Homilía en la Misa de acción de gracias por los 35 años de ordenación sacerdotal – catedral de San Francisco (28 de septiembre de 2025)
“Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes.” (Lc 16, 19).
Volvemos a escuchar esta incisiva parábola de Jesús.
Hay estilos de vida que tienen efectos devastadores. No es la posesión de riquezas, sino esa ceguera interior que nos vuelve insensibles al drama humano. Un estilo de vida que va centrándose cada vez más en el propio interés y bienestar. El efecto es la insensibilidad frente a los “Lázaros” que yacen a nuestro lado.
Pero la parábola va más lejos aún: la insensibilidad frente al hermano que sufre es expresión de la sordera ante la Palabra de Dios.
“Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”, dice Jesús. Y añade: Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán” (Lc 16, 29.31).
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“Tienen la Palabra… escúchenla”.
Tenemos a Jesús, Palabra encarnada, escuchada, acogida en el corazón y llevada a la vida. Palabra siempre primera, mientras la nuestra siempre será palabra segunda, respuesta a su llamada.
Toda la vida de la Iglesia está asentada en el humilde acto de escuchar para acoger y vivir. Humilde, pero también frágil, al punto que esa Palabra puede ser desoída, desobedecida y hasta olvidada.
Por eso, miramos a María, imagen perfecta de la Iglesia que escucha, acoge y vive la Palabra. En el peregrinaje de la fe, María precede en la escucha a los creyentes de todos los tiempos y lugares. A ella le pedimos que nos enseñe a acoger, obedecer y vivir el Evangelio.
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“Tienen la Palabra… escúchenla”.
El sacerdocio ministerial existe por una decisión del Señor que quiere que su Palabra, su Eucaristía y su Perdón sigan presentes en la vida del mundo.
El ministerio presbiteral que recibimos hace treinta y cinco años ha nacido de la Palabra y está a su servicio.
La Palabra pasa por nosotros para llegar a todos. Pasa por nuestra humanidad, por nuestra biografía y por ese rico entramado de vínculos que son las comunidades cristianas por las que pasamos como servidores de la alegría de nuestros hermanos, como enseñaba Benedicto XVI.
La Palabra es siempre inseparable de la vida de quienes la escuchan, la acogen y buscan vivirla.
Ahí están nuestra familia, los amigos, el seminario, los obispos y presbíteros, los misioneros y agentes de pastoral, los consagrados, los que han sido probados por el dolor y nos confiaron su alma… Con ellos hemos aprendido a escuchar y a comunicar el Evangelio.
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Han pasado ya los días de la juventud. La madurez serena el alma, tiende a hacernos más pacientes con los demás, con nosotros mismos.
Hemos aprendido que en la vida se entremezclan luces y sombras, muerte y resurrección, pecado y gracia… Pero también a reconocer en ella, como los peregrinos de Emaús, al Señor que viene siempre de vencer la muerte y, como Resucitado, a darnos vida nueva.
La Palabra ha llegado a nosotros y ha encendido la luz poderosa de la fe.
La Palabra que nos ha iluminado nos dice -como Pablo a Timoteo- que hemos sido tratados “con misericordia” (1 Tim 1, 13) y, por eso, la fecundidad de nuestra vida, más que el éxito, está en la fidelidad a ese don gratuito, pero también misterioso, porque no nos permite saberlo todo, sino sabernos en las manos de un Dios bueno y jovial.
En estas jornadas de memoria del corazón damos gracias por el don del sacerdocio, de la fe compartida y de un ministerio que es bello y luminoso para nosotros.
Pero también, y en lo íntimo de la conciencia, nos sentimos llamados a ofrecerle el sacrificio de un corazón quebrantado y hasta humillado, porque nuestra fidelidad ha sido pobre y siempre desproporcionada frente al don recibido.
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Nuevamente miramos a María. Cada tarde nos presta sus palabras, su fe y su alegría para cantar su Magnificat. Al rezar el Rosario, ella también nos enseña a vivir los misterios de Cristo. Ella también nos anima a renovar nuestra frágil fidelidad en la Fidelidad del Todopoderoso que hace grandes cosas en los corazones humildes. Solo nos dice, como en Caná: “Hagan todo lo que Jesús les diga”.
A ella nos confiamos, una vez más.
Y que las palabras del anciano Pablo al joven Timoteo queden sembradas en nosotros y den fruto abundante: “Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad. Pelea el buen combate de la fe, conquista la Vida eterna, a la que has sido llamado y en vista de la cual hiciste una magnífica profesión de fe, en presencia de numerosos testigos.”
Así sea.


















