Ordenación diaconal de Raúl R. Araya

Catedral de San Francisco – Domingo 9 de noviembre de 2025

“Ustedes son el campo de Dios, el edificio de Dios.” (1 Co 3, 9c). 

¿En qué campos piensa Pablo cuando aplica esta imagen a la comunidad de Corinto? 

Si el Espíritu Santo lo inspiró para escribir así a los corintios, estas palabras en realidad están dirigidas a nosotros. Por eso, podemos evocar tranquilamente los campos que nosotros conocemos, los que enmarcan a nuestros pueblos y ciudades, los que recorremos con la vista en nuestras idas y venidas, en los que eventualmente trabajamos. 

En este momento, esos campos -de trigo, por ejemplo- se ven espléndidos por las lluvias extraordinarias de los meses pasados. 

¿Podemos ver en ellos la belleza y fecundidad de nuestras comunidades cristianas?

Seríamos ingratos si respondiéramos de forma negativa. Nuestro Dios es sembrador hábil y perseverante; no se desalienta, sigue trabajando y fecundando su campo, nuestra Iglesia. 

Jesús vio la acción de su Padre en los lirios del campo, en una pequeña semilla que crece, en un campo de trigo y cizaña, en una mujer que pone levadura en la masa… Y así nos enseñó a contemplar la realidad más honda: aquella que tiene al Dios bueno como protagonista, tan silencioso como efectivo. 

Porque Pablo habla del campo “de Dios”. Esa declinación es importante: la comunidad eclesial es campo adquirido, sembrado, trabajado y hecho fecundo por la misma mano: la mano siempre laboriosa de nuestro Dios. O, siguiendo a san Ireneo podemos decir: el Padre trabaja nuestro campo con sus dos manos: el Hijo y el Espíritu. 

Días pasados, en una visita pastoral, pude visitar un tambo de una de las grandes empresas lácteas de nuestra zona. Admirable obra de ingeniería y de tecnología. Solo eran necesarios cuatro operadores para cuidar lo que la tecnología hacía con una eficiencia sorprendente. 

El campo de Dios que somos nosotros, que son cada una de nuestras comunidades, que es nuestra Iglesia diocesana, sin embargo, no es trabajado por pocas manos. A las aludidas manos del Padre, se suman las manos de innumerables trabajadores: hombres y mujeres, laicos, consagrados, pastores y diáconos, con sus dones, carismas y servicios. 

De ese campo ha surgido la vocación de Raúl que, en breve, y por la imposición de manos y la oración del obispo, recibirá la gracia del Espíritu Santo para seguir trabajando en el campo de Dios como diácono, signo visible de Cristo, el servidor del Padre.

Un rasgo del camino vocacional de los diáconos permanentes que, en cierto modo, los distingue de los jóvenes que se preparan para ser presbíteros, es precisamente este: la imposición de manos les confiere el Espíritu a hombres que han reconocido el llamado del Señor después de un prolongado camino en las comunidades donde maduraron su fe, sirvieron en distintas áreas pastorales. 

Y, por supuesto, en ese camino tan rico que es la vocación matrimonial. En el caso de Raúl, junto a Marcela, su esposa, sus hijos y amigos. La familia, Iglesia doméstica, es también campo de Dios, trabajado por el Padre con la ayuda del Hijo y el Espíritu Santo a través de las manos de los esposos que se convierten en padres y liturgos de la fe para su familia. 

Ese campo hermoso que son nuestras comunidades cristianas viene siendo trabajado por muchísimas manos: obispos, sacerdotes, catequistas, misioneros, voluntarios de Caritas, ministros extraordinarios de la comunión, servidores en la pastoral del alivio, del consuelo y del duelo; hombres y mujeres en los consejos de asuntos económicos; manos también que preparan nuestras liturgias (sacristía, ministros, canto, guiones, etc.) … Y – ¡cómo olvidarlo! – por corazones que oran y abren el mundo para Dios. 

Aquí quiero hacer una mención a la Escuela diocesana para el Diaconado, puesta bajo el patronazgo de San Francisco de Asís. A su director, padre Mario Ludueña, a sus directivos y docentes. ¡Gracias por su trabajo en estos años! En estas ordenaciones recogemos los frutos del mismo.

La Renovación Carismática – de la que proviene Raúl – nos ha recordado que el Espíritu derrama sus carismas en la vida de la Iglesia. Pero los más importantes carismas no son los extraordinarios o bulliciosos, sino los ordinarios, humildes y sencillos, aquellos de los que nos dijo el Concilio Vaticano II, que cada uno de nosotros recibe en el bautismo y que redundan para el bien común cuando expresan la caridad de Cristo. 

Me pregunto si, cuando celebremos nuestro Sínodo, teniendo como tema de fondo la alegría de creer en Jesús y de comunicar a otros la fe que nos colma, no tendremos que definir mejor qué carismas bautismales merecen ser traducidos en ministerios más o menos estables en nuestra vida diocesana, por ejemplo, el de la animación pastoral de nuestras comunidades. 

***

Pablo habla también de la comunidad cristiana como “edificio de Dios”. En el fragmento de la carta que hemos escuchado, de la imagen del edificio pasará a la del templo de Dios. Aquí me permito traer a colación la enseñanza de la primera carta de san Pedro. Habla también de un templo de Dios, pero de un templo en construcción:

Al acercarse a él, la piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa a los ojos de Dios, también ustedes, a manera de piedras vivas, son edificados como una casa espiritual, para ejercer un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo. Porque dice la Escritura: Yo pongo en Sión una piedra angular, elegida y preciosa: el que deposita su confianza en ella, no será confundido. (1 Pe 2, 4-6). 

Querido Raúl: a lo largo de tu vida, desde niño y en el seno de una familia, la fe ha dispuesto tu corazón para esa obra artesanal que es ser tallado como piedra viva para el templo que Dios se está construyendo en el mundo. Has aprendido también a sumarte como obrero de la construcción a través de todas las experiencias que has vivido, también en los años de tu servicio en la fuerza policial. 

Ahora, tu tarea artesanal de dejarte edificar por Dios y de sumar tus brazos a la construcción de la casa de Dios, recibe la gracia sacramental del orden como diácono, imagen de Cristo servidor. Tu forma de edificar sigue siendo el amor -como en tu matrimonio y familia-, pero ahora como servidor de Cristo para la edificación de la comunidad cristiana. Servicio que pasará principalmente por la vida de los pobres, de los enfermos, de los más frágiles y descartados. 

Una sociedad opulenta y pagada de sí, siempre deja en los márgenes a personas y familias que no logran sumarse a la mesa de todos. Como diácono, ese ha de ser tu campo de trabajo privilegiado. El tuyo y el de los diáconos que se vayan sumando a la vida pastoral de nuestras comunidades cristiana. 

Al incorporar la luminosa figura del diácono permanente a la vida ordinaria de nuestras comunidades cristianas hacemos más visible esta realidad: solo edifica la caridad de Cristo, solo construye la Iglesia el que ama y sirve. 

***

Vuelvo a la enseñanza de san Pablo que nos hace esta inquietante pregunta: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Co 3, 16).

Estamos terminando este año 2025. Ya asoma en el horizonte la realización de nuestro primer Sínodo diocesano. En las vísperas de su celebración, la ordenación de los primeros diáconos permanentes no es una mera casualidad: nos indica un camino preciso que tenemos que recorrer todos, como Iglesia diocesana, para ser fieles a la llamada del Señor. 

La fe que alegra nuestro corazón y que sentimos el deseo de comunicar a los demás requiere de nosotros plena disponibilidad para dejarnos edificar por el Espíritu Santo. Requiere que nos despojemos de nosotros mismos. 

Después de transformar el agua en vino en las bodas de Caná, Jesús inicia su ministerio público purificando el templo de Jerusalén. Así nos lo cuenta san Juan, marcando una diferencia con los sinópticos que ponen este gesto profético al final del camino de Jesús, antes de la pasión.

El Señor no solo está edificando su Iglesia con piedras vivas, sino que también la purifica, una y otra vez, para que sea -como esta catedral- un templo bello, luminoso y espacioso para que quepan todos sus hijos e hijas para la mayor gloria de Dios.

Que María, san Francisco y los santos asistan a nuestra Iglesia diocesana para que viva con alegría el servicio a los pobres, sobre todo, contagiando la alegría de creer y esperar. 

Amén. 

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