El beato Esquiú: fe que dignifica

Fray Mamerto Esquiú ya es beato. Para gloria de Dios y alegría de la Iglesia en Argentina. Una alegría que vale la pena disfrutar a pleno.

Esquiú es parte de ese mosaico luminoso que son los santos y beatos argentinos. También los que están en carrera para ser reconocidos como tales por la Iglesia.

Se trata de un mosaico en construcción. Y el artista que lo plasma es el mejor: el Espíritu Santo. Con una destreza inigualable va colocando en su lugar cada una de las teselas que, contempladas con la adecuada distancia y perspectiva, van componiendo el mosaico de la santidad en Argentina.

Si contemplamos ese conjunto nos sorprende ver admirablemente realizado, en cada uno y en la figura completa, aquel “núcleo inspirador” del que hablaban las Líneas pastorales para la Nueva Evangelización de 1990: “la fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, […] como un potencial que sana, afianza y promueve la dignidad del hombre.” (LPNE 16).

Una síntesis admirable que, sin dudas, es una gracia que Dios nos regala. Pero, por lo mismo, una misión que nos compromete.

Los católicos argentinos estamos llamados a vivir esa misma calidad de experiencia creyente en las circunstancias cambiantes de lugar y tiempos que la Providencia ha dispuesto para nosotros. Vivir esa síntesis de Evangelio en el hoy de nuestra Argentina. Como, en su momento, lo hizo el beato Esquiú… y Brochero… y Madre Tránsito… y, más atrás en el tiempo, la beata Antula.

¡Cuántos padres y madres de nuestra Argentina, dando a luz a aquella soñada “patria de hermanos”, con la fecundidad del humanismo cristiano que brota del Evangelio!

El “orador de la Constitución” no cayó del cielo. Tiene tras de sí una experiencia intensa, rica y personalmente asimilada de la fe cristiana. La semilla fue puesta en Piedra Blanca, su catamarqueña tierra natal. Sus padres, su familia y sus maestros la sembraron, guiados por la mano invisible del Divino Orfebre. En la familia franciscana terminó de fraguar esa rica amalgama de Evangelio y humanidad.

El beato Mamerto es un hombre fogueado por dentro por el fuego del Evangelio. Ha tocado su alma, su inteligencia, su conciencia y su libertad. Ha transfigurado sus sentimientos y su modo de vivir como cristiano, como fraile menor de San Francisco y, finalmente, como obispo diocesano.

Me pregunto si su breve pero intenso ministerio episcopal en nuestra Córdoba no solo fue antecedido por sus cincuenta y cuatro años de vida, sino preparado para que, en el tiempo de Dios y no de los hombres, dé el fruto que Cristo espera y promete para los que viven y permanecen en Él.

Así son los tiempos de Dios, que ve más lejos, más hondo y más certeramente. Y esa mirada la comparte con aquellos hombres y mujeres que son los santos.

Necesitamos esa mirada. La necesita nuestra Patria Argentina.

Argentina no está sin rumbo. En los corazones de la inmensa mayoría de argentinos y argentinas sigue vivo el deseo de justicia, de futuro y de dignidad. Ese deseo es la brújula interior que Dios ha puesto en nuestros corazones. Por eso buscamos vivir, estudiar, trabajar, amar y celebrar.

Y en los jóvenes reales, ese norte interior está más vivo que nunca. No nos permitamos dudarlo.  

Los que parecen sin rumbo son algunos dirigentes, seducidos por el espejismo de lo que yo llamo: el “país marihuana”. Prometen lo que la política no puede dar: una felicidad más bien de bajo tono, burguesa y hedonista.

A la política le toca trabajar a fin de que se generen las condiciones que le permiten a cada persona, a cada familia y comunidad, a toda la sociedad, alcanzar su pleno desarrollo humano. Es lo que la tradición del humanismo cristiano llama: el “bien común”.

La felicidad (en clave cristiana: el gozo de la “bienaventuranza”) es fruto maduro de una vida vivida a fondo, sin escaparle al trabajo duro y al sacrificio exigente, desde la conciencia y empeñando la propia libertad en el amor.

Esquiú lo comprendió, lo vivió y lo propuso con maestría.

Corazón puro

«La Voz de San Justo», domingo 29 de agosto de 2021

“Y Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo: «Escúchenme todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre».” (Mc 7, 21-23).

Jesús está discutiendo con fariseos y escribas, intérpretes oficiales de la ley de Dios. Les echa en cara su hipocresía: “Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios por seguir la tradición de los hombres.” (Mc 7, 8). Y siguen las palabras que abren esta columna. Jesús sorprende llevando la discusión a ese terreno: qué es lo que hace realmente impuro al ser humano; es decir, la actitud de fondo que lo abre a la comunión con Dios. En el evangelio de Mateo, el mismo Jesús lo dice con una bienaventuranza: “Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.” (Mt 5, 8).

No es un mandamiento: algo que tenemos que cumplir y en lo que se juega nuestra fidelidad a Dios. Es más bien la revelación de una realidad que hay en nosotros, que tenemos que descubrir y dejar libre curso: la riqueza del corazón humano, del que brotan las decisiones y acciones más significativas de la vida.

Es verdad: aquí Jesús pone el acento en los vicios que pueden contaminar la conducta. De ahí su recomendación a estar atentos a nuestro mundo interior; hoy diríamos: nuestra conciencia, espacio de claridad y rectitud para el bien. El riesgo de vivir para la apariencia se conjura, para Jesús, con una rica vida interior: cuidando la autenticidad de nuestra conciencia. Hacia allí se dirige la mirada de Dios. Ese es el campo privilegiado de la acción sanante y transformadora de su Espíritu.

Ya el orante de la Biblia lo había percibido y, por eso, lo ha convertido en una oración insuperable por su calidad espiritual: “Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu.” (Salmo 50, 12).

Nosotros podemos orar así: “Señor Jesús: vos, como nadie, conocés el corazón humano, mi corazón. Me confío a esta honda sabiduría humana que traés desde el corazón mismo de tu Padre. Tu Espíritu sondea nuestros corazones. Solo el Espíritu sabe lo que es conforme a la voluntad del Padre. Que sea Él el que renueve nuestros corazones. Que tu Espíritu quebrante nuestra dureza, nos dé un corazón nuevo y nos permita saborear la bienaventuranza de los limpios de corazón y, de esa manera, nos lleve a la comunión con la Trinidad. Amén.”

¿A quién iremos?

«La Voz de San Justo», domingo 22 de agosto de 2021

No tenemos mejores palabras para expresar nuestra fe y nuestra decisión de seguir a Jesús, que las de Pedro, aquel día intenso de Evangelio hecho pan que se multiplica y palabra que toca el corazón, sacude e invita a la decisión de vida.

Cuando también hoy, para muchos, las palabras, pero, sobre todo, la persona del Señor es escándalo y tropiezo. Cuando también hoy parece que muchos prefieren tomar otro camino, nosotros, con Pedro y como él, le decimos a Jesús: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68-69).

La fe se alimenta saboreando y asimilando, cada día, el Pan más sabroso y nutritivo: el Pan que es Jesucristo, Hijo del Padre, que llega a nosotros en las Santas Escrituras y en ese Pan maravilloso que es la Eucaristía.

Es el Padre el que nos atrae y acerca a Jesucristo. Él ha tocado nuestros corazones con la suavidad de su Espíritu y ha despertado así la fe en Jesús.

Ya lo dijimos: en la oración serena, comenzamos a saborear ese Pan bendito que viene de Dios. Podemos entonces orar así:

“Padre bueno, gracias por darnos siempre el Pan mejor, el más sabroso y el que, una vez comido, despierta más hambre. Gracias por darnos a tu Hijo y por regalarnos la fe en Él. No dejes de atraernos a su Persona y a su Mensaje. Que tu Espíritu siempre mueva nuestros corazones, nos muestre la belleza del Rostro de Cristo y nos convenza de su Verdad. Amén.”

Día del Catequista 2021

Carta pastoral a los catequistas de la diócesis de San Francisco

Enlace para descargar la Carta pastoral: https://drive.google.com/file/d/1N5RZBh_SpLK7yx6iRLS22i-oiKQQY2eG/view?usp=sharing

San Francisco, 19 de agosto de 2021

A los catequistas de la diócesis de San Francisco.

Queridos catequistas:

¡Muy feliz Día del Catequistas!

Estoy recorriendo las parroquias de la diócesis, reuniéndome con los consejos de pastoral y, en algunas comunidades, también con los catequistas.

En estas visitas pastorales he podido observar cómo están llevando adelante, en el contexto difícil de esta pandemia, su misión de acompañar en el crecimiento de la fe a los catecúmenos que les son confiados.

Me consuela y anima ver su creatividad para enfrentar y superar los desafíos que plantean las restricciones que tenemos por la emergencia sanitaria. Pero, sobre todo, el amor por Jesús y la pasión evangelizadora de anunciar su Nombre a los catecúmenos que les son confiados.

La catequesis -lo sabemos bien- es cercanía, encuentro y diálogo de amor entre discípulos que se ayudan a crecer en la fe. Es así, porque la misma fe es encuentro con Cristo. Si, por momentos, las restricciones de circulación han significado dificultades, ustedes han sabido sortearlas para generar espacios nuevos y creativos de comunión.

En nombre de la Iglesia diocesana y en el mío propio, no me resta más que decirles: ¡Gracias, catequistas, por su fe, su amor y su creatividad!

El Día del Catequista se celebra en la memoria del papa san Pío X. Él es papa de la Eucaristía, de la comunión frecuente y que animó a que los niños hicieran la primera comunión. Había sido párroco, así que, como obispo, y mucho más como papa, favoreció el desarrollo de la parroquia como comunidad de fe, de celebración y de misión.

Su sabiduría humana y pastoral le ayudó a comprender esa sintonía profunda entre el alma exquisitamente religiosa de los chicos, la fe cristiana y la Eucaristía. Por eso, no se cansó de animar a las familias, a los sacerdotes y a los catequistas para que se ocuparan con pasión de la catequesis de los niños y, de esa forma, los llevaran al encuentro con Jesús Eucaristía.

Evocando esta rica experiencia pastoral que atesora la Iglesia, quisiera tender cuatro líneas de acción que la catequesis debe tener en cuenta en este tiempo arduo de pandemia. En ellas recojo también lo que hemos podido ir conversando en este tiempo, especialmente lo que ustedes mismos han manifestado al obispo.

1. Las restricciones de circulación y de tiempo suponen muchos límites. Pero, vividas con fe y con la creatividad que nace del amor nos permiten concentrarnos en lo esencial de la catequesis: el amor de Dios manifestado en Jesús y que el Espíritu derrama continuamente en los corazones. Los catequistas somos servidores de esa realidad preciosa que, antes de ser anuncio, es la gracia que nos ha alcanzado a nosotros. Los catequistas somos testigos del Amor, hombres y mujeres enamorados que no pueden dejar de contar (y cantar como María) las maravillas de Dios.

2. En nuestros encuentros, ustedes y yo solemos comentar: “Los chicos llegan a la catequesis sin saber la señal de cruz, el Padrenuestro o las otras oraciones cristianas”. Lo constatamos con dolor. Les propongo decir lo mismo, pero con otro acento: “Yo, como catequista, tengo la posibilidad providencial de iniciar en la vida de oración a un chico, a un joven o a un adulto.” ¿Qué puede ser más hermoso que transmitirle a un catecúmeno la oración del Señor o de llevarlos ante el Sagrario para que aprendan a dejarse mirar por el Señor y a mirarlo a Él? Claro que, introducir a otro en el fascinante mundo de la oración supone que nosotros mismos seamos orantes, hombres y mujeres que han saboreado la suavidad del Espíritu en la oración perseverante y cotidiana.

3. Algunos de ustedes me han comentado con entusiasmo los frutos de poner la Sagrada Escritura en las manos de los catecúmenos, nutriendo con ella -especialmente con los Evangelios- los encuentros de catequesis. No puedo más que animarlos a profundizar este camino. En realidad, es seguir hablando de la oración, pues abrir con fe las Escrituras es disponernos a escuchar al Señor; y, la oración cristiana es básicamente respuesta de fe al Señor, cuya palabra escuchamos y acogemos en el corazón.

4. Este tiempo nos está ayudando también a vivir más hondamente los lazos de fraternidad que nos unen como catequistas, en la parroquia, en el decanato y en la diócesis. Y, como familia catequista de la diócesis de San Francisco, nos animamos y sostenemos unos a otros en esta etapa especialmente ardua del camino que supone la pandemia. Sea de manera presencial o virtual, la comunión fraterna de los catequistas experimenta hoy un llamado a crecer, a ser más honda y convencida.

Queridos hermanos y hermanas catequistas: centrarse en lo esencial, orantes que enseñan a orar, servidores de la Palabra y hermanos que caminan juntos. Los invito a transitar juntos estos cuatro senderos.

Gracias, ánimo y esperanza. Si la prueba del desaliento ante las dificultades toca nuestra puerta, ayudémonos unos a otros, abramos nuestro corazón al Señor y dejémonos consolar por su Espíritu.

Sigamos caminando con espíritu mariano, franciscano y brocheriano.

Con mi bendición,

+ Sergio O. Buenanueva
obispo de San Francisco

Asunción

«La Voz de San Justo», Domingo 15 de agosto de 2021

“La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (Catecismo de la Iglesia Católica 966).

En María obra el poder de Dios. Ese poder es vida y resurrección. En Nuestra Señora asunta al cielo contemplamos el futuro ya realizado hacia el camina la Iglesia y que es también la promesa de Dios para toda la humanidad.

Y, para quien se deja llevar por el impulso del Espíritu, ese poder de vida ya está presente en el mundo, y se manifiesta -como lo vemos en el evangelio de hoy- en quien, como María, se pone en camino para servir.

María también lo reconoce y celebra. Por eso canta la grandeza de Dios y su misericordia.

¡Qué María nos ayude a vivir, ya desde ahora, como resucitados! ¡Celebremos con alegría su Pascua! ¡Con ella, cantemos las maravillas del Señor, su misericordia que se extiende de generación en generación! ¡María es signo luminoso de la esperanza que es Cristo!

Fiesta patronal de Villa del Tránsito

A ella invocamos este domingo de la Asunción, especialmente unidos a los devotos y peregrinos de su Santuario en Villa del Tránsito.

Podemos rezar así: “Te saludamos, María, imagen de la humanidad renovada por la gracia del Espíritu Santo. Tú eres señal de la gran esperanza que Cristo, tu hijo, ha traído al mundo. Te saludamos y nos tomamos de tu mano para ir contigo, siguiendo tus pasos, atraídos por tus virtudes, para caminar como discípulos del Evangelio. Amén.”

Una carta desde el corazón de la fe 2

¿Qué es la «entrega confiada» a María»?

San Francisco, 13 de agosto de 2021

A mis hermanos de la diócesis de San Francisco

Querida hermana, querido hermano:

En una carta anterior, te hacía la propuesta de renovar tu alianza personal con María, preparando la entrega confiada de la diócesis a la Virgen de Fátima que haremos, Dios mediante, el próximo 13 de octubre. Si te ha interesado la propuesta, ahora quisiera explicarte qué quiere decir: entregarse confiadamente a María. Trataré de ir a lo esencial.

El texto bíblico de referencia obligada es Jn 19,25-27. Lo vuelvo a citar para que lo leamos juntos:

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.

¿Qué nos enseña esta gran escena evangélica?

  • En el momento culminante de su misión salvadora, Jesús confía su madre al discípulo amado; y confía éste a su madre: “Mujer, aquí tienes a tu hijo… Aquí tienes a tu madre”.
  • El discípulo amado somos todos nosotros, no solo San Juan. Sos vos, soy yo, cada uno de los que fuimos engendrados por la cruz salvadora del Señor. Todos y cada uno.
  • Jesús amplía la maternidad de María, su madre. Ella llega a ser así la madre de todos los discípulos de su Hijo. Es madre de la Iglesia, la familia de Jesús.
  • Cito a san Juan Pablo II: “El Redentor confía María a Juan, en la medida en que confía Juan a María. A los pies de la Cruz comienza aquella especial entrega del hombre a la Madre de Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado posteriormente de modos diversos” (Encíclica “La madre del Redentor” 45).

En la historia de la Iglesia, y bajo la acción del Espíritu Santo, muchos hombres y mujeres de fe se han sentido llamados a recibir y acoger a María en sus vidas, de un modo consciente, personal y libre. Es decir: han querido hacer suyo el don que Cristo les ofrecía entregándoles a su Madre.

San Luis María Grignon de Montfort (1673-1716) es un reconocido maestro en el tema. Transcribo un párrafo de su obra más famosa: “La perfecta consagración a Jesucristo es, por lo mismo, una perfecta consagración de sí mismo a la Santísima Virgen. Esta es la devoción que yo enseño y que consiste, en otras palabras, en una renovación de los votos y promesas bautismales”[1].

San Luis María habla de “consagración a María”. Nosotros preferimos otra expresión, usada por san Juan Pablo II: “entrega confiada”.

¿Qué es entonces la entrega confiada o consagración a María? Lo explica así el monje trapense Bernardo Olivera. Es argentino y ha fundado un movimiento de espiritualidad inspirado en la Virgen de Guadalupe. Él también se remite a San Luis María. Enseña:

“No se precisan demasiadas palabras, la consagración a María consiste en: darse por entero a María y a Jesús por ella, haciendo todas las cosas por, con, en y para María… Esta breve frase está preñada de sentido, vale por toda una biblioteca. Encontramos en ella una doble realidad:

  • La consagración consistirá, ante todo en una entrega total, definitiva y desinteresada. Entrega que trae aparejada la entrega de María. Nos entregamos como hijos y la recibimos como Madre.
  • La consagración consiste en una vida cristiana marianizada. Es decir, hacerlo todo por María, con María, en María y para María, a fin de hacerlo más perfectamente por Jesús, con Jesús, en Jesús y para Jesús. El sentido de esta fórmula de vida marianizada puede explicarse de esta manera:
    • por, indica el medio y la causalidad activa de María: ella es la Mediadora;
    • con, indica la compañía: ella es el modelo del perfecto discípulo;
    • en, indica la permanencia y la unidad, y la reciprocidad: ella es la Madre;
    • para, indica el fin que remite al fin último: el Hijo de María.”[2]

Espero que no te hayás perdido. Pienso que si has llegado hasta aquí es porque el Espíritu, de la mano de María, te ha tocado el corazón. El padre Bernardo usa otro precioso término bíblico para hablar de la relación del cristiano con María: alianza. El texto citado es de una carta que se llama precisamente: “Alianza con María” (16 de junio de 1982).

¿Qué fin persigue esta entrega confiada? La alianza con María tiene como objetivo renovar nuestra consagración bautismal. María nos ayuda a vivir como discípulos de Jesús en su Iglesia. Ella es la más perfecta discípula misionera de Jesús y modelo de la Iglesia misionera. La entrega confiada nos lleva a la escuela de María.

Aquí me detengo. Te prometo explicarte un poco más otros aspectos de la entrega confiada: ¿Cómo se hace? ¿Cómo se prepara? ¿Qué consecuencias trae para mi vida?

¡Hasta pronto, de la mano de María!

“Virgencita de Fátima: cuidá en nosotros la alegría del Evangelio. Amén”

+ Sergio O. Buenanueva
Obispo de San Francisco

[1] B. Olivera, Siguiendo a Jesús en María, Soledad Mariana (Buenos Aires 1997), 67-68


[2] San Luis María Grignon de Montfort, Tratado de la verdadera devoción, 120

Murmuración y atracción

«La Voz de San Justo», domingo 8 de agosto de 2021

“Jesús tomó la palabra y les dijo: «No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día.»” (Jn 6, 43-44). 

En la memoria de Israel que custodia la Biblia, ha quedado grabada la persistente rebeldía del pueblo a las intervenciones de Dios. Una de las más elocuentes nos la cuenta el libro del Éxodo. Es la que evoca el evangelio de este domingo: en el desierto, después de la increíble hazaña de sacarlos de Egipto, el pueblo, ante la adversidad del camino, se pone a murmurar contra Dios y contra su enviado, Moisés. Nunca nada resulta suficiente. 

Ahora, en el relato del evangelio, la murmuración se concentra en Jesús, al que se lo quiere poner contra las cuerdas.

Pero, como siempre ocurre: lo que dicen las Escrituras no solo se refiere a la murmuración de aquellos que escuchaban su declaración: “Yo soy el pan bajado del cielo” (Jn 6, 41). Somos nosotros -sus discípulos aquí y ahora-; es también nuestra propia desconfianza y ese no terminar de aceptarlo realmente en nuestra vida. 

Ese es el desafío-invitación del evangelio de este domingo. 

Pero Jesús nos invita a la confianza: es el Padre el que nos instruye y nos acerca a Jesús. Oímos su voz en las Escrituras que, leídas con fe y con ansias de encontrar la verdad, nos hablan, a cada paso, de Jesús, el Hijo. 

Se trata solo de dejarse atraer por esa potente y suave fuerza que es el Soplo del Padre que nos lleva hacia Jesús. Solo eso…

Una vez más, María nos anima a sumergirnos en la lectura orante de las Escrituras para reconocer al Padre en el Hijo y al Hijo que viene del Padre en el Espíritu Santo. 

Nunca mejor que ahora, de cara a nuestra rebeldía y murmuración, que entregarnos a la plegaria humilde.

Puede ser así. “Padre de misericordia, también nosotros, una y otra vez, sentimos el aguijón de la desconfianza en nuestro corazón. También nosotros, como otrora tu pueblo en el desierto o los oyentes de Jesús en Cafarnaúm, murmuramos nuestras dudas. Por eso, te suplicamos: abre nuestros oídos para escuchar y recibir la suavidad de tu Palabra que vence toda desconfianza. Amén.”

Oración a Santa María del Equilibrio

Del obispo Jorge Casaretto

Madre de Dios y Madre nuestra.

Por tu intercesión pedimos a Dios el don del equilibrio cristiano tan necesario para vivir plenamente el Evangelio.

Ubícanos en la realidad en que el Señor nos ha puesto.

Aléjanos de las actitudes que tienden a aumentar nuestras naturales limitaciones:

  • de prejuicios e ingenuidades, de integrismos y progresismos,
  • de timideces y temeridades,
  • de pesimismos y falsos optimismos.

Concédenos generosidad de corazón para que podamos ser fuertes en el amor a todos los hombres, siguiendo el ejemplo de tu Hijo que murió para salvarnos a todos.

Ayúdanos   a integrarnos en la Iglesia y a ser testigos de Cristo en el mundo asumiendo con firmeza y equilibrio las enseñanzas fue el Espíritu Santo ha inspirado en estos tiempos a la Iglesia.

Amén.

Compasión, cercanía y palabra

«La Voz de San Justo», domingo 18 de julio de 2021

“Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato” (Mc 6, 34).

Jesús encarna y hace visible la compasión de Dios para con el mundo desorientado y tantas veces decepcionado. ¡Atención!, compasión no es lástima. Es hacerse cargo, acompañar, tomar en serio la dignidad herida. En Jesús, esa compasión se vuelve cercanía, presencia y palabra.

Hoy, el evangelista destaca que Jesús ocupa “largo rato” en hablarle a esa multitud que lo sigue.

Con la oración y la cercanía a los que sufren, la predicación del Evangelio se cuenta entre las prioridades principales del Jesús misionero.

Siente la imperiosa necesidad de contar, de mil formas posibles, lo que le quema por dentro. Para él, las palabras son tan necesarias como el pan. Él tiene que hablar de Dios, de sus sueños para el mundo, de su amor hacia los pobres, los enfermos, los pecadores…

Esta imagen del Señor ilumina la vida de su Iglesia, nos anima y estimula a encarnarla en nuestra vida de discípulos misioneros. También en esta hora, complicada y difícil, tenemos que encontrar las palabras necesarias para contar, como Jesús, lo que nos quema por dentro.

Pero antes, dejémonos nosotros evangelizar por Jesús. También nosotros dediquemos “largo rato” a ser enseñados por Él. Preguntémonos también: ¿Cómo querés, Señor, que yo empeñe mi persona en la transmisión del Evangelio a quienes me rodean? ¿Cómo debo vivir mi condición de anunciador de tu Evangelio?

Nos puede ayudar esta plegaria: “Señor Jesús, misionero del Padre: que tu Espíritu infunda en nuestros corazones tu misma compasión, para que también nosotros seamos testigos valientes de tu Palabra para nuestros hermanos. Amén.”

De dos en dos

«La Voz de San Justo», domingo 11 de julio de 2021

“Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias y que no tuvieran dos túnicas.” (Mc 6, 7-9).

Me comentaba un párroco al concluir una misión con gente de su parroquia: “Al principio había temor: «¿nosotros salir a misionar?». Ante la convocatoria que hicimos, muchos no se animaban. Al final, todos han vuelto radiantes. La misión transforma”.

Necesitamos que Jesús nos siga animando a la misión: de dos en dos, con un solo bastón y con calzado ligero. Pues de lo que se trata es de caminar, de dejarse llevar, de confiar en la fuerza de la Palabra que nos ha sido confiada y, sobre todo, en la potencia de Aquel que nos envía. La misión se pone en marcha en la plegaria humilde y confiada: “Aquí estoy, Señor, envíame”.

Es una paradoja: la pandemia nos obligó a quedarnos en casa; sin embargo, las comunidades cristianas, aun en medio de las restricciones, han experimentado como pocas veces el imperativo de salir, de escuchar, de buscar, de tender la mano. Cosas del Espíritu…

La misión siempre comienza en la oración. Esta plegaria nos puede ayudar: “Señor Jesús, misionero del Padre: con algo de temor en el corazón, pero con más amor y confianza, te digo: ¡Aquí estoy, envíame! ¡Hay tanta sed de Dios, de esperanza y de vida en el mundo! Que tu compasión nos contagie a todos para que, también conmovidos, salgamos a llevar tu Evangelio a todos. Amén.”