«La Voz de San Justo», domingo 2 de julio de 2023

“Él que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Él que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Él que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.” (Mt 10, 37-39).
Tal vez, de tanto escuchar estas palabras, hayamos perdido de vista su alcance. Suenan a cosa sabida. Algo que damos por descontado. Son, sin embargo, un verdadero escándalo.
Basta un simple ejercicio para advertirlo. ¿Qué pasaría si una persona cualquiera reclamara para sí la misma pretensión de Jesús? Sin ir más lejos, que un cura (o un obispo) se animara a decirnos: si no me amás a mí más que a tu padre, a tu madre o a tu hijo… “Andá, p’allá, bobo…”, sería lo más elegante que seguramente diríamos.
Jesús es mucho más que un profeta que anuncia a Dios. Él mismo se planta delante de los suyos como un absoluto ante el que hay que decidir la propia vida. Encontrarla o perderla depende de esa decisión. Tarde o temprano somos llevados al vértigo de semejante abismo. Y somos instalados en él.
En realidad, el amor que Jesús exige no plantea alternativas irreductibles: o yo o ellos. Es un amor que libera el corazón, haciéndolo capaz de amar hasta el don total de sí. Basta mirar la vida de sus mejores discípulos para comprobarlo: de Francisco de Asís al Cura Brochero.
“Señor Jesús: siento el vértigo del abismo al que me llevan tus palabras. Y siento también que tengo que enfrentarlo: perder mi vida por Vos para ganarla, abrazando mi propia cruz. Amén.”