.

La Iglesia, cada comunidad cristiana, pero también cada bautizado puede decir, con alegría, estupor y santo temor: Dios uno y trino vive en nosotros. Somos templo en el que moran el Padre, el Hijo y el Espíritu y, desde lo más hondo de nuestra alma, nos animan y conducen.
Un riesgo del cristianismo, muy insidioso hoy, es reducir la vida cristiana a frío moralismo: ser “buenos chicos” que cumplen los mandatos de Dios, portándose bien. El cristianismo, antes que moral, es gracia, regalo, don: presencia de la Trinidad en nosotros. Todo lo demás brota de esta fuente.
Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Amén.