Elegí como lema para mi ministerio episcopal unas palabras de San Pablo en Hch. 20,24: "Testigo del Evangelio de la gracia de Dios". De ahí el nombre del blog: "Evangelium Gratiae", el evangelio de la gracia. El 31 de mayo de 2013, el Papa Francisco me nombró obispo de la Diócesis de San Francisco, en el Este de Córdoba.
En esta fiesta del Sagrado Corazón, y como complemento de las «Cartas Pascuales 2022» comparto esta nueva Carta sobre la «Oración del corazón» o «del Nombre de Jesús».
San Francisco, viernes 24 de junio de 2022
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús
“Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (Lc 18, 1).
A los fieles y comunidades de la Diócesis de San Francisco.
Queridos hermanos:
1. En mi tercera Carta Pascual les propuse algunos senderos para nuestra experiencia orante. Les prometí hablarles de la Oración del Nombre de Jesús. La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús me brinda la ocasión propicia y sugestiva para cumplir lo prometido.
2. “Esta plegaria se llama ‘de Jesús’ o ‘a Jesús’, según se entienda la invocación del nombre de Jesús o la invocación dirigida a Jesús. Se llama también ‘plegaria del corazón’ porque nace del corazón y al mismo tiene que volver, unida con el latido cardíaco. Se identifica con aquel ideal de la oración continua que se remonta a la expresión del Señor: «Hay que orar siempre sin desanimarse» (Lc 18, 1), y de Pablo: «Sean constantes en la oración» (1 Tes 5, 17).” (Jesús Castellano, Pedagogía de la oración cristiana, 158).
3. Es una forma de oración muy querida por el Oriente cristiano. La ha popularizado el famoso Relato de un peregrino ruso (s. XIX): un laico que descubre esta forma de orar, inquieto por cumplir el mandato apostólico de orar siempre.
4. Las fuentes evangélicas de esta plegaria son: la oración del ciego de Jericó (“Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí” en Lc 18, 38), la oración del publicano en el templo (“Oh Dios, ten piedad de mí” en Lc 18, 13), y la del buen ladrón (“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” en Lc 23, 42). Es como una prolongación de la invocación litúrgica: “Señor ten piedad”.
5. En la oración personal, cada uno usa la fórmula que más se acomoda a la propia experiencia. La forma más sencilla es la sola repetición del Nombre de Jesús, acompañando el ritmo de la respiración. Es como “respirar” su santo Nombre. Así confesamos nuestra fe en Él como Cristo, Hijo de Dios, Mediador y Salvador. Es la oración del hombre pecador que, vivificado por el Espíritu, ejerce su sacerdocio bautismal. La oración cotidiana se vuelve así una liturgia personal: intensa, rica, integradora de la vida. Y, el orante, se convierte en “liturgo”.
6. La fórmula tradicional reza así: Señor Jesús, Cristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que soy un pecador. Sus elementos son de una gran densidad cristiana y espiritual:
a. Señor: Como enseña san Pablo: Nadie puede decir “Señor Jesús” si no está inspirado por el Espíritu Santo. Él nos hace reconocer a Jesús como Dios y Señor de nuestra vida.
b. Jesús Cristo (Jesucristo): Jesús es el Ungido (eso significa: Cristo), lleno del Espíritu. El que cumple las promesas de Dios. Jesús significa: Dios salva. El Santo Nombre de Dios es el Nombre de Jesús, su Hijo. A María le decimos: “bendito el fruto de tu vientre, Jesús”.
c. Hijo de Dios: este es el misterio más hondo del Señor. Él es el Hijo único que, dándonos su Espíritu, nos hace hijos e hijas del Padre. La oración es tomar parte en su oración, en sus sentimientos, en su condición de Hijo amado del Padre.
d. Ten piedad (o misericordia, o compasión) de mí: Reconocemos nuestra fragilidad inclinada al pecado. No la escondemos a Dios, ni a éste lo escandaliza. Suplicamos su misericordia. El Padre se estremece ante el pecador, como una madre ante su hijo que sufre; como un médico que se inclina sobre el enfermo para curarlo.
e. Pecador o pobre pecador: Expresa la conciencia de nuestra condición delante de Dios. Es un reconocimiento de profunda humildad. Sin ella no se puede orar ni crecer en la oración. El pecado nos aleja de Dios, pero se vuelve mucho más grave si nos dejamos ganar por la soberbia o desconfiamos de la misericordia de Dios.
7. ¿Cómo hacer la oración del Nombre de Jesús? Existen muchas formas, adaptadas a cada uno. Tenemos que encontrar la nuestra. Lo fundamental es elegir un lugar solitario, recogerse en silencio, con el cuerpo en una postura apta para orar. Se puede usar el Rosario como ayuda: ir repitiendo lentamente la plegaria o sencillamente el nombre de Jesús a medida que se pasan los dedos por las cuentas del Rosario. Acompasando la oración con el ritmo de la respiración. Se puede empezar haciéndolo a media voz para pasar lentamente a repetir en silencio el santo Nombre del Señor. No hay que ser rígidos. Se puede hacer variando las posturas, la oración misma, prestando atención a unas palabras hoy, mañana a otras.
8. Por último, una observación importante: con el bautismo y la confirmación se nos ha dado la gracia de la oración. El Espíritu nos ha sido dado para impulsar nuestra oración. Él ora en nosotros. La vida de la Iglesia y de la fe comienza siempre en el corazón de los fieles. El corazón del bautizado es el hogar de la Iglesia. Es el altar desde el que se eleva el incienso de nuestra plegaria.
Tengo la intención de seguir conversando con ustedes sobre la oración. Si Dios quiere, el próximo 6 de agosto, Fiesta de la Transfiguración del Señor, quisiera dedicar una Carta a la experiencia orante de la Liturgia. Es decir, a la Iglesia en oración. Con la ayuda del Espíritu, espero poder hacerlo. Y, más adelante, otra carta sobre el Rosario de la María.
Jesús, manso y humilde de corazón: danos un corazón orante como el tuyo. Amén. Siempre en mi oración.
Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. (Lc 9, 28-29).
A los fieles y comunidades de la Diócesis de San Francisco.
Queridos hermanos:
Nuestra Iglesia diocesana retoma la pastoral ordinaria. Seguimos caminando juntos con espíritu mariano, franciscano y brocheriano. Y lo hacemos con toda la Iglesia: camino sinodal en comunión, participación y misión. El Espíritu nos irá mostrando qué pasos dar y nos dará su gracia para hacerlo.
Las tres Cartas Pascuales 2022 tienen como finalidad acompañar este camino diocesano, a la vez personal y comunitario, abordando un tema de fondo: la oración cristiana. Los invito, por tanto, a redescubrir la aventura de la oración, en toda su belleza. La oración es un abismo: atrae y da vértigo. Nos asoma al misterio de Dios que nos trasciende, nos habita y vivifica.
Todo ser humano, por serlo, lleva en su corazón la llamada al absoluto, la sed y el aguijón del infinito. Los orantes de todos los tiempos -no sólo los cristianos- experimentan esa atracción, pero también el temor que significa entrar en el territorio sagrado del Silencio de Dios, de la rumia de su Palabra y de la contemplación de su Rostro.
Es la experiencia del salmista: “Mi corazón sabe que dijiste: «Busquen mi rostro». Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí.” (Salmo 26, 8-9). Es una magnífica definición de la oración: búsqueda del Rostro de Dios, con el corazón inquieto y sediento, siempre a la espera de que ese Rostro se nos descubra e ilumine.
La oración no es lo más importante de la vida cristiana. Ese lugar lo ocupa la caridad. Pero, no hay amor sin oración. O, como dijera San Juan Pablo II: “se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino «cristianos con riesgo». En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.” (Novo millenio ineunte 34)
Al iniciar la Cuaresma, tiempo fuerte de oración, los invito a redescubrir su misterio, y los animo entrar en él. Para muchos será la apelación a una experiencia que nutre el día a día de la vida. Para otros, una vivencia nueva y fascinante. Para otros, tal vez, suponga una dolorosa conversión, pues la oración se ha convertido en algo rutinario o sencillamente ha languidecido hasta desaparecer de la propia vida.
No nos desanimemos. Por el contrario, reavivemos esta convicción: si sentimos -como el salmista- el deseo de buscar el Rostro de Dios, es porque ya, ese Rostro nos ha encontrado a nosotros, y ha puesto en nuestro interior el impulso del Espíritu para buscarlo y encontrarlo. Desear orar es ya orar,aunque ese deseo sea tímido, necesitado de aliento y de cuidado. En otras palabras, si sentimos ya la llamada de la oración estamos bajo el influjo del Espíritu Santo. Él es el orfebre que, con mano diestra y paciente, nos va trabajando para que nos convirtamos en orantes y, de esa manera, en hombres y mujeres del Espíritu, verdaderos discípulos del Señor.
Nuestra sociedad vive fuertes procesos de secularización. Dios ha muerto en demasiados corazones. Y esto también golpea el corazón del creyente en una suerte de “secularización interna” de la vida cristiana. En este contexto, el llamado a la oración es una gracia del Espíritu para pasar de una fe convencional a una fe convencida, de un cristianismo aburguesado y cómodo a un discipulado valiente, misionero y contagioso.
El orante es aquel hombre o mujer de fe que puede dar este testimonio: he sido visitado por el Señor, he recibido como regalo su Palabra, Él me ha mostrado su Rostro y, de esa manera, me ha revelado quién soy, cuál es mi misión y qué sentido tiene todo lo que vivo, sufro y anhelo. El orante es un creyente marcado para siempre por ese encuentro que lo ha herido haciéndolo testigo del Invisible.
Este año, en el segundo domingo de Cuaresma, contemplamos al Señor que se transfigura en el monte, delante de Pedro, Santiago y Juan (cf. Lc 9, 28b-36). San Lucas nos ofrece este detalle precioso: Jesús sube con ellos a la montaña “para orar” y se transfigura “mientras oraba”. Contemplemos al Señor en oración. ¿Qué ocurre entonces? “Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo».” (Lc 9, 35). Emerge a la luz el misterio más hondo y bello de Jesús: Él es el Hijo que vive en comunión inmediata con el Padre, en la alegría del Espíritu Santo. La luz que ilumina su rostro y su persona brota desde ese manantial de su vida trinitaria.
¡Subamos también nosotros con Jesús a la montaña! ¡Dejémonos transfigurar por el encuentro con el Padre que quiere mostrarnos a su Hijo, hacernos escuchar su Palabra y vivificarnos con su Espíritu! ¡No tengamos miedo! O, mejor: venzamos el vértigo de la oración con la fortaleza del Espíritu. En la oración, Dios no sólo quiere regalarnos sus dones, quiere entregarse a Sí mismo a cada uno de nosotros. Es Amigo que nos tiende la mano. Un Dios enamorado que nos busca intensamente. En la fe, la oración nos lleva a ese abismo de amor, de alegría y de paz que es la comunión trinitaria.
Vivamos entonces esta Cuaresma como tiempo para una oración más honda, perseverante y ferviente. Supliquémoselo a María, a José, a Francisco de Asís, a Brochero. Todos ellos grandes orantes. Subieron a la montaña y, de la mano de Jesús, fueron transfigurados.
Esa gracia sigue siendo joven y la santa Trinidad la dispone para nosotros. Viene con el bautismo, se robustece en la confirmación y se alimenta en la Eucaristía. A nosotros, solamente nos toca responder, como María, con confianza y disponibilidad interior. Al entrar en la oración, a ella le decimos: “Madre de todos los hombres: ¡enséñanos a decir: Amén!”
Sepan que están en mi oración de cada día. Con mi bendición,
En dos cartas anteriores te he acercado la propuesta de renovar tu relación personal con María, tal como Jesús nos la ha confiado. Intenté también explicarte en qué consiste esta entrega confiada a la Madre, según la tradición de la Iglesia. Te acerco ahora algunas sugerencias sencillas para que podás preparar este momento.
Comienzo con algo obvio, pero que no siempre está claro. Lo decía en mi primera carta: María es una persona viva con la que se puede tener una relación personal. Con ella podemos tener un trato de persona a persona. Nos habla y podemos hablarle. Es decir: podemos entablar con ella una relación de amistad madre-hija/o. Pensalo bien, es muy importante.
La preparación que te propongo tiene tres tiempos, que podríamos llamar con Bernardo Olivera: reconocimiento, entrega y vivencia.
1. Reconocimiento. Desde el Bautismo, los cristianos estamos vinculados a María. Hay que caer en la cuenta de que este don ya enriquece nuestra vida de fe. ¿Cómo hacerlo? Esta preparación es doble: doctrinal, pues tengo que conocer lo que nos enseña la Iglesia sobre el puesto de María en la vida del bautizado; y espiritual: preparar mi corazón para este acto de alianza y entrega mutua.
Te sugiero la meditación de cuatro misterios marianos, con sus respectivos textos evangélicos: a) La Anunciación: Lc 1,26-38; b) Las bodas de Caná: Jn 2,1-11; c) María al pie de la cruz confiada como madre: Jn 19,25-27; y c) María en oración con los apóstoles: Hch 1,12-14. Te recomiendo también los números 266-272 del Documento de Aparecida.
Puede ayudar estas sugerencias más concretas:
Un día de retiro para escuchar la Palabra de Dios y dejarnos guiar por el Espíritu. Un momento de oración con María.
Si conocés a otras personas que estén también preparando su consagración a María, pueden hacer el retiro juntos.
En el retiro podrías renovar las promesas bautismales. Para decir a Dios: “Amén, creo”, es necesario antes renunciar al pecado, purificando el corazón y la mente.
Tratar de hacer una confesión general para recibir la gracia del perdón; el rechazo del pecado y el deseo ferviente de vivir la amistad con Dios nos asemejan a María.
En lo posible, preparate para la celebración diocesana del 13 de octubre participando de la Santa Misa los días previos, rezando el Rosario, también Laudes o Vísperas.
2. Entrega. La entrega confiada a María suele expresarse en una oración escrita. Así lo haré el 13 de octubre. De hecho, existen muchas oraciones muy hermosas que expresan esta alianza con María. Ya te hablé de la que uso yo: “Bendita sea tu pureza…”. Te ofrezco otra, muy hermosa: “¡Oh Señora mía! ¡Oh Madre mía! Yo me ofrezco enteramente a ti y en prueba de mi filial afecto te consagro en este día, mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo tuyo, Oh Madre de bondad, guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén”.
Si ya estás consagrado a María, te impusieron el escapulario, la Medalla milagrosa, u otros signos marianos, podés retomarlos con naturalidad. Si no, con el modelo de estas oraciones y dejándote llevar por el Espíritu, podés escribir tu propia fórmula de entrega.
Otro consejo: también sería oportuno que pensaras en algún signo visible que te ayudara a expresar tu alianza con María. Puede ser: una medalla, una estampa, un cuadro, una imagen (María auxiliadora, la Virgencita u otra advocación) colocados en algún lugar de la casa (el altarcito doméstico, por ejemplo).
3. Vivencia. Si la finalidad de la entrega confiada a María es la renovación de la gracia del Bautismo y la Confirmación, la entrega a María tiene lugar en nuestra vida de cada día. Se trata, por tanto, de encarar la vida “como lo hizo María”, viviendo, en obediencia a la Palabra de Dios, las virtudes cristianas que ella vivió de modo perfecto: la fe, el servicio, el espíritu misionero, la oración, la humildad, la solidaridad, etc.
¿Te das cuenta de que la entrega confiada a María es algo muy serio, mucho más que un acto aislado de devoción o un momento puramente emotivo? Se trata de una alianza que se vive como una opción de vida: vivir como María. Esto hay que meditarlo mucho y muy bien.
Aquí te hago dos sugerencias:
1) Una Regla de vida, es decir: poné por escrito lo que has ido descubriendo como llamado de Dios a vivir en alianza con María. ¿Qué compromisos concretos supone mi alianza con María? Por favor, en esto sé breve: una cita bíblica, algún propósito de vida, algún compromiso de oración o servicio. Nada más. Se trata de ir a lo esencial.
2) Pensá en renovar, cada año y para una fecha precisa, esta entrega confiada. Podés elegir alguna fiesta de la Virgen más importante o significativa para vos.
Una última cosa. Tal vez, al ir meditando lo que significa la entrega confiada a María, cómo se prepara y los compromisos que supone, sintás que no ha llegado el tiempo de hacerla. ¡No te desanimés! Dios va trabajando el corazón. Él te hará ver el momento justo. Si, al leer esta propuesta, experimentaste consuelo, paz y alegría, no dejés caer en el olvido esta gracia. Ya llegará el momento. ¡Todo a su tiempo, cuando la gracia y tu libertad lleguen a su punto justo!
Bueno, por mi parte, estoy llegando al final de esta carta que se ha hecho muy larga. Me he sentido consolado al escribirte. Pienso que te he comunicado cosas importantes para mi vida de fe, con la convicción de que pueden serlo también para vos. Solo me queda asegurarte que, si has podido sentir algún impulso del Espíritu en lo que he escrito, vos y yo -y tal vez, muchos más- estamos en una profunda comunión de vida, de fe y de amor. Nos une la Virgen.
Gracias por escuchar mis palabras.
“Virgencita de Fátima: cuidá en nosotros la alegría del Evangelio. Amén”
Te escribo desde la fe cristiana. Por eso, desde el corazón. Deseo hacerte llegar una propuesta. Le pido al Espíritu Santo que guíe mis pensamientos y me ayude con las palabras justas para llegar también a tu corazón de discípulo de Jesús.
Se cumplen cuarenta años de la entronización de la imagen de la Virgen del Rosario de Fátima, patrona de la diócesis, en la Catedral. Fue el 13 de octubre de 1981. Esta bella imagen fue traída desde el santuario de Fátima en Portugal por el obispo de entonces, monseñor Agustín Adolfo Herrera. Ese día, el obispo consagró la Iglesia diocesana de San Francisco a María. Años después, fue coronada por monseñor Carlos Tissera.
El próximo miércoles 13 de octubre celebraremos, Dios mediante, la santa Eucaristía en la catedral para conmemorar este hecho. Será en el marco de estos sesenta años de vida diocesana, caminados, como dice nuestro lema, “con espíritu mariano”.
En esta oportunidad, como obispo diocesano, voy a renovar la consagración de la diócesis de San Francisco a la Virgen del Rosario de Fátima.
***
Esto es lo que deseo proponerte: ¿Te animás a acompañar la oración del Obispo con tu propia entrega personal a María?
Muchos de nosotros, desde muy chicos, hemos aprendido a confiarnos a María. Algunos, seguramente, hemos hecho alguna forma solemne de consagración mariana. Yo, por ejemplo, rezo cada día la oración “Bendita sea tu pureza […]” que me enseñara mi madre.
Para mí -no tengo miedo de decirlo- fue una gracia muy grande descubrir que María es una persona viva, con quien se puede hablar, confiarse, a quien se puede escuchar, de quien se puede aprender. Parece algo demasiado obvio, sin embargo, para mi vida personal de fe, este descubrimiento fue una iluminación que me llenó el corazón de alegría y de entusiasmo.
Es que, según el plan de Dios, María tiene una misión: Madre del Hijo de Dios hecho hombre, ha sido confiada como Madre a la Iglesia y, en ella, a cada bautizado, discípulo misionero de su Hijo.
En la historia espiritual del cristianismo, sobre todo por los santos, los cristianos hemos aprendido a reconocer ese lugar de María en nuestra vida a través de múltiples formas de devoción mariana. Entre ellas se destaca la “consagración a María”. En estos últimos tiempos fue san Juan Pablo II el que difundió esta “entrega confiada” a la Madre de Dios.
María, por obra del Espíritu Santo, dio a luz a Jesús. Ella nos ayuda a vivir según el Espíritu de Cristo. Entregarse confiadamente a ella no es otra cosa que reavivar la vida del Espíritu que recibimos en el Bautismo, se fortalece en la Confirmación y se alimenta en la Eucaristía. Así progresa nuestra configuración con Cristo. Eso sí: “como María”, es decir: tratando de vivir cada momento con ella, como ella y con su ayuda.
Estas no son simples ideas en el aire: es experiencia viva, es vivencia cotidiana de los discípulos de Jesús. La devoción a María está en el alma de nuestro pueblo. El Año Mariano Diocesano que celebramos en 2018 nos permitió vivirlo con alegría y gratitud.
Por ahora, hasta aquí llego. En otras cartas intentaré explicar qué es la entrega confiada a María, cómo prepararnos a ella, cómo hacerla en concreto.
Te pido solo dos cosas: primero, que te pongás a pensar en serio en esta propuesta que te hago. Más que pensar, yo diría a rezar. Podés meditar el texto de San Juan que abre esta carta. Te ofrezco algunos puntos de meditación: ¿Qué significa, para mí, este testamento del Señor: “aquí tienes a tu madre”? ¿Cómo recibir a María en mi propia casa, es decir, en mi propia vida?
Lo segundo que te pido es que difundás esta carta y el video que la acompaña: fotocopiala, mandala por email, usá las redes. Creo que si te interesa te podés ingeniar. A ver cómo nos va.
Hasta la próxima.
“Virgencita de Fátima: cuidá en nosotros la alegría del Evangelio. Amén”
1. En esta 2ª Carta pascual les propongo la lectura orante de Ex 14, 15-15, 21: el paso del Mar Rojo y el canto que entona el pueblo a continuación. Ambos textos están en el centro de la liturgia de la Palabra en la Vigilia Pascual. No pueden faltar. La salvación que Dios regala está en ese “paso” en medio de la noche. El cruce del Mar Rojo es profecía de la Pascua de Cristo y de todas las pascuas eclesiales y personales. Los invito pues a rumiar esta preciosa narración. Que el Espíritu guíe nuestra lectura orante.
I. El cruce del Mar Rojo (Ex 14, 15-31)
2. El relato tiene tres partes. La primera, frente al mar, con los gritos del pueblo que ve llegar al ejército egipcio (vv 1-14). La segunda con las aguas que se abren para dar paso al pueblo (vv 15-25). La tercera con la derrota de los egipcios y la salvación de Israel (vv 26-31). Esta narración -dicen los estudiosos- es fruto de varias tradiciones cuyos hilos entretejen un atrapante relato.
1. Ante el mar (Ex 14, 1-14)
3. Dios habla a Moisés y le revela su plan de salvación. Se acerca una crisis de proporciones (y no será la última), pero Yahvé tiene todos los hilos en sus manos. Es el Señor y el Juez de la historia. Es, sobre todo, el Dios que ama y salva a su pueblo. El Faraón, por su parte, tiene una reacción brutal: acaba de morir su primogénito, pero él piensa en la pérdida de la mano de obra esclava. El corazón está endurecido por la ambición de poder. Sin embargo, no es menor la ceguera del pueblo israelita, a pesar de haber sido testigo de las proezas de Dios a través de Moisés. A la vista del ejército exterminador que se acerca y ante la barrera insalvable del Mar vuelve a la queja amarga, la murmuración y la rebeldía.
4. Es una gran crisis de fe y de confianza en Moisés y, en última instancia en Dios. Grita de miedo y de desesperación. Es todavía un pueblo de esclavos. Sigue interiormente sometido. Pero ha resonado la Palabra divina que salva. Hay que escuchar y obedecer: solo entonces comienza a ser vencido el miedo y a desarmarse los lazos de la esclavitud. Comienza realmente la aventura de la vida y la libertad.
2. El viento sopla y las aguas se abren (Ex 14, 15-25)
5. “Después el Señor dijo a Moisés: «¿Por qué me invocas con esos gritos? Ordena a los israelitas que reanuden la marcha.” (Ex 14, 15). ¿Por qué Dios interpela así a Moisés? Nada dice el relato de un grito del pobre Moisés. Dios lee el corazón. Comprende que su amigo ha comenzado a sentir el peso de la situación y de su misión. Moisés está en medio de una dramática encrucijada: ve también el ejército que se acerca, escucha el clamor del pueblo y ve su desasosiego. Pero, sobre todo, ha escuchado la voz de Dios que le asegura que, por ese amenazante Mar, pasa la salvación. Podemos vernos reflejados en Moisés y en su corazón vacilante. ¿Cuántas encrucijadas de la vida nos encuentran en la misma situación? No sabemos qué hacer, cómo reaccionar, con una guerra interior de sentimientos.
6. Contemplemos también de qué manera Moisés, creyente y amigo de Dios, sale adelante: la voz de Dios ha resonado… y él obedece: “Entonces Moisés extendió su mano sobre el mar, y el Señor hizo retroceder el mar con un fuerte viento del este, que sopló toda la noche y transformó el mar en tierra seca. Las aguas se abrieron, y los israelitas entraron a pie en el cauce del mar, mientras las aguas formaban una muralla a derecha e izquierda.” (Ex 14, 21-22). Esta escena es un eco del Génesis. También aquí, las aguas, que representan el poder abrumador del mal, son separadas por el viento (el “aliento-espíritu”) que Dios sopla. Así comienza a experimentarse la salvación: una nueva creación, surgida como la primera, del amor sabio de Dios. El amor vence el temor. Y el pueblo se pone en camino…
7. Al amanecer, cuando la luz comienza a vencer las tinieblas de la noche, el Señor, por medio de su servidor Moisés, hace que las aguas vuelvan a su cauce normal. Y, así, los egipcios son sepultados. Antes, sin embargo, los que se habían opuesto al plan de Dios realizan una dramática y certera confesión de fe en el señorío de Dios: “Los egipcios exclamaron: «Huyamos de Israel, porque el Señor combate en favor de ellos contra Egipto».” (Ex 14, 25).
3. El triunfo de la Vida (Ex 14, 26-31)
8. Las aguas del Mar Rojo son “imagen de la fuente bautismal”. Y los que atraviesan las aguas prefiguran “al pueblo cristiano”. Así rezamos en la Vigilia Pascual. Con los ojos iluminados por la fe, contemplemos ahora esta escena: “Aquel día, el Señor salvó a Israel de las manos de los egipcios. Israel vio los cadáveres de los egipcios que yacían a la orilla del mar, y fue testigo de la hazaña que el Señor realizó contra Egipto. El pueblo temió al Señor, y creyó en él y en Moisés, su servidor.” (Ex 14, 30-31).
9. La noche ha pasado, comienza a brillar la luz del día. Dios ha intervenido, salvando a su pueblo. Los esclavos son ahora libres. Han sido liberados por la poderosa mano del Señor. El texto acentúa la dimensión contemplativa de la fe: el pueblo ha visto la salvación y, así, se convierte en testigo de todo lo que ha hecho el Señor. Esta profecía encontrará su realización más perfecta en María, figura de la Iglesia orante, que “conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.” (Lc 2, 19). Y, también como en María, la fe contemplativa se vuelve ahora canto de alabanza, acción de gracias y adoración. ¿Estás viendo la obra de Dios en los fragmentos de tu vida, en tu camino personal y comunitario? Se trata de abrir los ojos para contemplar la vida…
II. Cantar la libertad que Dios regala (Ex15, 1-21)
10. La respuesta a la acción de Dios es un canto nuevo que brota jubiloso del corazón del pueblo. El miedo deja su paso a la alegría. Así reza el pueblo de Israel. Así aprendieron a rezar María, José y el mismo Jesús. Así oramos también sus discípulos. Estamos en la escuela de oración del pueblo de Dios. Miriam, profetisa y hermana de Aarón, con las mujeres del pueblo repiten la antífona: “Canten al Señor, que se ha cubierto de gloria: él hundió en el mar los caballos y los carros” (Ex 15, 22). Las mujeres, una vez más, aciertan con la fe.
11. En la Vigilia pascual entonamos los versículos principales (vv 1-18). Les sugiero leer el cántico completo: Ex 15, 1-21. Podemos dividirlo en dos partes: los vv 1-12, centrados en lo que Dios realiza en el cruce del Mar Rojo: salvación del pueblo y destrucción de sus enemigos; los vv 13-22, nos llevan más allá: describen la entrada en la tierra prometida, la morada santa del Señor en medio de su pueblo. Este canto nos permite así contemplar toda la historia de la salvación: no solo el éxodo sino también el don de la tierra.
12. En el centro del cántico, y como protagonista excluyente está el Dios fuerte que salva a Israel. Es guerrero poderoso, pastor y guía. Es también, como en la mañana de la creación, artesano y agricultor. Todo lo que hace tiene un beneficiario: el pueblo que ama, cuyo clamor ha escuchado conmovido y al que conduce ahora hacia la libertad. Notemos que ni siquiera Moisés aparece en el canto. Solo Dios. La libertad despunta allí donde el corazón se libera del narcisismo y se abre al éxtasis del amor, la alabanza y la adoración.
13. No solo las aguas son dominadas por el poder del “aliento-espíritu” del Señor (cf. Ex 15, 10), sino que el resto de los pueblos queda presa del temor ante el poder salvador de Dios. El Creador es el Señor de la historia que salva a su pueblo. Y, como una profecía del mensaje de Jesús, el cántico culmina cantando el reinado de Dios: “¡El Señor reina eternamente!” (Ex 15, 18). Es canto compartido por todo el pueblo. La fe no puede quedar en una experiencia solitaria e intimista. Se vuelve canto, se comparte. No podemos callar lo que Dios obra en nosotros y para nuestra salvación. Evangelizar es cantar en coro.
III. También nosotros crucemos el Mar Rojo y cantemos en coro
15. ¿Qué palabra nos ha tocado el corazón? ¿Qué luz nos ofrece la rumia de esta página de la Escritura? Comparto con ustedes algunas resonancias que esta poderosa Palabra del Señor deja en mí.
La Palabra sigue resonando fuerte, hoy como entonces. Especialmente en tiempos inciertos y desafiantes. Precisamente en esos momentos la voz del Señor se hace oír. Nos invita a la obediencia y, sobre todo, a ponernos en camino.
El corazón se arruga. El miedo se vuelve grito desesperado. También el hombre de Dios vacila. Las Escrituras no ocultan la fragilidad: ni la del pueblo, ni la de Moisés. Nos invitan a ir hasta el fondo de ella. Allí nos espera el Dios que nos salva. Es el realismo de la fe que nos vuelve audaces y humildes.
Solo entonces emerge la posibilidad real de caminar la confianza, fruto maduro de la fe y que se nutre de la esperanza. Dios salva. Toda la historia de la salvación nos lo dice, de una u otra forma, hasta llegar a su cumbre: Jesús es el Salvador que ya ha cruzado el Mar Rojo. A nosotros nos toca dejarnos llevar por el Soplo de su Espíritu.
Hoy tenemos una amenaza muy fuerte: la soledad y el individualismo que nos encierran, volviéndonos tristes y desesperanzados. ¡Abramos los ojos y miremos a Cristo que nos da otra perspectiva! Dios nos lleva de la mano a través de las aguas impetuosas. Y nos lleva como pueblo. De las aguas bautismales nace la comunidad cristiana. Somos familia. Somos hermanos. ¡Tenemos esperanza!
También nosotros somos invitados a cantar las maravillas del Señor. Lo hacemos, por cierto, en la liturgia que compartimos, sobre todo, el domingo. Lo hacemos cada día, viviendo la libertad que Dios nos regala como compromiso de amor con nuestros hermanos, especialmente en el servicio a los más pobres, a los que se sienten solos, a los que lloran sus heridas, agudizadas en este tiempo de pandemia.
El relato del paso del Mar Rojo ilumina nuestra vida como Iglesia diocesana. Al evocar estos sesenta años de camino compartido, no puedo dejar de preguntarme -y de preguntarles- qué “Mar Rojo” tenemos que cruzar, dejando nuestros miedos, solo obedientes a la Palabra del Señor.
María, Francisco de Asís y Brochero siguen inspirando nuestro peregrinar. Nos confiamos también a san José. En esta Pascua 2021 que estamos a punto de celebrar, crucemos juntos el Mar Rojo. Bendiciones.
A los fieles católicos de la Diócesis de San Francisco.
Queridos hermanos:
1. Comenzamos la Cuaresma. Nuevamente estamos en camino hacia la Pascua. Será el próximo domingo 4 de abril. Me ha parecido oportuno volver a proponerles tres “Cartas pascuales” para vivir el gran sacramento de la Cuaresma-Pascua, tiempo de conversión, vida nueva y misión. Este año, me inspiro en tres escenas del Éxodo. La imagen del pueblo que sale de Egipto y camina por el desierto es propia de la espiritualidad cuaresmal. Ilumina además estos sesenta años de “caminar juntos” como Iglesia diocesana. El relato que les propongo en esta primera “Carta pascual” es Ex 2, 23-3, 22. A continuación, algunas pistas para una lectio divina.
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2. Dios sabe escuchar el sufrimiento del pueblo. Se trata de una situación de deshumanización: el pueblo es esclavo en Egipto, sometido a duros trabajos y, sobre todo, a humillación y desprecio. Se ha extendido el desasosiego y el desaliento. El futuro aparece oscuro. Surge un clamor que llega al cielo. El relato destaca tres acciones divinas: “Dios escuchó sus gemidos y se acordóde su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Entonces dirigiósu mirada hacia los israelitas y los tuvo en cuenta”, leemos en Ex 2, 24-25. El pueblo se ha olvidado de Dios; también de sus promesas. Sin embargo, Dios no olvida: escucha, recuerda y mira el sufrimiento. Y obra. “Amó primero”, dirá san Juan (cf. 1 Jn 4, 19).
3. La reacción de Dios es llamar a Moisés. A través de su dura historia, primero en Egipto y después en el exilio, la providencia lo ha preparado para una misión: llevar esperanza y libertad al pueblo. Pero, para que esa misión sea fecunda, algo fundamental tiene que pasar en la vida de Moisés: el encuentro con Dios. Es la escena de la zarza ardiente de Ex 3, 1-12: “Cuando el Señor vio que él se apartaba del camino para mirar, lo llamó desde la zarza, diciendo: «¡Moisés, Moisés!». «Aquí estoy», respondió el.” (Ex 3, 4). ¿Podría haber llevado adelante Moisés su misión sin este encuentro con el Dios vivo? ¿Podría haber comunicado esperanza si él no la hubiera recibido primero?
4. Dios revela su Nombre a Moisés, porque quiere ser invocado. Quiere entablar un vínculo personal, gratuito y libre con su pueblo. Quiere alianza, comunión y reciprocidad. Contemplemos la grandiosa escena de la revelación del Nombre: Ex 3, 13-22. El Dios de los padres revela su Nombre. Sigue siendo misterio: a Dios no lo podemos manipular a voluntad. Es libre y nos quiere libres. Pone en marcha una historia de libertad y, por eso, una historia de riesgo. Nos invita a la fidelidad, a sabiendas que siempre nuestras opciones están amenazadas por el egoísmo. Él se compromete a caminar con nosotros. Su santo Nombre significa: “El que es”, pero también: “El que se mostrará en el camino”. Estar siempre con nosotros: esa es su promesa que, en Jesucristo, se ha hecho realmente irrevocable. En ella se funda la esperanza que nos sostiene y que comunicamos al mundo.
5. El del pueblo de Israel es, en realidad, profecía del verdadero éxodo: el que se cumplió en la persona de Jesús, en la pascua de su pasión, muerte y glorificación. Y se está cumpliendo en la Iglesia y en la biografía espiritual de cada bautizado: en vos, en mí, en cada uno; en nuestras comunidades; en la creación. Lo expresamos en la noche de Pascua con las renuncias y la triple profesión de fe. Sí: siempre estamos en Éxodo. Es la fe que camina la esperanza. La meta es la bienaventuranza, el cielo.
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6. Les propongo ahora unas breves meditaciones. Empiezo citando a Benedicto XVI: “Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza. […] En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento» (cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente «vida».” (Spe salvi 3 y 27).
7. Y, de esperanza, nos habla también el Papa Francisco en su Mensaje para esta Cuaresma 2021: “Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6). Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, «dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza» (cf. 1 P 3,15).”
8. En este tiempo de pandemia que vivimos, extraño y difícil, la providencia de Dios nos llama -como a Moisés- a comunicar esperanza a nuestros hermanos. A ser discípulos fogueados por el encuentro con el Dios vivo que nos da esperanza para encarar la vida. No solo en el círculo de nuestra familia y amigos, sino para todos. Pensemos en las generaciones que vendrán: ¿podremos dejarles como herencia la sabiduría de esperanza que brota del Evangelio? ¿Qué mundo les vamos a dejar? ¿Qué grado espiritual de civilización? ¿Qué experiencia de Dios?
9. La pandemia es una prueba muy fuerte. Ha sacado a la luz injusticias y miserias, signos de deshumanización. Pero también ha puesto en evidencia las fuerzas espirituales más preciosas que Dios ha depositado en el corazón humano. Dios sigue escuchando, recordando y mirando a la humanidad que camina y sufre. Cada fragmento de bien, de verdad y de justicia que protagonizamos los seres humanos viene de Dios, se completa y perfecciona en Cristo; es gracia del Espíritu Santo.
10. Como diócesis, como discípulos, como agentes de pastoral: ¿en qué medida el encuentro con Dios nos ha transfigurado realmente? Veámonos reflejados en Moisés. ¿Sentimos nostalgia, deseo o sed de ese encuentro con la zarza que arde sin consumirse? A veces pienso que, los largos meses sin culto público nos han precipitado en una peligrosa frialdad espiritual. No puedo dejar de reflexionar sobre ello. Sé que muchos han redescubierto esa sed que nos habita. Preguntémonos, al menos, por la repercusión espiritual de esta crisis; también en los creyentes. Pensemos, por ejemplo, en la crisis de la oración personal y litúrgica: rezamos poco, o mal o, sencillamente, ya no oramos.
11. La ciencia ayuda, pero no redime, enseña Benedicto XVI e insiste Francisco. Nos preocupa que la economía no repunte, pero más grave aún, el vacío de esperanza en los corazones. Solo el encuentro con el amor absoluto de Dios nos da fuerza espiritual en las pruebas de la vida. Como a Moisés, Dios te está buscando porque quiere llevar esperanza a su pueblo. Te invito a escuchar su voz.
12. El Dios que pone en marcha el camino de esperanza del pueblo es el Padre de Jesús, el Dios compasivo que ama a los pobres, sufrientes y vulnerables. Nos espera siempre junto a todo hermano o hermana que sufre. Vayamos a buscarlo y, llegados a esa tierra sagrada, descalcémonos para escuchar su Voz y dejarnos quemar por su mismo fuego de Amor. El aislamiento social tiene una frontera: la fraternidad con todos, especialmente con los más vulnerables. “Todos hermanos”, nos dice el papa Francisco, indicándonos una orientación preciosa para transitar este tiempo de “éxodo” que vive la humanidad. Lo hacemos con la mirada fija en Jesucristo. Primogénito de muchos hermanos, Él es nuestra Esperanza.
María, contemplativa y fuerte en la esperanza, nos enseña a rumiar la Palabra. A ella invocamos para transitar juntos el camino pascual. Unidos a José, varón justo, custodio de Jesús y patriarca de la Iglesia.
“Porque, así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches.” (Mt 12, 40).
“Este es el tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el Evangelio nos puede proporcionar.” (Francisco, Un plan para resucitar).
San Francisco, 1 de mayo de 2020
Queridos hermanos y amigos:
1. Jesús echó mano de las peripecias de Jonás para hablarnos de su propia Pascua. ¿Podrá esta página de la Escritura iluminar también la Pascua tan particular que estamos viviendo? Creo que sí. En esta tercera “Carta Pascual”, les propongo leer juntos este delicioso relato bíblico. Y, con él, releamos lo que estamos viviendo. Es Pascua: Dios está pasando por nuestra vida. ¿No lo percibimos? ¿O también nosotros, como Jonás, preferimos escaparnos y no reconocer a Jesús resucitado?
¡Huye, Jonás, huye!
2. La primera imagen que tenemos de Jonás es la de un profeta que huye cuando le llega la Palabra de Dios y, con ella, una misión que cumplir. ¿Cuál es la razón de esa huida? ¿A qué teme? Emprende un viaje buscando un lugar que lo ponga a salvo de la Palabra del Señor; en fin: de Dios mismo. “¿A dónde iré para estar lejos de tu espíritu? ¿A dónde huiré de tu presencia? Si subo al cielo, allí estás tú; si me tiendo en el Abismo, estás presente.” (Salmo 139, 7-8).
3. Jonás intenta huir, pero Dios lo alcanza. En medio del mar, mientras él duerme en lo más profundo de la nave, estalla la tormenta. Es Dios que lo busca. Es interesante este dato: interpelado por el capitán del barco, Jonás es incapaz de rezar. Repite con ortodoxa frialdad lo que ha aprendido en el catecismo: “Yo soy hebreo y venero al Señor, el Dios del cielo, el que hizo el mar y la tierra” (Jon 1, 9).
4. Jonás sabe muchas cosas de Dios; pero, realmente no sabe de Él con el corazón. Mientras todos los tripulantes del barco rezan a sus dioses, Jonás, el ortodoxo, ni siquiera dice una letanía. Tiene los labios sellados y el corazón frío. Huye de la mirada de Dios. En el colmo de la evasión, se hace arrojar al abismo del mar. Piensa que, allí, Dios no lo hallará. Todo acabará con esa muerte. “Si dijera: «¡Que me cubran las tinieblas y la luz sea como la noche a mi alrededor!», las tinieblas no serían oscuras para ti y la noche será clara como el día” (Salmo 139, 11-12).
5. No seamos severos con Jonás. Mirémoslo como un espejo que nos refleja. También nosotros nos pasamos la vida huyendo de Dios. Creo que, en esta hora de prueba, nos hace bien pensar en nuestras huidas: ¿cuáles son? ¿A qué obedecen? ¿Qué miedos nos habitan y nos hacen huir? ¿Nos damos cuenta de cómo huimos de Dios, de su mirada, de su Palabra, de su amor que salva?
¡Ora, Jonás, ora!
6. Jonás tiene miedo y huye. Dios, en cambio, es paciente y, sobre todo, posee un insobornable sentido del humor. Jonás piensa ser deglutido para siempre por las aguas, pero hete aquí que, de repente, un gran pez abre sus fauces… y lo instala cómodamente en su vientre. Claro, la iniciativa es de Dios. ¿De quién si no? “El Señor hizo que un gran pez se tragara a Jonás, y este permaneció en el vientre el pez tres días y tres noches.” (Jon 2, 1).
7. Entre tanto, otro detalle simpático. Jonás, el profeta ortodoxo, huidizo y de corazón frío, ha logrado un inesperado éxito misionero: convertir a sus compañeros paganos del barco, que terminan reconociendo el Señorío del “Dios de Jonás”. Le ofrecen sacrificios y promesas. Dios sabe hacer las cosas: escribe derecho en renglones torcidos… y con lápices sin punta.
8. El que no pudo rezar cuando el barco se hundía, ha encontrado un inesperado lugar de retiro espiritual. Ahora, en ese lugar oscuro (su cuarentena), su corazón orante parece revivir y lograr una nueva calidad de oración. En su plegaria se entremezclan varios salmos de Israel. Seguramente que los ha cantado y tal vez se los sepa de memoria (como la fórmula de fe que recitó en la nave). Solo que ahora, esas palabras sagradas, que Dios ha inspirado a los orantes del pueblo, adquieren para él un significado nuevo. Se vuelven vivas, se nutren de su propia vida, sus miedos y deseos más secretos.
9. Jonás, en el vientre del pez, está aprendiendo a conocer realmente el corazón de Dios, y a hacer suya la experiencia espiritual más honda de un creyente: “¡La salvación viene del Señor!” (Jon 2, 10). En este punto, no puedo dejar de invitarte a saborear, lentamente, la oración de Jonás, haciéndola tuya:
«Desde mi angustia invoqué al Señor, y él me respondió; desde el seno del Abismo, pedí auxilio, y tú escuchaste mi voz.
Tú me arrojaste a lo más profundo, al medio del mar: la corriente me envolvía, ¡todos tus torrentes y tus olas pasaron sobre mí!
Entonces dije: He sido arrojado lejos de tus ojos, pero yo seguiré mirando hacia tu santo Templo.
Las aguas me rodeaban hasta la garganta y el Abismo me cercaba; las algas se enredaban en mi cabeza.
Yo bajé hasta las raíces de las montañas: sobre mí se cerraron para siempre los cerrojos de la tierra; pero tú me hiciste subir vivo de la Fosa, Señor, Dios mío.
Cuando mi alma desfallecía, me acordé del Señor, y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo Templo.
Los que veneran ídolos vanos abandonan su fidelidad, pero yo, en acción de gracias, te ofreceré sacrificios y cumpliré mis votos: ¡La salvación viene del Señor!».
10. Más que huir de Dios, el creyente tiene que dejarse llevar hasta los abismos de su pobre humanidad, pues allí lo espera, no el Juez implacable que castiga, sino el que resuelve todo juicio con el perdón y la misericordia. Jonás, orando con una autenticidad hasta ahora desconocida para él, comienza a intuirlo. Es suficiente. Ya está en condiciones de retomar el camino: “Entonces el Señor dio una orden al pez, y este arrojó a Jonás sobre la tierra firme” (Jn 2, 11).
11. No temamos bajar también nosotros. Tal vez, como Jonás, podamos aprender a orar con menos formalidad, pero con más humanidad y autenticidad. Es lo que Dios espera de cada uno. Tiene sed de corazones así. ¿Y si esta cuarentena pascual nos ofreciera esa posibilidad? ¿No está siendo un momento de sinceridad ante tantas máscaras, vanidades e hipocresías?
¡Camina, Jonás, camina!
12. Después del zamarreo de la tormenta y del retiro espiritual en su vientre, Dios vuelve a la carga: “La palabra del Señor fue dirigida por segunda vez a Jonás”. Además de buen humor, Dios es perseverante en sus propósitos. No lo iba a dejar tan tranquilo a su profeta. Es que, en el fondo, sabe de qué madera estamos hechos sus hijos. Cosas de la sabiduría divina.
13. Esta vez, Jonás obedece y se pone en marcha. Y ahí, delante de sus ojos aparece la gran ciudad . Detengámonos un momento: no estamos leyendo un relato histórico. Se trata de un texto didáctico, con ribetes humorísticos. Más o menos como las parábolas de Jesús que buscan sacudir la conciencia, abriéndola a las sorpresas de Dios. El relato de Jonás busca un cambio de actitudes. Busca conversión.
14. Nínive, por ejemplo, hace tiempo que ha desaparecido. Sin embargo, esta ciudad evoca recuerdos terribles: la ferocidad del imperio asirio, la crueldad de sus guerras, etc. Ha dejado huellas profundas en el alma del pueblo. Es lógico que Jonás, no comprenda. ¿Dios ama a gente así? ¿No debería buscar su humillación y aniquilamiento, más que su conversión y salvación? Todos tenemos el recuerdo de “alguna Nínive” en el corazón.
15. La Nínive histórica jamás oyó a Jonás y, menos aún, se convirtió a su prédica. Esta del relato sí. Y lo hace de una manera que deja sin aliento. Esta enorme ciudad, ante la sola palabra del profeta, vive una conversión que conmueve a todos, empezando por el mismo Dios. A todos, salvo a uno: a Jonás.
16. Volvamos al texto. Nuevamente resuena la Palabra de Dios, y lo hace con fuerza: es un mandato misionero. Esta vez, Jonás responde inmediatamente… aunque -como veremos- no termina de estar convertido del todo. Lo que mueve a Jonás a ponerse en camino a predicar en Nínive, no es lo mismo que mueve a Dios. Jonás guarda la secreta expectativa de ver destruida la ciudad. Dios, en cambio, quiere su conversión real.
17. Nínive es enorme: tres días para recorrerla (como fueron los tres días de retiro de Jonás…). El profeta Oseas nos explica el sentido de esa cifra: “Después de dos días (el Señor) nos hará revivir, al tercer día nos levantará, y viviremos en su presencia” (Os 6, 2). Más que un lapso de tiempo, los tres días indican que Dios, no obstante todo, siempre actúa salvando a sus hijos.
18. Jonás se toma en serio su misión. Predica la penitencia a la enorme ciudad. Basta ese grito y, hete aquí, que ocurre lo impensable: primero los simples ciudadanos, pero después el rey, los funcionarios y hasta los animales se sienten hacen suyo el llamado al arrepentimiento. Es admirable y conmovedor, pero también un poco irónico: Jonás recorre Nínive un poco a la fuerza, sin embargo, la ciudad, en un santiamén, da un vuelco y se convierte.
19. Una perlita, para entender mejor el mensaje: Jonás predica con fuerza la conversión de la ciudad. Sin embargo, dice algo que Dios no le ha pedido: “Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida” (Jon 3, 4). ¿Qué problema hay? Palabras más, palabras menos, es más o menos lo mismo. Jonás cree saber lo que Dios pretende. ¿No será, en cambio, lo que él quiere ? ¿No proyecta en Dios sus propios sentimientos de frustración, miedo y violencia? Atentos, porque esto no le pasa solo a Jonás…
La verdadera pascua de Jonás
20. Todos en la ciudad se han convertido y Dios ha perdonado con gran misericordia. ¿Y Jonás? Está que trina: “Jonás se disgustó mucho y quedó muy enojado (Jon 4,1). Si el rápido arrepentimiento de los ninivitas lo ha sorprendido, lo que lo deja sin aliento es que Dios mismo se ha dejado llevar por su misericordia. ¡No puede ser! ¿En qué quedamos? ¿Dónde está la justicia de Dios? ¿Tenemos acaso un Dios blandengue y pastelero?
21. Aquí hay que detenerse. El libro de Jonás no tiene como finalidad narrar la conversión de Nínive. ¿Qué quiere enseñar? El autor ha puesto el ojo en algunas actitudes que ve crecer en su pueblo: ceguera, cerrazón y dureza de corazón (tal vez, frutos de tantos sufrimientos o de miedos). La consecuencia es una imagen completamente deformada de Dios: un justiciero que se deja llevar por sentimientos de amor, odio y venganza. En realidad, proyectan en ese ídolo sus propias frustraciones y sentimientos.
22. En el capítulo final contemplamos la verdadera conversión de Jonás, su Pascua. Tendrá que desandar el camino de su disgusto inicial al silencio ante la Palabra de Dios. Pero es pascua de verdad, pues revivirán en él los sentimientos de huida que vimos antes. En las palabras que le dirige a Dios (cf. Jon 4, 2-3) deja ver a un “nene caprichoso” que quiere manipular a Dios, haciéndolo sentir culpable. Con gran paciencia, el Señor lo dejará con una pregunta inquietante: “¿Te parece que tienes razón para enojarte?” (Jon 4, 4).
23. Desilusionado por el fracaso de su misión (no ha visto arder a Nínive), pero más por el comportamiento de Dios, se siente morir cuando el ricino se seca. Leamos el diálogo final, pues es de una gran hondura espiritual: “Dios le dijo a Jonás: «¿Te parece que tienes razón de enojarte por ese ricino?». Y él respondió: «Sí, tengo razón para estar enojado hasta la muerte». El Señor le replicó: «Tú te conmueves por ese ricino que no te ha costado ningún trabajo y que tú no has hecho crecer, que ha brotado en una noche y en una noche se secó, y yo, ¿no me voy a conmover por Nínive, la gran ciudad, donde habitan más de ciento veinte mil seres humanos que no saben distinguir el bien del mal, y donde hay además una gran cantidad de animales?».” (Jon 4, 9-11).
24. Ahora comprendemos el porqué de la huida de Jonás. Huye de Dios porque no cuadra con sus expectativas. Huye porque le repugna que sea como se mostró a Moisés y como lo celebran los salmos: “bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia; no acusa de manera inapelable ni guarda rencor eternamente; no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas” (Sal 103, 8-10). Esto último lo saca de quicio: que Dios perdone a sus enemigos. Jonás quiere que Dios sea benigno con él y su pueblo, pero que, con los demás, tenga el rostro justiciero del que no deja pasar una y, sobre todo, castiga a los culpables. Es verdaderamente escandaloso que Dios, a los culpables, los juzgue… y termine perdonándolos. Jesús contará la historia de un padre que se conmueve ante el hijo que vuelve arrepentido de sus andanzas. También entonces habrá alguien (el hermano mayor) que no entenderá a Dios que se conmueve con el sufrimiento de sus hijos (cf. Lc 15, 11-32).
25. Jonás exhibe un egoísmo exasperante: no solo pretende presenciar la destrucción de la ciudad, rechaza también el perdón de Dios a los Ninivitas, pero, sobre todo, no quiere dejarse ganar por los mismos sentimientos de Dios. Quiere permanecer frío y justiciero. La aventura con el ricino resulta un gesto amigable de Dios para con él. Con ese recurso, busca convertirlo, sanando su corazón endurecido. Si Jonás se alegró de contar con la sombra del ricino en medio de la resolana (cf. Jon 4, 6), ¡cuánto más se alegrarán los hombres de sentir la sombra de la misericordia de Dios sobre ellos!
26. Así como el libro se abrió con la Palabra de Dios que llegó de improviso a la vida del profeta, ahora se cierra con una pregunta abierta, dirigida a Jonás. En realidad, nos tiene a nosotros como destinatarios: ¿hemos hecho realmente la experiencia de la misericordia y el perdón de Dios? ¿Lo comprendemos de verdad? ¿Hasta qué punto el Padre de Jesús es el Dios al que adoramos y en cuyas manos ponemos nuestra vida y esperanzas? ¿Hasta qué punto hemos hecho nuestro el mensaje del perdón que Jesús ha traído al mundo desde el corazón de Dios?
De Nínive a Emaús: de Jonás a Jesús… y a nuestra vida en cuarentena
27. Dejemos a Jonás rumiando la pregunta de Dios. Dejemos también el Antiguo Testamento y vengamos al Nuevo: a Jesús, al evangelio de Lucas, al relato de Emaús: Lc 24, 13-35. Aquí también hay camino, pero no de huida, sino de retorno: dos hombres, desilusionados y decepcionados, retoman su vida de siempre. Se habían entusiasmado con Jesús… pero no ha podido ser. No hay caso: no hay lugar para grandes sueños en la vida de los pobres. Ese retorno tiene el sabor de una derrota y de una resignación.
28. Jesús resucitado, ante todo, se pone a acompañarlos como un Peregrino. Pacientemente les va explicando las Escrituras, pero no como quien da lecciones académicas. Con la Biblia en la mano, va desentrañando el sueño de Dios para la humanidad que pasa por la cruz y el sufrimiento de su Mesías. Esa explicación -lo reconocerán después- ha logrado encender de nuevo el corazón. Finalmente, el Peregrino se da a conocer, ofreciéndose a sí mismo en la Fracción del Pan. No basta la Palabra. Hay que experimentar que Cristo es Pan que se parte para ser comido: es amor hasta el fin, servicio y entrega de la vida…
29. Y desaparece al partir el pan. Esta Ausencia, sin embargo, deja a los discípulos con el corazón colmado. Ha vuelto la esperanza al corazón y se ha transformado en misión: “Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24, 35). Es un hermoso resumen de lo que es la misión para el discípulo misionero del Evangelio: contar lo que nos ha pasado por el camino…
30. En mi anterior Carta Pascual les proponía formularle a Jesús una pregunta: “¿Dónde estás, Señor, en esta hora de cruz y de esperanza?” Si nuestra vida siempre es búsqueda del Señor y un intento de reconocerlo en medio de nuestra existencia, esa búsqueda y ese intento se vuelven más intensos en las horas difíciles. Como la que estamos viviendo como humanidad, como pueblo y también como Iglesia.
31. En Jonás y sus peripecias, sus huidas, miedos y resistencias, me he reconocido a mí mismo. No he podido dejar de contemplarlo acurrucado en el fondo de la nave a merced de las olas, como escapando inútilmente de la tormenta… y del mismo Dios. Me he visto en su dificultad para orar, en la fría ortodoxia con que cree saber responder a las preguntas que le hacen, en sus reproches y en su cansancio.
32. Pero, por encima de todo, no puedo dejar de experimentar que, como a Jonás, Dios me sigue buscando, especialmente cuando intento escapar de Él y de la misión que me confía. En última instancia, el Dios de las historias bíblicas es Alguien que busca compartir con nosotros sus sentimientos más hondos: su compasión por el mundo, su deseo de salvar y de dar vida… incluso a las criaturas más sencillas y olvidadas. Es el Peregrino que camina a nuestro lado para abrirnos los ojos, la mente y el corazón, a fin de comprender que Dios no solo no nos abandona, sino que sigue adelante con su sueño de vida y salvación para todos. Y que ese sueño pasa por la persona de Jesús, su Hijo, nuestro Salvador, por su pasión, muerte y resurrección.
33. Yo también, como aquellos discípulos a los que Jesús arrancó de la desesperanza, hizo arder sus corazones y les descubrió su Presencia en la Fracción del Pan, he sentido la necesidad de contar lo que me está pasando en el camino, para animar la esperanza de todos. El mundo que emergerá de esta “Pascua-Cuarentena” llevará las marcas de muchas heridas. La comunidad de los discípulos del “Buen Samaritano” tendrá que dejarse guiar por su Espíritu Vivificador. “Este es el tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el Evangelio nos puede proporcionar”, como acaba de señalarnos el Papa Francisco. ¿Qué parte me toca a mí, a nosotros, a nuestra Iglesia diocesana, en esta empresa de imaginación y realismo evangélicos?
34. Los invito entonces a rezar con los discípulos de Emaús, con Jonás y todos los creyentes que sienten la esperanza de Jesús en sus corazones: “Quédate con nosotros, Señor Jesús, porque el día ya se acaba; sé nuestro compañero de camino, levanta nuestros corazones, reanima nuestra esperanza; así nosotros, junto con nuestros hermanos, podremos reconocerte en las Escrituras y en la fracción del pan. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.”
A los fieles católicos de la Diócesis de San Francisco.
Queridos hermanos:
Cuando programé estas “Cartas Pascuales”, no imaginé que, por la emergencia sanitaria, no íbamos a poder reunirnos para las celebraciones de Semana Santa. No podremos estar físicamente en nuestros templos, pero estaremos en comunión. Muchos celebrarán la Pascua en los hospitales y centros de salud, en la calle y en diversos servicios públicos. En sus rostros y en sus manos reconoceremos a Aquel que “muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida”.
Vamos a vivir esta Pascua del Señor. No lo dudemos siquiera. Lo haremos de otra manera: en familia o incluso solos; por las redes u otros medios, tal vez solo con la Biblia ante nuestros ojos. Y lo haremos con una participación real y creativa. Seremos como María y José que buscan ansiosos a Jesús que se les ha perdido. Esa es el alma de la liturgia: buscar al Señor, dejarse llevar por el Espíritu y, así, glorificar al Padre. Será también como un más prolongado Sábado Santo. O como la espera del Espíritu.
María nos sostiene. Ella sabe de espera, silencio y oración. Y nos lo enseña ahora, cuando arrecia la tormenta, en medio de la noche. En la barca estamos todos, como decía Francisco. Algunos con miedo, otros -muchísimos- reavivando esperanza.
¿Cómo emergerá la humanidad de tanto dolor y sacrificios? Cristo resucitado resplandece mostrándonos el futuro según Dios. Pero también desafía nuestra libertad: tenemos que repensar nuestra forma de vida, como bien insiste el Papa Francisco. Hemos de madurar decisiones valientes para cuidar la casa común y legar a las nuevas generaciones un mundo más humano.
¿Y Argentina? ¿Cómo afrontará este desafío moral? Necesitaremos vigorosas energías espirituales para recomponer nuestra cohesión como pueblo y la amistad social. Se avizora una sociedad herida, seguramente más pobre y vulnerable. Se requerirá grandeza de ánimo para un esfuerzo personal y colectivo extraordinario. La Providencia nos ha puesto ante decisiones cruciales y de largo alcance. Hemos de sembrar, pensando que otros cosecharán. ¡Ojalá no prevalezcan el miedo y nuestras oscuras pulsiones! ¡Ojalá resurjamos más libres, responsables y solidarios!
Los tres puntos que les propongo a continuación parten de una convicción de fe: el Señor está pasando en esta hora difícil. Y eso es precisamente Pascua.
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“Ojalá hoy escuchen la voz del Señor” (Sal 94, 7d)
En pocos días, la vida nos ha cambiado de forma vertiginosa. El riesgo sanitario es grave y real. Apreciamos la cuarentena, pero sus restricciones afectan el trabajo y el sustento de personas y familias. Crecen la ansiedad, el miedo y la inquietud. También un estrés difícil de manejar.
La fe no se desentiende de estas vivencias. Celebramos la Pascua para asumirlas con Jesús que muere y resucita. No podemos entonces dejar de preguntarle: ¿Dónde estás, Señor, en esta hora de cruz y de esperanza? ¿Qué palabra buena nos estás dirigiendo? ¿Qué decisiones de vida nos estás inspirando?
Mientras sigo pidiendo luz para nuestra Iglesia diocesana, permítanme compartir algunos pensamientos. Me están ayudando a caminar esta hora. Todos necesitamos palabras ciertas de esperanza; pocas, pero esenciales. Me animo a compartir algunas de las que Dios me viene regalando. Como su obispo, me siento particularmente obligado a ello.
La agenda me muestra, cada día, los eventos que había programado: reuniones, visitas, encuentros, celebraciones, etc. Todo ha quedado en veremos. ¿Cuándo retomaré las actividades ordinarias? ¿Será este año? ¿Más adelante? De repente, lo que creía controlado entra en estado de suspensión. Y la emergencia comienza a ganar espacio en el corazón.
En el retiro que compartimos los curas el pasado miércoles, el Padre Alejandro Puiggari nos hacía meditar sobre situaciones de la vida que nos desinstalan, quitándonos seguridades y arrojándonos a la intemperie. Algunos de ustedes también lo escucharon. Está en las redes.
En todo esto experimento una tensión interior. Creo que muy saludable, por cierto. Por una parte, la serena certeza de que Dios está, especialmente cuando llega la noche. Pero, por otro lado, no dejo de sentir vértigo, miedo e incertidumbre. Pero es un vértigo habitado por esa Presencia , cuya cercanía amorosa es tan real y determinante como inmanejable.
Este despojo tiene el sabor del Evangelio… ¿No es la figura, humilde y bella, de Cristo en su Pasión? ¿No emerge así, una vez más, lo “único necesario” que escucharon Marta y María en Betania de labios del Señor? Esta desapropiación pascual, ¿no será la dirección hacia dónde nos está conduciendo nuestro Buen Pastor?
Me dispongo a vivir la Pascua con estos pensamientos, sentimientos y esperanzas en el corazón. Al ir concluyendo el camino cuaresmal, son las huellas que quedan en mi alma del itinerario recorrido. No el que yo programé, sino el que Dios, en su Providencia, me ha deparado.
“Mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado” (Sal 50, 19)
Los invito a releer estos párrafos de la oración de Azarías. Lo rezamos en la Liturgia de las Horas: “Ya no hay más en este tiempo, ni jefe, ni profeta, ni príncipe, ni holocausto, ni sacrificio, ni oblación, ni incienso, ni lugar donde ofrecer las primicias, y así, alcanzar tu favor. Pero que nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humillado nos hagan aceptables como los holocaustos de carneros y de toros, y los millares de corderos cebados; que así sea hoy nuestro sacrificio delante de ti, y que nosotros te sigamos plenamente, porque no quedan confundidos los que confían en ti. Y ahora te seguimos de todo corazón, te tememos y buscamos tu rostro.” (Dn 3, 38-41).
La decisión de suspender el culto público ha sido dolorosa. Lo vi claro de entrada y no albergo dudas de su conveniencia. Sin embargo, la incomodidad queda dando vueltas. Las palabras de Azarías han aflorado solas. Hablan del dolor del pueblo al que le ha sido arrebatado violentamente el templo, su culto y la experiencia de celebrar la Alianza. Pero precisamente allí encuentro también una preciosa indicación de por dónde Dios nos está llevando en esta hora de prueba.
Tanto el Salmo 50 como esta página del Libro de Daniel abrevan en la misma tradición espiritual: el lugar del culto más apreciado por Dios es el corazón del hombre. Allí tiene lugar lo decisivo para la vida. Solo un corazón así puede dejarse tocar y transformar por el Espíritu. Quedan atrás tanto la rigidez moral como una difusa culpabilidad. Ambas nos centran en nosotros más que en Dios.
El Espíritu nos trabaja por dentro, conduciéndonos en otra dirección: la del corazón quebrantado, humilde y dócil a la gracia. Así, todo nuestro trabajo espiritual consiste en bajar hasta las profundidades de nuestra debilidad, reconocerla gozosamente ante Dios y, de esta manera, dejar que Él nos dé su fuerza. En el punto preciso en que reconocemos nuestra impotencia, Dios toma el relevo y su omnipotencia (que es la del amor y la ternura) comienza a transformarnos desde dentro.
Esta suerte de “ayuno de Eucaristía” ha despertado la inquietud de muchos. Me lo han hecho saber. También su disconformidad. Creo comprenderlo: es la insatisfacción del amor. Los cristianos amamos la Eucaristía. No podemos vivir sin ella. “Fuente y culmen” de toda nuestra vida, la llamó sabiamente el Concilio. Y esa es precisamente nuestra experiencia. Lo estamos sintiendo con la fuerza de la privación, de la ausencia y de la nostalgia.
Esta espiritualidad del “corazón quebrantado”, me ayuda a vivir este tiempo de “ayuno de Eucaristía”. Se los comparto como hermano, aún sabiendo que no conformará a todos. En primer lugar, pienso que el corazón quebrantado aprende a esperar, con ansias nuevas, el momento de reencontrarnos para celebrar juntos la Santa Eucaristía. La Misa crismal, por ejemplo. Como decía al inicio, es una espera como la de María el Sábado Santo o en el Cenáculo en Pentecostés. En segundo lugar, porque, si bien no podemos reunirnos, sí podemos vivir concretamente la gracia de la Eucaristía que es el amor de Cristo. Hoy nos privamos de la Eucaristía para cuidar la vida. Es una forma de imitar al Señor que, en la última Cena, lavó los pies a los apóstoles, como humilde siervo.
Un corazón así nos vuelve más abiertos a la Palabra de Dios. En este tiempo, ha crecido el aprecio por las Escrituras. “La Iglesia -nos recordaba el Concilio- ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor” (Dei verbum 21). En nuestros hogares, la lectura de los textos bíblicos de la liturgia nos permitirá experimentar lo que oramos: “Tus palabras, Señor, son espíritu y vida”. Saborearemos mejor su poder santificador y transformante. Nos unirá a Jesús.
“Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado” (1 Co 5, 7)
Cada año, en la Vigilia Pascual, escuchamos las páginas fundamentales de la Escritura, de la creación a la resurrección, pasando por el Éxodo y nuestro Bautismo. Toda la historia de la salvación desemboca en Él y en su Pascua. Él le da sentido a cada fragmento de nuestra historia personal, eclesial y humana. Jesús es nuestra Pascua. Él es el centro viviente del plan de Dios.
Así, el dinamismo del Triduo Pascual despliega el misterio de la persona del Señor. La Pascua comienza ya el Jueves Santo, cuando hacemos memoria de los gestos y palabras con que Jesús anticipó su entrega. El Viernes Santo contemplamos la inmolación del Cordero: “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13). El Sábado Santo -como dijimos- nos sumerge en el silencio de la oración. Con María y su corazón de madre, la Iglesia espera el alba del “día que hizo el Señor”. En la Vigilia volvemos a escuchar el anuncio de la resurrección. Cantamos de nuevo el Aleluya y nos dejamos iluminar por el resplandor del Resucitado. Amanece así el Domingo de Pascua y, como las mujeres ante el sepulcro vacío, volvemos a ser sorprendidos por las palabras del mensajero: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea…” (Lc 24, 5-6). Nos reconocemos entonces en María Magdalena que anuncia a los demás: “Ha resucitado Cristo, mi esperanza…”.
Queridos hermanos y amigos: volveremos a saludar a Nuestra Señora: “Gózate y alégrate, Virgen María; porque verdaderamente ha resucitado el Señor, Aleluya”. Es cierto: es de noche y tenemos miedo, pero pronto amanecerá. ¡Dejémonos iluminar por el Sol naciente! ¡Es Jesucristo, vencedor de la muerte y toda oscuridad! ¡Él está pasando en esta hora de prueba! ¡No nos deja solos!
Este domingo son las elecciones generales. Argentina vota y elige a sus gobernantes.
Después de un intenso calendario electoral, estamos entrando en la veda que precede el acto ciudadano de votar.
Como escribí tiempo atrás: «La emisión del voto es un acto personal de alto contenido ético. Es una decisión de conciencia, tan responsable como comprometida y realista. El voto tiene que ser cuidadosamente pensado. Reclama la virtud de la prudencia y su modo típico de guiar la toma de decisión: ver, juzgar y obrar.»
La veda electoral supone el acallarse de la propaganda de los partidos políticos. Se trata de un silencio necesario para preparar nuestro voto. Muchos ya lo tienen decidido. Otros cavilan hasta instantes antes de entrar al cuarto oscuro.
¿Me permiten compartir con ustedes dos ideas que, al menos a mi, me ayudan y me animan en este momento?
La primera idea es esta: no estoy dispuesto a elegir ningún «mal menor», sino un «bien posible», aquí y ahora. Solo el bien despierta y alimenta el amor. Y, de lo que se trata en una elección, es de amor a la Patria. Amo a Argentina, como amo la tierra que me vio nacer y, ahora, la tierra generosa en la que vivo mi fe y mi misión pastoral. No está de más aclarar que, amar la Patria es querer personas.
Y, como de amor se trata, la segunda idea que me alienta es esta: pierdan o ganen las propuestas que guarde en el sobre que depositaré este domingo en la urna, las personas de mi Patria estarán caminando la vida conmigo, coincidan o no con mis elecciones. Por eso, al votar elijo este bien, arduo pero posible y, sobre todo hoy, urgente: convivir con espíritu fraterno, en paz y respeto por el otro; en diálogo que busca consensos, una y otra vez.
El silencio de la veda electoral lo aprovechamos para acompañar el discernimiento final del voto con un clima de INTENSA ORACIÓN.
Creemos en Dios que es amor y que trabaja los corazones, inspira sentimientos de bondad y atrae hacia la verdad. Un Dios humilde que ama con tacto exquisito la libertad del ser humano.
Nuestra oración se dirige a Él con confianza de hijos. Lo adoramos y le damos gracias, confiándole nuestras inquietudes, ilusiones y temores. Sabemos que siempre nos responde para bien.
Por eso, ahora les hablo más como su obispo:
Les pido y les ruego que intensifiquemos nuestra oración por Argentina, por nuestros gobernantes y candidatos. Por todos. Nadie quede excluido de nuestra súplica ferviente al Dios de la paz.
Que se rece la Oración por la Patria en todas las Misas de este fin de semana. Volvamos a decir: «Jesucristo, Señor de la historia: ¡te necesitamos!…» Pidámosle con con confianza lo que estamos dispuestos a ofrecer a todos con nuestro compromiso.
A las comunidades y
fieles de la Iglesia diocesana de San Francisco.
¡Paz y Bien!
¿Qué quiere el
Señor de nuestra Iglesia diocesana, en este momento y a través de los
acontecimientos que estamos viviendo? ¿Qué pasos de conversión nos está
pidiendo?
El
pasado 31 de mayo, con estas preguntas como encabezado, dirigía sendas cartas a
los presbíteros, consejos parroquiales de pastoral y equipos coordinadores de
movimientos y asociaciones de la diócesis. Más que por el obispo, los invitaba
a dejarnos interrogarpor Diosque nos habla a través de lo
que vivimos. Él nos habla con esa Palabra viva que es Cristo resucitado. Lo
escuchamos cuando ponemos un oído en el Evangelio y el otro en el pueblo, como
decía el beato Angelelli.
En
realidad, en esos términos u otros parecidos, esas preguntas expresan la
búsqueda permanente de una Iglesia diocesana viva. De esa forma, ella se
descubre sujeto responsable de la fe y de la misión. Hacen a su
identidad profunda: hay Iglesia allí donde se hace espacio a la llamada de Dios
y una comunidad, así interpelada, responde como María o el profeta: ¡Aquí
estamos, Señor, envíanos!
Los
sacerdotes y demás organismos y espacios pastorales han destinado un tiempo
generoso para responder. Con el Colegio de Consultores hemos repasado los
aportes de los Decanatos. El Consejo Diocesano de Pastoral y el Equipo de
Animación han ayudado a revisar todo. El pasado sábado 14 de septiembre, con
los dos Consejos de la diócesis (de Pastoral y Presbiteral) dedicamos una
mañana de oración, escucha y participación para revisar estos aportes.
Ante
todo, doy gracias a Dios por este camino que estamos transitando como diócesis.
Una vez más, he sido testigo de la vitalidad y de la pasión evangelizadora
de esa rica red de comunidades, vocaciones, carismas y ministerios que es la
Iglesia de San Francisco. La fe cristiana está viva entre nosotros. La
semilla sembrada por quienes nos han precedido sigue dando fruto. Es don del
Dios agricultor, pero también de quienes se sienten llamados a colaborar en su
siembra. Les doy gracias a cada uno de ustedes por el empeño y dedicación que
han puesto para responder, tomando en serio esta interpelación como una genuina
llamada a la conversión.
* *
*
Por
medio de estas líneas quisiera ofrecerles algunas orientaciones pastorales
a partir de los aportes que ustedes han hecho. Recogen lo que hemos podido
discernir como Iglesia diocesana. Finalmente, les quiero hacer una propuesta
para los meses que tenemos por delante. Me permito recordar aquí que, todo
genuino discernimiento de la Voluntad de Dios no se hace de una vez y para
siempre. Supone una disponibilidad y apertura que hay que renovar cada día. Se
trata de escuchar, obedecer y vivir la Palabra de Dios. Esa es la
actitud de fondo que les invito a cultivar.
1. La
experiencia del encuentro con Jesucristo vivo
Aunque
no ha aparecido en los aportes, quisiera evocar la imagen de una inestimable
gracia que el Señor nos ha regalado este año: los jóvenes de las diócesis de Córdoba reunidos en San Francisco,
orando ante el Santísimo Sacramento. Fue a fines de mayo, durante el IIº
Encuentro Regional de Jóvenes. Si tenemos que escuchar la voz de Dios a través
de lo que vivimos, este acontecimiento es una fuerte palabra suya para nosotros.
En esa imagen veo reflejado nuestro desafío pastoral más hondo como Iglesia: serlugar de encuentro con Jesucristo
vivo, experiencia fundante que determina la vida. Iríamos por mal camino si
todo este discernimiento tuviera como meta solo una reorganización de
estructuras, metodologías o espacios de poder. A los hombres y mujeres de hoy,
especialmente a los jóvenes, no les ofrecemos una
simple contención, sino a Jesús, su Evangelio y su
Espíritu. Eso es la Iglesia: espacio para experimentar al Dios vivo y verdadero. Eso es la Eucaristía: encuentro
que conmueve, alegra el corazón y colma de esperanza. Es una experiencia que
tiene que ver con nuestras preguntas más profundas y nuestra búsqueda de
sentido, con nuestros miedos, inquietudes e ilusiones. No podemos perderlo de
vista.
2. Iglesia
en camino y en salida
Hace
poco, en una radio, me preguntaron cómo está la Iglesia de San Francisco. Mi
respuesta espontánea fue: “estamos caminando”. Releyendo los aportes de
ustedes, esa imagen de una Iglesia “en camino” y “en salida” se me ha
hecho más viva y patente. Soy testigo de ello: la misión viene abriéndose paso,
sin prisa, pero sin pausa, desde dentro hacia fuera; tímidamente, pero también
con una fuerza creciente que, en algunos casos, ya es imparable. Se trata de un
don del Espíritu, pero también de una respuesta nuestra a ese regalo. Pastores,
consagrados y laicos nos sentimos llamados a la misión, y así lo expresamos. Si
es verdad que, por algunas situaciones concretas, hemos sentido una disminución
de fuerzas apostólicas, por otro lado, este hecho ha despertado la
corresponsabilidad de muchos. Consuela el corazón ver cómo los laicos se
sienten llamados a tener una presencia adulta, activa y responsable en la vida
y misión de nuestras comunidades cristianas.
3. En
camino… no hemos llegado a la meta
Iglesia
“en camino” quiere decir también que no hemos llegado todavía a la meta;
que no podemos responder, a la vez y de forma completa, a todas las preguntas
que la realidad nos presenta; que las más de las veces vamos tanteando el
camino, como quien aprende a caminar o se interna por un sendero desconocido.
Tenemos que aceptar que nuestras respuestas suelen ser parciales, provisorias y
necesitadas de continua corrección. Por no mencionar el peso de la
concupiscencia y del pecado que hacen más lento el caminar de todos. Esto es
así, especialmente cuando nos engañamos creyendo que podemos caminar aislados,
sin contar con los demás. No digo esto para desanimarnos, sino para redescubrir
que el Buen Pastor resucitado está presente entre nosotros, precisamente para
animarnos y levantarnos en este camino. Cuando el Verbo de Dios, por obra del
Espíritu Santo, empieza a crecer como hombre en el vientre de María, comienza
una experiencia nueva en la historia de la salvación: Dios aprende, paso a
paso, a caminar como un ser humano. San Ireneo dice que, de esta manera, Dios
hacía que el Espíritu Santo se fuera acostumbrando a estar entre los seres
humanos para que, un día, continuara la obra iniciada por Cristo. Dios acompasa
el ritmo de su marcha al ritmo más lento y torpe de sus creaturas. Más que
llegar a la meta, lo que quiere es hacerse Peregrino y Compañero de camino de
sus hijos. En realidad, más que llegar solo -como quien gana una carrera
superando a los rezagados- lo que busca es que lleguemos todos, como familia,
como hermanos y hermanas.
4. Cada
bautizado y cada comunidad: sujeto activo de la fe y la evangelización
El
camino pastoral de nuestra diócesis, en las sucesivas versiones del Plan de
Pastoral, nos ha ayudado a acrecentar la conciencia de ser, en cuanto Iglesia
particular, sujeto activo y responsable de la evangelización. Esta
conciencia va echando raíces en cada comunidad cristiana: parroquias, colegios,
movimientos, asociaciones, grupos, equipos pastorales. Vuelvo a la imagen de la
red: nuestra Iglesia de San Francisco es una red de comunidades que se sienten,
cada una en su lugar y ante sus desafíos, como sujetos responsables del anuncio
del Evangelio. En los aportes que han realizado se observa una triple
insistencia que quiero también subrayar:
La
necesidad de seguir creciendo en comunión, participación y
corresponsabilidad pastoral, tanto a nivel espiritual como a nivel operativo;
la interacción de los diversos consejos diocesanos y parroquiales va
creando un “estilo sinodal” de discernimiento y animación de la evangelización.
La
urgencia de potenciar el rol activo de los laicos en la misión común de
evangelizar y que brota del bautismo y la confirmación.
En este
contexto más amplio de Iglesia comunión y pueblo de Dios, el ministerio
apostólico del obispo y los presbíteros se ubica como un servicio
imprescindible, pero necesitado de purificarse de toda forma de clericalismo.
Ha sido
también unánime la positiva valoración de los pasos dados para incorporar,
cuando el fruto esté maduro, a diáconos permanentes casados a la vida y misión
de nuestra Iglesia. Yo añadiría también la urgencia de potenciar todas las
formas de ministerialidad que varones y mujeres bautizados pueden asumir en la
vida eclesial, también en la conducción pastoral de una comunidad.
5. El
Presbiterio diocesano
En una
Iglesia, pueblo de Dios en camino, misionera y en salida, el Presbiterio
diocesano (el obispo y todos los presbíteros, diocesanos y religiosos)
tiene un rol fundamental. Ante todo, como obispo siento el deber de tener una
palabra de reconocimiento, de gratitud y de aliento para nuestros sacerdotes.
Cumplen su misión con entrega y generosidad, pero también con gran apertura a
lo que la Providencia nos va mostrando a través de los acontecimientos que
vivimos. No dejamos de sentirnos interpelados por ellos, en ocasiones, también
un poco desconcertados. Nos hace mucho bien encontrarnos, rezar juntos, escuchando
la Palabra de Dios y celebrando la Eucaristía con la reconciliación. Pero
también el compartir fraterno que suponen momentos gratuitos de encuentro y de
convivencia. Como Presbiterio sentimos la imperiosa necesidad de potenciar esos
espacios de encuentro fraterno y de discernimiento de nuestra misión.
Compartimos el dulce gozo de anunciar el Evangelio. Sentimos también la
necesidad de afianzar una pastoral sacerdotal que nos ayude a vivir nuestro
ministerio. También los pastores caminamos, aprendemos, nos cansamos y
necesitamos ser acompañados y ayudados en nuestro peregrinar. No puedo dejar de
decir una palabra sobre las vocaciones sacerdotales. Sé bien que a todos nos
preocupan. Solo digo esto: volvamos al Evangelio, contemplemos a Jesús y
hagamos como Él. No hay que esperar a que las vocaciones apostólicas vengan.
Hay que salir a buscarlas. Es lo que el Señor hizo con Simón y Andrés, Santiago
y Juan… También con nosotros.
6. Iglesia
pobre para los pobres
Un
último punto importante: estamos llamados a ser una Iglesia pobre para los
pobres. En nuestros diálogos recientes no ha salido con tanta fuerza esta
dimensión fundamental del Evangelio y de la misión de la Iglesia. Como obispo
siento el deber de indicar que aquí se juega nuestra fidelidad al Señor. Los
rostros de la pobreza entre nosotros son muchos y variados. Algunos reflejan
carencias fundamentales como la falta de trabajo, de techo o de educación. No
puedo dejar de mencionar el abandono o soledad de los ancianos. Otros, son las
nuevas formas de la pobreza, y tienen que ver con la desesperanza que anida en
los corazones y toma la forma, por ejemplo, de diversas adicciones o formas
autodestructivas de vivir. En nuestras comunidades, a través de Caritas y otras
iniciativas, mucho se hace en este campo. Sinceramente creo que tenemos que
sentirnos interpelados a vivir más intensamente la opción preferencial por los
pobres, también reflejándola en nuestro estilo de vida.
* * *
Hasta
aquí lo que ha resonado en mí al repasar sus aportes. Quisiera, a continuación,
hacerles una propuesta hacia delante. Para comprender su alcance, me parece
oportuno decir que, según lo teníamos programado, al ir concluyendo este año
2019, íbamos a presentar el trienio 2020-2021 como un camino hacia el 1º
Sínodo de la Diócesis de San Francisco. En un borrador habíamos
caracterizado qué metas proponernos en cada uno de esos años hasta llegar a la
celebración propiamente dicha del Sínodo diocesano.
Sin embargo,
y en atención al proceso que venimos llevando, me ha parecido oportuno ralentizar
nuestro camino. Es verdad que se hace camino al andar, pero, en ocasiones,
es aconsejable privilegiar algunas instancias particulares. No es que vamos a
frenar nuestro camino. Lo que quisiera proponerles es intensificar algunas
dimensiones fundamentales de nuestra vida eclesial a fin de que, cuando
llegue el momento oportuno, retomemos este proyecto en los términos programados
u otros que nos resulten más oportunos.
Les propongo entonces que, en los próximos meses y durante
todo el año 2020, Dios mediante, sea un tiempo especial para acentuar tres
formas fundamentales de CERCANÍA en las que se juega nuestra identidad
como Iglesia, porque en ellas crece y se arraiga la experiencia de la fe:
Cercanía con Dios a través de una vida de oración más intensa en la escucha
de la Palabra, el silencio orante y el arte de celebrar el Misterio de Cristo
en la liturgia. La vocación y misión de la Iglesia es ser espacio de adoración
en medio del mundo.
Cercanía entre
nosotros, priorizando fraternidad
bajo la forma de la escucha, el consuelo y el acompañamiento recíproco. En todo
este tiempo ha quedado patente el valor que tiene abrir espacios de escuchar
real entre quienes, de esa manera, se reconocen hermanos que caminan juntos.
Necesitamos crecer en esta calidad de vínculos personales y comunitarios,
poniendo nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios.
Cercanía misionera
con todos, especialmente los más alejados, que se verifica, de modo
especialmente intenso y rico, en la pastoral ordinaria. Es en el encuentro cara
a cara con las personas que logramos comunicar con nuestra vida la alegría del
Evangelio. Y, llegado el caso, también por medio de palabras.
Esta
propuesta que les hago me interpela y compromete a mí, en primer lugar, como su
obispo. El ministerio episcopal se juega, sobre todo, en la oración
ferviente y el anuncio del Evangelio. De esta triple cercanía que he señalado,
la segunda me compromete de manera especial. Estoy llevando a cabo, por este
tiempo, una nueva serie de diálogos personales con los sacerdotes de la
diócesis. Una vez concluida, y con ayuda del Equipo de Formación permanente,
quisiera programar para los meses iniciales del próximo año una nueva ronda de
diálogos personales, incluyendo también encuentros del obispo con los
sacerdotes por decanato, como también los encuentros generales de Presbiterio.
De la misma manera, y con ayuda del Consejo Diocesano de Pastoral, quisiera
programar una serie de encuentros con los Consejos Parroquiales de Pastoral y
otros espacios pastorales de la diócesis (equipos, movimientos y asociaciones),
privilegiando la escucha y el discernimiento de la Voluntad de Dios para
nosotros. Para el año 2020 tengo programadas cuatro visitas pastorales. En 2021
concluiré, Dios mediante, la visita a las treinta parroquias de la diócesis.
También estas Visitas son un momento privilegiado para la escucha y ese “echar
leña al fuego” que es la misión propia del obispo.
Quisiera
destacar también el valor fundamental e insustituible de la pastoral
ordinaria. Me refiero al día a día de nuestras parroquias y otros espacios
pastorales. Allí se vive la misión de forma concreta en el encuentro, cara a
cara, persona a persona, con las más diversas realidades. Allí se experimenta
una Iglesia que camina y está “en salida” misionera. Allí acontece lo
extraordinario de la fe: el mundo se abre a Dios en el gesto cotidiano de cada
bautizado, animado por el Espíritu y la caridad de Cristo. Con el impulso del
Año Mariano 2018 y el Año Misionero 2019, vamos a iniciar, con el resto de las
diócesis argentinas un Año Mariano Nacional. La figura de María -lo
sabemos por experiencia- es inspiradora para vivir la fe en lo cotidiano de la
vida. María nos enseña a orar, a ser servidores unos de otros, a estar junto al
que sufre, a cantar las grandezas del Señor. Ella inspira nuestra pastoral
ordinaria.
Somos
una Iglesia-familia que camina, ora y anuncia. Es un camino que hacemos como
familia, como hermanos y peregrinos, y que transitamos en la acción pastoral de
todos los días. Sabemos que el Señor resucitado, como en Emaús, camina con
nosotros, nos hace sentir su Presencia y nos consuela el corazón para ser
testigos de su Evangelio. María nos precede, con los santos que son nuestros
amigos y modelos. A ellos les confiamos el caminar de nuestra Iglesia
diocesana. En primer lugar, a San Francisco de Asís en cuya fiesta
publico esta Carta. Enamorado de Jesús, se identificó con él de manera
insuperable. Así nos lo recuerda su imagen en nuestra catedral. Es además
modelo de hermano: cercano, humilde, franco y alegre. Esta herencia franciscana
de fraternidad nos interpela a todos. Los invito a convocar también con nuestra
oración a los santos y beatos cordobeses: Brochero, Madre Tránsito y Madre
Catalina, Angelelli y compañeros mártires. Contamos con ellos para crecer
como Iglesia-familia, espacio abierto donde todos puedan experimentar las
entrañas de misericordia de nuestro Dios.
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