20 de noviembre de 2023

He empezado a escribir estas líneas en la tarde del viernes 17 de noviembre, mientras rezamos por la Patria. Las he concluido el domingo 19 después de celebrar la Misa e ir a votar. Las publico este lunes 20 de noviembre de 2023.

Mientras escribo, no sé todavía quién ha sido elegido presidente, pero ya está en mis oraciones. También el candidato que perdió. Parafraseando al papa Francisco: estamos juntos en el mismo barco. Todos tenemos el desafío de seguir consolidando la democracia que elegimos hace cuarenta años.

La democracia es mejor, no porque sea más eficiente que otros sistemas, sino por su fundamento: la dignidad de la persona, sus deberes y derechos; porque consagra el imperio de la ley y el estado de derecho; y, en definitiva, porque apela a la conciencia y libertad de los ciudadanos para elegir o cambiar a los representantes del pueblo soberano. Para quienes somos creyentes, todo ese delicado engranaje se sostiene en Dios, fuente de toda razón y justicia.

Escribo pensando en este lunes y en el camino que, como pueblo, tenemos por delante. Soy un ciudadano argentino, católico y obispo. Estas tres realidades preciosas convergen en mi persona y determinan lo que comparto a continuación.

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Ha concluido un extenuante año electoral. No se puede someter a la ciudadanía a un proceso tan desgastante, en medio de una crisis económica y social angustiante. La imagen que queda es la de una clase política que se mira a sí misma, dejando para un segundo plano las preocupaciones, intereses y desafíos de la sociedad.

Un signo muy esperanzador sería, no digo una reforma política amplia (que anhelamos desde la crisis de 2001), sino, al menos, un calendario electoral más diáfano, claro y respetuoso de la vida de las personas. Solo eso.

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Sin embargo, no hay mal que por bien no venga. A lo largo de este intenso año electoral 2023, los argentinos hemos expresado, una vez más, el talante fuertemente pasional con que vivimos todo: el fútbol, la política y también la religión.

La polarización se ha exacerbado, alcanzando incluso a los católicos y otros creyentes. Sin embargo, este apasionamiento revela que la cosa pública sigue despertando interés, inquietud y capacidad de involucrarse en el destino colectivo de nuestro pueblo. Esto es bueno.

Aquietados los ánimos, reconducidas las tensiones a un límite aceptable y, por encima de todo, haciendo prevalecer el respeto por el otro, tenemos que tirar de ese hilo para sacar a la luz la capacidad de construir, con paciencia y perseverancia, el bien común.

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Pienso que, mirando el presente y el camino por transitar, tenemos algunas tareas indispensables: rehabilitar la política y rehacer la convivencia ciudadana.

En la tradición del humanismo cristiano, a la política se la concibe como una de las formas más altas de caridad: es la búsqueda paciente, perseverante y deliberada del bien común. Supone todo un conjunto de hábitos virtuosos. No se rehabilita la política solo con maña y picardía, sino con ciudadanos fogueados en la búsqueda de la verdad, del bien, de la honestidad y de la justicia.

Rehabilitar la política es una tarea que incumbe a todos los ciudadanos, aunque desafía de manera particular a los hombres y mujeres que la reconocen como su vocación personal. No todo político tiene que ser un estadista, pero no hay política de largo alcance sin políticos así: capaces de alentar un proyecto común, de pensar estratégicamente y de darle mística a la construcción colectiva de un proyecto común de país. El pragmatismo es importante, pero si tiene tras de sí ideas y convicciones sólidas, sino es -como lo hemos comprobado dolorosamente- cortoplacismo y retórica.

Ya tenemos presidente. Estará buscando por estas horas armar su equipo de trabajo y diseñando cómo afrontar los complejos desafíos que tiene nuestro país. Nos lo tendrá que decir con la mayor claridad posible, pensando, sobre todo, en los más frágiles, en las nuevas generaciones y en quienes lo miran con sospecha. Necesitará mucho temple, paciencia y capacidad de trabajo.

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Los ciudadanos de a pie, que en este lunes 20 de noviembre retomamos nuestra vida cotidiana, tenemos también una serie de desafíos formidables para enfrentar juntos los duros tiempos que se avecinan. Entre ellos, he mencionado el de reconstruir la amistad social, una convivencia pacífica y estimulante para todos.

En estos meses hemos vivido tensiones fuertes, tal vez hayamos dicho palabras gruesas de las que hoy seguramente estemos arrepentidos; incluso habremos podido ofender a amigos queridos o a personas que respetamos.

Es hora de darnos una nueva oportunidad, mirarnos a los ojos y tendernos la mano. Estamos juntos en este mismo barco -como decía arriba- que es Argentina.

En ocasiones se ha dicho que la democracia, por tal o cual razón, está en riesgo; o que nuestro país está en peligro. Sinceramente, nunca me lo he creído del todo.

La democracia argentina está en riesgo desde que existe y ha atravesado momentos críticos de gran peligro. Su riesgo más grande es no haber podido poner en marcha un proceso virtuoso de desarrollo para todos que lleve trabajo, educación y libertad a buena parte de nuestros hermanos y hermanas argentinos, especialmente a las nuevas generaciones. Este riesgo sigue ahí, activo o latente. Es nuestro desafío de fondo.

Los que creemos en Jesucristo, el Señor de la historia, contamos con Él, con la fuerza de su Espíritu y con el inestimable poder de la esperanza que derrama en nuestros corazones. A Él apelamos para seguir caminando con nuestros conciudadanos.

¡Argentina, canta y camina!

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