Justicia social

En su discurso en el Foro de Davos, el presidente Milei volvió a criticar con fuerza la noción de “justicia social”.

Como este concepto surgió en el pensamiento social católico, me parece oportuno poner sobre la mesa algunos puntos para la discusión. No me molesta la crítica. Al contrario: nos estimula a pensar mejor. En algunos puntos se puede coincidir; en otros, no.

Si se identifica más o menos a la justicia social con una distribución equitativa de bienes operada por el estado, y, por tanto, como remedio a las desigualdades económicas, el riesgo que señala el presidente no es para nada abstracto. ¿Hasta dónde puede llegar la coacción del estado en esta materia?

Sin embargo, en la tradición católica, el concepto de justicia social es mucho más rico. Justicia social es justicia, es decir: una virtud que perfecciona la voluntad de las personas. Y, por tanto, es fruto de la libertad que decide buscar siempre lo que es justo: darle a cada uno lo suyo. Nadie se vuelve justo, solidario o generoso por coacción. Hay que decidir serlo y empeñarse en ello.

Cuando los pensadores cristianos formularon el concepto de justicia social lo hicieron para mitigar y corregir el sesgo demasiado individualista del pensamiento liberal que tiende a reducir el rico significado de esta virtud a la justicia conmutativa, que es la que rige las relaciones individuales. Pienso que es ese uno de los riesgos más fuertes que veo en el discurso del presidente Milei (no solo en el de Davos) y de algunos de sus colaboradores.

La justicia social es la justicia del “bien común”; es decir, supone, ante todo, la participación de los ciudadanos libres en la creación de las condiciones que hacen posible el desarrollo integral de las personas. Y no solo su participación, sino también su colaboración activa.

Por eso, la doctrina social de la Iglesia ha señalado siempre con mucha fuerza el rol imprescindible de las personas y las agrupaciones que, desde abajo, dinamizan la vida social. Es más, para la doctrina social de la Iglesia, el primado en la edificación del mejor orden justo posible lo tienen los ciudadanos, individual o grupalmente considerados.

Es la subjetividad de la sociedad: primero las personas y la sociedad, y a su servicio el estado y los gobernantes que, democráticamente elegidos, se turnan periódicamente en la administración de la cosa pública.

Esta primacía de la subjetividad social es, hoy por hoy, más viva y urgente que nunca, dada la fuerte democratización de la vida ciudadana, operada, entre otros factores, por las redes.

En este marco, el rol del estado es favorecer una arquitectura sensata y sana de instituciones, leyes, normas y eficacia administrativa que favorezcan la participación y colaboración de las personas en la consecución del bien común.

En una sociedad con fuertes (y crecientes) desigualdades como la argentina, es urgente poner en marcha o recuperar esta sinergia virtuosa entre los ciudadanos y la sociedad, el mercado y el estado que ponga en marcha un proceso igualmente virtuoso de desarrollo integral para todos, especialmente atentos a los más vulnerables.

Una última digresión: de todas las conjunciones de la lengua castellana, la más “católica” de todas es nuestra maravillosa “y”: es estado y mercado, ciudadanos y sociedad, impuestos e inversión, etc.

He puesto sobre la mesa algunos puntos. Por supuesto, no todos. No sé si ayudarán. Los argentinos somos pasionales y, por momentos, intransigentes para dialogar y buscar consensos.

Sin embargo, y arriesgando una buena cuota de ingenuidad, quisiera seguir apostando por esa alta forma de vida ciudadana que es el diálogo franco, abierto y sincero.

+ Sergio O. Buenanueva
Obispo de San Francisco
19 de enero de 2024

#JusticiaSocial
#Davos

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