Obispo desde la cárcel

Cuando se conoció que, en un juicio rápido, la dictadura de Ortega había condenado a veintiséis años de cárcel al obispo Rolando Álvarez, inmediatamente escribí un Tuit dando cuenta de este hecho.

Alguien me señaló en los comentarios que, a su criterio, el obispo habría debido aceptar el exilio, a fin de cumplir su misión entre los nicaragüenses también exiliados, evitando así el incordio de la prisión.

Me dejó pensando, no porque dudara de la opción del obispo Álvarez, sino porque el comentario tuitero dejaba picando una punzante inquietud. Yo también soy obispo y advierto que la decisión de mi colega nicaragüense tiene un genuino sabor evangélico. Su persona, su misión y esa condena injusta se corresponden como solo el Evangelio de Cristo puede hacerlo.

Lo digo sin rodeos: desde la cárcel, Rolando va a ser más obispo que si gozara de la más plena libertad de movimiento.

Alguna vez leí que Víctor Frankl señalaba que Cristo en la cruz había sido más libre que nunca, pues vivía, así clavado al madero, la mayor de las libertades que posee el alma humana: la libertad de aceptación.

Algo de eso hay en el gesto heroico del obispo Álvarez. Pero, en clave evangélica, hay mucho más. Un obispo no es un mero funcionario eclesiástico. “Obispo” es nombre de misión: expropiado de sí mismo, de su propio éxito y, finalmente, del propio bienestar personal, ha de vivir para Aquel que lo ha llamado y para el pueblo al que es enviado como pastor.

La mayoría de nosotros lo vive en la cotidianeidad de su ministerio. Pero, para algunos, esa misión los lleva a la prueba suprema de la muerte o del sufrimiento. Y así, unidos a Cristo crucificado, pastorean al pueblo con la fecundidad de la Pascua.

Álvarez está recluido, según parece, en una celda de castigo. No es el primero ni será el último. En el museo del campo de concentración de Dachau se pueden observar algunos testimonios de lo que vivieron en ese lugar obispos y sacerdotes católicos, como también pastores de las Iglesias protestantes. El nazismo, como ahora la dictadura de los Ortega, mandó a ese lugar a los que consideraba “parásitos del pueblo”.

Están ahí por la decisión del tirano de turno, pero también porque su fe en Dios los puso en esa encrucijada donde un hombre, en conciencia, no puede menos que vivir a fondo el primer mandamiento de la ley: solo Dios es Dios, ninguna magnitud humana puede reclamar para sí que ningún ser humano se postre ante ella como su fin supremo.

No es un gesto básicamente político, sino profunda y genuinamente religioso. Pero, paradojalmente, esa libertad ante Dios posee la mayor fuerza política que se pueda concebir. Por eso, los tiranos temen y tiemblan cuando un pueblo reza.

¿Cumplirá el obispo Rolando Álvarez los veintiséis años y cuatro meses que la corrompida justicia del régimen le impuso?

Espero que no. Casi estoy seguro de que no será así. Pero, para mí mi hermano Rolando está cumpliendo cabalmente su misión como pastor del rebaño que Cristo adquirió con su Sangre, como enseñaba san Pablo a los primeros pastores de la Iglesia.

Oro por él, por la diócesis de Matagalpa, por los curas y laicos que comparten su pasión y por el noble y sufrido pueblo nicaragüense. Tarde o temprano se verán libres del tirano.  

¿Te cuento por qué voy a Misa?

Dios está en todas partes. Es el Creador que sostiene con su mano sabia y providente todo lo que existe.

Desde su resurrección, Cristo, el Señor, llena con su presencia todo espacio de nuestro mundo y de nuestra historia.

Por eso, podés encontrarte con Él en todo lugar, en cualquier momento, incluso en los más inesperados o, en apariencia, más alejados o menos sagrados.

Sin embargo, para la experiencia cristiana, lo que acontece cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía es algo único, sorprendente y estupendo.

Allí, sea una humilde capilla o una espléndida catedral, junto a la cama de un enfermo o incluso en una celda oscura, cada vez que los cristianos celebramos la Santa Eucaristía, somos alcanzados por el Señor en su mejor momento: su Pascua.

Cuando cobrás conciencia de lo que acontece cuando el sacerdote toma el pan del altar y dice: «Tomen y coman, esto es mi Cuerpo»… O, cuando, acercándonos a comulgar, el ministro nos muestra la santa Hostia y nos dice: «Cuerpo de Cristo»… cuando eso pasa y caés en la cuenta de ello, todo cambia. Y todo es TODO: la vida, la muerte, el futuro, también nuestra fragilidad y pequeñez.

¡Cómo vamos a dejar de celebrar la Eucaristía!

Todos rezamos en nuestra casa, en lo secreto donde solo el Padre ve nuestro corazón. Está buenísimo. Es magnífico. No se puede negar.

Pero, para nosotros, los discípulos de Jesús es tan bueno como insuficiente. Por eso, no dejamos de reunirnos para celebrar la divina Liturgia.

Seremos pocos, viejos y medios bobos, pero nunca vamos a dejar de hacerlo, porque lo que nos reúne no son nuestros logros, capacidades y méritos, sino su Palabra y su Espíritu.

Es Él, en persona.

Siempre habrá una comunidad que se reúna en su Nombre para celebrar la Fracción del Pan… hasta que El vuelva.

Te lo quería decir. Lo quería compartir.

Amén.

El sol sobre buenos y malos

“Ustedes han oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo» y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. […] Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.” (Mt 5, 43-45).

En realidad, en ningún lugar del Antiguo Testamento se manda odiar a los enemigos. Lo que sí hay es esta idea de que “prójimo” es alguien del propio palo, con un vínculo de sangre o de raza. Se trata de un amor restringido. Por eso, algunos contemporáneos de Jesús enseñaban: quienes están fuera de ese círculo no pueden ser amados.

Es como quienes critican la enseñanza del papa Francisco en Fratelli tutti, que invita al amor universal, cuyo modelo es el buen Samaritano. Los cristianos -según esta postura- solo podríamos llamarnos “hermanos” entre nosotros.

Jesús rompe esa concepción errada. El amor cristiano buscará siempre quebrar ese espíritu de secta. Y lo hace desde la raíz más genuina del Evangelio: el Creador, es un Padre, cuya perfección a imitar es el amor universal y la misericordia. Padre de todos, especialmente de los más alejados. Su amor divino es “católico”, es decir, según la totalidad. El Papa Francisco lo interpreta correctamente.

“Señor Jesús: tu Padre hace salir el sol sobre buenos y malos. Es la buena noticia que has traído a este mundo atravesado por el odio, la división y la violencia. Ayudanos a reconocernos hermanos, a romper el espíritu de tribu. Danos la valentía revolucionaria de ser católicos en serio: amar a todos, sin excluir a nadie. Amén.”

Una propuesta de vida y libertad

«La Voz de San Justo», domingo 12 de febrero de 2023

“Les aseguro que, si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos.” (Mt 5, 20).

Nosotros entendemos por “justicia” darle a cada uno lo que le es debido. Para la Biblia, en cambio, esta palabra designa la voluntad de Dios: una vida que se ajusta al querer de Dios y, de esa manera, convierte en justo y sabio al hombre.  

Este domingo entramos al corazón del Sermón de la Montaña. Jesús repasará seis situaciones de vida (homicidio, adulterio, divorcio, juramentos, la ley del “ojo por ojo” y el amor a los enemigos), proponiendo superar la tendencia de los fariseos a un cumplimiento formal y minimalista.

No solo el homicidio es grave -enseña Jesús-, sino también el albergar odio hacia los demás. No basta con no cometer adulterio: hay que cuidar la fidelidad del corazón. El matrimonio supone una decisión libre por un amor sin reservas, más allá de todo cálculo. Nuestra palabra siempre debe ser transparente.

El que quiera vivir con autenticidad el querer de Dios tiene que ir al corazón de los mandamientos, asumiéndolos libremente y a conciencia.  Es la justicia superior de la que habla Jesús: supera a los comportamientos mezquinos del fariseísmo.

La propuesta de vida que Jesús nos hace es una invitación a ser hombres y mujeres como él: auténticos, leales, transparentes. En una palabra: vivir el bien, la verdad y la justicia a conciencia, con pasión y a fondo.

“Señor Jesús: solo Vos podés enseñarnos el camino de la vida. Soplá tu Espíritu sobre nosotros para que nuestro corazón se sienta atraído por el bien, la verdad y la belleza que es tu Evangelio. Y que lo vivamos con alegría y en libertad. Amén.”

Crímenes y castigos que nos conmueven e interpelan II

Los juicios por los asesinatos de Lucio Dupuy y Fernando Báez Sosa nos tienen que conmover, hacer pensar y actuar con decisión. Sigo pensando sobre estos desafíos. Aquí, una nueva contribución…

Hay un vieja idea de la escolástica que, según creo, se retrotrae a Aristóteles.

La medida de la justicia se restablece cuando los delincuentes purgan, a través de las penas proporcionales que les impone el juez, sus delitos.

En címenes aberrantes (por ejemplo, los llamados de «lesa humanidad», es decir, que hieren la dignidad humana), la expiación ha de ser realmente onerosa. En otros tiempos era la pena capital. Hoy lo es, por ejemplo, la prisión perpetua o largos años de cárcel.

El asesinato, el genocidio (por ejemplo, el nazi), la tortura u otras vejaciones suponen una herida a la dignidad de las víctimas que clama al cielo. La justicia humana obra hasta donde puede. Por eso, solo la justicia divina puede llegar a la raíz de semejantes delitos.

Hay, sin embargo, un aspecto de la reparación que no podemos perder de vista: no solo la dignidad humana de la víctima ha sido herida, sino que también el victimario, al obrar como obró, ha lesionado su propia dignidad. Por eso, sin mermar en nada las penas que los delincuentes que han cometido estos delitos han de purgar, siempre hay que dejar abierto el espacio al arrepentimiento.

Se suele evocar el caso del joven francés Jacques Fesch, ajusticiado en la guillotina el 1º de octubre de 1957, que, en la cárcel, realizó un camino espiritual de conversión y arrepentimiento por el homicidio que había cometido, al tiempo que aceptó la pena capital a la que había sido conendado.

No basta que los criminales vayan la cárcel a cumplir sus coondenas. La sociedad también necesita que se rehabiliten realmente como seres humanos, en la medida en que esto sea posible y allí donde sea posible.

Las leyes tienen que ser justas y severas. La justicia tiene que esclarecer los delitos y castigarlos según corresponda.

Ninguna ley, sin embargo, puede obligar a nadie a arrepentirse ni a ofrecer su perdón a quien lo ofendió. No se impone la renconciliación por la fuerza de la ley. Tampoco puede obstaculizar o impedir que esto ocurra.

Arrepentimiento y perdón son valores espirituales que siguen sus propios caminos que siempre pasan por la conciencia de las personas, lugar privilegiado donde obra el Espíritu Santo.

Oración por Fernando

Señor, Señor…
No mirés nuestros pecados.
Nos avergüenza la Patria que estamos dejando a nuestros chicos y chicas.
Escuchá nuestra súplica.
Llega a tu Presencia desde nuestros corazones atravesados por el dolor.
¡Qué nuestros jóvenes no mueran más!
¡Qué desterremos el odio, la violencia, el desprecio por la vida!
¡Volvé a mirar el rostro de Fernando y abrazalo fuerte!
Es hijo, hermano y amigo de todos.
¡Dale consuelo y fortaleza a sus papás!
Amén.

Luz y sal

«La Voz de San Justo», domingo 5 de febrero de 2023

“Ustedes son la sal de la tierra. […] Ustedes son la luz del mundo. […] Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.” (Mt 5, 13.14.16). 

La sal da sabor y conserva los alimentos. La luz alumbra y, por eso, ayuda a vivir. Sin embargo, la sal puede perder su sabor y la luz se puede esconder o apagar. Estas dos metáforas le sirven a Jesús para explicar cómo imagina a la comunidad que vive las bienaventuranzas del domingo pasado.  

Jesús mismo es Luz y Sal de la tierra. Lo comprueba con creces el que se aventura a leer los evangelios con corazón abierto y sed de verdad. Cuentan que el Cura Brochero se sabía de memoria el evangelio de Mateo, releyéndolo incluso por las noches. Cualquiera de nosotros puede testificarlo: un versículo de los evangelios, de las cartas de Pablo u otro escrito de la Biblia nos ha traído luz y sabor a nuestra vida.   

Mencioné a Brochero, pero podríamos ampliar la lista solo recordando a tantos testigos, cuyas vidas “sabrosas” nos han iluminado, ayudándonos en nuestro propio camino. Glorifican a Dios mucho más que todas las palabras dichas, escritas o plasmadas virtualmente. Luz y sal para todos. Y lo son de solo vivir, sin siquiera proponérselo.  

“Señor Jesús: Vos sos Sal y Luz del mundo. Que tu Espíritu nos comunique tu sabor y tu luz. Nuestro mundo siente sed de Aquel a quien vos llamás: Padre. Que tu Iglesia se renueve de verdad: más transparente a tu Misterio y, por eso, más luminosa, más sabrosa por la hondura de su vida, de su libertad y de su ardor misionero. Amén” 

Crímenes y castigos que nos conmueven e interpelan

Desde que Caín levantó su mano y acabó con la vida de su hermano Abel, la humanidad sabe que la fraternidad siempre (y «siempre» es «siempre») estará amenazada por esa oscuridad incomprensible que habita los corazones humanos.

En el Evangelio, Jesús contó la parábola del «Buen samaritano» como contrapartida de aquel asesinato primordial.

Ese es el camino, a condición, claro está, de que no reduzcamos el cristianismo a mero humanismo o, peor aún, a una ética, por ejemplo, de la compasión.

El problema fundamental de la ética no es tanto señalar qué está bien o qué está mal, sino con qué fuerzas el ser humano, siempre frágil, ignorante y dado al autoengaño, podrá hacer el bien, especialmente cuando esto signifique ir contra sí mismo, sus propios intereses o los de su grupo. Y cómo se educa en el hábito de ser buenos, justos, generosos y desinteresados en la búsqueda del bien común.

El cristianismo es un acontecimiento de salvación que tiene en su raíz, en su núcleo y en su entraña la encarnación de Dios. Cristo es el Buen Samaritano, el Salvador, el que nos da la gracia de su Espíritu para sanar y elevar el corazón humano.

Crímenes aberrantes como el asesinato del pequeño Lucio Dupuy o el que se llevó la vida de Fernando Baéz nos conmueven e interpelan: ¿cómo prevenirlos? ¿Qué tenemos que hacer, aquí y ahora, para crecer en humanidad como sociedad? ¿Qué le cabe al Estado y a la sociedad, a cada uno de nosotros?

Se necesitan leyes justas. Claro está. También políticas preventivas. Sobre todo, se necesitan personas justas y más que justas: buenas, virtuosas y generosas. Esa meta desborda las posibilidades de cualquier política. Ni el estado ni la ley nos hacen buenos. El secreto de la virtud nace de abajo y de dentro, del corazón.

La justicia secular ha condenado a quienes asesinaron brutalmente a Lucio. Seguramente hará lo mismo a los que mataron a Fernando. Es su tarea: esclarecer los crímenes, establecer las responsabilidades e imponer las penas proporcionales. Para ello se toma su tiempo.

Mientras tanto, los ciudadanos aguardamos expectantes, tratando de conjurar el comprensible deseo de venganza que puede llegar a habitarnos. También tratando de no dejar que las ideologías, siempre sesgadas, parciales y desinteresadas de los hechos reales, obnuvilen nuestra mirada, desviándola hacia otras guerras e intereses.

Repasando la enseñanza de Santo Tomás de Aquino sobre la justicia punitiva, surgen muchas reflexiones interesantes. El santo doctor enseña que, al imponer sanciones al delicuente, no se puede buscar primariamente su daño, sino que, toda sanción debe ordenarse a algún bien: la enmienda del delicuente, algún bien para la sociedad en su conjunto. Incluso las penas más severas no pueden obviar la dimensión medicinal de toda sanción: ayudar al delicuente a hacerse cargo de su delito, a asumir lo oneroso de su sanción y, de esa manera, expiar el delito y recuperarse en su dignidad.

¿En qué medida el sistema penal ayuda en este complejo proceso de hacer verdaderamente justicia de los delitos cometidos? Solo si lo hace, la sociedad podrá sentirse un poco más segura, aunque siempre haya que estar atentos y vigilantes.

La historia de Caín y Abel se sigue desarrollando, pero tambien la del Buen Samaritano.

Cristo nos asegura su gracia para que nos convirtamos en hermanos y hermanas, apostando siempre por la vida.

Bienaventuranzas

«La Voz de San Justo», domingo 29 de enero de 2023

“Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos […]»” (Mt 5, 1-3).

Seás creyente o no; bautizado, tal vez, pero no “practicante”. No importa. Si me permitís una sugerencia: buscá en tu Biblia (o googleá) el evangelio de este domingo (cf. Mt 4, 25-5,12). Tomate todo tiempo, leé despacio y dejá que te alcancen las palabras de Jesús. Si tenés mucha imaginación, usala: imaginá la escena, a Jesús subir a la montaña y desgranar, una a una, las bienaventuranzas.

Cada una de ellas recogen algo muy hondo del alma de Jesús y, por eso, de Aquel a quien Jesús llama, con un acento inigualable de cercanía y ternura: mi Abba, mi Padre.

Las bienaventuranzas no son mandamientos ni normas. Es difícil definirlas. Enuncian situaciones de vida mezcladas con actitudes del corazón: humildad y pobreza, llanto por la injusticia del mundo, lucha por la justicia y por la paz, paciencia y misericordia.

Bienaventurados quiere decir: felices, plenos, logrados… según Dios. Por eso, con una humanidad rica, luminosa y transparente. Como la de Jesús y la de tantos que lo han seguido por ese camino.

¿Son para ahora o para el más allá? Las dos cosas. Por ejemplo, a los que sufren por la injusticia y, por eso, luchan por la paz, Dios los alcanza, ya ahora, con su felicidad y los colmará cuando crucen el umbral de la muerte. Las bienaventuranzas están preñadas de esperanza.

“Señor Jesús: Volvé a desgranar tus bienaventuranzas en el monte de nuestro corazón. Que tu alegría sea la nuestra; tu esperanza, el motor de nuestra vida. Amén.”

Jesús en Galilea

«La Voz de San Justo», domingo 22 de enero de 2023

“Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí […] A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca».” (Mt 4, 12-13.17).

¿A qué apunta la exhortación de Jesús a la conversión (cambio de mentalidad)?

Jesús elige comenzar su misión en la “Galilea de las naciones”, como la llama el evangelio, evocando la heterogeneidad de su población. Elige además como base misionera a Cafarnaúm, pequeño pero muy activo puerto.

Esas opciones son significativas: no busca el centro religioso de Jerusalén. Elige moverse con libertad en ese entrecruce de caminos, personas y mentalidades. En la ciudad santa está el Templo. En Galilea una multitud de gente “impura” para las autoridades religiosas.

A estos hombres y mujeres “impuros” los invita a cambiar de mentalidad: “Dios no es como imaginan. Ustedes no están lejos de Él. Es Padre y siempre está cerca”. La conversión es apertura a ese Padre que los busca. Quiere que se sientan de verdad hijos e hijas suyos.

Enfermos, leprosos, pecadores, endemoniados, pobres, descartados, ninguneados, y un largo etcétera. En definitiva, gente que no se siente bien debajo de su piel. A ellos invita a experimentar la alegría del Reino de los Cielos, preciosa expresión para hablar sencillamente de ese cielo en la tierra que es el Padre Dios.

A esa multitud de impuros les dirigirá las Bienaventuranzas que escucharemos el próximo domingo.

“Jesús: hoy también elegís la Galilea de las naciones para hacer sentir desde ahí, y para todos, la Buena Noticia que trae alegría y esperanza al mundo, el Evangelio del Padre. ¿Dónde está hoy Galilea? ¿Dónde tengo que buscarte? Enséñamelo. Amén.”