Misioneros como Brochero

Encuentro-Nacional-de-formadores-2014VIII Encuentro Nancional de Sacerdotes

Villa Cura Brochero (5 al 7 de setiembre de 2017)

“Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires”, solemos decir con un poco de humor los argentinos para referirnos al lugar dominante de la capital en la vida de nuestro país.

Sin embargo, al menos por tres días, obispos y presbíteros argentinos tomaremos otro rumbo para saber de Dios. Nuestra meta: Villa Cura Brochero, un humilde pueblo en la provincia de Córdoba, en el corazón de Argentina. Lleva el nombre de quien fuera su párroco por largos años entre los siglos XIX y XX. El pasado 16 de octubre de 2016, junto a otros seis beatos, fue canonizado por el Papa Francisco en Roma. Se trata del padre José Gabriel del Rosario Brochero, el “Santo Cura Brochero”.

Allí, en Villa Cura Brochero, cerca de seiscientos presbíteros y unos treinta obispos nos reuniremos para el VIII Encuentro Nacional de Sacerdotes. El primero después de la canonización. El tema de este año lo expresa bien el lema: “Misioneros como Brochero”. Desde este horizonte evangelizador, vamos a repasar la enseñanza de Pastores dabo vobis, la gran Exhortación de San Juan Pablo II que está cumpliendo veinticinco años. Nos guiará el arzobispo Jorge Patrón Wong, secretario de la Congregación del Clero. El jesuita Ángel Rossi, por su parte, nos ayudará a mirar la figura inspiradora de Brochero misionero.

Sin negar la importancia de los temas, el evento en sí mismo es una gracia del Espíritu. Y una gracia de encuentro.  Así, cada tres años, pastores tan diversos como lo es nuestra Argentina – por procedencia, edad, formación o mentalidad – nos damos cita para compartir la fraternidad que brota del sacramento del orden. Y como la gracia del Espíritu, que siendo invisible busca la expresividad de los sentidos, nosotros también andamos detrás de Brochero y el aroma a Evangelio de su vida.

Adquiere así un sabor casi sacramental el deambular por las calles del pueblo, solos o en grupo, buceando en la memoria de santidad que custodia cada rincón de la Villa. Visitamos la casa donde el Santo pasó sus últimos días, ciego por la lepra contraída presumiblemente por su contacto pastoral con los leprosos. Conmueve contemplar el altar donde celebraba la Misa diaria o el rincón donde cumplió su pascua, entregando su alma al Creador en la soledad de aquel caluroso 26 de enero de 1914. Cita obligada para todo peregrino es ir a rezar ante sus restos en el santuario dedicado a María (“mi Purísima”, como él la llamaba). Si el que reza es un obispo o un cura, no es extraño que esa oración sea interrumpida por algún peregrino que pide confesión o simplemente contar lo que Brochero significa para su vida o la de sus seres queridos. Eso también es una enorme gracia. Como lo es el adentrarnos en la Casa de Ejercicios que el “Señor Brochero” levantó con sus manos ayudado por todo el pueblo.

Es que a Brochero lo dominaba una pasión: que sus serranos, especialmente los más alejados o maltratados por la vida, tuvieran la experiencia del encuentro con Cristo Salvador. Eso es lo que le había pasado a él de joven seminarista con los Ejercicios de San Ignacio. No podía no compartirlo. Para eso, en definitiva, se había hecho cura: para vivir y comunicar el amor del Buen Pastor por su pueblo, al decir de San Juan Pablo II en Pastores dabo vobis. Y consagró toda su vida, energías y habilidades para que Cristo fuera conocido, amado y servido.

Tal vez, al caer la tarde e ir cerrando una intensa jornada de encuentros y vivencias, los pasos nos lleven a las serenas aguas del río Panaholma, cuyo fluir aquieta el alma y, casi de manera imperceptible, nos hace desgranar las cuentas del Rosario para entrar, una vez más, en el amor manso de Dios por los pobres y los pecadores. El hecho de estar así en Brochero es ya toda una tanda de ejercicios espirituales. Casi que podemos repetir lo de San Juan: hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él (cf. 1 Jn 4,16).

Argentina es hoy muy distinta de la que conoció San José Gabriel. Lo es también la figura histórica de la Iglesia católica, su inserción en la vida pública del país, los métodos de evangelización, los acentos doctrinales, ascéticos o espirituales. Lo son también muchas de las formas, usos y prácticas como hoy encarnamos el ministerio pastoral del cura o del obispo. Mucha agua ha corrido por el Río Panaholma y por todos los ríos del país en este siglo largo que media entre él y nosotros. Pero ¿qué fuerza de atracción tiene Brochero? ¿Qué gracia del Espíritu nos está esperando en ese corazón sacerdotal de Argentina? ¿Qué impulso de misión que tenemos que hacer nuestro? ¿Qué verdad perenne del sacerdocio de Cristo vivió Brochero y que hoy nos sigue interpelando a los pastores de esta Argentina del siglo XXI?

Estos Encuentros Sacerdotales, inspirados en San José Gabriel y bajo su patrocinio, nos están ayudando a responder a estas preguntas, no de una manera académica o ideológica, sino abriéndonos a la potencia del Espíritu que mueve los corazones, acerca a las personas, nos hace vivir la comunión y, desde dentro, nos va transfigurando para que seamos hombres libres, pastores celosos y evangelizadores valientes del pueblo al que somos enviados.

Como suele ocurrir, estos Encuentros no tienen la repercusión pública de otros eventos o noticias que protagonizamos los sacerdotes. Tienen, sí, la repercusión que cantó María en el Magníficat: son parte de una experiencia de gracia, de fidelidad y de misericordia que, de generación en generación, va entretejiendo con los hilos muchas veces invisibles y frágiles de la historia de los hombres la historia de la salvación que Dios mismo lleva adelante. Son, por eso mismo, fuente de santidad, de consuelo y de gozo. Un enorme signo de esperanza.

 

 

El Papa no viene (todavía). Se alarga la espera

No voy a entrar en las especulaciones sobre porqué Francisco demora su visita pastoral a Argentina. Las lecturas políticas me resultan reductivas, banales y hasta provincianas.

Él es un hombre muy libre, y está llevando adelante su ministerio universal con gran entrega y valentía apostólicas. Estoy con él. Pido para mí, y para nuestras diócesis, la misma libertad y espíritu evangelizador.

¿Sería buena su presencia en Argentina? Claro. No solo por el “reencuentro” con la Iglesia que le transmitió la fe y a la que sirvió como pastor, sino por lo más valioso que tiene para darnos como Papa: confirmarnos en la fe en Cristo, fortalecernos en la unidad y animar el espíritu misionero, sobre todo, de cercanía a los más pobres y vulnerables.

Comprendo la desazón de muchos católicos de a pie – especialmente los que sostienen la evangelización día a día – que no terminan de entender bien porqué el Papa no viene. Lo dicen con franqueza y sin segundas intenciones. Los comprendo, y también comparto esos sentimientos. Los animo – y me animo – diciendo que, como católicos argentinos, tenemos que sostenerlo con nuestra oración, el aprecio por su persona y el consuelo de ver todo lo que está haciendo en la Iglesia, por el mundo, por los pobres.

Miramos con un poco de “cristiana envidia” a nuestros hermanos latinoamericanos que reciben su visita. Se alarga la espera. El amor le tiene que dar la mano a la paciencia y a la perseverancia. El reencuentro será más fecundo.

Eso sí: mientras esperamos, dediquémonos a lo verdaderamente importante según el Evangelio: caminar, edificar y confesar a Jesucristo. Es lo que el mismo Francisco les dijo a los cardenales, en la primera Misa que celebró, el mismo día en que fue elegido.

Vivir la resurrección

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«La Voz de San Justo», domingo 23 de abril de 2017

Las imágenes de la muerte de Emanuel Balbo en el Kempes son de terror. Lo que más me impactó fue ver gente riéndose. Sí: mientras transcurría la tragedia, algunos reían.

Emanuel murió salvajemente, mientras los cristianos celebrábamos la Pascua. Y su muerte se suma a una lista de horror que parece no terminar.

Me ha venido a la memoria, un relato de los sobrevivientes de los campos de concentración que describe crudamente el ahorcamiento de un niño de 14 años ante la mirada de sus compañeros de barraca. El anónimo comentarista anota sin miramientos: mientras Dios callaba, los verdugos reían.

¿Es así? ¿Dios calla mientras los verdugos ríen?

Quedan muchas preguntas así en el corazón, sobre todo de los que intentamos vivir como discípulos de Jesús, en esta Argentina enferma de violencia.

Desde aquí les propongo mirar la resurrección.

La resurrección de Cristo no puede ser reducida a un milagro: algo extraordinario que deja pasmados a quienes creen en ella. Es mucho más.

¿Qué significa?

Para los cristianos, la resurrección es la intervención más fuerte de Dios en la historia humana. Resucitó a Jesús, su Hijo, «por nosotros», para que seamos libres y vivamos con la misma plenitud de vida de Jesús.

Por eso, al resucitar a Jesús, Dios ha confirmado el modo como Jesús encaró la vida. Que su persona, sus gestos, actitudes y palabras han revelado cómo Dios ve las cosas y, sobre todo, lo que sueña para la humanidad.

Jesús hizo de la cercanía y el cuidado del más débil y vulnerable la expresión más alta de los mismos sentimientos de Dios.

Al resucitar a Jesús, el Padre ha pronunciado su sí más claro y fuerte a cada hombre y mujer de este mundo, superando incluso su mismo acto creador. Es una ratificación que cada vida es digna, valiosa y merecedora de un respeto infinito.

Para la fe cristiana, antes que el Papa o los obispos, el más genuino representante de Dios en la tierra es cada ser humano, creado a imagen y semejanza de su Hijo Jesucristo.

Resucitando a Jesús, Dios se ha definido definitivamente para el hombre. Y ha dejado bien clara su intención de fondo para con nosotros: acoger, cuidar, sanar y salvar la vida. Toda vida, especialmente la más vulnerable y herida. Eso se compendia en la palabra más hermosa del diccionario cristiano: resurrección.

Haciendo así, nos obliga también a nosotros, que creemos en Cristo resucitado, a definirnos de la misma manera.

La violencia que terminó con la vida de Emanuel – como arruina la vida de tantos – solo es posible porque otros ven, aprueban y ríen. Como esos chicos – y a veces no tan chicos – que suben a las redes las peleas entre compañeros.

Es ahí donde tenemos que salvar la vida: abriendo los ojos para que vean, los oídos para que escuchen y los labios para que hablen. Que veamos la humanidad herida. Que escuchemos los gritos de auxilio de un hermano. Y que digamos en voz alta que somos seres humanos, no cosas.

No. La risa de los verdugos no tiene la última palabra.

Mientras los inocentes mueren, Dios no calla. Llora, sufre y muere con ellos. Y resucita desde la muerte. Y, haciendo esto, abre los ojos para que veamos las cosas como Él las ve, y obremos como Él obra.

Eso es vivir la resurrección.

Padre…líbranos del mal

el grito«La Voz de San Justo», domingo 26 de marzo de 2017

Es poco decir que se trata de una petición. Es, en verdad, un grito de auxilio, nacido de las entrañas y dirigido al único que puede realmente salvar. Concluye el Padre nuestro, pero, de alguna forma, nos devuelve al inicio: nos pone, con Jesús y como él, una y otra vez, en las manos del Padre.

En cierta manera, se trata de un desarrollo de la petición anterior: Padre, cuando llegue la hora, no nos dejes caer en la tentación. ¿Qué pedimos ahora? No sucumbir al mal más grande: rechazar el reinado de Dios, abandonar en el seguimiento de Jesús y cerrarnos a su Espíritu.

Esa es, precisamente, la obra del Maligno. En palabras de Jesús: “Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino” (Mt 13,19). Es así: el mayor triunfo del Tentador es arruinar la siembra de Dios en nosotros; engañarnos con falsas promesas para que cortemos el vínculo que nos da vida; es decir: cerrar nuestro espíritu a la acción vivificante del Espíritu del Hijo que nos hace hijos e hijas del Padre. Nos hace desconfiar de Dios, de sus promesas, de sus intenciones y de sus entrañas de Padre compasivo. Mata la confianza en Dios.

El mal está presente, en sus diversas manifestaciones, en la vida de las personas, de los pueblos. Amenaza desde dentro, tanto los corazones como las estructuras sociales, culturas, políticas y económicas. Tampoco la Iglesia escapa de su influencia : ¡Qué poder corrosivo tiene la degradación espiritual y moral de los hombres de Iglesia, especialmente de sus ministros!

Dios no nos ha prometido que seremos inmunes al sufrimiento, al fracaso, a la frustración, que no experimentaremos la atracción del mal o que sus reflujos no nos alcanzarán. No nos ha prometido una vida fácil ni alienta una filosofía burguesa despreocupada y minimalista. No sabemos, por ejemplo, de cuánta salud o enfermedad gozaremos en esta vida. Y, como esto, muchas otras cosas.

Lo que sí nos ha prometido es que no nos faltará el auxilio de su Espíritu para vivir como discípulos de Jesús todo lo que nos toque vivir. Y forma parte de sus promesas – y es lo que pedimos en esta última súplica – que su Espíritu vendrá en ayuda de nuestra fragilidad cuando experimentemos la acometida del Maligno que siempre busca arrebatarnos de las manos providentes del Padre.

Enviado por Cristo resucitado desde el Padre, el Espíritu será el Abogado que nos defenderá toda vez que seamos acusados por el Tentador y toda forma de tentación maliciosa aceche con sus trampas nuestro camino de discípulos.

Esta última petición es, por el contrario, un grito de confianza en el verdadero poder que realmente merece ese nombre: el amor compasivo de Dios. A él nos entregamos, como Jesús en Getsemaní y en la cruz. En él esperamos, como María el sábado santo, pues sabemos – o, al menos, lo intuimos en nuestro corazón – que el mal no puede tener la última palabra sobre nuestra vida y sobre la entera historia humana.

¿Qué le gritamos en esta súplica? El imperativo “¡líbranos!” se queda un poco corto para expresarlo. Necesitamos un verbo más fuerte y casi violento: Padre: ¡arráncanos y arrebátanos de los brazos poderosos del mal! ¡Sólo Tú tienes esa fuerza arrebatadora!

Y Dios ha escuchado esa súplica: nos ha enviado a su Hijo. A Él miramos, su Evangelio escuchamos y su Pascua contemplamos. Jesús es el punto de apoyo de nuestra oración, especialmente en el momento de la prueba.

Por eso, los cristianos pronunciamos esta súplica mirando la cruz de Cristo. Es cierto: no somos inmunes al dolor ni a la incertidumbre. Pero la confianza que la cruz siembra en nuestros corazones transforma desde dentro ese grito de auxilio en una súplica ardiente, por nosotros y por todos los hombres y mujeres del mundo.

Con Jesús, y como Él, miramos al Padre, levantamos nuestros brazos al cielo y le dirigimos nuestra plegaria confiada, desde lo hondo de nuestra humanidad.

 

Atrevernos a decir: «Padre nuestro…»

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«La Voz de San Justo», 29 de enero de 2017

“Fieles a la recomendación del Señor, y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre nuestro…”

Con estas palabras, la liturgia invita a la asamblea a rezar la oración del Señor antes de acercarse a comulgar. ¿Por qué habla de “atrevimiento”?

Si Jesús no nos hubiera mostrado el rostro de Dios como su Padre, no podríamos invocarlo así. A lo sumo, podríamos llamarlo “Padre” en sentido amplio: “Tú que eres nuestro creador y que nos amas…”

La paternidad de Dios que Jesús nos revela es más honda. Es Padre del Hijo desde toda la eternidad. No es Padre, en primer lugar, respecto de nosotros, sino de Jesús. Lo será de nosotros, por Jesús y la fuerza de su Espíritu.

Es esta relación de paternidad-filiación lo que Jesús comparte con nosotros, comunicándonos su mismo Espíritu de Hijo. Por el bautismo y la confirmación, somos “hijos en el Hijo”, enriquecidos por la adopción filial, como nos enseña San Pablo.

Atrevernos a llamar así al Padre, implica también atrevernos a ser hijos como lo fue Jesús, dejando que su Espíritu nos moldee a su imagen y semejanza: la mente de Cristo en nosotros, sus mismos sentimientos y opciones, y la misma orientación de la vida.

Y, de la oración a la vida: atrevernos a ser y sentirnos hijos e hijas de Dios, a ser y reconocernos hermanos en la vida de cada día.

Y, para eso, hemos de tomar los evangelios y repasarlos con el corazón. Una y otra vez. Allí, en cada palabra y en la trama de cada relato, se nos revela qué significa para Jesús ser Hijo, y se nos muestra nuestra propia vocación a la filiación y a la fraternidad. Una lectio que ha de tocar lo concreto de nuestra vida.

Los relatos evangélicos nos muestran cómo vivió el Señor Jesús su condición de hijo: en el Padre y desde el Padre se sintió hermano de todos, especialmente de los más alejados, olvidados y descartados.

El mismo Jesús que se retira a orar largas noches, es el que se deja alcanzar por el sufrimiento de sus hermanos y hermanas. Es el que acaricia a los niños, señalándolos como modelos del discípulo que, con simplicidad de corazón y espíritu de conversión, busca el Reino. Es el que toca con inmensa ternura al leproso y abre los ojos del ciego; el que hace mesa común con prostitutas y demás pecadores públicos, hasta llegar a decir: “he venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10).

Así muestra qué significa que Dios es Padre, que Él es el Hijo y qué clase de vínculos nuevos de fraternidad, justicia y misericordia supone el Reino de Dios que ha traído al mundo. Así nos muestra cómo Dios se estremece ante cada sufrimiento de sus hijos, derramando con ellos las lágrimas puras de la compasión.

A quienes se acerca a él con fe y confianza, los transforma, sanándolos y levantándolos de todos sus miedos y estrecheces. Los invita a vivir la bienaventuranza de los que, como él, son pobres de espíritu y buscadores de la justicia, trabajan por la paz y zanjan los problemas apelando a la compasión de Dios.

Jesús vive su filiación en el don de sí, por amor y hasta la entrega total, en su pasión, muerte y resurrección. En su costado abierto y en sus manos y pies traspasados mostrará el amor luminoso del Padre que lo ha resucitado de entre los muertos, confirmándolo como Hijo suyo muy amado.

Hoy, que vivimos una crisis profunda de los vínculos humanos, atrevernos a llamar Padre a Dios, significa animarnos a encarnar también en nuestra vida la misma opción de Jesús: ser, hasta el final, hijo y hermano. Sin dudas, el que se atreva a vivir así conocerá, como Jesús, la sombra de la cruz. Pero también su fecundidad.

Un mundo que excluye a Dios es un mundo sin Padre y, por eso, sin hermanos. Es un mundo injusto, donde pocos tienen mucho, y la mayoría, casi nada. Un mundo donde prevalece la prepotencia del más fuerte y la arrogancia de los que tienen en corazón enceguecido por el egoísmo. Un mundo vacío, triste y sombrío, donde cada persona se resigna a su propia soledad, con el riesgo de ver en el otro, más que a un semejante a quien respetar, a un potencial adversario o enemigo a quien humillar y, llegado el caso, también eliminar.

Atrevernos a llamar “Padre” a Dios es romper este malhadado círculo de muerte. Esa es la verdadera revolución que, por otra parte, tanto anhelamos.

Cada vez que, reunidos en torno al altar, rezamos el Padre nuestro, somos desafiados a este atrevimiento según el Evangelio.

¡Atrevámonos! Allí está la vida verdadera.

Sobre menores abusados por clérigos

Comparto un artículo de la Dra. Alicia Zanotti de Savanti del Equipo Jeremías, dependiente de la Comisión Episcopal de Ministerios. Hoy lo publica AICA

Dada la inquietud originada por las denuncias de abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes y religiosos y el reclamo consecuente de incluir los aportes de las ciencias psicológicas para una mejor selección de los candidatos al sacerdocio, deseo informar que desde hace más de 10 años, en nuestro país, un extenso número de psicólogos y psicoterapeutas, colaboramos con las autoridades eclesiásticas en distintas instancias de la formación inicial y permanente

Hoy los seminarios de casi todas las diócesis del país cuentan con un equipo de psicólogos que colaboran con los rectores y formadores para la admisión de candidatos al sacerdocio siguiendo los lineamientos de la exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis (1992) de Juan Pablo II, que reconoce que la dimensión humana es el fundamento de toda la formación sacerdotal y pide centrarse en los aspectos afectivo-sexuales de la misma. A partir de esta invitación se han realizado encuentros nacionales de clero diocesano desde 2011 para profundizar la aplicación del documento de la Congregación para la Educación Católica: «Orientaciones para el uso de las competencias de la psicología en la admisión y en la formación de los candidatos al sacerdocio». Roma. 13/6/2008.

Con el apoyo de la Comisión Episcopal de Ministerios (CEMIN) a través del recientemente aprobado grupo Jeremías, integrado por laicos y consagrados al servicio de la formación sacerdotal, se han realizado ya 5 encuentros nacionales de psicólogos y formadores de seminarios diocesanos para revisar y aunar criterios y lenguajes. Estas tareas se complementan con la atención personal que distintos profesionales de la psicología brindamos a consagrados que solicitan ser ayudados desde esta perspectiva, con el conocimiento y la aprobación de sus obispos. 

Lamentablemente, la mayoría de las dolorosas e inaceptables situaciones de abusos remiten mayoritariamente a presbíteros y religiosos formados en un contextos eclesial diferente, que no asumía la formación para el celibato desde una connotación positiva de la sexualidad en todos sus ámbitos. Esta actitud condicionó mecanismos de represión de la misma y una negación a considerar su importancia como aspecto sustancial del desarrollo personal y por tanto a reconocer y distinguir sus expresiones sanas y patológicas.

La presencia de pedófilos dentro de sus integrantes ha sido posible al amparo de esta ignorancia. Los hechos que tomaron estado público internacionalmente y en nuestro medio, llevaron a la toma de conciencia de esta grave distorsión en la formación. Hoy la mayoría de los formadores asume que la acción e la Gracia no prescinde de los mecanismos biopsíquicos sino que se vehiculiza a través de los mismos; de allí la necesidad de no obstaculizar su dinamismo. Para el encuentro de 2017 solicitaron una profundización de este tema para la cual se invitó un especialista chileno que complementará con su propia experiencia en el tema. 

Actualmente, contamos con una extensa bibliografía sobre psicoespiritualidad, siempre en revisión y en búsqueda de nuevos caminos de integración.

Tenemos la esperanza de que a la luz de tanto dolor, de la valentía de quienes lo han hecho saber exponiéndose a sí mismos en la denuncia y de la clara posición tomada por las autoridades eclesiásticas, la vocación sacerdotal pueda seguir brindando pastores entregados, comprometidos y sanos como tantos que hoy siguen dando su vida por su Fe a pesar de las dificultades. 

Alicia Zanotti de Savanti

Médica psicoterapeuta, integrante de Jeremías. 

e-mail: azsavanti@gmail.com Buenos Aires, enero de 2017

​Consejos de Jesús sobre la oración

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«La Voz de San Justo» – domingo 15 de enero de 2017

A partir de este domingo, quisiera compartir con ustedes algunas sencillas reflexiones sobre la principal oración cristiana: el Padrenuestro. 

La oración no es lo más importante de la vida cristiana. Ese lugar lo ocupa, sin dudas, el amor a Dios y a los demás. Pero, sin oración no hay vida cristiana.

Un cristiano que no ora está en “situación de riesgo”, decía San Juan Pablo II: el riesgo de dejar que el ambiente secularizado disuelva su fe. Vivirá un cristianismo más bien externo, social. Le faltará la savia del encuentro personal, cara a cara, con ese fuego transformante que es el Dios vivo. ¿No es esto lo que nos está pasando ahora? ¿La crisis de fe que vivimos no es, entre muchas razones, una crisis de oración?

Según el relato de San Lucas, viéndolo a Jesús mismo en oración, sus discípulos le dijeron: “Señor, enséñanos a orar…”.

Jesús en oración: aquí ya está todo. La oración cristiana, tan variada en sus formas, es siempre eso: entrar en la oración de Jesús al Padre. Es la oración del Señor, la que expresa en palabras sus sentimientos filiales más hondos: confianza, inmediatez e intimidad, alegría, entrega a fondo, dejarse llevar…

San Pablo dirá que los cristianos hemos recibido el mismo Espíritu del Hijo que clama en nosotros “Abbá-Padre”.

De ahí la importancia del Padrenuestro.

La estructura del Padrenuestro es muy sencilla: después de la invocación inicial, vienen tres deseos y cuatro peticiones. Los iremos comentando en su conjunto, y uno a uno.

En la Biblia tenemos dos versiones del Padrenuestro: la de San Mateo (Mt 6,9-13), que es la que rezamos habitualmente en la liturgia y en la piedad personal; y la de San Lucas (Lc 11,1-4), más breve y concisa. Aquí comentaremos la de San Mateo.

Antes de comentar propiamente la oración del Señor echemos un vistazo a los dos consejos de Jesús según San Mateo (cf. Mt 6,5-8): hay que orar en lo secreto y no hablar mucho.

En lo secreto, porque la oración es encuentro de un hijo con su Padre. El lugar físico es lo de menos. El lugar interior es la conciencia: allí Dios mora y habla.

Y, por eso, no hablar mucho. Solo dejarse mirar por Dios. No necesitamos fingir lo que no somos. Bastan pocas palabras.

En la conciencia descubro que mi libertad se juega en la obediencia a una verdad que me habita y me trasciende, que yo no produzco y que sin embargo define mi vida. Un indicio de la dignidad de todo ser humano.

Orar como Jesús, en su Espíritu y con las palabras que el ha puesto en nuestros labios es una experiencia de increíble autenticidad y libertad interior. ¿Hacemos la prueba?

El camino de Efraín. Pobreza-trabajo-educación

 

efrainArtículo publicado por DyN el 4 de enero de 2016

Para muestra, bien vale un botón. El reciente conflicto del CONICET sobre el valor de las investigaciones en ciencias sociales y humanidades, con el que cerramos un duro 2016 en Argentina, es -a mi criterio- precisamente eso: una muestra de cómo estamos, pero también de hacia dónde podemos ir como sociedad.

Me quedaron algunos interrogantes: ¿qué interés real tenemos los ciudadanos argentinos por la educación? ¿Qué valor le damos? ¿Vemos la conexión que la educación tiene con nuestra calidad de vida? ¿Percibimos lo que implica para la deuda social de pobreza y exclusión que pesa sobre todos los argentinos?

El 2016, al menos para mí, quedará en la memoria como el año en el que se nos hizo patente la cifra de nuestro fracaso como pueblo y sociedad: uno de cada tres argentinos vive en la pobreza. A este dato se le suman las cifras del desempleo, tanto las que ofrece el Observatorio de la UCA como el mismo INDEC.

Parece existir un consenso bastante amplio de que una de las claves para salir del pozo es la cuestión del trabajo y el empleo. Pueden diferir los acentos -¡bienvenidos a la sociedad plural!- entre quienes apuestan por una presencia más activa del estado, a quienes promueven el valor de la iniciativa privada.

Desde el punto de vista católico, no podemos estar en desacuerdo. Desde sus inicios, el humanismo de la doctrina social de la Iglesia ha destacado la centralidad del trabajo digno, como un eje fundamental de la cuestión social.

“Una cosa es tener pan para comer en casa y otra es llevarlo a casa como fruto del trabajo. Y esto es lo que confiere dignidad. Cuando pedimos trabajo estamos pidiendo poder sentir dignidad; y en esta celebración de San Cayetano pedimos esa dignidad que nos confiere el trabajo; poder llevar el pan a casa”, escribía el Papa Francisco el pasado 7 de agosto.

Me detengo en esta frase: “Cuando pedimos trabajo estamos pidiendo poder sentir dignidad”.

Que una persona -un adolescente que está terminando el secundario, por ejemplo- sienta que su dignidad se expresa cuando el pan que lleva a su casa (o el celular o las zapatillas que se compra) son el fruto de su esfuerzo (y no de una dádiva o de una avivada), es un logro humano que no se da por el solo hecho de ofrecer una suma de dinero, sino que tiene detrás un complejo y decisivo proceso educativo. Proceso que no puede improvisarse ni darse por descontado para siempre.

Vale la pena recordar aquí que la palabra “educación” quiere decir: saca a la luz lo que hay dentro. En este caso, el proceso educativo tiene como meta ayudar a una persona a sacar a la luz sus potencialidades más hondas. Para eso se le ofrecen saberes, valores y experiencias. Educar es enseñar a vivir.

Vuelvo al lenguaje del Bergoglio: buena parte de esos argentinos pobres son, hoy por hoy, descartados y excluidos, fuertemente condicionados para sumarse al exigente mundo laboral de la sociedad del conocimiento. La mera multiplicación de subsidios o la facilitación de recursos tecnológicos no producen, por sí mismas, el desarrollo humano integral al que se supone todos aspiramos.

¿Qué hacer entonces para que un chico argentino sienta que en el trabajo perseverante y bien hecho se juega su dignidad, y su futuro como ser humano?

Bueno, un camino es ayudarle a comprender que, antes de que llegue el tiempo de incorporarse al mundo del trabajo, su dignidad se juega en el modo cómo asuma su propia educación. La educación es al niño y al adolescente, lo que el trabajo es al adulto: la palestra donde aprende a vivir y a humanizarse.

Si miramos bien, este interrogante vale no solo para los sectores descartados. Todos estamos incluidos en este desafío.

Este fin de año 2016 nos ofreció también una imagen de lo que implica este camino de dignidad: la foto de Efraín, el chico qom, con su abuelo y el maestro, unidos por la emoción de haber logrado un objetivo, aparentemente simple, pero de alto impacto: Efraín terminaba la primaria, sacando a la luz lo mejor de la condición humana. Ese aprendizaje es para la vida.

En esa foto aparece también otro factor clave y, hoy por hoy, poco políticamente correcto: el valor de la familia que es el espacio vincular en el que se acompaña a los que se abren a la vida. Abuelo y nieto caminaron por años varios kilómetros: ¿cuánto aprendieron en ese sacrificio compartido? ¿Qué les ha quedado a ambos para la vida? Ni se puede poner en palabra y, menos aún, contabilizarlo en números. ¿Se reconoce todavía que la familia es una realidad previa y superior al estado y que merece una atención prioritaria, pues en ella se está jugando realmente el futuro?

Ojalá este “electoral año 2017” no nos distraiga de las cosas que son verdaderamente importantes para el futuro de nuestro país. Ojalá todos podamos recorrer el camino de Efraín.

Sergio O. Buenanueva

Obispo de San Francisco

Una palabra buena para todos

“La Voz de San Justo” – Domingo 18 de diciembre de 2016

Cuando, en la tarde de Navidad, los cristianos nos reunamos para celebrar la Eucaristía, mirando el pesebre, vamos a escuchar la solemne confesión del Evangelio según San Juan: «Y el Verbo de Dios se hizo carne, y puso su morada entre nosotros…» (Jn 1,14).

Dios nos ofrece su Palabra para iniciar un diálogo que desemboque en un encuentro de amistad con el ser humano.

Creo que sería muy oportuno mirar la Navidad desde esta perspectiva: Dios viene a nuestro encuentro, entra en nuestra historia para decirnos una palabra buena que abra un diálogo.

Todos experimentamos lo difícil que se ha vuelto dialogar, en todos los niveles.

La Iglesia que constantemente está invitando a todos a dialogar, experimenta también en su interior fuertes resistencias a un diálogo franco y abierto. No son extrañas actitudes de cerrazón, de empecinamiento en las propias posiciones, de incapacidad de comprender lo que el otro siente, cómo vive e interpreta la vida.

No es extraño que una misma palabra tenga significados y resonancias diversas en quienes la pronuncian. Y no hablemos de los gritos, insultos y otras lindezas que hacen que la vida ciudadana se parezca más a una batalla campal en medio de la oscuridad: todos contra todos.

Por eso, contemplar lo que Dios ha hecho en Navidad, puede ayudarnos a recuperar algunas actitudes fundamentales para generar espacios de encuentro un poco más humanos. Repaso, a continuación, algunas de estas actitudes.

Ante todo, caer en la cuenta que todos tenemos algo para decir. Pero algo bueno, verdadero y positivo para ofrecer a los demás.

A renglón seguido, es bueno pensar que los demás, especialmente quienes están más distanciados de mí, también tienen algo para ofrecerme. Es bueno y saludable pensar que la verdad no es posesión exclusiva de nadie, sino que la Verdad con mayúsculas es precisamente un espacio generoso en el que todos podemos encontrarnos, respirando juntos su el aire más puro y limpio.

Por eso, otra actitud fundamental es entrenarse en la capacidad real de escuchar al otro distinto de mí. No solo la materialidad de sus palabras que llegan a los oídos, sino de entrar, a través de ellas, en la profundidad de un corazón tan humano como el mío. De comprender que ilusiones, anhelos y también heridas están allí latiendo y pujando por salir y hacerse comprender.

Para ello, es fundamental hacer el ejercicio nada sencillo de intentar ponerse en el lugar del otro. Es cierto: cada persona es intransferible y nadie puede ocupar su lugar de manera absoluta. Pero no es menos cierto que solo el hombre puede entender y amar, y eso significa ese doble movimiento de salir de sí para traer dentro de cada uno al otro para entender y comprender su misterio.

Eso es lo que los cristianos reconocemos que ha hecho Dios en la encarnación y el nacimiento de su Hijo único: ha querido ver la vida desde la óptica de los hombres, desde sus luchas, fragilidades y oscuridades. Y así nos ha salvado y nos ha ofrecido un horizonte de esperanza.

«Una oportunidad a la vida» La Voz de San Justo (24 de abril de 2016)

La muerte de unos jóvenes por el consumo de éxtasis en una fiesta electrónica ha vuelto a sacudir las conciencias, generalizando la indignación.

Indignan sus muertes absurdas, el descontrol y la indiferencia de sus pares, pero, sobre todo, la impunidad de quienes les suministraron la pastillita o miraron para otro lado, cuando tenían que velar por su seguridad.

Algunos se preguntan -y no les falta razón- si esto no tiene mucho de hipocresía. Apuntan, por ejemplo: cada día, cientos de chicos, básicamente pobres, caen víctimas de drogas también terribles, pero menos sofisticadas como el “paco”. Parece importar a muy pocos. Y, sin embargo, unas y otras eran vidas que merecían ser vividas a pleno.

Son cuestiones que no podemos seguir eludiendo. De todos modos, en estas breves líneas, quisiera llamar la atención sobre un aspecto que considero fundamental.

En este sentido, sobre todo los adultos, tenemos que hacernos otra pregunta. Tomo las palabras de un profesional que mucho estimo, el Dr. Pedro Estevez, decano de Medicina de la Universidad Nacional de Cuyo: “¿No será que lo que realmente está faltando es elevarnos hacia la promoción de la vida, de la buena vida, a la que se accede con el conocimiento de la propia cultura y esmeros humanos, con la educación, con la práctica activa de la aceptación del otro y la vivencia de ser respetado? También con el cuidado de los vínculos que sostienen y con el compromiso de cuidar al desprotegido: por enfermo, por discriminado, por ser niño, adolescente o anciano. Esto no es otra cosa que practicar el amor al prójimo”. Y concluye: “…vuelvo a la propuesta de que habría que dar, a la vida bien vivida, una mejor prensa”.

El camino no es otro que fortalecer los vínculos significativos que nos hacen personas y donde se juega el aprendizaje más desafiante e importante de la vida: precisamente, aprender a vivir con dignidad y plenitud.

Aprendemos a vivir de la mano de otros que nos estimulan en nuestra originalidad, nos dan confianza en nosotros y en nuestras potencialidades; que nos dicen, por su sola presencia, que somos valiosos por lo que somos, más que por nuestra apariencia o por los resultados que obtenemos, menos aún que por lo que logramos poseer.

Un rostro amigo nos hace amigable la vida.

Pienso que, en este punto, es necesario relanzar un verdadero pacto social de convivencia entre todos: ciudadanos, familias, organizaciones de la sociedad civil y, por supuesto, el poder político.