Fiesta patronal diocesana en honor a la Virgen de Fátima – 13 de mayo de 2024
“Cuando Jesús terminó de hablar, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y le dijo: «¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!». Jesús le respondió: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican».” (Lc 11, 27-28).
Dos bienaventuranzas, un poco contrapuestas; las dos se refieren a María, la madre de Jesús; pero, las dos nos atañen a nosotros.
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¿Qué, de lo que ha oído y visto, ha movido a aquella mujer del pueblo a “piropear” de esa manera a Jesús y a su madre? Tal vez, ella misma es mamá y presiente el orgullo de aquella otra madre de este hijo tan singular.
Claro, ha visto a Jesús expulsar un demonio mudo. Habrá escuchado cómo algunos le bajan el precio a este hecho (“Este expulsa a los demonios con el poder de Belzebul…”); pero, también, cómo Jesús ha respondido: “Pero, si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes.” (Lc 11, 20).
Habrá escuchado con atención las palabras misteriosas con las que Jesús cierra la discusión con sus críticos, intuyendo la honda experiencia que Jesús tiene del corazón humano, sus fragilidades y su vulnerabilidad al poder del mal: “Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: «Volveré a mi casa, de donde salí». Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio” (Lc 11, 24-26).
Sí, eso es lo que nos pasa a menudo, habrá pensado para sí esta mujer, sintiendo el deseo de gritarle aquella bienaventuranza que comentamos como una “saeta” directa a su corazón.
Contemplando con esta mujer del pueblo las acciones y palabras de Jesús, también nosotros sentimos que el Señor sabe qué abrumador es el peso del mal en la vida de las personas, de los pobres, en la historia del mundo.
¿No es nuestra experiencia cotidiana? ¿No somos “expertos”, con la experiencia que da la vida, en la fuerza abrumadora del mal que escapa a nuestro control y nos vuelve impotentes? Y el mal en todas sus formas…
Pero, por encima de todo, Jesús sabe expulsarlo haciendo presente el poder de Dios en el mundo, jugando a nuestro favor y devolviendo humanidad (“la fuerza del dedo de Dios”, ha dicho, devolviendo vida, libertad y humanidad a un pobre hombre en poder del mal).
Sí, el mal existe, es oscuro y pesado; y el mal moral en su máxima expresión: el pecado. Es más: puede con nosotros; por eso, Jesús nos ha enseñado a orar: “Padre…no nos dejes caer en la tentación.” (Lc 11, 2.4). El Padre no nos abandona. Su poder bueno sabe abrirse camino, entrar por los entresijos enmarañados de nuestra vida y liberarnos del mal.
Su palabra, sus gestos de cercanía y, sobre todo, su persona “pueden” con el mal que deshumaniza.
Nosotros también contemplamos a Jesús con aquella mujer -decíamos- y no podemos dejar de “piropear” a la mujer madre que lo aceptó libremente en su vientre y lo alimentó con la leche de su humanidad.
Hoy, nosotros como Iglesia diocesana, saludamos así también a María.
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Jesús retruca a la mujer que lo ha piropeado: “Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 11, 27). Y esa bienaventuranza que le sale de adentro es para nosotros, pero también alcanza a la mujer que, antes que nadie, la ha vivido a puro Evangelio.
Y Jesús no se enojará si, tomando de sus labios y de su corazón esa preciosa bienaventuranza, nosotros la hacemos nuestra, agregando lo que tenemos esta tarde en el corazón y refiriéndola explícitamente a María.
Es casi como una oración. Es, realmente, una plegaria a María

Sos bienaventurada, Madre, porque has dejado crecer en vos -en tu vientre y en tu corazón- la Esperanza de Dios.
Y la has has alimentado, escuchando cada día la Palabra de Dios, en el silencio de tu oración, en la contemplación amorosa de Jesús, el hijo que crecía en tu vientre purísimo y que aprendió a decir Abba, tomando esa ternura de tus labios y de tu corazón.
Esa Esperanza ha crecido también en tu vida, cuando, movida por el Espíritu, sin demora, has acudido a servir a Isabel como humilde servidora. Has comprendido así que el Padre de Jesús, el Hijo bendito de tu vientre, es Padre de los pobres, el Dios que siempre está del lado de los humildes, de los oprimidos, de los hambrientos y descartados. Él es su mayor riqueza y esperanza.
Por eso, no podemos dejar de suplicarte: enseñanos a nosotros, torpes y mundanos, a alimentar esa misma esperanza en nuestros corazones.
Por eso, educanos en la escucha cotidiana de la Palabra que nos ilumina, nos hiere moviéndonos a la conversión y nos salva.
Pero, sobre todo, enseñanos a llevarla a la vida, a vivir el Evangelio, porque solo en ese terreno concreto, por momentos árido, pero también ávido de fecundidad, puede crecer la semilla del Evangelio.
Solo cuando, con vos y como vos, vivimos el Evangelio terminamos de comprenderlo, de apreciarlo en toda su verdad y nos dejamos llevar por el Espíritu que la Palabra trae a nuestra vida.
Porque la escucha de la Palabra solo culmina cuando se hace gesto, actitud, sentimiento y vida. Pero, sobre todo, cuando la comunicamos a otros para que compartan nuestra esperanza y la alegría que trae consigo.
Así alimentados por la Esperanza que es tu Hijo Jesús, nosotros alimentemos la esperanza en el corazón de nuestros hermanos.
Que nuestra Iglesia diocesana, peregrina de la Esperanza, sea también misionera de la Esperanza que es Cristo y su Evangelio.
Que alimentemos la esperanza en el corazón de los pobres, de los que se sienten solos y desanimados, de los más alejados y pequeños. Si lo hacemos, como vos, vamos a experimentar que, en ese intercambio de esperanzas compartidas, el Dios de los pobres alimenta y robustece nuestra esperanza.
Amén.





































