Viernes Santo 2022

Homilía en la Celebración de la Pasión del Señor – catedral de San Francisco – 15 de abril de 2022

El Señor inclina la cabeza y entrega el espíritu.

Dejémonos alcanzar por su Aliento divino.

Recibamos el Espíritu de Jesús crucificado, como María, las santas mujeres y el discípulo amado al pie de la cruz.

El Espíritu que exhala Jesús nos trae el perdón, la reconciliación y la paz desde el corazón de la santa Trinidad.

Es para nosotros, para nuestro corazón y para nuestro mundo.

María está ahí, al pie de la cruz, para sostener con su Amén virginal nuestro frágil Amén de hombres y mujeres heridos, pecadores y siempre inclinados al pecado.

Dejemos que el Espíritu se derrame sobre nosotros.

Dejemos que María sostenga con su presencia materna nuestra apertura a la gracia del Espíritu Santo.

***

Siempre ha habido guerras en el mundo. Y las habrá hasta el final de la historia.

Lo que pasa hoy es que los poderes del mundo nos dicen qué guerras importan y cuáles deben ser relegadas al olvido. Cuáles son noticias, y cuáles no.

Esto es así, según sean los intereses ideológicos, políticos y, en buena medida, económicos de los que se sienten señores del mundo.

Según esta lógica mundana (y perversa) hay víctimas que merecen reconocimiento y otras que no vale la pena tener en cuenta.

Es lo que pasa hoy, como antaño y -lo decimos con realismo, no con resignación- lo que seguirá ocurriendo.

***

Pero ahora, nosotros, aquí en este templo, como los cristianos de todo el mundo, por el Espíritu del Padre y del Hijo, la Palabra proclamada y la fe que caldea nuestros corazones, estamos en ese espacio de gracia y libertad que el mismo Dios amor ha abierto en el mundo y que tuvo su epicentro en el Calvario.

Con María, las santas mujeres y el discípulo amado estamos al pie de la cruz.

Aquí no hay víctimas de primera y de segunda, sufrimiento que se exhibe y otro que se olvida.

Aquí, el Crucificado está haciendo suyo todo el dolor del mundo, los pecados de cada corazón, la injusticia que atraviesa la historia.

Y está quebrando desde dentro el peso abrumador del mal. Y lo está haciendo con la única potencia capaz de expiar los pecados, de redimir al mundo y de abrir las puertas de la vida: el amor hecho entrega y donación, solidaridad profunda con todos los heridos de la historia, misericordia y compasión con la fragilidad de cada ser humano, especialmente de los más pobres y descartados.

***

Por eso, en breve, nos postraremos ante la cruz.

Es un gesto de adoración.

Un gesto de amor: amor con amor se paga…

Es también un gesto penitencial que se ha de transformar en compromiso solidario por la fraternidad, allí donde el Señor nos ha puesto, en el tiempo que nos ha regalado, de cara a las personas con las que ha entrelazado nuestra vida.

Incluso más: es un gesto audaz que nace de esa frágil humanidad que, transformada por la humildad y mansedumbre de Cristo, es lo que Dios más busca para hacerse presente “como Dios” en medio del mundo.

Porque solo el amor humilde hace justicia al Dios revelado en el rostro bello de Cristo crucificado.

Que María nos lleve al pie de la cruz y nos enseñe a pronunciar nuestro “Amén”, con los labios y con nuestra vida.

Así sea.

Jueves Santo 2022

Homilía en la Misa de la Cena del Señor – catedral de San Francisco – 14 de abril de 2022

También nosotros -como los hebreos al salir de Egipto- nos reunimos como familia para compartir el banquete pascual.

Y vale también para nosotros esta indicación: “Deberán comerlo así: ceñidos con un cinturón, calzados con sandalias y con el bastón en la mano. Y lo comerán rápidamente: es la Pascua del Señor” (Ex 12, 11).

Es la Eucaristía, memorial de la Pascua de Jesús. El banquete al que sigue un éxodo, un camino hacia la vida.

¿Qué nos da la Eucaristía?

El evangelio de san Juan nos responde con el lavatorio de los pies: en cada Misa, Jesús, nuestro Maestro y Señor, se hace nuestro servidor. Se hace esclavo para cumplir el servicio humilde de lavar nuestros pies a punto de ponerse en camino.

Nos dice, como a un sorprendido Simón Pedro: “Si Yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte” (Jn 13, 8b).

Nos vuelve a decir, sorprendiéndonos aún más: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes… Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre”, como recuerda emocionado san Pablo, evocando sus primeras Eucaristías en la comunidad de Antioquía, donde aprendió a ser cristiano (1 Co 11, 24.25).

El Espíritu Santo cumple esa maravilla: transforma nuestro pan y nuestro vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor y, comiendo y bebiendo esos manjares, nos transforma a nosotros mismos en el Cuerpo del Señor.

Por eso, celebramos con fe, hasta con ternura, la santa Eucaristía. Y la celebramos para vivirla, imitando el ejemplo del Señor.

Una de las ilusiones más grandes que tenemos como Iglesia diocesana es ver, dentro de pocos años, en medio de nuestras comunidades a los diáconos permanentes.

No es oficio del diácono presidir la Eucaristía. Eso nos toca a los sacerdotes: al obispo y a los presbíteros.

Su misión es otra: en medio del pueblo ser signos visibles de este Jesús Servidor que lava los pies. En medio de nosotros, ser signos del “estilo de vida de Jesús” que es el servicio humilde, abnegado, gratuito y silencioso.

Ser «Eucaristía» en medio de un pueblo llamado a vivir eucarísticamente en el servicio de Cristo. Esa es su vocación.

Ser así, y por la misma razón, signo inspirador del estilo con que la comunidad cristiana debe hacerse presente y visible en medio de la sociedad: como el buen samaritano que se conmueve ante las heridas de los caídos al borde del camino.

Uno de los dolores más grandes de la Iglesia madre es ver cómo muere en el corazón de sus hijos e hijas el amor por la Eucaristía; como se anteponen otras cosas -en sí mismas legítimas- a la participación en la Eucaristía: un viaje, otros banquetes, el esparcimiento, y un largo etcétera.

Y si en una comunidad cristiana mengua el amor tierno por la Eucaristía, seguramente también empezará a morir el ardor misionero y el servicio a los pobres, a los enfermos, a los heridos del camino.

No es cuestión de cumplir con un precepto. Es cuestión de amor. Si hay amor hay tiempo, motivación y decisión.

El lenguaje de la Eucaristía es el de los enamorados: personal, gratuito, sin tiempo, evocador, sugerente; hecho de miradas y silencios, exclamaciones y cantos, poesía y gestos.

Así nació del corazón de Jesús, a punto de entrar en su pasión: como gesto de esperanza, como declaración de amor (el amor hasta el fin), como profecía de su pascua de retorno al Padre y de vida entregada por los amigos, como éxodo y misión.

La Eucaristía es la escuela de Jesús Servidor y Buen Samaritano. Es, por eso, escuela de humanidad.

Lo ha sido siempre: en la Eucaristía, la comunidad cristiana ha aprendido a vivir su fe con un hondo sentido de la humanidad, de construcción del bien común, de interés sostenido por la justicia y la solidaridad.

La Eucaristía nos enseña a ser hermanos y hermanas. Tiene potencial de fraternidad para un mundo herido por el odio que envenena los corazones.

La Eucaristía ha edificado nuestra patria Argentina. ¿De dónde, si no, sacaron iniciativas y vigor ciudadano el beato Esquiú, el Santo Cura Brochero o nuestro Don Orione? ¿No lo ha sido también para nuestros abuelos, nuestros padres y para tantos evangelizadores -pastores, consagrados y laicos- que han dejado huella en nuestras comunidades?

La Eucaristía fue su hogar, su escuela y su forma de vida.

Dispongámonos a vivir esta Pascua 2022, suplicando la gracia de vivir eucarísticamente al estilo de Jesús, como servidores y buenos samaritanos, en este tiempo que la Providencia nos regala.

Misa crismal 2022

Catedral de San Francisco, jueves 7 de abril de 2022

“Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él.” (Lc 4, 20). 

También nosotros fijemos la mirada en el Señor Jesús. 

Contemplémoslo como nos lo presentan las Escrituras que acabamos de escuchar: ungido por el Espíritu Santo, misionero del Padre enviado a los pobres; Salvador y Cabeza de un pueblo sacerdotal; Señor resucitado que está viniendo a nosotros.

***

Como Iglesia diocesana de San Francisco estamos acompasando nuestra marcha al camino sinodal que transita hoy toda la Iglesia bajo la guía del obispo de Roma, el papa Francisco. 

Nos ha alegrado comprobar que, desde hace ya varios años, nuestra joven diócesis viene caminando en esa dirección. 

Tal vez, con paso tímido y vacilante, como un niño que aprende a caminar, alternando osadía con temor; pasos torpes, caídas y nuevos comienzos. Pero, seguramente ese aprendizaje de la infancia ha tenido que hacerse de a poco, hasta alcanzar seguridad y firmeza.

El aprendizaje al que nos referimos al hablar de camino sinodal es aquel que tiene como Maestro al Espíritu Santo y como meta el Evangelio vivido, no aislados o ensimismados, sino como como comunidad. Se vuelve más lento. Reclama paciencia. Es, por cierto, más decisivo. 

Es aprender a caminar la fe, la comunión y la misión que la unción del mismo Espíritu ha sembrado en el bautismo y la confirmación. 

Es el mismo Espíritu en el que Jesús fue concebido, el que lo fue conduciendo en su misión evangelizadora, el Espíritu en cuyo fuego se ofreció al Padre en su sacrificio pascual, como estamos a punto de celebrar en estos días santos. 

A ese Espíritu nos volvemos como Iglesia diocesana en esta Misa Crismal a las puertas de Pascua. Que Él nos conduzca también a nosotros, nos haga dóciles discípulos y aprendices del Evangelio, misioneros como el beato Esquiú, el santo Cura Brochero o la beata Mamá Antula, portadores de la Alegría del Evangelio para nuestros hermanos. 

¿Qué nos está enseñando ahora el Espíritu? ¿Hacia dónde nos está conduciendo? ¿Qué actitudes y sentimientos está despertando en nosotros? ¿Qué decisiones, qué pasos de conversión, qué dinamismos evangelizadores está inspirando en nuestras comunidades?

Al evaluar nuestro Plan de Pastoral 2016-2020 hemos podido recoger muchas y preciosas indicaciones para madurar nuestra respuesta eclesial a esos interrogantes. 

En los próximos pasos que hemos de dar nos volveremos a poner a la escucha del Espíritu en las múltiples voces con las que busca interpelarnos.

Será, sin dudas, una experiencia tan rica como exigente. No nos extrañemos que esa escucha nos incomode generando tensiones que no se resuelvan fácilmente. 

En todo caso, el Espíritu Santo, al que invocamos con fe, realizará su obra. Como siempre. 

Es decir, nos llevará a Jesús. Trabajará en nosotros para abrir nuestra mente, disponer nuestro corazón y hacernos dóciles a sus inspiraciones.

La motivación a la que apelamos en este tiempo busca esa profundidad de la obra del Espíritu en nosotros. 

***

Quisiera solo señalar aquí una dirección en la que siempre nos trabaja el Espíritu. Me refiero a la confesión de fe del fragmento del Apocalipsis que escuchamos en la segunda lectura:

“El -Cristo- vendrá entre las nubes y todos lo verán, aún aquellos que lo habían traspasado. Por él se golpearán el pecho todas las razas de la tierra. Sí, así será. Amén. Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso.” (Ap 1, 7-8). 

No sabemos con certeza cómo se desarrollarán los acontecimientos de nuestra vida, tanto personal como eclesial. Los iremos viviendo paso a paso. Es el modo como aprendemos a caminar la vida y la fe. 

Esa vivencia despierta en nosotros comprensible incertidumbre, ansiedad y temor.

Lo cierto -con la inconmovible certeza de la fe- es que el futuro está en las manos del Señor. 

Es más: Él, Cristo resucitado, es nuestro Futuro. En esa tierra está echada el ancla de nuestra esperanza. Hacia allí nos dirigimos… o, mejor, somos llevados por el mismo Espíritu. 

La docilidad que pedimos es para que seamos ligeros de equipaje. Y que ese caminar sea una vivencia profunda de discípulos y de testigos. Hermanos y amigos que se acompañan, se esperan, se perdonan, se disculpan y se animan a caminar. 

El Señor nos unge con su mismo Espíritu. Somos así un pueblo sacerdotal y profético. El Espíritu nos empuja desde dentro para que hagamos la experiencia más honda de la fe: el temor, la incertidumbre y la ansiedad por el futuro son vencidos por la consoladora presencia del Señor resucitado que alienta sobre nosotros su mismo Espíritu.

Aquí, una vez más, tenemos que evocar y hasta convocar a nuestra Madre del cielo: a María, cubierta por la sombra del Espíritu, que pronuncia su Amén al designio del Padre, dejándose enseñar y conducir por el mismo Espíritu. 

Cuando somos ungidos con el Santo Crisma y el óleo de los catecúmenos en el bautismo, María es la encargada de cuidar ese precioso don de la gracia. Ella nos enseña a ser fieles a la unción que hemos recibido del Santo. Por eso, la invocamos como madre y maestra espiritual del santo pueblo fiel de Dios. 

En el camino sinodal que hemos empezado a transitar con paso firme, pidámosle a María que nos ayude a no desandar el camino, a perseverar en él y a caminar como familia. 

***

Permítanme una indicación más. Mañana haré pública la segunda Carta Pascual para acompañar nuestra vivencia de esta Pascua 2022. El tema de fondo es la aventura de la oración cristiana. 

Jesús vivió la Pascua de su pasión, muerte y resurrección como el momento culminante de su oración al Padre en el fuego del Espíritu.

Vivamos esta Pascua de la misma manera: que la liturgia de estos días, solemne y noble en su sencillez evangélica, sea para todos un entrar en esa zarza ardiente que es el Cristo Pascual que, orando, vuelve al Padre y nos unge con su Espíritu.

Amén.  

Solemnidad de la Anunciación del Señor

Homilía en la catedral de San Francisco – Viernes 25 de marzo de 2022 – Consagración de la humanidad, especialmente de Rusia y Ucrania, al Inmaculado Corazón de María.

Como rezamos en el Ángelus, nosotros, los cristianos, somos aquellos “que hemos conocido, por el anuncio del ángel, el misterio de la encarnación del Hijo de Dios”.

Cómo la humano y lo divino se unen en la única persona del Verbo de Dios, sin mezclarse ni disolverse, sin separarse ni dividirse, es un misterio que nunca lograremos comprender. Es un misterio en sentido estricto.

Lo que sí comprendemos -y con la mejor comprensión: la que tiene como origen el “corazón”- es el motivo último de este “Dios con nosotros”: el increíble amor de Dios por su pueblo, por cada ser humano, por los pobres y los pecadores; el amor de un Dios que es amigo, compañero de camino, cercano e íntimo; pero es también el amor loco que busca sanar lo enfermo, restaurar lo deformado y destruido…

Y es “loco” porque ese deseo de redención lo ha llevado a un extremo del despojo, de la humillación; del hacerse uno de nosotros, pero como esclavo, siervo y, en el colmo del estupor, como un condenado a la muerte ignominiosa de la cruz.

Ese “amor loco” es que tiene la potencialidad divina de arrancar al hombre del poder del pecado, cuyo rostro más horroroso es la violencia irracional del odio que lleva a negarle humanidad al otro, a buscarlo, a humillarlo, a torturarlo y matarlo.

La violencia política que acompaña toda la historia de nuestro país -como, por otra parte, de toda la humanidad- alcanzó su momento más intenso y oscuro en el terrorismo de estado de la pasada dictadura. Ayer lo hemos recordado, una vez más.

Los discípulos de Jesús, el Verbo encarnado, nos mantenemos firmes y tozudos en afirmar, contra toda forma de pesimismo y derrotismo, que, en la encarnación del Hijo de Dios en el seno de María se encuentra toda la potencia de Dios hecha gracia ofrecida a la fragilidad humana para sembrar la paz, restaurar la dignidad humana, apostar por el diálogo y la fraternidad de todos los hombres y mujeres.

Miremos, una vez más, la respuesta de María de Nazaret al misterio que le ha sido apenas por el ángel: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1, 38).

María se ha abierto a la acción suave, discreta pero firme del Espíritu Santo. Para ello, se ha dejado interpelar por la Palabra que llegaba de Dios. Se ha involucrado así en la historia de la salvación con inteligencia y perspicacia, a conciencia y poniendo en juego toda su libertad personal.

Obrando así ha abierto la puerta a la gracia de Dios que viene a redimir al mundo. Su “Hágase en mí” es un eco del “Aquí estoy para hacer tu voluntad”, que el Verbo pronuncia a la misión del Padre.

De esa forma, la misericordia y el perdón de Dios han entrado en la historia humana, llegando a la raíz de toda forma de pecado, de violencia y de odio. Solo el perdón divino tiene potencia para secar definitivamente las fuentes del odio. Es el perdón que, como gracia salvadora, se adelanta y crea en el corazón del pecador ese mundo nuevo que es el arrepentimiento y dolor por el pecado cometido.

Nosotros, esta tarde y aquí, en esta iglesia catedral de San Francisco, en comunión con todos los obispos e iglesias del mundo, hacemos nuestra la oración que el Santo Padre Francisco ha pronunciado hoy consagrando la humanidad, especialmente a los pueblos hermanos de Rusia y Ucrania, al inmaculado corazón de María.

Con humildad -con profunda humildad- queremos también nosotros abrir nuestros corazones a la acción salvadora de la gracia del Espíritu Santo, sentirnos perdonados y redimidos y, de esa manera, dejar libre curso al perdón de Dios que cura toda violencia y pacifica los corazones.

Sí. Como María, también nosotros, pobres pecadores, hombres y mujeres frágiles y hasta insignificantes, podemos abrir el mundo a la Paz de Cristo, al Perdón de Dios, al Consuelo del Espíritu Santo.

¡Cuánto lo necesita el mundo, nuestra Argentina, las familias y pueblos en conflicto! ¡Cuánto lo anhelan los hombres y mujeres que sufren bajo el fuego irracional e insensato de la guerra!

“Dios ha cambiado la historia tocando a la puerta del Corazón de María”, ha dicho hoy el Santo Padre renovando la consagración del mundo a María. “Y también nosotros, renovados por el perdón, tocamos a la puerta de este Corazón […] No se trata de una fórmula mágica -ha añadido-. No, no es esto. Se trata más bien de un acto espiritual. Es el gesto de plena entrega confiada de los hijos que, en la tribulación de esta guerra cruel e insensata que amenaza al mundo, recurren a la Madre. Como los niños, cuando tienen miedo, van a la madre a llorar, a buscar protección. Recurrimos a la Madre, depositando en su Corazón miedo y dolores, entregándonos nosotros mismos a ella. Es volver a poner en este Corazón limpio, incontaminado, donde Dios se refleja, los bienes preciosos de la fraternidad y de la paz, todo cuanto tenemos y somos, para que sea ella, la Madre que el Señor nos ha regalado, la que nos proteja y custodie”.  

A María le confiamos, una vez más, la causa sagrada de la Vida, siempre actual y siempre bajo amenaza.

Pero ella nos infunde coraje y confianza. Nos contagia su Esperanza. Nos vuelve a entregar a Cristo, el Hijo de sus entrañas.

Amén.

Memoria de san José Gabriel del Rosario Brochero, patrono del clero argentino

Catedral de San Francisco, miércoles 16 de marzo de 2022

El “Señor Brochero” -como lo llamaban cariñosamente los serranos- ha llegado a ser imagen viva de Jesucristo, el buen pastor.

De esa manera ha realizado de manera ejemplar la vocación sacerdotal.

Cuando, al cabo de los años de formación inicial, un joven diácono es ordenado presbítero por la imposición de manos y la oración del obispo, el Espíritu Santo irrumpe en su vida de una manera nueva y promisoria: le regala la gracia de la caridad pastoral, es decir, infunde en su corazón el amor de Jesús por el rebaño que el Padre le ha confiado.

Es un don confiado a la libertad del joven presbítero que, a partir de ese día, comienza a transitar la hermosa aventura de ser lo que es: signo y transparencia de Jesús buen pastor, de su generosidad, de su amor fiel y lleno de compasión, de su ardor misionero, de su deseo de que la Pascua sea un fuego que llene de vida al mundo.

Esto que, hoy por hoy, puja en los corazones de todos nuestros pastores, el “Señor Brochero” lo ha realizado en grado heroico. Y, por eso, la Iglesia lo ha inscrito en el número de sus santos pastores, proponiéndolo como un hermano que acompaña nuestro peregrinar, y como modelo inspirador para todos los que hemos recibido su misma vocación apostólica.

Hay, sin embargo, un rasgo de ese amor de pastor que en Brochero se destaca con fuerza. Y lo remarcan los textos bíblicos que acabamos de escuchar, especialmente el Evangelio, en la parábola que cuenta el Señor: “Jesús les dijo entonces esta parábola: «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: «Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido».” (Lc 15, 3-6).

Brochero fue un cura misionero cabal, con ese amor loco de Cristo que sale a buscar a la oveja perdida, al que está lejos, al que todos miran de reojo o por encima del hombro. Y sale a buscarlo para traerlo y hacer fiesta: la de una vida que ha resucitado en el encuentro con Cristo.

Brochero no se comprende a sí mismo como el término y el fin de su sacerdocio. Él jamás se pone en el centro. El centro es Aquel a quien Brochero conoció, con conocimiento interior, sabroso y determinante, haciendo los Ejercicios Espirituales: el centro de la vida y misión de Brochero es Jesucristo, el Señor, su Amigo, el buen Pastor que busca, a través de sus sacerdotes, a todas las ovejas perdidas.

Queridos hermanos y hermanas:

No hay Iglesia sin sacerdocio ministerial, porque no hay Iglesia sin Cristo presente, vivo y actuando para la salvación del mundo. Y eso es lo que nos dan los sacerdotes cuando predican, pronuncian sobre nosotros la palabra del Perdón y, sobre todo, cuando presiden la santa Eucaristía.

No. No es normal, ni está bien, ni tenemos que acostumbrarnos a la escasez de sacerdotes, a la falta de vocaciones al ministerio sacerdotal y diaconal.

El Señor quiere una Iglesia misionera, rica en carismas, en servicios, en vocaciones y ministerios. Por eso, quiere una Iglesia que viva de su presencia y de la acción de su Espíritu. Por eso, quiere una Iglesia en la que los ministros ordenados, en número suficiente, caminen las comunidades, prediquen con fervor la Palabra de Dios, sean testigos con su vida de la fuerza transformadora del Evangelio y nos partan el Pan santo de la Eucaristía y del Perdón.

No es este el lugar ni la fecha para preguntarnos porqué nuestra Iglesia tiene hoy carencia de vocaciones al ministerio sacerdotal. Nos basta mirar a Brochero para comprender por dónde tenemos que caminar para ardan los corazones al sentir la presencia de Cristo resucitado.

En un momento de madurez de su experiencia espiritual y pastoral, san José Gabriel comprendió que sus serranos necesitaban ser alcanzados por Jesucristo en esa experiencia transformadora que son los Ejercicios Espirituales. Los empezó a llevar a Córdoba y, al poco tiempo, puso en marcha la Casa de Ejercicios que sigue viendo pasar a miles de hombres y mujeres sedientos de Dios, de la Palabra del Evangelio y que, precisamente, ante el Cristo gaucho de la capilla se descubren amados, perdonados y renovados por el Señor y por su gloriosa pasión.

Una Iglesia misionera, en camino sinodal, reclama que cada bautizado-confirmado haya hecho esa experiencia del encuentro personal con Cristo que transfigura la vida. Discípulos que han pasado de un cristianismo aburguesado y convencional a una fe adulta, convencida y misionera.

Suplicamos hoy ese “espíritu brocheriano” para las comunidades que forman nuestra Iglesia diocesana de San Francisco, en camino sinodal.

Queridos amigos y hermanos de la Obra de las Vocaciones Eclesiásticas:

La misión que ustedes tienen toca el corazón de la Iglesia: promover la oración por la santificación de quienes somos pastores y servidores del pueblo de Dios (el obispo, los curas y, cuando estén entre nosotros, los diáconos), también por la fidelidad de nuestros seminaristas y candidatos al diaconado.

Rezar para que seamos hombres del Espíritu. No caciques, ni gerentes, ni agentes sociales. Sino hombres del Espíritu como lo fue Brochero.

Y rezamos para que nuestras comunidades sientan la urgencia de las vocaciones al ministerio sacerdotal y diaconal. Sobre todo, la comisión diocesana de la OVE tiene por delante la misión de que vayan surgiendo grupos de OVE en cada comunidad de la diócesis.

Nos encomendamos a la Purísima, a san José, al beato Mamerto Esquiú y, por supuesto, a nuestro “Santo Cura Brochero”.

Amén.

Misa de exequias del padre Carlos Mora Morales

Catedral de San Francisco, viernes 14 de enero de 2022

Nuevamente nos reunimos como Iglesia diocesana para despedir a un querido hermano, el padre Carlos Mora, que ha compartido ya la muerte del Señor, en espera de compartir también su resurrección.

Todavía nos duele la partida del padre Jorge Trucco y, otra vez, somos llamados a celebrar la Pascua de Carlos.

Con el riesgo de parecer irreverente, les confieso que, al confirmar  su fallecimiento, inmediatamente pensé en ese reencuentro de hermanos que -así lo esperamos- se ha dado en el cielo entre nuestro querido Carlos y el padre Salvador («García», como Carlos lo llamaba, con una mezcla de cariño y veneración). Imaginé también algún diálogo sabroso entre ambos.

Salvador y Carlos se incardinaron a nuestra Iglesia diocesana, se incorporaron de verdad a nuestro Presbiterio y sirvieron con generosidad a nuestras comunidades. Nunca, sin embargo, dejaron de ser «orionitas». Sus almas y corazones respiraron siempre el oxígeno vital de Don Orione.

Y, por eso, en nombre de esta diócesis y de sus curas, doy gracias a Dios por ese don precioso.

Los textos bíblicos que acabamos de escuchar pertenecen a los sugeridos para una Misa de difuntos que evoca la potencia de los sacramentos, sobre todo de la santa Eucaristía, como signos eficaces de la Vida que Cristo, el Señor, ha traído al mundo.

Vida eterna, banquete sobreabundante, pan vivo y sangre vivificante. 

Escuchemos nuevamente al Señor: «Yo soy el Pan vivo, bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.» (Jn 6, 51).

Hemos compartido incontables veces ese mismo Pan de Vida con Carlos. Fue el Viático que recibió de manos del obispo Samuel Jofré elpasado sábado. El Pan eucarístico alimentó en Carlos esa decisión tan sacerdotal y tan orionita de ser padre y buen samaritano de los jóvenes heridos por las adicciones. Fue su elección deliberada culminar así su vida cristiana y sacerdotal. 

Solo Dios sabe cuánto fruto de fe, de conversión y de humanidad produjo esa siembra. Nosotros lo contemplamos y, como María, lo repasamos en nuestro corazón. 

Queridos hermanos y hermanas, queridos curas: despidamos a Carlos con un sincero ¡Hasta pronto!. Quedémonos también rumiando en nuestro interior el mensaje de Evangelio que su partida, como la de Jorge, nos deja.

Por mi parte, apunto dos cosas que dan vueltas en mi corazón: realmente caminar juntos, en cercanía y fraternidad; pero también, una fuerte conversión diocesana y sacerdotal para vivir la opción por los pobres, heridos y descartados. 

Querido Carlos: gracias por tu paso entre nosotros, por tu ministerio y tu testimonio de caridad a la medida del buen Pastor que es también el buen Samaritano. Contamos con tu oración por nosotros, por las vocaciones, por nuestra fidelidad al Evangelio. Contá con las nuestras en la comunión de los santos. ¡Hasta vernos en la Bienaventuranza de la comunión con la Santa Trinidad en el cielo! Amén. 

Navidad es Cercanía

Homilía en la Misa de Nochebuena 2021 en la catedral de San Francisco

«Adoración de los pastores» (El Greco)

¡Muy feliz Navidad para todos!

Queridos hermanos y hermanas:

Una palabra para resumir lo que estamos celebrando: CERCANÍA.

Sí. Dios se nos ha hecho cercano. Ha buscado esa cercanía.

En Dios no hay sombra de necesidad. Todo en Él surge del amor que es su esencia.

Él se nos acerca porque así es Él.

Acojamos esa cercanía. Dejémonos sorprender por ella. Llenémonos de estupor, porque es la cercanía del Eterno, del Inmenso y Todopoderoso… y nosotros somos los efímeros, los caducos y pequeños.

Ha venido a buscarnos, a sanarnos y salvarnos.

Y nos sana precisamente así: haciéndose cercano a nosotros, buscando nuestra compañía, nuestra proximidad y nuestra vecindad.

Y eso lo hace vulnerable, porque lo que nos es más cercano puede también llegar a ser lo más olvidado, incluso lo más despreciado y ninguneado.

En este día santo de Navidad que la cercanía de nuestro buen Dios nos conmueva profundamente.

Por eso, seamos niños otra vez. No tengamos miedo a dejar surgir de nuestro corazón esa infancia inocente, ingenua y curiosa.

Al Dios hecho niño se lo acoge con corazón de niños.

Ese chico recién nacido es Dios con nosotros. Seamos buenos chicos y chicas y abrámosle las puertas de nuestras vidas.

Insisto: ¡no temamos! No vamos a perder nada. Vamos a ganarlo todo.

***

Pero CERCANÍA debe ser también la palabra que defina esa Navidad cotidiana que es nuestra vida y, sobre todo, nuestra actitud hacia nuestros semejantes, nuestros próximos.

Cercanía real, concreta y visible con los más débiles: los ancianos, los niños, los enfermos y olvidados.

Cercanía con los que purgan sus delitos en nuestras cárceles, con los que nunca van a recuperarse de sus heridas más profundas, con los que no tiene cómo devolvernos lo que les damos.

Cercanía con los que nos desprecian, difaman y nos vituperan.

Cercanía con los desesperados, tristes y solos.

Cercanía con los pobres que caminan entre nosotros, que duermen en nuestras aceras, que sobreviven en nuestras calles.

***

Queridos hermanos y hermanas:

Que nos gane el estupor por este Dios que nos ha buscado de la forma que hoy nos lo grita el Evangelio: haciéndose niño y naciendo en una cueva de animales.

Y que nos convierta el corazón, dándonos la gracia de hacernos también nosotros cercanos a nuestros hermanos.

¡Feliz Navidad para todos!

Amén.

30 años de la ordenación sacerdotal del Padre Aldo Tobares

Homilía en el Santuario de la Virgencita en Villa Concepción del Tío

“Yo dejaré en medio de ti a un pueblo pobre y humilde, que se refugiará en el nombre del Señor.” (Sof 3, 12)

Estamos caminando el Adviento, a la espera del Señor que viene. 

En nuestra Iglesia diocesana, el Señor ha adelantado su presencia visitándonos con la pascua del querido padre Jorge Trucco, quien también sirviera como pastor en estas comunidades. 

Una plegaria por él. También por el discernimiento de los pasos a dar para proveer de pastores a las comunidades de nuestra diócesis que el padre Jorge iba a servir. 

Hoy nos reunimos a dar gracias por los treinta años de ordenación sacerdotal del querido padre Aldo Tobares. Y lo hacemos bajo la mirada tierna de nuestra madre, la “Virgencita”, todavía consolados y entusiasmados por su reciente fiesta. 

Una vez más nos hemos hecho peregrinos de su Santuario. Aquí venimos como pueblo, tal como lo describe el profeta: un pueblo pobre, humilde, despojado de pretensiones, sin soberbia, a refugiarnos en el Señor, pues sabemos por experiencia que él no nos defrauda. 

La vocación al sacerdocio ministerial es siempre la respuesta de nuestro Dios Pastor a los deseos más profundos de su pueblo, a sus oraciones y súplicas. 

Como nos dice el libro del Éxodo: “Dios escuchó los gemidos (del pueblo esclavo en Egipto) y se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Entonces dirigió su mirada hacia los israelitas y los tuvo en cuenta.” (Ex 2, 24-25). Entonces, llamó y envió a Moisés.

En los evangelios, la vocación al ministerio apostólico tiene el mismo movimiento interior: Jesús busca, “con amor de hermano”, a Simón y Andrés, a Santiago y a Juan, a Pablo, a Mateo, incluso a Judas, para que lo acompañen en el anuncio del Reino de Dios. 

Un sacerdote es, ante todo, un hombre tocado por el Espíritu de Jesús para anunciar su Evangelio. Es un hombre de la Palabra. Ella es su hogar, su consuelo, su bastón, su luz y su mejor defensa. 

Y llama pronunciando nuestro nombre, porque quiere involucrarnos personalmente en esa pasión de salvación y de vida por su pueblo, de manera particular, por quienes son más frágiles, los heridos de la vida, los que quedan en el camino.

El Concilio Vaticano II, precisamente hablando del ministerio de los presbíteros, señaló que la Eucaristía es la culminación del anuncio del Evangelio. 

Palabra, Eucaristía, sacramentos y ministerio pastoral son mediaciones que el Señor ha dispuesto para apacentar, alimentar y sostener el caminar de su pueblo.

No somos sacerdotes para nosotros mismos, sino para el santo pueblo fiel de Dios, como gusta decir el papa Francisco. 

Ungidos con el santo Crisma en la ordenación somos enviados para alentar la vida del Espíritu en el pueblo sacerdotal, ungido por el Espíritu en el bautismo y la confirmación. 

El padre Aldo, además, ha reconocido en su vida el don precioso del carisma de Don Bosco. Por eso, ha servido tantos años como religioso de la querida institución salesiana. Ahora que se apresta a incardinarse en nuestra diócesis, el carisma salesiano que lleva impreso en su alma no solo no desaparece, sino que se reconfigura con el carisma propio del ministerio del presbítero diocesano: servir a esta porción del pueblo de Dios que es la diócesis de San Francisco. 

Don Bosco vivió intensamente la llamada al ministerio sacerdotal como misión en medio de los pobres. 

El Evangelio que hemos escuchado es elocuente. Nos ayuda a abrir el corazón, a no dejarnos ganar por prejuicios ni rigideces. 

Nos dice algo sorprendente que, sin embargo, es la experiencia pastoral casi cotidiana de la Iglesia y de los sacerdotes: los pecadores suelen tener una disposición especial, muy honda y sensible, a la llamada de la gracia, al perdón y la reconciliación que Jesús ha traído. 

Los seguros y pagados de sí mismos, por el contrario, a pesar de su exhibición de piedad y de religiosidad, tienen el corazón endurecido y los ojos enceguecidos para reconocer el paso de Dios. 

Los pobres, los pecadores, los que han sido duramente tratados por la vida, suelen tener el corazón a punto para dejar al Dios de la misericordia obrar en sus vidas. 

Un sacerdote, sobre todo, cuando, como Aldo, ha caminado treinta o más años en el ministerio, sabe, por experiencia, que el gran trabajo pastoral de su ministerio es secundar esta obra del Espíritu que transfigura los corazones para abrirlos a la fe, a la adoración del Dios vivo, a la caridad y el servicio a los hermanos.

Querido padre Aldo: como pastor de esta diócesis estoy muy agradecido por tu presencia, tu servicio y dedicación a la pastoral, sobre todo, a la de este Santuario al que has sabido renovar y dar nuevo impulso. 

El camino sacerdotal sigue adelante. Que el Señor Jesús, su madre Santísima, auxilio de los cristianos, San Juan Bosco y el Santo Cura Brochero sigan inspirando y acompañando tu caminar junto a tus hermanos presbíteros, aquí en San Francisco, en comunión con el obispo y las comunidades de esta Iglesia diocesana a la que has elegido servir. 

¡Qué el Señor te bendiga, proteja y te muestro su Rostro de misericordia!

Amén. 

Exequias del Padre Jorge Trucco

Morteros, 13 de diciembre de 2021

Jesús eligió el silencio. Él, que ha venido a hablarnos del reinado de Dios, su Padre, a contárnoslo de mil formas, ingeniosas y transparentes, hoy elige el silencio. 

No hay ni siquiera parábolas, esas maravillosas catequesis -¡las mejores!- que tocan el corazón, trastocan nuestras ideas y prejuicios, y nos abren a la verdad de Dios, de la vida, de nosotros mismos.

Es que las preguntas que sumos sacerdotes y ancianos del pueblo le acercan son pregunta envenenadas. No tanto por lo que dicen las palabras, sino por la actitud de fondo: la desconfianza, la hostilidad y, sobre todo, la cerrazón del corazón.

Queridos hermanos y hermanas, queridos curas: 

Esta mañana, sorprendidos por la inesperada muerte de Jorge, tengamos delante de Jesús la actitud justa: no entendemos, nos cuesta asimilar, sentimos multiplicarse las preguntas (también las más cuestionantes); pero no cedamos a la tentación de la desconfianza.

Vayamos a Jesús. Es Adviento y estamos caminando hacia Él, que está viniendo a nosotros. 

Misteriosamente, Jorge ha acelerado el paso y, visitado por el Señor de la Pascua, se ha encontrado con Él.

Jesús lo ha abrazado -no me cabe la menor duda- y lo ha tomado de la mano, como un amigo a su amigo, para sentarlo a la mesa del Reino. 

Hemos acercado a su cuerpo los signos de la Pascua: el cirio, la estola, el Rosario y el Leccionario con la página abierta en el Evangelio del Domingo de Pascua. Estamos reunidos a su alrededor para celebrar la Eucaristía. En estas horas, la oración del pueblo ha ungido nuevamente su cuerpo preparándolo para la sepultura.

Escuchemos juntos la Palabra del Señor, viva y eficaz, que se hace oír esta mañana de esta forma que no esperábamos.

Si Balaam, el profeta, contempló maravillado al pueblo de Dios reunido y entrevió el surgimiento del Mesías, también nosotros contemplamos el misterio de la Iglesia y al Cristo vivo que surge ante nuestra mirada de fe esperanzada.

¿Qué está pasando entre nosotros? ¿Qué está viviendo nuestra Iglesia diocesana? ¿Qué nos está diciendo el Señor en todo esto que estamos viviendo? ¿Qué Palabra de vida nos llega a nosotros desde la persona, la vida y ministerio de nuestro querido hermano Jorge?

Recorriendo en estos días las comunidades de nuestra diócesis que despedían y recibían a sus pastores, he formulado varias veces en voz alta estas preguntas. 

El Señor está pasando, reavivando en cada uno -en nuestros corazones- su llamada y, sobre todo, su mandato misionero: vayan, caminen, anuncien el Reino, lleven esperanza y alegría a los corazones, especialmente a los más alejados, tristes y desesperanzados. 

Muchas cosas se están moviendo en nuestra diócesis en este fin de año.

No imaginaba, sin embargo, que el paso del Señor iba a tomar este rumbo pascual arrebatándonos sorpresivamente a Jorge y colocándonos, una vez más, ante la tesitura de darle realismo a nuestra fe, a nuestras elecciones evangélica, a nuestra esperanza. 

Se abre para nosotros, como diócesis, como presbiterio y como comunidad, un tiempo de escucha intenso y exigente, sobre todo, porque tendremos que dejar surgir nuestra humanidad, sin poses ni frases hechas. Abiertos de corazón, y con franqueza evangélica, al Señor de la Vida, el verdadero pastor y obispo de nuestras vidas.

Querido Jorge: Tu paso entre nosotros ha tenido la medida temporal que Dios ha dispuesto, no la que nosotros esperábamos. Por eso, queremos despedirte, hasta el encuentro definitivo en el cielo, dejándonos interpelar por tu Pascua. Gracias por tu persona, por tu ministerio, por tu siempre inquieta manera de vivir la fe y de animarnos ir a fondo con las opciones del Evangelio. Gracias por la pasión que pusiste en la catequesis y, sobre todo, por los catequistas, aquí en la diócesis, como en la región y en la Junta Nacional de Catequistas. Por estas horas, de miles de corazones catequistas se eleva una plegaria por vos y tu descanso eterno. 

Que María, asunta al cielo, te reciba y te acompañe al encuentro festivo con Jesús. Ya no es una pregunta, sino una realidad: sos feliz, con la felicidad del Evangelio vivido y cumplido. 

Nosotros, tus hermanos y hermanas, recogemos la posta. A seguir caminando juntos, más atentos los unos de los otros, seducidos por el Evangelio, con un oído en sus mensaje y en el pueblo de Dios. 

Amén. Así sea.

Inmaculada Concepción de María

Homilía en el Santuario de la «Virgencita» – Villa Concepción del Tío – 8 de diciembre de 2021

“¿Dónde estás?” (Gn 3, 9), pregunta Dios al primer hombre en el jardín.

Y lo sigue haciendo. Hoy, aquí y ahora, esa pregunta que nace del corazón que ama, sigue marcando la historia. El Creador nos pregunta a cada uno de nosotros dónde estamos, por dónde andamos, qué camino estamos transitando.

Es bueno que nos dejemos alcanzar por esa pregunta divina.

¿Dónde estás, querido hermano, querida hermana? ¿En qué momento de la vida estás? ¿Encontrado o extraviado?

Adán se había extraviado, había quedado fuera del alcance de la mirada de Dios. Él y su esposa, la madre de todos los vivientes, Eva. Se habían escondido.

¿Podemos decir nosotros de nosotros mismos algo similar?

Miramos nuestro corazón. Contemplamos la vida de nuestros pueblos, de nuestra patria, de nuestra familia incluso. Dolorosamente tenemos que decir que el extravío de las mentes y los corazones sigue siendo una experiencia común de los seres humanos.

Volvemos a esa pregunta, no porque queramos regodearnos en el derrotismo o en la culpa, sino porque ella nos habla de un Dios que busca y siempre buscará a los hombres extraviados.

Jesús lo dirá de manera solemne en la casa de Zaqueo: “[…] el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10).

Esa pregunta de nuestro buen Dios nos interpela y nos incomoda, nos intranquiliza; pero, haciendo esto, nos ofrece también un lugar, o, mejor, una experiencia fuerte donde reposar y reencontrar el rumbo perdido.

El Amor más grande, absoluto y gratuito nos busca para restituir nuestra dignidad y sanar desde dentro las heridas que el extravío nos ha dejado.

Cuando parecía que todo se encaminaba hacia el extravío definitivo y total, oscuro y desesperante, el Amor creador se vuelve Amor redentor que sabe reenderezar los caminos de la historia hacia la salvación: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. El te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón» (Gn 3, 15), sentencia Dios a la serpiente abriendo la puerta a la esperanza que se cumplirá en Cristo, el Hijo de María inmaculada.

***

María, la Purísima, Inmaculada y Toda Santa, es el signo luminoso de ese empeño de Dios por nosotros y nuestra vida.

Una vez más, como peregrinos y devotos, nos hemos puesto en camino para llegar a este lugar de gracia, este Santuario que alberga la querida imagen de nuestra “Virgencita”.

Podemos haber extraviado el rumbo de nuestra vida, pero, al pisar el umbral de esta Casa santa, retomamos la buena senda.

Y de su mano. Es decir, sin forzar nada, sin negar nada. Es la delicadeza del amor que hace posible que reconozcamos de verdad nuestros malos pasos y, dóciles al Espíritu Santo, nos abramos a la gracia de Dios que nos perdona, nos cura y nos eleva como hijos e hijas suyos.

Los que han podido confesar sus pecados en este lugar lo pueden testificar con alegría y paz en el corazón.

Este año, viviendo aún en el temor y la incertidumbre de la pandemia, volvemos al Santuario para encontrar en los ojos de la “Virgencita” la luz del Resucitado que nos anima a seguir caminando.

Aquí recobramos fuerzas y reavivamos el fuego de la esperanza cristiana.

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Este año, de manera más intensa que en otras ocasiones, aquí peregrinamos como diócesis.

Estamos culminando la celebración de estos “sesenta años caminando juntos, con espíritu mariano, franciscano y brocheriano”.

A María le presentamos los frutos de la evaluación de nuestro Plan de Pastoral y el encomendamos el camino sinodal que hemos emprendido como Iglesia familia, en comunión con el Santo Padre y las Iglesias de todo el mundo.

Soñemos con una Iglesia que se vuelve cada vez “más mariana”, es decir, una Iglesia de puertas abiertas y en salida. Una familia donde cada uno tiene un lugar, sintiéndose parte activa de la fe y de la misión. Una comunidad misionera que se anima a salir al encuentro de todos, especialmente de los más vulnerables.

Soñemos con comunidades cristianas -parroquias, colegios, grupos e instituciones católicas- en las que, sin importar si numerosas o no, la creatividad del amor que despierta la fe las hace valientes, osadas, arriesgadas y las lanza sin falsos pudores por los caminos de la vida.

En estas semanas, pensando en el reencuentro de esta Fiesta de hermanos que son peregrinos, he sentido en el corazón la moción de proponer que, así como los jóvenes peregrinan a este Santuario el primer domingo de septiembre, como familia diocesana podamos realizar también una peregrinación similar (del Tío a la Villa) para reencontrarnos como pueblo de Dios ante la mirada de María. Una experiencia concreta, física y corporal de ese “caminar juntos” que sentimos crecer como vocación y misión.

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Culmina hoy también el “Año de San José”. De ahí el lema que nos ha convocado: “Con María y José, discípulos de Cristo”.

Culmina esta celebración, pero San José sigue caminando con nosotros la fe. Y alienta ese caminar, peregrino él también tras las huellas de María.

Caminemos juntos entonces, de la mano de José y con su misma actitud interior: obedientes a la Palabra recibida y asimilada en la oración y en la vida.

Él también escuchó aquella pregunta inicial: “José, ¿dónde estás?”. Y respondió como nos lo muestra el Evangelio: en silencio, con discreción y con admirable decisión de fidelidad.

A él le encomendamos el camino de nuestra Iglesia diocesana.

Amén.