Católicos y democracia

En el núcleo ético de la democracia liberal está el reconocimiento de la legitimidad de la pluralidad política: gente que ve la vida de modo diverso, también en lo que hace al bien común y la construcción política del mejor orden justo posible de la sociedad.

En este contexto, las disputas, incluso ásperas y subidas de tono, no significan una lucha por la eliminación del otro. Mi ocasional adversario puede estar equivocado, pero no, por eso, es una mala persona, representante del mal absoluto.

Claro, eso significa que, previamente se da un acuerdo más o menos explícito en torno a algunos valores fundamentales. Cito, al respecto, unas palabras de san Juan Pablo II en el último documento del magisterio católico que se ocupa del tema: “Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. […] Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.” (Centessimus annus 46 b).

Me interesa citar esta mirada católica, no solo porque profeso esa fe y soy obispo, sino por un hecho bien conocido: el magisterio católico ha recorrido un arduo camino para dar el paso de aceptar la legitimidad de la democracia. Este paso se ha dado, precisamente por la aceptación por parte de la Iglesia de la pluralidad en la vida social, más específicamente, de la pluralidad religiosa que se da en buena parte de las sociedades modernas.

Fue en el Concilio Vaticano II, con la aprobación de la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae. Al reconocer dicha libertad como un derecho civil de las personas, la Iglesia abandonaba para siempre el ideal del estado confesional católico y, por ende, que la unidad de un pueblo estuviera subordinada a la unidad religiosa. Quienes profesan otros cultos o no son creyentes serían objeto de una mera y siempre frágil tolerancia.

Este paso cumplido dentro de la mentalidad católica ha sido fundamental para que, no sin dificultad, los que profesamos esta fe pudiéramos abrazar con convicción interior los valores fundamentales de la democracia, también señalados con claridad por el Papa Wojtyla: “La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado. Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad.” (ídem).

Es verdad que, de tanto en tanto, algunos católicos nos sorprenden señalando que la democracia es “solo” un modo como los ciudadanos elegimos a nuestras autoridades. Pienso que es una interpretación minimalista del pensamiento actual del magisterio eclesial.

La Iglesia no tiene autoridad para indicar qué forma de organización política se da a sí mismo un pueblo. Ella misma vive (o sobrevive) en diferentes comunidades políticas. Lo que sí hace es ofrecer una serie de principios que nacen tanto del Evangelio como de una interpretación racional de la condición humana y que permiten evaluar la calidad antropológica y ética de todo sistema político.

En este sentido, es interesante señalar cómo -una vez más con Juan Pablo II- los grandes valores humanos que aseguran la validez ética de todo sistema político son los que, en buena medida, definen desde dentro al sistema democrático.

La democracia, para el pensamiento católico, es más que una forma de elegir autoridad. Supone una cultura: la de la libertad y la conciencia, el diálogo franco y la confrontación honesta, la convivencia en la diversidad y la aceptación de la pluralidad.

Valores todos asentados firmemente en el respeto de la dignidad humana de toda persona. Los derechos humanos son de todos los seres humanos, no solo de los compañeros.  

El último viaje de Abraham

«La Voz de San Justo», domingo 29 de marzo de 2020

“… Dios puso a prueba a Abraham: «¡Abraham!», le dijo. El respondió: «Aquí estoy». Entonces Dios le siguió diciendo: «Toma a tu hijo único, el que tanto amas, a Isaac; ve a la región de Moria, y ofrécelo en holocausto sobre la montaña que yo te indicaré».” (Gn 22, 1-2). 

Aquel que esperó contra toda esperanza (cf. Rom 4, 18). Así caracteriza San Pablo a Abraham. Lo hemos visto, paso a paso, desde que Dios lo sacó de la seguridad y lo puso a caminar. Lo vemos en el relato de hoy. Fascinante. Una verdadera obra maestra de la literatura bíblica. 

Le había prometido una descendencia más numerosa que las estrellas y,  ahora, Dios le quita el hijo tan esperado, sepultando promesa y futuro. 

Y Abraham, nuevamente, se pone en camino. Va adelante, con el corazón apretado por lo que se le pide y sabe que no puede negar. Este será, tal vez, su último viaje. Irá hasta el final. Fogueado por la fidelidad de Dios, camina y llora por dentro, pero confía. Se repite por dentro: «Dios es fiel, lo sé, lo he experimentado». 

La narración es fascinante. Es cierto. Pero también provocadora. ¿Puede el Dios de la vida pedirlo todo? ¿Quiere realmente ese sacrificio? El lector sabe que se trata de una prueba. Pero, Abraham no.

A lo largo de su historia, varias veces, Israel se vio tentado de imitar la horrenda práctica de los pueblos vecinos de sacrificar ritualmente a los niños. La respuesta de la Biblia es clara: Dios abomina los sacrificios humanos. Incluso rechaza el culto meramente formal y disociado de la vida. Pide lo que le pide a Abraham: escucha y fidelidad como expresión de amistad. Solo en esa relación personal se alcanza una fe adulta. 

Fue el gran aprendizaje de Abraham. Su figura, en los primeros capítulos de la Biblia, nos dice que todos estamos invitados a la misma experiencia: elegir la vida, y caminarla, en libertad y autenticidad. 

Vivimos horas inciertas. Dios está ciertamente en medio de esta prueba. No como el que castiga o enseña haciendo sufrir, sino como el que pide cuidar y luchar por la vida de todos. 

Dios está en todos los Abraham que, en esta hora, venciendo incluso sus temores, eligen ser fieles a la vida. No quieren ser considerados héroes, sino simplemente humanos. 

Y Dios le pidió consejo a su amigo Abraham

«La Voz de San Justo», domingo 22 de marzo de 2020

La lectura de la Biblia es fascinante. De forma especial, cautivan los añosos relatos del Génesis. Hoy vuelvo sobre uno de los más hermosos del ciclo de Abrahám. Está en el capítulo dieciocho. Narra el encuentro del patriarca con tres caminantes que lo visitan al calor del mediodía. En realidad, es el mismo Dios quien se apersona en estos misteriosos peregrinos. La hospitalidad de Abraham no se deja esperar y prepara para ellos un buen almuerzo.

Dejo para más adelante la primera parte del relato. Ahora, me centraré en lo que pasa cuando Dios se queda solo con su amigo y, de manera sorprendente, le pide consejo por algo que está por hacer.

Es la famosa escena del regateo de Abraham con Dios por la suerte de las ciudades de Sodoma y Gomorra. De paso, digamos que el pecado de estas ciudades no es de carácter sexual. Se trata de algo más grave: negar la hospitalidad a unos viajeros y, para colmo, querer aprovecharse de ellos. Un pecado de humanidad, diríamos.

“¿Dejaré que Abraham ignore lo que ahora voy a realizar…?” (Gn 18, 17), es la inquietud de Dios que, de esa delicada manera, se decide a compartir con su amigo las dudas que tiene. “¿Así que vas a exterminar al justo junto con el culpable?” (Gn 18, 23), es la primera (y humanísima) reacción de Abraham.

Y, desde ese preciso punto, comienza el delicioso regateo: que si hay solo cincuenta justos, que si cuarenta… hasta llegar a la cifra de diez. La respuesta solemne de Dios: “En atención a esos diez, respondió, no la destruiré”. Y concluye la narración: “Apenas terminó de hablar con él, el Señor se fue, y Abraham regresó a su casa.” (Gn 18, 32-33).

Pienso que Dios se fue satisfecho. Comprobó que, tanto andar con Abraham por el desierto, tanto hablarle y confidenciarse con él, había logrado su objetivo: que este caminante, pícaro y rebelde, tuviera un corazón como el suyo: compasivo, sensible, abierto a todo lo humano.

A Abraham le duele, como al mismo Dios, que los hombres se pierdan. Le duele la suerte de Sodoma y Gomorra. Ni uno ni otro gozan con la destrucción.

Dios busca amigos, compañeros de camino, hombres y mujeres con los que intercambiar su pasión por el mundo, para que la hagan suya, traduciéndola en lo concreto de sus vidas de cada día.

Pienso que, en estas horas difíciles de inesperada cuarentena, este relato nos puede iluminar. También a nosotros, Dios nos pide ayuda para atenuar el rigor de la prueba que estamos viviendo: ¡Ayudalo, quedate en casa, cuidate y, así, cuidá a los demás!

Del fideísmo al pelagianismo

Hace poco postee sobre el «fideísmo».

Ahora sobre el «pelagianismo» que funciona así: Dios hace un poquito, yo hago un poquito. Entonces, Dios hace otro poquito, y yo vuelta a hacer otro poquito.

Las cosas -en cristiano- no funcionan así.

«El que te creó sin tí no te salvará sin tí», dice Agustín.

Dios hace todo lo que a Él le corresponde.

Vos y yo hacemos todo lo que nos corresponde.

Él obra en su nivel de Dios, digamos.

Vos y yo obramos en nuestro nivel de creaturas.

No sé si te diste cuenta de que es el Creador (creó todo de la nada). Y, eso, hace la diferencia.

Él es la Causa Primera. Nosotros estamos en el nivel de las causas segundas. (Si esto no lo entendés, no importa. Seguí adelante).

Así nos creó y así (aunque de forma más admirable aún) nos salva.

Es una sinergia misteriosa pero real.

Dios no anula nuestra humanidad, sino que la crea, la hace posible, la sostiene y la corona con su gracia.

Es lo que vemos en Jesucristo: él no es «mitad Dios y mitad hombre» como rezó un compañero mío en primer año del seminario (entonces, éramos todos un poco herejes).

Es plenamente Dios y plenamente hombre, precisamente porque la mayor cercanía de Dios hace posible la mayor (y mejor) humanidad. Rahner, dixit.

¡Es sencillamente maravilloso! Y lleno de consecuencias para la vida real…

En criollo: cuidá tu salud y la de los tuyos con todos los medios que la razón humana (creada por Dios) está señalando como eficaces, prudenciales y efectivos para ese cuidado del que somos moralmente responsables.

Que Dios puede intervenir directamente. ¡Claro! Pero, de ordinario, no lo hace, pero no porque juegue con nosotros al gato y al ratón, sino porque respeta nuestra libertad.

Dios nos toma en serio. Te toma en serio. Me toma en serio. ¡Tómemonos en serio entonces! ¡Y cuidémonos unos a otros, pensando especialmente en los más vulnerables, que nos necesitan vivitos, sanos y con toda nuestra lucidez y capacidad de reacción activa!

Y, por favor, no tentés a Dios para que se comporte como un ídolo al servicio de tus expectativas.

«A Dios rogando… y con el mazo dando»

Abrahám: el que aprendió a contar estrellas

«La Voz de San Justo», domingo 15 de marzo de 2020

Dejemos atrás el santuario de Luján y las multitudes, y nos reencontrémonos con nuestro amigo Abram.

Sigue caminando, con su familia y posesiones a cuestas. Camina y -al menos, así lo imagino- va tarareando alguna canción. Tal vez, podría ser: “Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía…”

El que se anima a caminar la fe, sostenido por una promesa de Dios, se arriesga a esa experiencia provocadora, pero también la única que nos termina de convertir en hombres de verdad. Caminar la vida y la fe es lo que, en definitiva, nos humaniza.

Le pasó a Abram. Nos pasa también a nosotros. Aprendamos algo más de su caminar.

Ya lo vimos yendo a Egipto y terminar enredado en sus propias picardías. Hoy les propongo contemplarlo nuevamente cercano a nosotros. Incluso, más humano que hasta ahora.

Leo con ustedes Gen 15, 1-6. Vuelve a contarnos el llamado de Abram por Dios. La Biblia tiene esas cosas: algunos hechos son relatados varias veces, como si nos obligara a rumiarlos o a mirarlos desde distintos puntos de vista.

Aquí, Abram vive la prueba del tiempo: pasan los días, él sigue caminando, y la promesa de Dios que lo trajo hasta aquí parece no poder cumplirse. Cavila, duda y acaricia una solución humana: aunque no tiene heredero surgido de sus entrañas, podrá echar mano de la ley y hacerlo heredar a Eliezer de Damasco, un esclavo suyo.

Es cierto que Abram duda, pero lo hace delante de Dios, en la oración. Es que, ese Dios desafiante y algo esquivo, es también su amigo. O, mejor: ha llegado a convertirse, de tanto caminar juntos, en el amigo de su vida. Al Dios amigo, Abram le abre el corazón: “Tú no me has dado un descendiente, y un servidor de mi casa será mi heredero” (Gn 15, 3).

La respuesta no se deja esperar. Dios vuelve a dirigirle palabras de promesas, cargadas de lirismo y esperanza: “«No, ese no será tu heredero; tu heredero será alguien que nacerá de ti». Luego lo llevó afuera y continuó diciéndole: «Mira hacia el cielo y si puedes, cuenta las estrellas». Y añadió: «Así será tu descendencia». Abram creyó en el Señor, y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación.” (Gn 15, 4-6).

La fe en Dios siempre tiene que atravesar la prueba del tiempo. Está llamada a transformarse en fidelidad. Tiene que abrirse paso por la incertidumbre, el miedo y la tentación fuerte del desaliento. No hay recetas mágicas para ello. El aprendiz de creyente debe adentrarse por los caminos de la amistad con Dios que se vuelve diálogo, oración y confianza.

Dios siempre estará ahí, amigable y desafiante, invitándonos a contar las estrellas porque solo el infinito es digno de sus promesas y de nuestra sed interior.

Perder el tiempo (y la sensatez) en tiempos de coronavirus

¿En la mano o en la boca?

Parece mentira, pero es real.

Mientras se difunde el coronavirus, algunos católicos discuten si es un sacrilegio o no comulgar en la mano.

Es estremecedor ver cómo nos dejamos llevar por estas polémicas estériles. También nosotros colamos el mosquito y nos tragamos el camello.

Es un grave defecto espiritual perder de vista lo que es esencial en nuestra fe. Porque la forma de comulgar es secundaria respecto a la consideración del don divino que supone la santa Eucaristía.

Acudamos a las normas de la Iglesia, no solo para clarificar las cosas sino para tener también paz y no pelearnos como mundanos: “lex orandi lex credendi lex intelligendi” (la ley de la oración es la ley de la fe y de la inteligencia de la fe).

La Iglesia es la que regula la forma de celebrar los sacramentos. Es el derecho litúrgico que está contenido en las normas llamadas “Praenotanda” que preceden a los respectivos ritos litúrgicos.

Las normas que regulan la recepción de la sagrada Comunión están contenidas en el nº 161 de la Ordenación General del Misal Romano, con una nota de las decisiones de la Conferencia Episcopal Argentina al respecto.

Lo más importante: la Iglesia reconoce que la forma de comulgar la elige el fiel, “según su deseo” (sic). Es un derecho del fiel cristiano.

Básicamente son dos: en la boca o en la mano. También se ha reconocido -a modo de dispensa- la comunión de rodillas.

¿Es mejor en la boca o en la mano?

La forma típica es en la boca. Si un Episcopado lo pide, también se autoriza en la mano (como ha hecho el Episcopado Argentino y tantos otros).

En todo caso, lo fundamental es la actitud de fe, de devoción y de amor por la Eucaristía.

Es Cristo que se ofrece y el fiel lo recibe como Señor y Salvador, Viático para el camino y anticipo del Cielo. Aquí hay que poner el acento. Y, desde aquí, indicar la importancia de hacer bien gesto externo de reverencia y adoración al comulgar.

Si bien se puede decir que la norma litúrgica prefiere la comunión en la boca, de ahí concluir que es un sacrilegio comulgar en la mano, es una evidente exageración.

Dígase lo mismo de quienes argumentan que solo la comunión en la mano es lo más conveniente para una fe adulta.

Suele ocurrir que, unos y otros, imponen a los demás, con más fuerza de Ley que el Decreto de Graciano, la propia interpretación personal. Los clérigos solemos llevar la delantera en esto, pero no estamos solos…

Más grotesco aún si, a quien no piensa como yo, le digo con arrogancia: “Lo que pasa es que vos no tenés fe”.

Una expresión que, desde hace un tiempo, observo que se vuelve más común en algunos ambientes.

¿Qué ciencia poseo para concluir que alguien no tiene fe? ¿Alguna revelación particular? Solo Dios juzga ese nivel de la conciencia humana.

¡En nombre de Dios no nos dejemos ganar por semejante soberbia!

Repito, porque es fundamental: es un derecho del fiel cristiano elegir el modo de comulgar.

No cerremos, donde la Iglesia deja abierto un espacio legítimo para la libertad de cada uno.

¿Puede la Iglesia, el obispo o un sacerdote prohibir una forma determinada de comunión?

Tres casos posibles para atender en una respuesta a esta pregunta:

1. Un obispo no permite en su diócesis que se comulgue en la mano, aunque la Conferencia Episcopal del país lo permita. Es posible. De hecho, ocurre. Es potestad del obispo hacerlo.

2. El sacerdote -obispo o presbítero- en una celebración particular, y por riesgo de profanación, puede prohibir la comunión en la mano. Lo establece la Iglesia en sus normas.

3. En un caso como la actual emergencia sanitaria, el obispo puede restringir este derecho por el tiempo que dure la emergencia, por ejemplo, estableciendo que solo se comulgue en la mano o en la boca.

Orar en tiempos de dengue y coronavirus

La oración de súplica también tiene su lugar en una situación de crisis sanitaria.

Dios es creador y redentor. Es Padre, como nos reveló Jesús. No se desentiende de sus hijos y su creación.

Actúa siempre, como también nos enseñó Jesús. Y lo hace para salvar: eso significa, para hacernos crecer en humanidad, vivir como sus hijos en toda circunstancia de la vida (salud o enfermedad) y, de esa forma, llevarnos al cielo, a la bienaventuranza eterna.

Dios respeta su creación. No la violenta ni, de ordinario, pasa por encima las sabias leyes que Él mismo le ha dado.

Al hombre le ha dado inteligencia para comprender las leyes de su creación y ponerlas al servicio de todos. Le ha dado también una voluntad libre para que la acción transformadora del hombre lo perfeccione, haciéndolo más bueno y virtuoso.

Por eso, oramos por quienes tienen responsabilidades de gobierno y de conocimiento para prevenir, curar y aliviar el dolor.

Ese es el modo ordinario de obrar de nuestro Dios: actúa por medio de las “causas segundas”, respetando y sosteniendo su accionar.

Pero también actúa de forma extraordinaria. También sin violentar su creación, pero de un modo que, normalmente se escapa a nuestra comprensión, interviene en el mundo.

A esos signos poderosos de su amor los llamamos milagros, porque, al experimentarlos y contemplarlos no podemos dejar de maravillarnos de su poder, su sabiduría y su misericordia.

Por eso, sus hijos nos volvemos a Él, orando con confianza, para que disponga nuestro corazón para colaborar con su obra y para que Él intervenga en nuestra vida.

Oremos, por tanto, con insistencia y la confianza de Jesús, que es la de los niños: “Pidan y se les dará…”

Es la oración confiada de los hijos que saben que Dios no dejará de estar a su lado con la gracia del Espíritu Santo.

El otro viaje de Abrahám

«La Voz de San Justo», domingo 1º de marzo de 2020

“Entonces hubo hambre en aquella región, y Abram bajó a Egipto para establecerse allí por un tiempo, porque el hambre acosaba al país.” (Gn 12, 10).

Bella metáfora la del camino. Camino es la vida. Como la fe. Peregrinamos sostenidos por una promesa. Si ella se desvanece, nuestras fuerzas, siempre al límite, menguan hasta dejarnos inermes.

Abrahám es un peregrino, con una meta precisa: tierra y descendencia, prometidas por Dios. Su vida se confunde con su fe. Porque, en la experiencia del Dios de la Biblia, creer, vivir y caminar son intercambiables.

Una palabra irrumpe, inesperada, en la sedentaria vida de Abrahám. Lo vuelve caminante. Es una orden perentoria. La pronuncia el Dios amigo que se hace también compañero de camino. De paso, añadamos: como la fe y la vida, la amistad es también una peregrinación…

La cita con que abrimos esta columna nos habla de otro viaje de Abrahám. No el de la fe, sino el de la desconfianza. Apenas diez versículos. Contienen una bella enseñanza sobre la fe como camino.

El punto de partida es una aguda experiencia humana: hambre y lo que desata en el corazón. La promesa comienza a estar en crisis. En el horizonte aparece la riqueza opulenta de Egipto. Allí sí que hay posibilidad de ser colmados. Abrahám entonces se desvía del camino trazado por Dios.

Comienzan entonces los problemas. Abrahám está casado con una hermosa mujer. ¿Y si los egipcios posan sus ojos en ella? Seguramente matarán a Abrahám para quedarse con la bella. Y, en medio del camino desviado, un ingenioso artilugio: “Por favor, di que eres mi hermana. Así yo seré bien tratado en atención a ti, y gracias a ti, salvaré mi vida” (Gn 12, 13).

Por supuesto, al principio, todo parece ir sobre rieles: los egipcios toman a la “hermana” de Abrahám y, en recompensa, lo colman de bienes. Pero, como decían nuestras abuelas: la mentira tiene patas cortas. “Pero el Señor infligió grandes males al Faraón y su gente, por causa de Sarai, la esposa de Abrahám” (Gn 12, 17). Al enojo del faraón sigue la expulsión de Abrahám. Un modo poco elegante, pero efectivo de retornar al sendero.

Una vez más, Dios interviene y es el que realmente salva a su amigo, más allá de todo cálculo.

Este primer domingo de Cuaresma, nuevamente el hambre protagoniza una historia bíblica. Jesús, en el desierto, comienza a sentir los efectos de sus cuarenta días de ayuno. El tentador aprovecha la debilidad. Pero Jesús hará lo que Abrahám tuvo que aprender a vivir. Al tentador que lo invita a convertir piedras en panes, Jesús responde, citando la misma Escritura: “El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4 y Dt 8, 3).

La fe siempre crece en la prueba. Es un camino siempre bajo acecho. ¿Debilidad o fortaleza? La Biblia nos enseña a ir hasta el fondo de la prueba, porque precisamente allí, Dios nos espera.

Tenemos que seguir rumiando esta desconcertante (y fascinante) experiencia espiritual.

Abrahám: el caminante que vive de una promesa

«La Voz de San Justo», domingo 23 de febrero de 2020

El relato de Babel nos ha dejado un sabor amargo: los hombres ¿estamos condenados a no entendernos? ¿Es nuestro destino la dispersión, amargados y solitarios? Al parecer, la única forma de encuentro es el conflicto, y este hasta la muerte. O unos u otros.

Pero, ya lo dijimos: la puerta a la esperanza está abierta. Y será el mismo Dios el que trasponga su umbral y dé inicio a una historia nueva. Y lo hace con Abram, a quién llamará: Abrahám. Ese cambio de nombre (como tantos otros en la Biblia) es una buena señal de hacia dónde va la historia.

Con la de Abram/Abrahám comienza la historia de eso que llamamos fe. ¿Cómo describirla? Si en esta semana tenemos tiempo y ganas (sobre todo, ganas), busquemos en el libro del Génesis el ciclo de Abrahám: Gn 12-25, 18.

Gn 12, 1-4: «La vocación de Abram»

“Abram partió, como el Señor se lo había ordenado…” (Gn 12, 4).

La fe nace de una palabra que llega, de repente, trastoca todo lo que hasta ese momento da certeza y seguridad. En este caso, a un hombre anciano, sin descendencia.

Es además una orden perentoria con una promesa incierta: “Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré. Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre y serás una bendición.” (Gn 12, 1-2).

Lo decisivo no es la promesa -inmensa, por cierto- sino quien la realiza: el Dios vivo que, a partir de ahora, será el Dios de las promesas. Entregarse a Él, confiándole todo y dejándolo todo, es el núcleo ardiente de esa actitud que ha de confundirse con la misma vida.

La fe es una vida que se asume como riesgo en el mismo instante en que se renuncia a ser dueño de ella, pues se le confían las riendas de la propia existencia a Aquel al que se lo reconoce como Señor.

La fe, a la medida de Abram, es dejar a Dios ser Dios en la propia vida. De ahí que, cuando una persona comienza a comprender lo que realmente significa “creer”, un vértigo cercano al pavor es una experiencia irrefrenable.

Pero, precisamente, si en estas circunstancias, el aprendiz de creyente se confía a la palabra que recibe y, como Abram, se pone a caminar, comienza a comprobar que esa promesa es lo más valioso de su vida. Y que posee una fuerza inaudita para vencer todos los miedos que abruman al corazón humano. El que cree, como Abram, resucita a la vida.

Los creyentes de todos los tiempos -judíos, cristianos y hasta musulmanes- nos reconocemos deudores de Abrahám, el padre de todos los creyentes. Su fe sigue moldeando la nuestra e inspirando su camino.

Si queremos comprender nuestra fe tendremos que seguir hablando de Abram.

La fe es como el arca de Noé

«La Voz de San Justo», domingo 9 de febrero de 2020

De los relatos que componen los primeros once capítulos del Génesis, el del diluvio universal es uno de los más fascinantes. Vale aclarar que, antes que una crónica histórica o una página de ciencias naturales, se trata de una narración profética que busca echar luz sobre el presente. Solo cuando nos acercamos a esta página bíblica con esa avidez de luz, esta libera toda su potencia reveladora.

Estos capítulos del Génesis están tejidos con los hilos de distintas tradiciones. Una de ellas acentúa la corrupción del mundo. Es portadora de un hondo pesimismo. Llega incluso a decir que, al ver el abismo de mal en que el hombre ha caído, Dios ha llegado a arrepentirse, desilusionado de su propia creación (Gen 6, 5-6). Una afirmación terrible.

Pero, de repente, otra mano invisible hace aparecer al bueno de Noé. Y, a partir de esa aparición que parece contradecir la anterior, el narrador bíblico saca adelante una historia de esperanza que nos entregará la imagen de la paloma de la paz, inmortalizada, entre otros, por el gran Picasso.

La inclinación del corazón humano al mal es demasiado real como para que no le prestemos atención. Es verdad, pero no toda la verdad. Noé, su familia y su arca vienen a nuestro encuentro, navegando por encima de las aguas torrenciales e intimidantes de nuestros desaguisados.

El arca que Dios le mandó construir navega las aguas impiadosas del diluvio. Es un poderoso símbolo que nos habla, a la vez, de la fragilidad de la vida humana, pero también de la potencia oculta que, una y otra vez, la hace resurgir del abismo de la muerte. Es, por lo mismo, figura de la fe.

Un detalle simpático y tierno a la vez: cuando Noé, los suyos y todos los animales han entrado en el arca, escribe el narrador: “Y el Señor cerró el arca detrás de Noé” (Gen 7, 16). Añade más adelante: “Entonces Dios se acordó de Noé y de todos los animales salvajes y domésticos que estaban con él en el arca. Hizo soplar un viento sobre la tierra, y las aguas empezaron a bajar…” (Gen 8, 1). 

Es decir: la última palabra nunca la tiene la maldad o la corrupción que anida dentro de nuestro corazón. Dios ama su creación y no la abandona jamás. Por eso, conduciendo los hilos misteriosos de la historia sabe abrir nuevas posibilidades y, cuando todo parecía sumergido por la devastación de las aguas, es capaz de crear la belleza del arco iris como símbolo de su amor fiel por su creación.

Cuando el que aparezca sea Jesús (del que Noé es profecía), este mensaje tomará su cuerpo y su sangre, se lo llamará Evangelio y tendrá la figura de la Pascua.