Ordenación diaconal de Luis Rolando y Raúl Quinteros

Parroquia Nuestra Señora de la Merced de Arroyito (23/09/2025)

Con esta celebración eucarística ya estamos celebrando la fiesta de Nuestra Señora de la Merced, una de las grandes jornadas marianas de nuestra Iglesia diocesana. 

Al celebrar esta tarde aquí, en Arroyito, tierra de María, ensanchemos el corazón y tengamos presentes a todas las comunidades, fieles y devotos de María de la Merced que, para esta fecha, la celebran con fe.  

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María nos sigue diciendo: “Hagan todo lo que Él les diga”

Se lo dijo a aquellos “servidores” (diakonois, dice el texto griego) de las bodas de Caná. Nos lo dice a nosotros como Iglesia diocesana. 

Como María, la Iglesia no puede tener, delante de Jesús, otra actitud que la escucha, la súplica y la obediencia. 

Si hoy nos alegramos de ordenar a los primeros hombres casados como diáconos permanentes es porque, en su momento, y a través de un camino eclesial muy rico, sentimos que el Señor nos ordenaba disponernos para dar este paso evangelizador. 

En esta obediencia a la palabra del Señor, que nos llega también a través de María, está el fundamento de nuestra alegría y también de la gracia con la que contaremos para ese desafío que, como intuimos, será la incorporación de la figura de los diáconos permanentes a nuestra vida y misión eclesial. 

Lo dijimos desde el inicio: si la presencia de los diáconos permanentes en nuestra pastoral es para que todo siga como hasta ahora, no tiene sentido. 

El camino sinodal que el Espíritu nos ha impulsado a recorrer, que estamos transitando y que tendrá una etapa especialmente intensa con la celebración de nuestro primer Sínodo diocesano, apunta a que cada comunidad cristiana y cada bautizado asuma con determinación su propia vocación y misión.

La providencial ordenación de estos servidores nos marca el camino: como Jesús, servidor del Padre y de los pobres, una Iglesia más misionera, más servidora y más “madre” de los pequeños, los descartados y los olvidados.

Es la huella de san Francisco de Asís, herido de amor, juglar de Dios y diácono él también, imagen perfecta de Cristo. 

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Días pasados, conversando con los miembros del Equipo diocesano para el camino sinodal, pero también con el Consejo presbiteral, he manifestado en voz alta una pregunta que me hago y que les hago: ¿tenemos todavía algo valioso que ofrecer a nuestros hermanos, aquí y ahora?

Para indicar una respuesta, vuelvo al evangelio, a la segunda mención que el texto hace de los diakonoi, los servidores. 

Son solo dos versículos, preciosos y enormes: “El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y les dijo: «Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento».” (Jn 2, 9-10). 

Nos dice san Juan que, lo que ignoraba el encargado de la boda, “lo sabían los diakonoi, los servidores”. 

Nosotros tampoco ignoramos el origen de este vino, el más sabroso, el mejor vino. Y no lo ignoramos porque, como quizás hicieran aquellos servidores, lo hemos saboreado y sabemos las secuelas de aquella sobria embriaguez del Espíritu que produce. 

Ese vino es el Evangelio, es la persona del Señor, su Sangre gloriosa y vivificante. 

Él ha sellado nuestros labios con su Sangre preciosa. Él, y sólo Él, es el Señor de nuestras vidas. 

En la liturgia, el diácono comulga del cáliz que le presenta el obispo. Y su ministerio ofrecerlo a sus hermanos para que comulguen con la Sangre de la Nueva Alianza. 

Queridos Luis y Raúl: ¡beban siempre de este cáliz de salvación! ¡Embriáguense de Cristo! 

Los ministros del Evangelio hacemos muchas cosas buenas e importantes; sólo una, sin embargo, es necesaria. 

Como María de Betania elijan siempre la mejor parte y ayúdennos a hacer lo mismo: ser discípulos de Jesús.

Ustedes que, con Cecilia y Adriana, sus esposas, han aprendido a celebrar en la vida cotidiana las bodas de Cristo, su amor, su paciencia y su entrega, dispongan el corazón para el don que están a punto de recibir y, sobre todo, de vivir en el ministerio diaconal. 

¡Miremos juntos a María, redentora de cautivos y servidora del Evangelio!

Ella nos precede en el camino de la fe, de la misión y del servicio. 

A ella volvemos a confiarnos con la sencillez de los niños. 

Amén. 

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