Con Brochero y una multitud de testigos, queremos ver y tocar a Jesús

Semana Brocheriana 2025 – Jueves 23 de enero – Villa Cura Brochero

Marcos 3, 7-12

Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar, y lo siguió mucha gente de Galilea. Al enterarse de lo que hacía, también fue a su encuentro una gran multitud de Judea, de Jerusalén, de Idumea, de la Transjordania y de la región de Tiro y Sidón. Entonces mandó a sus discípulos que le prepararan una barca, para que la muchedumbre no lo apretujara.

Porque, como curaba a muchos, todos los que padecían algún mal se arrojaban sobre él para tocarlo. Y los espíritus impuros, apenas lo veían, se tiraban a sus pies, gritando: «¡Tú eres el Hijo de Dios!» Pero Jesús les ordenaba terminantemente que no lo pusieran de manifiesto.

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Desde su bautismo en el Jordán y, más o menos, hasta que Pedro lo reconoce como Mesías, Jesús vive un tiempo de enorme éxito popular en su misión evangelizadora: como escuchamos hoy, multitudes acuden a él, llevándole sus enfermos y poseídos de espíritus impuros.

Notemos el detalle que nos aporta Marcos: “se arrojaban sobre él para tocarlo”.

Es la “primavera de Galilea”, porque ahí, al Norte de la Tierra Santa, donde Jesús comienza su misión evangelizadora. Pero, a medida que vaya bajando hacia el Sur, acercándose a Jerusalén, el clima entorno a su persona irá cambiando, la hostilidad hacia él y su mensaje Irá creciendo hasta culminar en su pasión.

Jesús no es ni ingenuo, ni idealista, ni un rigorista. Es muy lúcido y, sobre todo, conoce muy bien el corazón humano con sus heridas, anhelos y deseos, pero también con sus fragilidades y su ambigüedad.

Este creciente rechazo de las autoridades religiosas de su pueblo, la disminución de su popularidad y la ceguera de sus mismos discípulos que no terminan de comprenderlo lejos de volverlo amargado, cínico o depresivo, radicalizan en Jesús su voluntad de ir a fondo con su misión.

Notemos también la reacción de Jesús: no aleja a la multitud, no se aleja de nadie; por el contrario, dejará siempre que los pobres, los enfermos y los heridos se acerquen a él; nunca asumirá una postura defensiva o de rechazo. En unas semanas, escucharemos el relato de la curación de una pobre mujer desahuciada que solo atina a tocar el manto de Jesús con la esperanza de curarse. Y Jesús la deja hacer y le hace uno de los elogios más lindos del Evangelio: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad” (Mc 5, 34).

No dejará de predicar y curar a todos los que se acercan a él… pero “ordena terminantemente”, sobre todo a los que han sido liberados de espíritus impuros, “que no lo pongan de manifiesto”.

Jesús sabe que, semejante popularidad puede desvirtuarse y ponerlo ante una prueba muy dura (una de las tentaciones que vivió en el desierto): salirse de la misión que el Padre le ha confiado, rechazando sobre todo ese estilo de llevarla adelante marcado por el amor que entrega la vida en la mansedumbre, el silencio y hasta la humillación del despojo y de la cruz.

Jesús sabe por dónde ir, su comunión con el Padre es de tal naturaleza que, siempre vuelve a Él para confirmar su misión.

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El bautismo, la confirmación y la eucaristía nos configuran con Jesús y con su misión en esos mismos términos: ungidos por el Espíritu, surgimos de la fuente bautismal y nos alimentamos con la Eucaristía para vivir nuestra misión tras los pasos de Jesús, con sus mismos sentimientos y actitudes.

La unción del Espíritu nos regala también esta gracia tan especial que llamamos “el sentido sobrenatural de la fe” o el “sentido de la fe de los creyentes”. La unción del Espíritu Santo en el bautismo y la confirmación nos permite alcanzar con la fe de la Iglesia al mismo Jesús: lo vemos, lo reconocemos, lo tocamos y aceptamos la verdad de su Evangelio, en la medida en que nos dejamos alcanzar por él.

Es una convicción de nuestra fe católica muy importante, por ejemplo, para el Papa Francisco. El reciente Sínodo la recogió y expresó así: “Gracias a la unción del Espíritu Santo recibida en el Bautismo (cf. 1Jn 2,20.27), todos los creyentes poseen un instinto para la verdad del Evangelio, llamado sensus fidei. Consiste en una cierta connaturalidad con las realidades divinas, basada en el hecho de que en el Espíritu Santo los bautizados «son hechos partícipes de la naturaleza divina» (DV 2). De esta participación deriva la aptitud para captar intuitivamente lo que es conforme a la verdad de la Revelación en la comunión de la Iglesia. Por eso, la Iglesia está segura de que el santo Pueblo de Dios no puede equivocarse al creer cuando la totalidad de los bautizados expresa su consenso universal en materia de fe y de moral (cf. LG 12).” (DF 22).

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Volvemos a preguntarnos porqué venimos a Brochero, qué nos da Brochero (el lugar y el santo Cura), y podemos respondernos con convicción: venimos porque encontramos la fe viva del Señor Brochero, de la beata Catalina y las esclavas, la experiencia de conversión y encuentro con Jesús de los miles de ejercitantes que pasaron por la Casa de Ejercicios; nos encontramos con la fe de nuestros pastores que, de tanto en tanto, se reúnen en Brochero para unirse a esa corriente viva de tradición espiritual que pasa por las manos sacerdotales de san José Gabriel.

Jesús, el Señor, no es un personaje del pasado, al que conocemos en una biblioteca estudiando libros de historia.

Es “el Viviente” que es inseparable de la vida que le han entregado todos los que “nos han precedido con el signo de la fe”, como dice hermosamente la liturgia.

Jesucristo resucitado vive en la fe de sus discípulos, los más eximios e ilustres, pero también en esa multitud de hombres y mujeres, tallados de la misma madera que cada uno de nosotros, frágiles, pecadores, insuficientes en sus realizaciones, pero transfigurados por el amor más grande del Señor.

Sí, aquí en Brochero, nos sentimos “santo pueblo fiel de Dios”, como le gusta decir al papa Francisco.

Y ese “santo pueblo fiel de Dios” no es una abstracción que existe vaya a saber dónde. Es tu comunidad cristiana concreta: tu familia, tu parroquia, tu diócesis, las personas con las que caminás tu fe, la misión y la solidaridad que nace de la experiencia de Cristo.

Allí, en esos vínculos, en ese espacio en el que siempre aletea el Espíritu, allí mismo el Señor te espera, te consuela, te anima y te envía como su discípulo misionero.

Nuestra experiencia de fe es tan personal como inseparable de la fe vivida por los hermanos que caminan con nosotros.

Llegados de todos los rincones de la Patria, aquí saboreamos el gusto de ser familia de Jesús, templo santo del Espíritu, pueblo de peregrinos que caminan la esperanza. Y de aquí volvemos a nuestros pueblos y ciudades, a nuestras comunidades cristianas concretas -a nuestro lugar en el mundo- con el corazón colmado de Evangelio y del deseo que todos experimenten a Jesús como nosotros lo hemos hecho.

Es gracia que pedimos al Señor por intermedio del santo Cura.

Amén.

Jesús, médico y medicina, devuelve el vigor misionero a sus hermanos

Semana Brocheriana 2025 – Miércoles 22 de enero – Villa Cura Brochero

Marcos     3, 1-6

Jesús entró nuevamente en una sinagoga, y había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Los fariseos observaban atentamente a Jesús para ver si lo curaba en sábado, con el fin de acusarlo.

Jesús dijo al hombre de la mano paralizada: «Ven y colócate aquí delante.» Y les dijo: «¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?» Pero ellos callaron. Entonces, dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: «Extiende tu mano.» El la extendió y su mano quedó sana.

Los fariseos salieron y se confabularon con los herodianos para buscar la forma de acabar con Él.

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Jesús va de un lado a otro, predica, pero, sobre todo, se acerca a los que sufren: enfermos, endemoniados, leprosos…

Ese es su “lugar” de preferencia. Hacia allí se siente enviado por el Padre para devolverles salud, dignidad y salvación.

Miremos el relato de hoy: una curación que es más que una curación.

Tiene lugar el sábado y en la sinagoga; es decir, en el día y en el lugar del culto a Dios. En ese “espacio religioso” Jesús realiza el mayor acto de culto que Dios espera: devolverle la salud a un pobre enfermo, devolviéndole dignidad.

Y no es cualquier enfermedad: la mano simboliza la capacidad que tenemos los seres humanos de obrar, de ayudar, de trabajar, de estar activamente presentes en el mundo.

La mano paralizada es más que un defecto físico. Es una situación de vida: una parálisis que nos deja tiesos frente a los demás.

Ahí aparece Jesús y activa a aquel pobre hombre… en quien podemos reconocernos cada uno y todas nuestras parálisis… del cuerpo y del alma.

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¿De dónde proviene la fuerza sanante de Jesús? ¿Qué medicina secreta posee para devolver la salud a los enfermos?

Es Jesús mismo, su persona, su modo de ser, su condición de Hijo amado y enviado del Padre para estar entre los pobres, los pequeños, los enfermos… su misericordia y compasión, su vitalidad divina que pasa a través de sus manos, sus ojos y su corazón humanísimos.

Jesús es medicina, médico y salvador. Lo que cura es el contacto con Él, con su corazón y con sus manos.

Es su santa humanidad, espléndida, humanísima, realmente hermosa, sana y sanante. Solo Dios podía ser así de humano. Así es Jesús, el Señor.

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Los padres de la Iglesia nos enseñan que todo lo que era visible en Jesucristo, el Verbo encarnado, por la potencia de la resurrección, ha pasado ahora a los sacramentos de la Iglesia.

Como decíamos ayer: así en la vida como en los sacramentos.

Cuando en el Credo que rezamos cada domingo, al confesar nuestra fe en el Espíritu Santo decimos: “Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados…”, al mencionar el perdón estamos hablando del sacramento del bautismo.

Es en el baño bautismal que recibimos el perdón, la sanación, la salvación que Cristo ha traído al mundo, porque el bautismo nos sumerge en su pascua de pasión, muerte y resurrección: con él morimos, con él descendemos a las fuentes del agua y con él resurgimos a la vida verdadera.

“El bautismo -recordábamos ayer con palabras de la Iglesia- es el fundamento de la vida cristiana, porque introduce a todos en el don más grande: ser hijos de Dios, es decir, partícipes de la relación de Jesús con el Padre en el Espíritu.” (DF 21).

Recuperar el bautismo, reavivar la gracia entonces regalada, fortalecer su potencia sanante, hacer emerger esa humanidad nueva que nos da el bautismo.

Es a lo que apunta la Cuaresma y que se expresa en la Vigilia Pascual cuando renovamos las promesas del bautismo.  

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Los signos sacramentales del bautismo nos hablan de todo esto:

  • Apenas llegamos, el ministro, pero también nuestros papás y padrinos marcaron nuestra frente con el signo de la cruz y así entramos en la iglesia parroquial, acogidos por la comunidad cristiana.
  • Se nos ungió el pecho con el óleo de los catecúmenos para que recibiéramos la fuerza de Dios para enfrentar las pruebas de la vida, las acechanzas del mal y del Malo.
  • En el momento culminante, y después de que papás y padrinos hicieran por nosotros las promesas bautismales, fuimos llevados a la fuente bautismal para recibir el agua que, potenciada por el Espíritu, lava, purifica y da vida. Nacimos de nuevo a la vida verdadera.
  • Después fuimos marcados en la frente con el santo Crisma perfumado, promesa de la confirmación, porque el bautismo nos hace una sola cosa con Jesús y su misión de profeta, sacerdote y rey.
  • Nos revistieron con la vestidura blanca signo de nuestra configuración con Jesucristo.
  • Según el caso, también repitieron el gesto de Jesús con el sordomudo: acariciaron nuestros oídos y nuestros labios para que aprendiéramos a escuchar y a proclamar la Palabra del Evangelio.
  • Y se iluminó nuestra vida, cuando padrinos y papás tomaron luz del cirio pascual: la lámpara de la fe siempre encendida porque estamos a la espera de Cristo.

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Del Concilio Vaticano II a nuestros hoy, hoy pastoreada por el papa Francisco, la Iglesia nos está urgiendo a revitalizar la gracia del bautismo: que salgamos de nuestras parálisis para trabajar llevando esperanza a nuestros hermanos.

En realidad, el gran trabajo del camino sinodal de la Iglesia es abrirse a la novedad de Jesús, dejarlo a Él tocarnos con el poder sanador de su Persona bendita y que sea Él el que libere y active con la energía de su Espíritu los miembros tiesos de nuestro cuerpo, sobre todo, nuestro corazón, para que se vuelva semejante al suyo.

“Señor Jesús, en el bautismo y la confirmación, tu mano nos unge con el crisma del Espíritu. También el bálsamo suave de tu humanidad acaricia a nuestros enfermos en el sacramento.

Vos sos médico, medicina y salud. Curanos de nuestras parálisis, sobre todo, de la dureza de corazón y de la ceguera espiritual.

Activá la agilidad de nuestras piernas para caminar la misión, de nuestros brazos para socorrer a los heridos, de nuestras manos para bendecir y sostener con fuerza al que cae.

Que sintamos la alegría de caminar juntos, como Iglesia misionera, para llevar tu Alegría a todos.

Amén.”

Jesús resucitado es la Novedad que nos rejuvenece

Semana Brocheriana  – Lunes 20 de enero de 2025

Evangelio: Marcos 2, 18-22

Un día en que los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban, fueron a decirle a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacen los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos?»

Jesús les respondió: «¿Acaso los amigos del esposo pueden ayunar cuando el esposo está con ellos? Es natural que no ayunen, mientras tienen consigo al esposo. Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán.

Nadie usa un pedazo de género nuevo para remendar un vestido viejo, porque el pedazo añadido tira del vestido viejo y la rotura se hace más grande. Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres, y ya no servirán más ni el vino ni los odres. ¡A vino nuevo, odres nuevos!»

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Como todos los años, al concluir el tiempo de Navidad comenzamos a escuchar en la Misa diaria el evangelio de san Marcos. 

Es el evangelio de los catecúmenos que se preparan para convertirse en cristianos. 

Alcanzados por el Señor Jesús, comienzan a caminar como discípulos, preparándose para el bautismo. 

El itinerario que este evangelio le propone al catecúmeno es sumergirse en la persona del Señor, en sus palabras, en sus gestos y en su entrega pascual… como hicieron los discípulos, con sus mismas ilusiones, y también con sus mismas fragilidades, yerros y cegueras.

Ese camino culminará en la Noche de Pascua cuando los catecúmenos reciban la iniciación cristiana, descendiendo a la fuente bautismal, recibiendo la unción con el Crisma del Espíritu y participando por primera vez de la santa Eucaristía. 

Porque todos nosotros, en cierta manera, seguimos siendo catecúmenos a lo largo de la vida, les propongo que, en estos días de vacaciones, nos tomemos el tiempo para leer pausadamente el evangelio de Marcos. 

No nos llevará mucho y nos dejará “mucho pasto para rumiar” en la vida, como decía Brochero.

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“¡A vino nuevo, odres nuevos!”, dice el Señor a sus discípulos. Detengámonos aquí. 

Jesús es el vino nuevo, cosechado de la viña selecta del Padre y que ha madurado en la bodega del Espíritu. Se ofrece generoso al mundo en los sacramentos. 

Jesús es la novedad absoluta y definitiva. 

Pasan los siglos, y esa novedad permanece intacta, viva, atrayente, siempre luminosa.

Ayer nos preguntábamos porqué venimos a Brochero: qué nos trae y qué nos atrae. 

Cada uno habrá podido responder en su corazón y en él atesorará esas respuestas.

Si ahora nos preguntamos qué nos da Brochero (el lugar y el santo), creo que podemos responder: el vino nuevo de Jesús -que ES Jesús-, el que colmó de alegría la vida de san José Gabriel. 

Tenemos sobradas garantías de su calidad: el vino nuevo del Evangelio tiene la virtud de rejuvenecer los odres envejecidos que lo reciben. 

¡Esos odres somos nosotros!

Y eso es lo que nos atrae de Brochero (el lugar y la persona): aquí se siente la Novedad que es Jesús, el Señor. 

San Agustín decía que Dios no nos ama porque somos bonitos, sino que, su gracia tiene el poder de hacer bellos a los que son feos. 

La gracia del Espíritu Santo siempre nos mejora y nos hace más buenos. Miremos, si no, y una vez más, al santo Cura Bochero.

El encuentro con Jesús nos rejuvenece, nos embellece, nos da vida nueva. Porque el Jesús que nos espera en este lugar de gracia, el que nos sale al encuentro y nos llama por el nombre es el que viene de vencer la muerte, es el Resucitado, el que nos comunica su Aliento de vida. 

Resucitado, resucita todo lo que roza o acaricia con sus manos generosas.

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Brochero es un santuario: su templo parroquial, este Salón del Peregrino, el Museo de la Casa de Ejercicios o de la casa donde murió el Santo Cura, pero también cada rincón, cada calle, la vera del río Panaholma, cada árbol y cada cerrito, cada encuentro, cada silencio…

Es un santuario, porque así llamamos a los lugares de esta tierra nuestra en los que Dios, por pura gracia, ha puesto su mirada y se nos hace más cercano, casi haciéndonos sentir en el alma y en la piel su caricia de Padre misericordioso.

Y es santuario, porque, de la mano de María o, en este caso, de la mano serrana de san José Gabriel, el Padre nos ofrece a su Hijo resucitado para rejuvenecer nuestra vida. 

Después de la intensa experiencia del Sínodo reciente en Roma, la Iglesia nos dice: “Cada nuevo paso en la vida de la Iglesia es un regreso a la fuente, una experiencia renovada del encuentro con el Resucitado que los discípulos experimentaron en el Cenáculo la tarde de Pascua.”

Queridos hermanos y hermanas, peregrinos amigos de Brochero:

En estos días de la Semana Brocheriana volvamos juntos a las fuentes del Evangelio, volvamos a Jesucristo, bebamos juntos el vino nuevo y generoso que es su Persona. 

Amén. 

Así sea.

Jesús en oración

El pasado domingo 12 de enero, fiesta del Bautismo del Señor, tuve la gracia de presidir la Eucaristía en el Santuario de La Verna, donde san Francisco recibió los estigmas del Señor. Les comparto la homilía que pronuncié en la ocasión.

“Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección.»” (Lc 3, 21-22).

San Lucas quedó fascinado por Jesús orante. Una y otra vez, especialmente en los momentos cruciales de su historia, como ahora, lo presenta nuevamente en oración.

Sólo cuando contemplamos a Jesús  inmerso en el Padre se puede ver el misterio del Hijo.

Apreciar a Jesús como un líder religioso único e insuperable, cuyo mensaje es sublime y, además, dotado de una personalidad fascinante, no resulta nada extraño.

Lo verdaderamente escandaloso es lo que proclama la fe cristiana: que este judío es Hijo de Dios, uno con el Padre y el Espíritu Santo.

Ese hombre es quien abrió el cielo para que la Palabra de Dios pueda ser escuchada en todo tiempo y lugar de nuestro mundo. Aún ahora.

Al terminar el tiempo de Navidad, comenzando a caminar un nuevo año, dejémonos llevar por este Jesús orante. Que él nos sumerja en su misma intensidad de vida de Hijo amado del Padre. Que nos bautice con su Espíritu.

Jesús ora, enseña a orar y, por ese camino, nos transforma como personas. 

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Doy gracias al Señor por estar esta mañana en este lugar franciscano.

Hacía tiempo que quería hacer una peregrinación aquí.

El panel central de la catedral de San Francisco, si bien no representa el don de los estigmas a nuestro padre Francisco, muestra de forma muy expresiva su identificación con Cristo: en un punto, se fusionan las figuras del Crucificado y del santo, dejando intacta la identidad de todos.

Si tuviera que pedir una gracia para los que formamos esta Iglesia diocesana que peregrina en Argentina y que lleva el nombre de San Francisco, sería esta: que Jesús nos configure cada vez más con Él, con sus sentimientos y actitudes.

Como hizo con Francisco.

Que el Señor colme las tinajas de nuestro corazón con su Presencia

Semana Brocheriana 2025 – Domingo 19 de enero

Al comenzar a caminar la Semana Brocheriana 2025, el evangelio de las Bodas de Caná que acabamos de escuchar nos recuerda que estamos invitados a una fiesta de bodas, a beber el mejor vino: el que nos da Jesús, el Hijo de María. 

Eso es la vida cristiana en seguimiento de Cristo: una invitación a la Alegría, a una fiesta que celebra las bodas de Dios con su pueblo. 

Sí. Estamos invitados a una fiesta de bodas. Nuestra vocación es la alegría, el gozo del Espíritu que colmó el corazón de san José Gabriel.

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Agradezco de corazón al obispo Ricardo, al padre Luis y la comunidad brocheriana la invitación a predicar estos días. Fue para mí una sorpresa y una alegría, y una honra. 

Conversando con Mons. Ricardo sobre el tema de fondo para meditar estos días, él me sugirió que reflexionáramos sobre el sacramento del Bautismo que nos hace sujeto de la fe, de la misión y de la edificación de una Iglesia sinodal y misionera. 

Podemos inspirarnos en lo que acaba de decirnos san Pablo: “Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo -judíos y griegos, esclavos y hombres libres- y todos hemos bebido de un mismo Espíritu.” (1 Co 12, 13). 

El Espíritu que ha sido derramado en el bautismo y del que hemos bebido en la confirmación trae como fruto precioso a nuestras vidas la alegría y el consuelo del Evangelio. 

Vino nuevo que alegra el corazón; agua viva, cuya fuente desborda hasta la vida eterna; río que corre generoso y riega la tierra haciéndola fecunda y venciendo toda aridez; arroyo manso que permite refrescarnos en medio del calor del verano o curso impetuoso que da vida, energía y fuerza. 

Esas imágenes se multiplican en nuestro corazón para hablarnos de cómo obra el Espíritu del Señor en nuestra vida… y es lo que vemos reflejado en la vida de Brochero.

Somos “Peregrinos de la Esperanza”, como reza el lema de este Año Santo. Y, donde hay esperanza sobran los motivos para la alegría. 

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Desde que estoy en san Francisco, más de once años, vengo cada año a la Semana Brocheriana. 

En estos últimos años, con los seminaristas de la diócesis que se suman a otros jóvenes que caminan hacia el sacerdocio y que en estos días comparten la experiencia de sumergirse en el servicio a los peregrinos y devotos del Santo Cura que acuden al Santuario.

Pero ¿por qué, en el fondo, vengo a Brochero? ¿Qué razón me trae hasta aquí? ¿Qué me trae a este y qué me “atrae” de este lugar?

Me hago esta pregunta, pero también me atrevo a proponérsela a cada uno de ustedes. 

Les comparto mi respuesta, hasta donde he podido formularla. Y lo hago contando alguna experiencia, más que desarrollando ideas. 

Hay un lugar de Brochero que me habla de manera muy elocuente, lo busco cada vez, y trato de permanecer en él lo más que puedo: es la piecita donde, aquel 26 de enero de 1914, Brochero culminó su camino terrenal, entregando su alma al Creador. 

Era entonces la casa de su hermana Aurora, que le había dado cobijo al hermano sacerdote, viejito y enfermo de lepra. Hoy es Museo que guarda la memoria de nuestro santo. 

En esa piecita me gusta quedarme en oración; si puedo, celebro también la Misa; pero, sobre todo, me gusta rumiar el silencio de esa vida pobre y entregada, como decimos en la oración. 

Allí está la gracia que vengo a buscar, porque ella me buscó y me encontró primero a mí. 

Hace algunos años, mientras un querido amigo cursaba una enfermedad terminal que lo llevó también a la muerte, fue la primera vez que sentí que ese lugar olía a Evangelio vivido y que era como un santuario al que debía acudir -lo hice entonces- para quedarme en silencio orante, de espera, de apertura interior, de disponibilidad. 

Un espacio muy brocheriano y muy mariano también: la Purísima está ahí, ayudando a disponer el corazón para lo que Jesús quiera, pida y ordene, como en las Bodas de Caná (“Hagan todo lo que Él les diga”). 

Ahora sí recurro a las palabras y a los conceptos, que siempre quedan cortos, cuando tienen que expresar una experiencia honda de fe: a Brochero vengo cada año buscando la disposición del corazón para hacer la voluntad del Señor en mi vida, en la vida de la Iglesia diocesana -sus comunidades, sus pastores, sus misioneros- que el buen Pastor me ha confiado. 

No pido más que eso: que el Señor me muestre su voluntad y que, sobre todo, esté conmigo, como estuvo en cada rincón y en cada camino que transitó su servidor José Gabriel. 

Vos, ¿qué venís a buscar a Brochero? A vos también, Jesús, María y el Santo Cura te están esperando para una fiesta de fe. 

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Ahora dispongamos el corazón: vamos a colmar nuestras tinajas de agua y el Señor, por intercesión de María, hará el signo maravilloso de regalarnos el mejor vino, el del Evangelio convertido en su Sangre eucarística.

Amén.

Así sea. 

Apertura del Año Santo 2025

Catedral de San Francisco – Domingo 29 de diciembre de 2024 – Fiesta de la Sagrada Familia

El lenguaje simbólico de la liturgia, siempre rico y estimulante, lo es, de manera especial, en esta liturgia de apertura del Año Santo.

En la “sobria embriaguez” del Espíritu, “la armonía de los signos de la celebración” (palabras, gestos, posturas, imágenes, canto, etc.) nos abre para que el “misterio celebrado se grabe en la memoria del corazón y se exprese luego en la vida nueva de los fieles.” (CIC 1160).

Participemos entonces con fe viva, deseosos de desentrañar la gracia invisible que se nos ofrece a través de los signos visibles.

Destaco tres aspectos de la metáfora del camino que nos propone la liturgia de hoy: el peregrinaje de la Sagrada Familia, de la Iglesia universal en este Jubileo y de nuestra diócesis hacia su primer Sínodo.

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En primer lugar, el icono que nos propone el evangelio que acabamos de escuchar: “Sus padres iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acababa la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta.” (Lc 2, 41-43).

José, María y Jesús: una familia de peregrinos de la Pascua, en camino hacia y desde Jerusalén. Y la metáfora del camino le sirve al evangelista para confrontarnos con el peregrinaje de la conciencia humana de Jesús que va progresivamente descubriendo su identidad de Hijo amado del Padre, o, lo que es lo mismo: su misión.

Y, como traccionados por esa poderosa fuerza, también José y María caminan la fe, buscando a Jesús y asumiendo paso a paso su propia misión, como harán los peregrinos de Emaús al concluir el evangelio.

A sus desconcertados padres les dirá: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2, 49). Y, a los de Emaús: “¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?” (Lc 24, 26).

A sus padres y a sus discípulos, Jesús los confronta con el horizonte siempre más grande de su Padre y el misterio de la salvación.

Aunque no comprenden lo que Jesús dice -tanto como nosotros-, sin embargo, el Señor deja espacio para que la fe haga su camino. Eso sí, nos invita a cultivar la actitud de María: “Su madre conservaba estas cosas en su corazón.” (Lc 2, 51).

Así peregrinamos la fe como entrega cada vez más radical a Dios, a su plan de salvación y así también caminamos la conciencia de nuestra misión (nuestro lugar en su plan de salvación).

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En segundo lugar, la metáfora del camino vuelve a nosotros en el lema del Año Santo: “Peregrinos de la Esperanza”. Miramos ahora el camino desde la perspectiva de los que lo transitan: nosotros somos esos peregrinos que caminamos la Esperanza.

El cardenal Ángel Rossi cuenta que, durante el reciente Sínodo, el Papa Francisco, volviendo sobre el lema añadía: “Peregrinos de la Esperanza… y de la Misericordia”.

Es la experiencia de la misericordia divina la que desata la esperanza en el corazón.

Me viene a la memoria la enseñanza de Benedicto XVI en Spe salvi: la esperanza cristiana -la Gran Esperanza- tiene sustancia y es la fe en Jesucristo.

Sin esa sustancia, la esperanza es una emoción vana, frágil y, al final del día, ilusoria.

Nuestra esperanza se funda sólidamente en Jesús, en su Evangelio y en el acontecimiento de amor hasta el fin: la encarnación y la pascua.

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En tercer lugar, la imagen del camino y la experiencia de los peregrinos que lo recorren tienen para nosotros, como Iglesia diocesana, la forma de nuestro camino sinodal, en cuyo horizonte comenzamos de divisar la celebración de nuestro primer Sínodo.

Conjeturo una objeción que no es bueno desoír: ¿a cuántos realmente ha tocado esta propuesta del camino sinodal y del Sínodo? ¿Ha llegado a entusiasmar sus corazones?

En realidad, no es esta propuesta la que tiene que ganar el corazón -el nuestro y el de todos-, sino la persona de Jesús, su Verdad y Belleza luminosas.

Cuando el obispo de La Rioja, Dante Braida, nos explicaba el Documento Final del Sínodo de Roma, nos hacía ver que su columna vertebral son los encuentros de Jesús resucitado con los primeros testigos de la fe narrados por los evangelios.

La conversión misionera a la que nos desafía, supone una conversión sinodal de la Iglesia, pero una y otra se desatan solamente si los bautizados, como hombres y mujeres del Espíritu, llegamos a ser místicos que “algo” hondo, fuerte y bello hemos experimentado, que desborda nuestras vidas y que, por eso, no dejamos de compartir: el encuentro con Jesucristo vivo, con su Persona y su Gracia.

Podríamos o no celebrar un Sínodo, pero nunca habría de faltar esta experiencia del encuentro de las personas con Jesús en la fe y todo lo que de ahí se sigue.

Es más: el Espíritu Santo nos garantiza que ese “algo”, de hecho, está ocurriendo entre nosotros, aunque estemos distraídos o entretenidos en otras cosas. Basta que miremos lo que realmente pasa en nuestras comunidades cristianas, en tantos “santos de la puerta de al lado”, que constituyen el secreto de la vitalidad de nuestras comunidades cristianas.

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Por eso, al iniciar este Año Jubilar, podemos suplicarle a la Sagrada Familia de Jesús, María y José, peregrinos de la Esperanza y de la Pascua, que animen nuestro caminar, que acompañen el peregrinar de nuestras comunidades cristianas, que le den mística al camino sinodal de nuestra diócesis.

Llegamos caminando a esta Eucaristía. Al entrar en la catedral, el obispo nos invitó a mirar al Crucificado. Después nos acercamos a la fuente bautismal, el seno virginal de la madre Iglesia del que todos hemos nacido a la vida de la gracia, para renovar juntos la gracia de haber bebido del mismo Espíritu para ser un solo cuerpo en Cristo.

Estos gestos visibles nos ayuden a vivir la gracia invisible que la santa Trinidad desborda para nosotros en este tiempo de gracia que compartimos.

Termino con las palabras del Santo Padre al abrir la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, en la pasada Nochebuena:

“El Jubileo se abre para que a todos les sea dada la esperanza, la esperanza del Evangelio, la esperanza del amor, la esperanza del perdón.

Volvamos al pesebre, contemplemos el pesebre, miremos la ternura de Dios que se manifiesta en el rostro del Niño Jesús, y preguntémonos: «¿Tenemos esta expectativa en nuestro corazón? ¿Tenemos esta esperanza en nuestro corazón? Contemplando la benevolencia de Dios, que vence nuestra desconfianza y nuestros miedos, contemplamos también la grandeza de la esperanza que nos aguarda. Que esta visión de esperanza ilumine nuestro camino de cada día”» (cf. C. M. Martini, Homilía de Navidad, 1980).

Hermana, hermano, en esta noche la «puerta santa» del corazón de Dios se abre para ti. Jesús, Dios con nosotros, nace para ti, para mí, para nosotros, para todo hombre y mujer. Y, ¿saben?, con Él florece la alegría, con Él la vida cambia, con Él la esperanza no defrauda.”

Amén.

La Purísima: signo del triunfo de la gracia

Homilía en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María – 8 de diciembre de 2024 – Santuario diocesano de la «Virgencita» en Villa Concepción del Tío

“El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo».” (Lc 1, 28).

No solo en su casa, el saludo de Dios entra en el corazón de María. Es que, como nos lo pinta el evangelio de hoy, la Trinidad se ha enamorado de ella.

El Padre ha puesto sus ojos en María, ha derramado sobre ella la sombra protectora y fecunda del Espíritu Santo y, así, ha concebido y dado a luz a Jesús, el Salvador, el Mesías.

Y entonces estalla la alegría, porque el Dios amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo está con María y con nosotros.

Así, en el corazón de este Adviento, contemplamos a nuestra Virgencita, la Purísima; también nosotros con ojos de enamorado.

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Hemos escuchado en la primera lectura la maldición a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón.” (Gn 3, 15).

Como un eco de este pasaje bíblico, el arte cristiano representa a la Inmaculada aplastando con su pie la cabeza de la víbora.

La serpiente simboliza la presencia del mal que siempre amenaza la vida de los hombres y mujeres; representa al enemigo de Dios y de los hombres, a Satán.

Es la figura de un mal que atrae y seduce, engaña y corrompe desde dentro al ser humano.

Preservada del pecado, María se ha convertido en el canal purísimo por el que el Redentor ha entrado en la historia humana, sembrando una esperanza cierta para todos.

La fiesta de hoy nos dice con fuerza: el mal ha sido vencido, su poder destructor no tiene la última palabra, porque Dios está con nosotros y su gracia actúa de verdad en nuestra vida.

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María tiene sus pies descalzos para tocar la tierra en la que vivimos sus hijos.

Contemplamos su rostro y sus ojos, sus manos y su manto; pero también no dejamos de mirar sus pies descalzos, tan cerquita de los nuestros y de nuestras luchas cotidianas.

¿Quién de los que estamos esta tarde aquí puede decir que no está viviendo batallas duras en su propia vida?

Algunas de ellas las compartimos, porque son comunes y visibles. Otras, cada uno de nosotros, las lucha en el abismo de su propio corazón.

En unas y otras, María está presente para aplastar el poder de la serpiente, para que no nos desanimemos ante las pruebas del camino.

Estoy seguro de que, en nuestro corazón, cada uno, le confiamos a la Virgencita estas luchas.

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Sí, en medio de las tormentas de la vida, miramos a la estrella e invocamos a María.

Hay tormentas fuertes que hacen zozobrar a nuestras familias y a nuestro pueblo.

Como la serpiente del Génesis, hay males que serpentean entre nosotros, seduciéndonos con su enorme poder de engaño: prometen todo y terminan dejándonos desahuciados.

Pienso en la tentación de volvernos una sociedad cruel, sin lugar para la compasión, dominada por la ira, el miedo y el resentimiento. Crueldad en el corazón y en los ojos, en los labios y en las manos.

María, toda santa y buena, nos libre de volvernos crueles.

María nos enseñe a cultivar la bondad de corazón, atentos siempre a los más frágiles.

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Pienso también en el juego online, que está haciendo saltar las alarmas de padres y educadores, de organizaciones sociales y religiosas. Lo que inicia como juego termina como adicción.

¿La promesa engañosa? Un click y vas a ser rico. Algunos lo consiguen: gestionan desde su celular el acceso a los casinos virtuales, y logran en poco tiempo multiplicar sus bienes.

Alguno puede pensar: “Es solo un juego: me divierto, no me canso y gano plata. ¡Mirá lo que éste ganó hoy! ¡Mañana el suertudo puedo ser yo! ¿Entonces para qué estudiar? ¿Para qué trabajar?”

La vieja tentación de la serpiente que solo ha cambiado de piel.

Pero lo sabemos bien: hay oscuros intereses moviendo los hilos de este drama social. Como con las drogas, el narcomenudeo y el narco.

Es bueno avanzar en leyes que fijen límites y promuevan conductas. Sin embargo, el desafío es mayor: entre todos, recrear una cultura popular rica en valores humanos, espirituales, ciudadanos.

Una tarea que nos involucra a todos: casa y la escuela; al barrio, al club y a la parroquia, a las organizaciones sociales, las empresas y las autoridades…

Una tarea ardua que exige paciencia, fortaleza interior y cooperación. Pero, sobre todo, una misión que solo podemos llevar adelante si nos abrimos a la gracia de Dios.

Excluir a Dios de nuestra vida personal y social es abrir la puerta a las formas más oscuras de deshumanización.

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Por eso, miremos a María, “llena de gracia”: ella tiene los oídos bien abiertos para escuchar nuestras penas, ilusiones y luchas.

Ella está con sus pies sobre nuestra tierra para caminar con nosotros y hacernos sentir su auxilio.

La tarea es ardua. No podía ser menos: se trata de recrear la cultura de la vida, del trabajo y de la virtud, de transmitir a las nuevas generaciones lo mejor que nosotros recibimos de nuestros mayores; de abrirnos con esperanza al futuro con todas sus posibilidades.

Todo el bien que hagamos en esta tierra es anticipo del cielo, fruto del don de Dios y de nuestra cooperación con Él.

María, pura y limpia concepción, nuestra Virgencita, seguirá alentando nuestro caminar, dándonos ánimo en nuestras luchas, consolándonos en nuestras tribulaciones y celebrando todas nuestras victorias.

Ella es signo cierto de que el mal no tendrá la última palabra, sino que la victoria de Jesucristo es ya nuestro triunfo y nuestra esperanza.

Amén.

Las fotos son gentileza de Benjamin Farnocchi

“Como a Francisco, transfórmanos por la oración”

Homilía en la fiesta patronal en honor a San Francisco de Asís

Catedral de San Francisco – Viernes 4 de octubre de 2024

“Como a Francisco, transfórmanos por la oración”

Así hemos suplicado al Señor a lo largo de estos días de novena patronal.

Hace ochocientos años, el 17 de septiembre de 1224, Francisco recibía en el monte Alverna el don de los estigmas de Jesucristo.

“El verdadero amor de Cristo había transformado a este amante suyo en la misma imagen del Amado”, comenta san Buenaventura. Y añade: «bajó del monte el angélico varón Francisco llevando consigo la efigie del Crucificado, no esculpida por mano de algún artífice en tablas de piedra o de madera, sino impresa por el dedo de Dios vivo en los miembros de su carne» (Leyenda mayor 13, 5).

Como hemos comentado tantas veces, esa transfiguración de Francisco en Cristo es lo que representa el panel central que domina el horizonte del espacio sagrado de nuestra catedral.

No nos cansamos de contemplarlo.

En ese Francisco transfigurado advertimos una gracia que tiene también que ver con nosotros. Es algo que viene de lo alto, nos involucra, nos inquieta e interpela.

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La oración es cuestión de amor, como la fe, como la vida, como lo que es importante y esencial… lo que no puede faltar.

La oración es cuestión de amor, sea que ocupe un lugar central en nuestra vida, que sintamos nostalgia de ella o sencillamente culpa por haberla dejado morir en nuestros corazones.

Los orantes son, en definitiva, hombres y mujeres habitados por el deseo insaciable de encuentro y comunión. Un deseo que brota al ser tocados por el Amor y que solo en el camino del amor puede encontrar su cauce adecuado.

Si la luz de la fe se oscurece en nuestro corazón o en la vida de la misma Iglesia, esa encrucijada de oscuridad tiene que ver con la oración y, en definitiva, con el amor.

Pero, también por ahí encuentra su camino de vuelta a la luz: por el amor que se vuelve plegaria humilde, paciente, perseverante y también -contemplando al “estigmatizado”- oración transformante.

Sí, queridos hermanos y hermanas, la oración transforma. Aunque tenemos que añadir: no cualquier oración nos transforma. Solo aquella que se anima a dejarse mirar por el Crucificado, se vuelve auténtica por la humillación del pecador arrepentido y perdonado y que se abre así a la potencia de la gracia.

También nosotros sentimos la invitación de subir al Alverna, no al pico montañoso de los Apeninos, sino a los Alverna de nuestra vida, allí donde sabemos o intuimos que nos está esperando el Amor crucificado para confundirnos con Él y transfigurarnos pacientemente.

Esa vocación a la oración que transforma la llevamos inscrita como don desde el bautismo y la confirmación. Y se vuelve provocación a nuestra libertad, desafiada a salir de la superficialidad y a animarse a la hondura del mar inmenso de Dios.

La oración es don y tarea, vocación y provocación. Es también misión: orar, aprender a orar e invitar a otros a entrar en el misterio de la oración.

Si nuestra diócesis, sus comunidades y espacios pastorales no son escuela de oración ¿qué sentido tiene su presencia entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo?

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Días pasados, en mi visita pastoral al Decanato, tanto en el encuentro con los sacerdotes como en el intercambio con los consejos de pastoral, emergieron con valiente franqueza muchos desafíos que vivimos como comunidad eclesial en nuestra querida ciudad de San Francisco.

Algo similar, aunque con otros acentos, ocurrió también en las visitas pastorales a los otros tres decanatos.

Es cierto que, en el marco de una sociedad que se seculariza, la relevancia social de la Iglesia se debilita: la palabra, los gestos, los mensajes de quienes somos sus representantes (curas, obispos y hasta el mismo papa) son recibidos con escepticismo, fastidio o con indiferencia.

También es cierto que la cadena de transmisión de la fe se viene rompiendo en varios eslabones, como lo experimentamos los curas, los catequistas, los que perseveran en la Misa dominical o son agentes en los distintos espacios pastorales de nuestra Iglesia. 

Este es un proceso que, en buena medida, escapa a nuestro control, aunque no al de Dios.

Por eso, -y esta es una buena noticia-, esta encrucijada en la que hemos sido puestos por Dios -como le ocurrió a Francisco en su tiempo-, aun suscitando inquietud, incertidumbre y muchas reacciones interiores, no deja de movilizarnos en lo más genuino de nuestra fe: la misma pasión de Dios de salir al encuentro, como Palabra encarnada y como Espíritu donado, de la historia concreta de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, de su libertad y de sus aspiraciones más hondas… 

Sí, mis queridos hermanos y hermanas, la fe sigue viva, sigue creciendo y comunicándose desde la experiencia más pura y radical, la que vivió Francisco y que recibió su sello en el monte Alverna: la de un Dios vivo que ama, que se cuela en nuestra vida, que nos invita al encuentro de amor con Él y que, cada día, en su Palabra, en la Eucaristía -altar y sagrario-, en el Rosario, en los pobres y heridos de la vida, y hasta en la calle nos espera para transfigurarnos con su Presencia.

Lo que -como personas y como Iglesia- tenemos que preguntarnos es: ¿hacia dónde estamos yendo? O, mejor: ¿hacia dónde nos está orientando el Espíritu de Jesús? ¿Nos estamos dejando llevar o queremos imponerle nuestro control obsesivo?

Creo que, como Francisco, también nosotros debemos animarnos a subir a los montes Alverna de nuestra vida para buscar allí ser alcanzados por el fuego del amor de Cristo.

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En el horizonte del camino de nuestra Iglesia de San Francisco se dibuja la celebración del primer Sínodo diocesano: ¿cuál será su temática? ¿Con qué espíritu lo celebraremos y viviremos? ¿Qué rostros, gritos y desafíos tomarán nuestro corazón?

Dejemos esas preguntas abiertas, pero no porque nos hayamos entregado al relativismo del tiempo, sino porque queremos dejar que sea Jesús, el Señor, el que, como hizo con Francisco, colme nuestra vida con su Verdad y, así, vaya escribiendo en nosotros las respuestas.

Por eso, para cada uno de nosotros y para nuestra Iglesia diocesana, supliquemos con insistencia: “Como a Francisco, transfórmanos por la oración”.

Es un camino sinodal: no es una empresa solitaria de francotiradores o vanguardistas. Es un camino que estamos transitando juntos.

Esto es también buena y alegre noticia, consuelo del Espíritu para todos.

Amén. 

JÓVENES, PEREGRINOS DE ESPERANZA

Homilía en la 35ª Peregrinación juvenil al Santuario de la Virgencita

Villa Concepción del Tío – domingo 1º de septiembre de 2024

Señor, ¿quién habitará en tu Casa?”

Con esta pregunta hemos acompañado las estrofas del salmo responsorial (el salmo 14). 

¿La respuesta?: “El que procede rectamente y practica la justicia; el que dice la verdad de corazón y no calumnia con su lengua. […]”

Esta inquietud de cómo ser digno de Dios atraviesa toda la Biblia. Así, por ejemplo, el salmo 24 se hace una pregunta similar: “¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor y permanecer en su recinto sagrado?”.

Y responde: “El que tiene las manos limpias y puro el corazón; el que no rinde culto a los ídolos ni jura falsamente: él recibirá la bendición del Señor, la recompensa de Dios, su Salvador”; y concluye: “Así son los que buscan al Señor, los que buscan tu rostro, Dios de Jacob.”

La respuesta del salmo 24 es más completa: abraza el culto a Dios y el trato recto a los demás. Amor a Dios y al prójimo, nos dirá Jesús.

Sin embargo, a mi criterio, lo más interesante es la pregunta: ¿Quién podrá habitar en la casa de Dios?

En el fondo, lo que más nos quema por dentro es este buscar al Señor, buscar su rostro luminoso y bendito. Eso es lo que nos mueve para caminar la vida y peregrinar la fe.

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A eso apunta también el Señor en el evangelio.

Jesús está discutiendo con los fariseos: ellos tienen una práctica religiosa más atenta a la apariencia externa. Corren el riesgo de la hipocresía: bonitos por fuera, oscuros y muy retorcidos por dentro.

A no escandalizarse: así somos los miembros de la especie humana, de esa madera y de ese barro.

El que quiera vivir según Dios -enseña Jesús- debe atender a su corazón: “Felices los puros de corazón, porque verán a Dios” (Mt 5, 8). Toda purificación verdadera nace ahí adentro, en el corazón que se deja transformar por Dios.

Era ya la súplica del rey David, dolido por haber traicionado la misión confiada: “Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu” (Salmo 50, 12-13).

Es del corazón de donde brota lo mejor que podemos ofrecer a Dios y a los demás.

El corazón es el terreno privilegiado donde actúa el Espíritu de Cristo.

Allí trabaja con finura de artista y paciencia de maestro.

Con su Espíritu, Jesús sabe tocar nuestro corazón y despertar en él las mejores preguntas, las que nos arrancan de la superficialidad y nos limpian la mirada para ver más hondo y más lejos.

Así, con su Espíritu, Jesús sabe sacar la mejor versión de nosotros.

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Volvamos a la pregunta del salmo: “Señor, ¿quién habitará en tu Casa?”

Queridos jóvenes: es el mismo Dios el que ha puesto esa inquietud en nuestro corazón. Escuchemos estas preciosas palabras de Jesús.

Expresan su mejor promesa: «No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes.” (Jn 14, 1-3).

En eso anda Jesús: preparándonos un lugar y buscándonos para que estemos siempre con Él en la casa de su Padre.

Un Dios que pone en nuestro corazón la inquietud de habitar en su casa, pero que, en realidad, Él es el ansioso por sentarnos a su mesa.

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Desde hace treinta y cinco años que la Iglesia joven de San Francisco camina estos siete kilómetros entre El Tío y Villa Concepción.

Pocos kilómetros que pueden despertar grandes preguntas en el corazón.

Jóvenes y no tan jóvenes seguimos siendo peregrinos, buscadores del rostro de Dios, ansiosos de que María nos mire, nos tome de la mano y nos lleve por ese camino que ella misma ha transitado antes de nosotros.

Este año, “peregrinos de la Esperanza”, tenemos como compañero de viaje al querido Carlos Acutis.

“Beato” quiere decir: bienaventurado, feliz, bendecido. Carlos ha caminado con alegría la fe -enamorado de Jesús, de su madre, de su Eucaristía, de los pobres- y, después de su breve paso por esta vida, ha alcanzado la eternidad del cielo.

Padre bueno:

Carlos ha vivido como nos dicen los salmos y nos cuenta el evangelio; y ha podido entrar en tu casa, donde nos espera con su sonrisa de adolescente y la bondad de su corazón cristiano.

Querido Carlos:

Nosotros seguimos caminando. En ocasiones el camino se vuelve un poco pesado, tal vez, aburrido. Nos amenaza la superficialidad que no deja que salgan a la luz las preguntas más hondas de la vida.

Por eso, caminamos con vos y pedimos tu ayuda:

Enseñanos a escuchar nuestro propio corazón, a escuchar en él la voz de Jesús, el Resucitado; a percibir en nuestro corazón inquieto los movimientos del Espíritu, brisa, viento y huracán, fuego y calor.

Carlos, beato amigo de los jóvenes:

Enseñanos a tomar la misma autopista que a vos te llevó al cielo:

la sagrada Eucaristía; y a tomarla con María, de la mano de los pobres. Y caminando juntos, como familia, como Iglesia.

Amén.

El cielo es nuestra vocación. Transformar esta tierra en adelanto del cielo, nuestra misión.

Homilía en la solemnidad de la Asunción de María – Villa del Tránsito – 15 de agosto de 2024

¡Qué hermoso que es caminar juntos la Esperanza que nos anima y sostiene!

Así hemos llegado hasta este “santuario popular” de Villa del Tránsito. Un año más y como peregrinos de la fe, de la vida y de la esperanza.

En las fiestas patronales siempre pregunto al cura: ¿primero la Misa y después la procesión o al revés?

En Villa Concepción, tanto en la Peregrinación de los jóvenes como en la Peregrinación diocesana del 8 de diciembre, la caminata precede a la Eucaristía.

Aquí, como en otros lugares, la procesión prolonga la liturgia de la Santa Misa.

El encuentro con Jesús, de la mano de María, se prolonga en esa caminata orante y festiva por las calles de nuestro pueblo, en ocasiones bien acompañados por el sol, la brisa suave y el paisaje de nuestro campo.

La fe nos hace caminar. Ella misma es una gran peregrinación que comienza aquí en nuestra vida terrena, pero alcanzará su meta en el cielo, en la bienaventuranza, en la casa del Padre.

Allí, sentados a la mesa, con María Santísima y los santos (también con los de “la puerta de al lado”, nuestros queridos difuntos), compartiremos la alegría de la esperanza que ha arribado al puerto.

***

“En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá.” (Lc 1, 39).

Así comienza el evangelio de hoy que acabamos de escuchar.

Contemplamos a María asunta en cuerpo y alma al cielo, pero el evangelio nos la presenta con los pies bien sobre la tierra.

No hay contradicción entre esta vocación celestial de Nuestra Señora y esta ocupación bien terrenal de asistir a una mujer anciana que está en trance de dar a luz.

Un día, el hijo de María, nos enseñará a rezar así: “Padre nuestro que estás en el cielo … hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

Podemos dejar volar nuestra imaginación y no nos equivocaremos si pensamos que es lo que el jovencito Jesús vio en su casa de Nazaret, contemplando a su mamá María y a su “abba” José.

En ese hogar de la tierra, el cielo se hacía presente como fuerza de Dios que transforma desde dentro -en cuerpo y alma- a las personas, al trabajo, a los vínculos entre vecinos, a la vida misma.

Volvamos a la escena evangélica: María “entró   en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».” (Lc 1, 40-45).

María va a dar una mano con las cosas de la casa. Pero lleva mucho más. Muchísimo más: lleva la alegría prometida, lleva a Jesús, el fruto bendito de su vientre.

Va con su fe sólida, corajuda, esperanzada y misionera.

Va colmada del Espíritu Santo, que la ha cubierto con su sombra y la ha hecho fecunda como se lo anunció el Ángel Gabriel.

Y, llevando en el corazón, en el vientre y en sus labios a Cristo, lleva así al Espíritu que, a través de ella, se derrama sobre Isabel, Zacarías y Juan.

Y todos experimentan la alegría del Evangelio.

***

¿A qué hemos venido a este santuario tan querido?

Venimos caminando, porque somos peregrinos, hombres y mujeres de fe y aquí nos encontramos con María que, como en la casa de Isabel, nos tiende la mano y nos da la alegría que colma su corazón.

Aquí, celebrando, orando y caminando juntos, experimentamos la presencia de Jesús resucitado, el hijo de María, el que, resucitado de entre los muertos, ha glorificado a su madre en cuerpo y alma.

Queridos peregrinos:

El camino de nuestra vida por esta historia es arduo. Sentimos su peso en nuestras piernas, pero, sobre todo, en nuestro ánimo. En ocasiones, ese peso nos hace caer.

Incluso experimentamos que muchas obras buenas, legítimas y justas no llegan a término. El fracaso es un compañero de camino de todo ser humano, de toda familia, de todo pueblo, y también de la comunidad cristiana.

¿Qué pasa entonces? ¿No tenemos ya nada más qué hacer o esperar?

No. Lo sabemos muy bien.

Aún después de todos nuestros fracasos y caídas, siempre la fe nos aporta lo más valioso de la vida: la esperanza, la fuerza para seguir caminando, la voluntad de hacer el bien a todos, de devolver bien por mal, de perdonar, de sanar y de retomar, día a día, el camino de la paz.

¿Cuántos hombres y mujeres buenos y sencillos, aunque también frágiles y pecadores, viven así y también así pelean la vida cada día?

Están sostenidos por la fuerza de la Pascua de Jesús que transfiguró a María y que esta tarde -como cada 15 de agosto- nos convoca a celebrar y caminar.

No. A pesar de todo, de la bajeza y corrupción moral de tantos; de la mezquina mediocridad de quienes deberían ser grandes en ideas, compromiso y acciones; a pesar de las frustraciones que nos dan tristeza y bronca, que pesan sobre nuestra Patria y que hipotecan la vida de las nuevas generaciones; a pesar de nuestras propias inconsistencias personales y sociales; a pesar de todo, mirando a María y a la potencia de Dios en ella, tenemos esperanza y esa esperanza levanta nuestro caminar.

El cielo es nuestra vocación, transformar esta tierra en adelanto del cielo es nuestra misión.

¡Qué hermoso es caminar juntos la esperanza que nos da Jesús, el hijo de María santísima!

Amén.