Diez años de Francisco: reforma, continuidad y apertura

Este lunes 13 de marzo se cumplen diez años de la elección del papa Francisco. Una cifra redonda que está mereciendo la atención de muchos. Se hacen balances, proyecciones e interpretaciones. Él mismo ha concedido varias entrevistas. Sin embargo, pienso que no es suficiente espacio de tiempo para captar el real impacto de esta opción del cónclave de 2013. Para la organización global que es la Iglesia católica, esta opción representa, a la vez, una reforma y una apertura de enormes (e incalculables) consecuencias.

Como muchos han señalado, el Concilio Vaticano II fue todavía un acontecimiento eclesial determinado por la experiencia teológica y pastoral de las grandes Iglesias católicas europeas, sobre todo de Alemania y Francia. Un concilio eurocéntrico. De todos modos, en el diseño teológico de este evento que marca el camino de la Iglesia, la apertura a la inmensa amplitud católica de la Iglesia ha sido un paso adelante que es ya irreversible. Solo un dato: en el Concilio participaron poco más de dos mil obispos. Sesenta años después, esa cifra supera los cinco mil. La Iglesia católica está realmente adquiriendo un rostro mucho más diverso, global y multicultural que nunca en su bimilenaria historia, al ritmo que el intercambio, la comunicación y, sobre todo, la autoconciencia de las Iglesias en los diversos continentes se vuelve cada día más clara y firme.

Es lo que le ha ocurrido a la Iglesia en América latina. De Iglesia receptora de misioneros, teologías, praxis pastorales, litúrgicas y catequísticas, la de nuestro inmenso continente se ha convertido -como muchos señalan- en una “Iglesia fuente” que ha sido capaz de empezar a ofrecer al mundo católico los frutos de su experiencia original de fe y de misión. El fruto maduro de este proceso ha sido que uno de sus pastores se sienta hoy en la sede de Pedro, en la ciudad de Roma.

Precisemos la mirada: Bergoglio no llegó solo ni por casualidad a ser papa. Con él llegó al centro de la catolicidad la experiencia de las Iglesias de América latina y el Caribe, sobre todo, madurada en la Asamblea de Aparecida, de cuyo documento final, el cardenal de Buenos Aires fue redactor (en realidad, coordinó con maestría la redacción final). Aparecida es culminación de un proceso teológico pastoral que recoge la vida y, sobre todo, el fuerte impulso misionero que hoy representa la vitalidad de la Iglesia en este continente.

Y, dando una vuelta de tuerca más, la experiencia de fe y misión que los cardenales latinoamericanos llevaron consigo a al cónclave de 2013 se concentra en estas palabras del documento de Aparecida que expresan muy bien el núcleo del pastoreo de Francisco: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (DA 29). La misión de la Iglesia en este mundo que se ha abierto con el siglo XXI, más que en la determinación de normas, dogmas o leyes, pasa por la transmisión de esa experiencia viva de fe. En términos técnicos, es el “kerigma”, el anuncio fundamental que da origen a la experiencia cristiana. Todo en el papa Francisco gira en torno a este núcleo unificante e inspirador.

Aquí se da, a mi juicio, tanto la reforma como la continuidad y la apertura de la que antes hablaba. Reforma, porque, sin lugar a duda, un obispo venido del profundo sur, que ha pastoreado una megalópolis del Tercer mundo, y que ha madurado su fe y su misión episcopal en semejante contexto cultural no tiene la misma visión que un obispo europeo puesto en la misma situación, como lo fueron Karol Wojtyla o Joseph Ratzinger. La discontinuidad de personalidades, estilos, acentos y criterios pastorales es demasiado evidente como para negarlo en aras de una etérea unidad eclesial. Basta examinar cualquiera de los temas, tanto los más ordinarios y anodinos (los zapatos del papa, por ejemplo) como los más urgentes y decisivos, que hoy están presentes en la agenda eclesial: el cuidado del ambiente, la crisis antropológica (teorías del gender y transhumanismo, por ejemplo) y, sobre todo, el rol de la fe en la cultura y la sociedad.

Pero se trata de una apertura estimulante hacia el futuro también global de la Iglesia. Y esta apertura es posible porque, no obstante toda la disrupción que significa el papado de Bergoglio respecto de los pontífices anteriores, la continuidad sigue siendo el sustento de fondo de todo esto. Es la misma Iglesia católica, su misma e idéntica fe, su mismo modo típico y genuinamente católico de asimilar la propuesta de vida que nace del Evangelio, de enfrentar los desafíos del tiempo y de buscar soluciones reales a los problemas que la afligen.

Pienso que, desde esta perspectiva, hay que enfocar el duro enfrentamiento que hoy se da dentro de la Iglesia entre las corrientes más conservadoras o tradicionalistas y las liberales y progresistas. Es una tensión que nunca ha dejado realmente de atravesar el cuerpo eclesial, pero que, en tiempos especialmente difíciles como el nuestro, emergen nuevamente, como expresión de los dos pulmones con que respira la Iglesia: la fidelidad a la fe recibida (la Tradición viva del Evangelio) y la apertura creativa al futuro (la Profecía como acción del Espíritu).

La tensión es real y, por momentos, parece acercarnos al abismo. Es cierto que Francisco, a diferencia de Juan Pablo II y, sobre todo, Benedicto XVI, muestra hoy una mayor inclinación a favorecer la apertura profética que a concesiones al mundo tradicional. Hay algo de “ley del péndulo” que también atraviesa toda la historia eclesial. Pero no hay que perder la paz. La vitalidad de la Iglesia católica, su capacidad de apertura y adaptación, su habilidad para insertarse en los grandes movimientos de la historia sigue ahí, intacta y estimulante. Solo necesita la paciencia del que sabe respirar con el ritmo de los tiempos del Espíritu.

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De todas las palabras e imágenes que pueden ayudarnos a entrever el significado de estos diez años de vértigo que significan el pontificado de Francisco, elijo una imagen y una palabra.

La imagen es aquella que pudimos ver por nuestras pantallas el pasado 27 de marzo de 2020: el mundo en pandemia, la plaza de San Pedro vacía bajo el cielo encapotado de Roma y un anciano papa que, con dificultad para caminar, se dirigía solitario y pensativo hacia el sitio desde donde iba a dirigir aquel encuentro extraordinario de oración que entonces tuvo lugar. Escuchó con nosotros el evangelio de la tempestad calmada y lo comentó con sabrosa sabiduría espiritual. 

Dicen que, en la cumbre de su poder, Stalin preguntó cuántas divisiones armadas tenía el papa. Tanto como para indicar que el poder, según su mente, se mide por la fuerza militar. En la imagen que comento, aparece con clara nitidez el verdadero poder que detenta el obispo de Roma, su misión para la Iglesia y el mundo. Es el poder desnudo de Cristo crucificado que se expresa en la oración, la humilde proclamación del Evangelio y la invitación a sumar fuerzas para navegar juntos en medio de la tempestad. Al menos por un instante, esa revelación iluminó nuestras pantallas.

La palabra que elijo para intentar un resumen del pontificado de Francisco, de entre todas las que en abundancia podrían cumplir ese cometido, es la palabra compuesta: “misericordia-compasión”. Sea por su experiencia personal como hombre y creyente, sea por lo que ha vivido y aprendido como sacerdote y obispo, Jorge Bergoglio ha vuelto a poner en el centro de la vida y misión de la Iglesia la parábola del buen Samaritano. De hecho, es el texto evangélico que sirve de eje para su última encíclica, Fratelli tutti. En un mundo en guerra, en el que se multiplican los heridos, cuando la política parece privilegiar el conflicto, la aceleración de las polarizaciones y la renuncia al diálogo, la Iglesia -al decir del papa- ha de rehacer su figura histórica como la Iglesia samaritana de la compasión, de la misericordia y del servicio, atenta a levantar del camino a todos los heridos por la vida.

Una Iglesia de la compasión es inevitablemente una Iglesia misionera, que sale por los caminos (a “callejear”, según el particular idioma porteño del papa) a buscar, a escuchar y a tender la mano.

En la preparación del próximo Sínodo sobre la sinodalidad, hoy se está dando en la Iglesia una viva discusión sobre lo que algunos llaman: el paradigma de la “inclusión radical”. Francisco insiste: la Iglesia de Jesús está abierta a todos, ha de buscar, acompañar e integrar a todos, especialmente a los más alejados y a los descartados. El mandato evangélico en este sentido es incontrovertible: el Evangelio es palabra de salvación para todos. Sin embargo, el real alcance de esta apertura es una búsqueda que hoy nos está haciendo fatigar, también a quienes queremos ser sujetos activos de la misión de la Iglesia en el mundo que nos toca sin renunciar ni a una “i” ni a una “coma” de la rica tradición del humanismo cristiano.

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Una palabra sobre el modo como los argentinos vemos y valoramos que uno de nosotros esté hoy sentado en la cátedra de Pedro como obispo de Roma y papa.

Si, como señalé al empezar, es difícil dimensionar el alcance de su elección, esta dificultad tiene contornos especiales entre nosotros. Como acaba de decirle Francisco a Elisabetta Piqué en la entrevista para La Nación: “Los argentinos no somos el premio Nobel de la simplicidad”. Y él mismo se incluye en esa caracterización. 

Personalmente pienso que, a pesar de las esperanzas que el mismo papa alienta, es muy difícil que se dé un viaje suyo a su país natal, a la Iglesia madre de su fe y de su ministerio pastoral. El clima entorno a su figura está tan enrarecido que no veo en el horizonte inmediato esa posibilidad. Espero sinceramente equivocarme. Porque ese reencuentro sería muy fecundo para todos, tanto para los católicos como para nuestra sociedad tan vapuleada.

Es una lástima. Verdaderamente. No sé si esa pasión autodestructiva que tenemos los argentinos que nos hace ser tan suspicaces con nosotros mismos también ahora nos está jugando una mala pasada. Solo resta esperar que, al paso del tiempo, las pasiones se atemperen, la mirada se vuelva más clara y la percepción de los hechos más serena. Tal vez entonces podremos comprender mejor lo que dice de nosotros mismos que un argentino haya sido llamado a cumplir la misión de obispo de Roma, con la proyección global que eso le da, tanto hacia el interior de la Iglesia católica como hacia el mundo y sus desafíos.

Porque Francisco es, a pesar de muchas miradas interesadamente negativas que surgen de estas latitudes, un inmenso líder religioso y espiritual. Así es visto y reconocido. Ahí están sus gestos, sus palabras y sus grandes documentos. A ellos nos remitimos los que, como él y con él, formamos parte del “santo pueblo fiel de Dios” que es la Iglesia católica. En ellos encontramos inspiración para vivir nuestra fe y el servicio al bien común que brota del Evangelio. Y a los creyentes se unen tantas personas que, sin compartir nuestra misma fe, saben ver en profundidad lo que este “hombre de blanco” realmente significa para la humanidad.

Volviendo a aquel 13 de marzo de 2013, repasando en el corazón estos diez años de servicio como papa, solo me queda dar gracias a Dios y preguntarme en conciencia, como hombre, creyente y obispo, y sin ceder un ápice a un indebido culto a la persona, qué desafíos supone para mí el magisterio viviente del papa Francisco.

Obispo desde la cárcel

Cuando se conoció que, en un juicio rápido, la dictadura de Ortega había condenado a veintiséis años de cárcel al obispo Rolando Álvarez, inmediatamente escribí un Tuit dando cuenta de este hecho.

Alguien me señaló en los comentarios que, a su criterio, el obispo habría debido aceptar el exilio, a fin de cumplir su misión entre los nicaragüenses también exiliados, evitando así el incordio de la prisión.

Me dejó pensando, no porque dudara de la opción del obispo Álvarez, sino porque el comentario tuitero dejaba picando una punzante inquietud. Yo también soy obispo y advierto que la decisión de mi colega nicaragüense tiene un genuino sabor evangélico. Su persona, su misión y esa condena injusta se corresponden como solo el Evangelio de Cristo puede hacerlo.

Lo digo sin rodeos: desde la cárcel, Rolando va a ser más obispo que si gozara de la más plena libertad de movimiento.

Alguna vez leí que Víctor Frankl señalaba que Cristo en la cruz había sido más libre que nunca, pues vivía, así clavado al madero, la mayor de las libertades que posee el alma humana: la libertad de aceptación.

Algo de eso hay en el gesto heroico del obispo Álvarez. Pero, en clave evangélica, hay mucho más. Un obispo no es un mero funcionario eclesiástico. “Obispo” es nombre de misión: expropiado de sí mismo, de su propio éxito y, finalmente, del propio bienestar personal, ha de vivir para Aquel que lo ha llamado y para el pueblo al que es enviado como pastor.

La mayoría de nosotros lo vive en la cotidianeidad de su ministerio. Pero, para algunos, esa misión los lleva a la prueba suprema de la muerte o del sufrimiento. Y así, unidos a Cristo crucificado, pastorean al pueblo con la fecundidad de la Pascua.

Álvarez está recluido, según parece, en una celda de castigo. No es el primero ni será el último. En el museo del campo de concentración de Dachau se pueden observar algunos testimonios de lo que vivieron en ese lugar obispos y sacerdotes católicos, como también pastores de las Iglesias protestantes. El nazismo, como ahora la dictadura de los Ortega, mandó a ese lugar a los que consideraba “parásitos del pueblo”.

Están ahí por la decisión del tirano de turno, pero también porque su fe en Dios los puso en esa encrucijada donde un hombre, en conciencia, no puede menos que vivir a fondo el primer mandamiento de la ley: solo Dios es Dios, ninguna magnitud humana puede reclamar para sí que ningún ser humano se postre ante ella como su fin supremo.

No es un gesto básicamente político, sino profunda y genuinamente religioso. Pero, paradojalmente, esa libertad ante Dios posee la mayor fuerza política que se pueda concebir. Por eso, los tiranos temen y tiemblan cuando un pueblo reza.

¿Cumplirá el obispo Rolando Álvarez los veintiséis años y cuatro meses que la corrompida justicia del régimen le impuso?

Espero que no. Casi estoy seguro de que no será así. Pero, para mí mi hermano Rolando está cumpliendo cabalmente su misión como pastor del rebaño que Cristo adquirió con su Sangre, como enseñaba san Pablo a los primeros pastores de la Iglesia.

Oro por él, por la diócesis de Matagalpa, por los curas y laicos que comparten su pasión y por el noble y sufrido pueblo nicaragüense. Tarde o temprano se verán libres del tirano.  

Cuidar la libertad religiosa

Crece la violencia contra los cristianos en el mundo

En los próximos días, el Papa Francisco emprenderá su primer viaje en este 2023. Será a dos países africanos: República democrática del Congo y Sudán del Sur. Ambos con situaciones de extrema violencia, también de características religiosas.

Otro país africano, sin embargo, exhibe la triste estadística de un aumento exponencial de la persecución a personas por su filiación religiosa: Nigeria. La violencia contra los cristianos ha venido en aumento en estos últimos años.

El pasado domingo 15 de enero, el padre Isaac Achi fue quemado vivo por unos asaltantes que dieron fuego a su viviendo. Ese mismo día, en el Congo, un atentado acabó con la vida de una veintena de cristianos pentecostales que celebraban el culto dominical.

La geografía de la violencia religiosa desborda el continente africano. China comunista y Corea del Norte afinan su legislación restrictiva de la libertad religiosa de sus ciudadanos. Aquí, en América latina, Nicaragua es un caso preocupante. Ya ha sido condenado un sacerdote católico por el delito de “traición al estado”. Un obispo espera la misma condena en el banquillo de los acusados.

La organización “Puertas Abiertas” desde hace treinta años ofrece una información concienzuda sobre el estado de la libertad religiosa en el mundo. En su último informe[1] consigna estos datos preocupantes:

  • En la actualidad, más de 360 millones de cristianos sufren altos niveles de persecución y discriminación por su fe.
  • En 1993, los cristianos afrontaban un nivel de persecución de alto a extremo en 40 países; en 2023, esta cifra casi se ha duplicado a 76 países.
  • Solo en los 50 primeros países, 312 millones de cristianos sufren actualmente niveles de persecución muy altos o extremos.
  • En todo el mundo: uno de cada siete cristianos experimenta, al menos, niveles altos de persecución o discriminación; uno de cada cinco en África, dos de cada cinco en Asia y uno de cada quince en América Latina.

¿Qué podemos hacer frente a este panorama?

Ante todo, hablar del tema, difundir información confiable y, sobre todo, estar atento a las diversas formas de discriminación por motivos religiosos que también se dan entre nosotros.

Aún con algunas situaciones preocupantes (sobre todo, por motivos ideológicos y la irracionalidad de los prejuicios), nuestro país sigue siendo un modelo de convivencia pacífica entre las distintas tradiciones religiosas.

La Iglesia católica sigue siendo la mayoritaria, pero con muy buenos vínculos con las otras confesiones cristianas, con los judíos y también con el mundo musulmán.

La buena salud de esta convivencia y su proyección al escenario público argentino son activos a cuidar. No ha faltado y no faltará el punto de vista de las religiones presentes en nuestro país en los intensos debates públicos que caracterizan nuestra vida ciudadana.

Sobre todo, aquellos en los que se juegan con mayor intensidad la dignidad, derechos y deberes de las personas.

La libertad religiosa, con el derecho a la vida, la libertad de conciencia y de expresión, forma parte del núcleo duro de los derechos humanos. Los cuidamos entre todos y para todos, también para quienes no son personas religiosas o creyentes.


[1] https://www.puertasabiertas.org/es-ES/actualidad/todos/lista-mundial-de-la-persecucion-2023-una-realidad-asfixiante/

Como Pedro en la casa de Cornelio: una Iglesia dócil al Espíritu

«Vida Nueva Cono Sur» publica este artículo con mi reflexión sobre el «Encuentro de protección de menores» de Roma.

“El Espíritu Santo me ordenó que fuera con ellos sin dudar…” (Hch 11,12).

Pedro no va por iniciativa propia a la casa de Cornelio. Tiene que obedecer al Espíritu. Una vez allí, reconocerá la obra de Dios. Finalmente dará cuentas a la comunidad de todo lo que ha vivido.

He pensado mucho en este relato de los Hechos mientras se desarrollaba en Roma el “Encuentro para la protección de los menores en la Iglesia”. Lo que narran los Hechos se ha verificado otra vez. También hoy, Pedro (Francisco) y, con él, todos nosotros hemos tenido que obedecer al Espíritu y dejarnos llevar a un lugar que no habíamos programado.

¿Es Jesucristo, el verdadero Pastor y Obispo de nuestras vidas, el que está pastoreando así a su Iglesia? Creo que podemos decir que sí. Pero, a condición de que digamos, a renglón seguido: desde la humillación que quebranta el corazón y lo hace más dócil a la acción de Dios.

Hay además otras preguntas inquietantes: ¿Hubiera sido posible la convocatoria del Papa a este Encuentro sin la rebeldía de las víctimas que han empujado a la Iglesia a mirar de frente el drama de los abusos? Y más: ¿Hubiéramos llegado hasta aquí sin el moderno estado secular con la autonomía de su justicia, o sin la tarea de investigación de periodistas “molestos” y “entrometidos”, o sin el “basta” de tantos laicos y comunidades cristianas enojados y avergonzados?

Chile, Australia, el Informe Pensilvania…

Estamos viviendo una hora de penitencia y conversión en el sentido más hondo que esas palabras tienen para nuestra fe. No olvidemos que se trata de una gracia del Espíritu que, por caminos las más de las veces impensados, nos lleva al quebrantamiento del corazón como el único sacrificio que abre realmente nuestra vida a la acción de Dios. Gracias, por cierto, que reclama nuestra libertad, a la vez que la hace posible, la sostiene y la perfecciona.

“Ustedes, son los doctores de las almas y, sin embargo, con excepciones, se han convertido en algunos casos, en los asesinos de las almas, en los asesinos de la fe”.

Son palabras de una víctima oídas en el aula del Sínodo convertida en “espacio de saludable penitencia” para los pastores de la Iglesia, incluido el Santo Padre. Palabras de un bautizado herido por el abuso de un falso profeta. Pero herido también, y tal vez más hondamente, por el trato injusto que recibió de quienes debían ayudarlo para hacer verdad, justicia y sanación en su vida: sus obispos.

Son palabras dirigidas a cada uno de nosotros, los obispos que, en nombre de Cristo, pastoreamos el santo pueblo fiel de Dios, como le gusta decir al Papa Francisco. Ese pueblo que está esperando activamente que cesen las palabras y comiencen los gestos concretos.

En estos días, los participantes del Encuentro han tenido la oportunidad de pensar en estos pasos concretos de reforma en torno a tres palabras claves: responsabilidad, rendición de cuentas y transparencia. Tres palabras claves que expresan, ante todo, la misión del obispo en la Iglesia, especialmente de cara a la tragedia de los abusos. Pero, como bien ha sido recordado en estos días, el obispo no está solo en esta tarea. Su rol es insustituible, pero él es parte de una comunión más amplia y su ministerio ha de vivirlo en “estilo sinodal”.

Es parte de un cuerpo: el colegio episcopal, expresado en cada lugar a través de la conferencia episcopal y los vínculos con el obispo de Roma. Es además cabeza de una Iglesia particular que es como una red de vocaciones, carismas y ministerios. El obispo no puede enfrentar solo ni desde su propio criterio ningún capítulo de la lucha contra los abusos. Junto a él y, en algunos casos, dejándose llevar -como Pedro a la casa de Cornelio- tiene a laicos, consagrados y ministros ordenados.

Y no olvidemos las consecuencias de haber reconocido sin ambages la naturaleza criminal del abuso perpetrado por un clérigo: sin negar el derecho de la Iglesia a seguir sus propios protocolos canónicos, el orden público herido reclama que ésta no solo colabore con la justicia secular, sino que se ajuste a ella escrupulosamente. Este es, a mi criterio, un paso sin retorno en el camino de la Iglesia.

Mucho queda por hacer. Tenemos ya puestos sobre la mesa temas fundamentales: espacios concretos para escuchar y acompañar a las víctimas; instancias también concretas para rendir cuentas del camino emprendido o, llegado el caso, para denunciar a los obispos y superiores que son negligentes en su oficio; reformar los puntos débiles del proceso canónico (sentido del secreto pontificio, colaboración con la justicia, información a las víctimas de la marcha de su denuncia, mayor protagonismo de las conferencias episcopales o de los metropolitanos en los procesos canónicos, etc.). Y – ¿cómo no? – una atención mucho más incisiva a la formación de los futuros pastores y consagrados, llamados a ser padres antes que señores a los que servir y admirar.  

Es cierto que apuntamos a la “tolerancia cero”: hacer justicia a cada caso de abuso. Pero, en la mente del Papa, el objetivo es mayor. Tenemos que hablar de “abusos cero” en la Iglesia. Se abre así el capítulo de la prevención. Una vez más, este ha de involucrar a todos en la Iglesia. Si el clericalismo está en la raíz de los abusos y su fatal gestión, el concreto hacer lugar a una Iglesia comunión verdaderamente católica y sinodal ha de estimular la corresponsabilidad de todas las vocaciones y carismas que la componen.

Volvamos con Pedro a la casa de Cornelio. ¿Qué ocurrió allí? Un nuevo y sorprendente Pentecostés. Siguiendo a la distancia el Encuentro -lo confieso: no solo con interés sino también ansiedad- creo haber percibido el rumor del Espíritu. El discurso final del Santo Padre tiene esa fuerza: sin dejar de ser concreto en sugerencia y orientaciones, tiene la fuerza de una lectura teológica y espiritual que va a la raíz del drama, pero también de la fuerza más poderosa con que cuenta la Iglesia para responder, prevenir y curar los abusos: la potencia del Espíritu. Me animo a parafrasear lo que aquellos Padres reunidos en Calcedonia: “Pedro ha hablado por boca de Francisco”.

Ver para creer

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«La Voz de San Justo», domingo 8 de abril de 2018

Le tengo un afecto especial al evangelio de este domingo (Jn 20,19-31). Es el encuentro de Jesús resucitado con el apóstol Tomás que, por estar ausente durante la primera aparición, no termina de creer lo que le cuentan los otros.

Ante la insistencia de sus amigos, Tomás redobla la apuesta: tengo que ver para creer, tocar sus llagas, meter la mano en su costado.

Lo que sigue es conocido: Jesús se aparece de nuevo a los apóstoles, Tomás incluido, e invita al incrédulo a tocar las llagas de la pasión.

Tomás confiesa la fe con una de las fórmulas más bellas del evangelio: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús remata con una bienaventuranza: “¡Felices los que crean sin haber visto!”.

Mi afecto por esta escena tiene que ver con mi biografía personal: habré tenido unos 13 años y me tocó hacer de apóstol en el lavatorio de los pies, el Jueves Santo, en mi parroquia. Cuando terminó el rito, el cura nos regaló un pañuelo con el nombre de uno de los doce apóstoles a cada uno de los jóvenes que habíamos participado. A mí me tocó el de Tomás.

¿Profecía? Algo de eso hay. Lo veo hoy con mucha claridad. En ese pañuelo, con ese nombre evangélico, la Escritura se hizo Palabra para mí. Lo cierto es que mi propio camino de fe ha sido – y es todavía – como el de Tomás: una fe siempre acechada por la incredulidad.

¿Podría ser de otra manera? La fe es el acto más libre de un ser humano. Es confiarse libremente a Dios que, a su vez, nos ha dirigido con soberana libertad su Palabra. La fe es aventura de libertad. Es riesgo, desafío y provocación.

Un gran biblista, el padre Ignace De la Potterie, comenta que aquella bienaventuranza de Jesús – “Felices los que creen sin ver” – puede ser interpretada de dos maneras. La clásica: la fe no consiste en ver, sino en creer sin la evidencia de los sentidos. Pero también es posible otra interpretación: para pronunciar nuestro Amén a Cristo necesitamos tocar, de alguna forma, su humanidad resucitada.

¿Cuándo vemos y tocamos la humanidad de Cristo?

Lo hacemos toda vez que nos sumergimos en los evangelios y contemplamos su figura de Hijo y hermano. Lo hacemos también cuando celebramos los sacramentos, pues suponen una intensa actividad de los sentidos del cuerpo: escuchar, cantar, recitar las oraciones, hacer silencio.

Lo hacemos toda vez que nos encontramos con Cristo a través de su mediación más querida: los hermanos, especialmente los más heridos. Alguna vez leí esta oración: “Señor, necesito ojos nuevos para reconocerte, dado que has tomado la costumbre de viajar de incógnito y de parecer siempre… otro”.

La Iglesia reza por Pedro

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«La Voz de San Justo», domingo 18 de marzo de 2018

“Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él” (Hch 12,5).

En su camino por la historia, la Iglesia ha tenido muchos tipos de Papas. Los ha habido santos de elevada espiritualidad, clarividentes misioneros, eximios teólogos, hábiles políticos y administradores; sufridos confesores de la fe y mártires. Y también, algunos de vidas poco edificantes.

Como aquella primera comunidad cristiana, la Iglesia nunca ha dejado de rezar por Pedro, esté o no en prisión, sea un santo consumado o, como la mayoría de nosotros, un pecador perdonado, torpe aprendiz del Evangelio.

Este 13 de marzo se han cumplido cinco años de la elección de nuestro “Pedro” actual: Francisco, el Papa venido desde el fin del mundo. Se han escuchado diversas interpretaciones sobre su figura, influencia y magisterio. Sinceramente uno queda un poco mareado con tantas palabras.

¿Me permiten otro sincericidio? Sobre todo, aquí en su patria y también dentro de la Iglesia, ¿no hay una exagerada concentración sobre su figura? ¿No deberíamos hablar más de Jesucristo que de su vicario? Me animo a decir que él piensa así. Una Iglesia autorreferencial está enferma, pues “pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir”, decía Bergoglio antes del Cónclave. Hay que vivir una suerte de espiritualidad eclesial, inspirada en Juan, el Precursor: “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30). En síntesis: menos Iglesia, más Jesucristo.

De aquel 13 de marzo, hoy me ha venido a la memoria la imagen del Papa pidiendo a la multitud, reunida en la Plaza, que rezara por él. La fotografía que acompaña este artículo captura aquel instante. Unos amigos que estaban allí, aquella tarde romana, me decían que el momento fue impresionante.

En latín se dice: “Ecclesia orans”, Iglesia en oración. Solo cuando se experimenta la oración como realidad vital, se toca la verdad de la Iglesia. Como también, y más radicalmente aún, solo cuando, de la mano de los relatos evangélicos, nos asomamos a ese huracán indomable que es la oración de Jesús al Padre, llegamos a conocerle realmente a Él como Hijo, Dios con nosotros, Verbo eterno en carne humana.

La oración por Pedro – hoy por Francisco –nos da la perspectiva adecuada para apreciar su figura: los ojos certeros de la fe eclesial. Lo cual no invalida, aunque sí ubica en sus justos términos los otros enfoques: políticos, sociológicos, culturales, afectivos.

¿Por qué oramos por Pedro? Ante todo, porque Jesús mismo lo hizo: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos.” (Lc 22,31-32). Rezamos por Pedro/Francisco, porque Jesús oró por él, y por sus mismas razones: para que no le falte la fe, y para que nos confirme en la fe a quienes somos sus hermanos.

Eso es precisamente lo que está haciendo hoy Francisco. Él ha sabido sumarse – con originalidad latinoamericana, argentina y porteña – al camino que viene transitando la Iglesia, de la mano de los últimos Papas, actuando el mandato profético del Concilio Vaticano II.

Ese camino es diáfano. Tiene la provocativa sencillez del Evangelio: poner a Jesús en el centro, y con Él, a los pobres, a los olvidados, a los heridos. Francisco diría: “las periferias”. Todo lo demás: o de ahí nace o hacia este centro converge.

Y alegría. Mucha alegría. La alegría del Evangelio. La alegría de Dios reflejada en el rostro de Cristo resucitado.

Rezamos por vos, Francisco. Que el Señor te proteja y la Virgen te guarde. Gracias por tu testimonio y tu servicio a la fe.

 

 

El aporte del Estado a la Iglesia

Les comparto un audio con algunas precisiones sobre el dinero que el Estado aporta a la Iglesia en Argentina. Lo he grabado para algunas radios de Córdoba que me lo solicitaron. Espero que sea de ayuda, sobre todo para aclarar algunos puntos.

 

¿Puedo intervenir como católico en un debate como el del aborto?

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Empiezo con una anécdota: siendo obispo auxiliar de Mendoza participé en un acto en el centro de la ciudad organizado por jóvenes pro-vida. Había que hablar sobre el aborto. Intervine aclarando que lo hacía como católico y como obispo. A renglón seguido, una de las locutoras sintió la necesidad de aclarar que ese acto no era para nada religioso, que hablábamos sobre un tema de interés para todos. 

Cuando los católicos intervenimos en los debates públicos ¿tenemos que tachar, disimular o poner entre paréntesis nuestra condición de creyentes? ¿Tiene espacio el punto de vista religioso en los debates de la sociedad secular? 

El último artículo de mi autoría que publicó el diario Los Andes de Mendoza antes de venir a San Francisco, aborda, en parte, estas cuestiones. Lo ofrezco a continuación sin hacerle ninguna modificación. Creo que puede ser útil ahora que parece iniciarse un tiempo de intensos y acalorados debates sobre legislación de aborto en Argentina. Espero que sea útil. 

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El discurso religioso en el debate público

Las sociedades plurales enfrentan hoy desafíos éticos de magnitud. La pregunta por lo que es realmente bueno y justo se hace cada vez más acuciante, habida cuenta de la pluralidad de perspectivas y puntos de vista. Los interrogantes sobre aborto, eutanasia, matrimonio, derechos civiles, por mencionar solo algunos, están instalados en la agenda pública, volviéndose cada vez más agudos.

Es bueno que así ocurra. Es una señal de aquel saludable inconformismo que caracteriza a la razón humana, siempre inquieta por la realidad y la verdad de las cosas.

Por otra parte, nunca poseemos del todo y para siempre los grandes valores, verdades y principio éticos. Situaciones nuevas suscitan nuevas preguntas y nuevos desafíos. Un ejemplo reciente: los avances tecnológicos en la transmisión de la vida. No es lo mismo mejorar la producción de alimentos que donar la vida a un ser humano.

¿Qué pueden aportar las religiones a estos debates? ¿Sigue siendo satisfactorio el postulado del laicismo: la religión es algo privado, sin cabida en el debate público?

Si observamos algunas polémicas recientes (matrimonio y aborto no punible) vemos que ciudadanos con inspiración religiosa descienden a la discusión pública con profusión de argumentaciones y con diversas iniciativas, tanto para ganar la calle y la opinión pública, como para hacerse oír por los legisladores.

Los obispos católicos, por ejemplo, hemos hecho oír nuestra voz en estos temas a través de declaraciones, entrevistas, y otros medios. Los laicos, por su parte, toman iniciativas en distintos ámbitos para que el punto de vista católico sea tenido en cuenta. Y no solo los católicos: en los debates señalados, la presencia activa de grupos evangélicos ha sido también notable.

En los hechos, las religiones están firmemente presentes en el debate ciudadano. De todos modos, cabe preguntarse: ¿Lo hacen de un modo ajustado a las reglas de la democracia y al estilo de convivencia que es propio de las sociedades complejas y plurales?

En un reciente artículo publicado en un diario suizo y replicado por “L’Avvenire”, cotidiano de los obispos italianos, Jürgen Habermas ha abordado la cuestión. El título es sugestivo: “¿Cuánta religión puede soportar el estado liberal?”.

Este pensador no creyente señala con perspicacia que la secularización del estado es un proceso irreversible y una adquisición de la humanidad. Sin embargo, las religiones forman parte del entramado vital de las sociedades modernas. Para Habermas, bajo determinados presupuestos, los distintos grupos religiosos pueden ofrecer sus particulares puntos de vista sin renunciar a su carácter propio.

¿Cuáles son esos presupuestos? Habermas señala algunos, de los que destaco dos: en primer lugar, el discurso religioso debe poder ser traducido a un lenguaje racional que lo haga comprensible por el resto de los ciudadanos. En segundo lugar, las religiones deben demostrar que son capaces de conjurar el peligro de las distintas formas de integrismo o fundamentalismo que suelen albergar en su seno.

La propuesta es interesante y merece ser considerada, al menos desde el campo católico, pues tiene varios puntos de contacto tanto con la enseñanza oficial de la Iglesia como con la de algunos teólogos.

Podríamos repasar, por ejemplo, el pensamiento de Benedicto XVI. Una de sus mayores insistencias ha sido la necesidad que la fe tiene de la razón. El integrismo es precisamente una patología de la fe que no respeta la autonomía de la razón. Por el contrario, Ratzinger ha insistido en que el ordenamiento jurídico de la sociedad se ha de basar en una lectura racional de la naturaleza humana. De la misma manera, no ha dejado de señalar que la fe ofrece estímulos positivos a una razón abierta a toda la amplitud de la realidad.

Como las otras grandes tradiciones religiosas, el cristianismo ha logrado madurar una visión sapiencial del ser humano, su lugar en el cosmos y la vida virtuosa que constituye un patrimonio de humanismo, que no puede dejar de ofrecerse como aportación a la “razón ética” de los pueblos.

Aquí aparece también una de los presupuestos que Habermas señalaba: para lograr que esta visión del ser humano siga enriqueciendo el entramado de la vida social, las religiones tienen que hacer el esfuerzo de traducir sus grandes símbolos y conceptos en un lenguaje comprensible y apto para la comunicación. En la tradición cristiana este es un aspecto muy cultivado: una de las funciones de la teología cristiana es precisamente acercar el mensaje del Evangelio atendiendo a las circunstancias de cada tiempo y lugar.

Esto supone también, como ha señalado el teólogo católico Martin Rohnheimer, la exigencia de presentar la propia posición a través de argumentos coherentes, fundados y comunicables, ofrecidos lealmente a la discusión ciudadana. La religión no pretende imponer su visión de las cosas. Acepta ser una voz más en el concierto de voces, a veces un poco caótico, de la sociedad moderna. El esfuerzo principal es así argumentar y convencer. Lo cual es siempre más exigente que la mera imposición. Es, sobre todo, más conforme con la dignidad del hombre, imagen de Dios, racional y libre.

En este sentido, fue significativa la presencia del presidente de la Conferencia Episcopal Argentina en la audiencia pública del Congreso con ocasión de la reforma del Código Civil. Arancedo expuso el aporte de los obispos argentinos, elaborado deliberadamente con este criterio: presentar nuestra posición de una manera racional y argumentada. Lo hizo además en pie de igualdad con otros actores sociales.

En los hechos, el discurso religioso, incluso cuando cumple con los requisitos arriba señalados, suele entrar en colisión con otros discursos presentes en la sociedad. Esto angustia a muchos creyentes, incluso a personas que no militan dentro de la Iglesia. Surge así la invitación a modernizarse, a adaptarse a las exigencias de la evolución de la sociedad, a no perder el tren de la historia.

Obviamente, aquí hay mucho de verdad. El cristianismo es una religión de encarnación: Dios se hizo hombre, su Verbo entró en la historia. Este movimiento de identificación con lo humano es irrenunciable para la experiencia cristiana. Pero no es el único.

Uno de los desafíos más fuertes que hoy tenemos los creyentes es mantener sólidamente unidas dos actitudes fundamentales. Por un lado, la disposición permanente a construir puentes, a dialogar con todos, a estar presente con el buen vino del Evangelio en todos los lugares donde se juega el destino del ser humano. Es una exigencia que brota del corazón mismo de nuestra fe. Somos hijos de la Iglesia y de una sociedad cada vez más polifacética.

El cristianismo es también la religión de la pascua: la humanidad purificada, elevada y transformada. Este elemento también tiene que estar activamente presente en la experiencia cristiana. Una de sus formas es precisamente el inconformismo, la crítica, su no adaptación a lo políticamente correcto, al dictado de la opinión pública y de lo que se califica rápidamente de progreso.

Cuando formula verdades incómodas, llevándolas adecuadamente al debate público, está también cumpliendo un servicio al bien común de la sociedad. Está siendo memoria profética de algunas exigencias espirituales y morales que brotan de la misma condición humana. Si dejara de hacerlo, recibiría tal vez un aplauso tan efímero como engañoso. En todo caso, no sería fiel a sí mismo.

Y de eso tiene necesidad nuestra sociedad: de personas fieles a su conciencia, capaces de mirarse de frente, de superar la barrera de los prejuicios, caricaturas y estereotipos y así confrontarse lealmente en la búsqueda nunca acabada del bien común.

A 5 años de un acto de libertad

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El artículo que sigue es otra de las reflexiones que escribí en razón de la renuncia del Papa Benedicto XVI. Lo publicó MDZ on line. Creo que sigue siendo aprovechable. 

Una decisión de conciencia

Comparto con los lectores de MDZ algunas reflexiones personales sobre la figura del Papa Benedicto XVI y su renuncia al papado.

Ante todo, aclaro mi punto de vista. Escribo desde la fe católica y desde la estima por Benedicto XVI, su pensamiento, su mirada sobre la Iglesia, el mundo contemporáneo y los grandes desafíos que hoy enfrentamos.

Este punto merece una breve digresión.

Lo que la tradición judeocristiana llama “fe” no es primariamente una cuestión intelectual, como podría ser, por ejemplo, la respuesta a la pregunta por la existencia de Dios. Con esta brevísima palabra (“fe”) se indica un modo de estar parado en la vida y de mirar la totalidad de la realidad. Es algo vital y existencial. Desde ahí se proyecta también sobre el pensamiento y la doctrina.

La fe es un acto personalísimo que compromete lo más íntimo del ser humano: la conciencia y la libertad. Pero, a la vez e indisolublemente, un “nosotros” que genera lazos, pertenencia, vínculos y relaciones. Creer y pertenecer a la comunidad de los creen son dos caras de la misma moneda. La Iglesia es precisamente eso: “congregatio fidelium” (la reunión de todos los que creen).

Desde esta posición hablo sobre el Papa y su renuncia: reflexiono sobre una figura que forma parte de mi propia identidad personal como creyente, miembro de la Iglesia y obispo.

Pero también -decía- desde la estima personal por el hombre Joseph Ratzinger/Benedicto XVI. He leído y leo con avidez sus escritos, y lo hago con sintonía interior. Me reconozco a mí mismo en buena parte de sus ideas y su modo de pensar la fe. Me ha ayudado a madurar mi forma de leer teológicamente la realidad.

Esto añade condimento a la interpretación que intento hacer de su gesto de renuncia. No es lo mismo escribir desde la sintonía interior que desde la animadversión o incluso el rechazo y el odio. El lector sabrá ponderar en qué medida este elemento pesa en mis reflexiones.

Hechas estas aclaraciones, paso a centrarme en el punto que he elegido para mi reflexión. Voy a hablar de la decisión del Papa como decisión de conciencia.

En el breve texto en latín que leyó ante los cardenales la mañana del 11 de febrero pasado, tres veces hace referencia a la conciencia. El párrafo central dice así: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.

En los párrafos siguientes añade expresiones que refuerzan esta idea central: “Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando”. Y, más adelante: “Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma…”

¿Qué peso darle a estas palabras que juzgo no solo veraces, sinceras y honestas, sino también un testimonio de humanidad válido más allá del mundo católico?

Para responder a esta pregunta, traigo a colación un hecho significativo que me ha venido a la memoria al meditar sobre el gesto y palabras del Papa.

El 7 de noviembre de 1992, el entonces cardenal Ratzinger era incorporado como miembro extranjero asociado a la Academia de Ciencias Morales y Políticas del Instituto de Francia. Sucedía a Andrej Sajarov y, según la costumbre de la prestigiosa institución, el nuevo integrante debía evocar con un discurso la figura de su ilustre antecesor. La alocución de Ratzinger es bien conocida. Lleva como título: “La libertad, la justicia y el bien. Principios morales de las sociedades democráticas”.

Sajarov fue un prestigioso físico nuclear ruso, cuyas objeciones al uso militar de los descubrimientos científicos le valió el exilio en su propia patria. En 1955 había expresado su deseo de que ninguna bomba atómica de la URSS llegara a estallar sobre ciudad alguna del mundo. Recibió inmediatamente la corrección de su superior militar: los científicos deben ocuparse de perfeccionar las armas; el uso que se haga de ellas escapaba a sus competencias.

La respuesta de Sajarov fue memorable: “Ningún hombre puede rechazar su parte de responsabilidad en aquellos asuntos de los que depende la existencia de la humanidad”.

Aquí se detiene la reflexión del cardenal Ratzinger. Para el oficial ruso solo hay competencias técnicas. No hay lugar para la dimensión moral de la existencia, para la pregunta por el bien y lo que es realmente justo, más allá de todo cálculo de intereses, individuales que grupales. Sajarov, en cambio, con su actitud ponía de manifiesta la insuficiencia de este modo de mirar las cosas. Para él, la conciencia tiene que jugar un rol muy concreto en la vida pública de los pueblos. En ella se decide la suerte misma de la humanidad.

Comenta Ratzinger: “Negar el principio moral, impugnar ese órgano de conocimiento -previo a cualquier especialización- que llamamos «conciencia» significa negar al hombre”. Y concluye: “obedecer a la conciencia aun al precio del sufrimiento, continúa siendo un mensaje que no ha perdido la menor actualidad, aunque haya dejado de existir el contexto político en el que la adquirió”.

¿Qué es lo que ocurre en la conciencia, en razón de lo cual un individuo es capaz de enfrentar las situaciones más penosas y adversas, incluso la muerte violenta?

En la conciencia tiene lugar el encuentro del hombre con la verdad. Obviamente, esto nada tiene que ver con el subjetivismo individualista que concibe la conciencia como el lugar donde el sujeto se cierra obstinada y caprichosamente sobre sí mismo. La conciencia es norma de los actos en cuanto que en ella se transparenta la verdad de lo que es justo y bueno. Para el creyente, ella es la voz de Dios, que no se puede sino obedecer para ser verdaderamente libres. No, lugar de clausura sobre sí, sino de apertura interior, en varias ocasiones, fatigosa y sufrida.

Evocando la figura de Tomás Moro, Ratzinger señala que un “hombre de conciencia es el que no compra tolerancia, bienestar, éxito, reputación y aprobación pública renunciando a la verdad”.

Aquí se toca -y se comprende- uno de los puntos de fricción más fuertes entre el pensamiento católico y el moderno. Ratzinger lo ha encarnado en primera persona. Aquí esta -creo yo- uno de los servicios de más largo alcance que su pensamiento aporta a la compleja situación del mundo contemporáneo.

Ratzinger ha sido un infatigable defensor de la razón humana, y de su capacidad para abrirse a toda la realidad. En su memorable discurso de Ratisbona, él invitaba al fascinante mundo de la universidad del que él mismo había surgido a “abrirse a toda la amplitud de la razón”. Solo en este ejercicio nunca acabado de dejarse afectar por la realidad sin recortes, los hombres, las culturas y los pueblos pueden progresar en un diálogo verdadero.

En el discurso ante la Academia francesa, Ratzinger señala también que aquí está uno de los aportes que la Iglesia debe ofrecer a la moderna sociedad plural. Lo hace con estas palabras que cito por extenso: “Está en conformidad con la esencia de la Iglesia mantenerla separada del Estado y evitar que éste imponga la fe, que debe descansar en convicciones libres… No es propio de la Iglesia ser Estado o una parte del Estado, sino una comunidad de convicciones. Pero también es propio de ella reconocer que tiene responsabilidad en todo y no puede limitarse a sí misma. En uso de su libertad debe participar en la libertad de todos para que las fuerzas morales de la historia continúen siendo fuerzas morales del presente y para que surja con fuerza renovada aquella evidencia de los valores sin la que no es posible la libertad común”.

En su decisión de renunciar al oficio papal, Ratzinger ha sido un hombre libre, con la libertad de quien busca fatigosamente la verdad, la escucha y a ella se pliega con simplicidad. En este caso la verdad que brota de considerar la situación de un hombre que se reconoce anciano, limitado en vigor físico y espiritual. Se ha mostrado como un hombre de convicciones libres. No hay nada de heroico en todo esto, solo y simplemente humanidad.

Claro está, nada de esto es inteligible sin tocar el núcleo de la experiencia espiritual de la fe, sin señalar a Cristo como la verdad ante la que un creyente dobla la rodilla. Es lo que ha hecho el Papa Ratzinger.

Abusos sexuales en la Iglesia: romper el silencio

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El Papa Francisco con la Pontificia Comisión para la protección de los menores

En su edición de noviembre, la Revista Criterio publica este artículo de mi autoría.

La crisis de los abusos sexuales ha llegado a la Iglesia en Argentina. Lo que parecía un problema doloroso pero lejano empieza a revelarse como una herida abierta, también entre nosotros. ¿Estamos preparados para vivirla evangélicamente?

Como ocurriera ya en otras latitudes, algunos casos concretos han sacudido a la opinión pública, animando a las víctimas a sacar a la luz el drama vivido. El largo proceso del Padre Grassi o las investigaciones en curso al Instituto Próvolo de Mendoza son algunos de los más clamorosos. El efecto dominó generado, según mi opinión, recién está tomando impulso.

Cuando hablo de crisis de los abusos me refiero a tres aspectos, distintos, pero vinculados entre sí: en primer lugar, al daño sufrido por las personas abusadas que intentan sobrevivir a esa experiencia (menores, discapacitados, adultos vulnerables y sus familias). En segundo lugar, a la inadecuada respuesta de los responsables de la Iglesia (obispos y superiores) que se ha mostrado no solo errada sino verdaderamente fatal. Por último, la situación de los clérigos y consagrados que se han precipitado en estos delitos y cuyo deterioro humano, espiritual y moral nos deja punzantes interrogantes.

Con distinta intensidad, estos tres aspectos han sacudido fuertemente a la sociedad generando ira, desazón, desconfianza y rechazo hacia la Iglesia. Las víctimas, y quienes les son cercanos, suelen añadir también una nota de fuerte escepticismo hacia las declaraciones de la Iglesia sobre el tema, incluidas las del mismo Papa. Obviamente, todo esto ha despertado el interés de los medios de comunicación. Su tarea de investigación y difusión, sobre todo las más rigurosas y documentadas, combinada con la valentía de las víctimas en denunciar, ha sido factor decisivo para que esta crisis tomara estado público, obligando a la Iglesia, a las autoridades civiles y a la misma sociedad, a hacerse cargo de este problema.

Pero, no tenemos que minimizar tampoco el impacto de esta crisis en la misma comunidad eclesial: en los sacerdotes, en las comunidades cristianas, en los laicos. La crisis sacude fuertemente la conciencia creyente de los católicos. ¿Podría ser para menos? Tanto sufrimiento ¿no tiene que convertirse en un grito de indignación dirigido a Dios? Superados los primeros momentos de sorpresa y desconcierto, han comenzado a surgir inevitablemente algunas preguntas incisivas: ¿cómo ha sido posible todo esto? ¿Cómo puede ser que un cura desbarranque de esta manera? ¿Qué dinámica espiritual se ha desatado en un consagrado para llegar a semejante abuso emocional, de conciencia y finalmente sexual? ¿Nadie vio ni dijo nada? ¿Qué hicieron nuestras autoridades eclesiales? ¿Y las casas de formación? ¿Cómo fue posible que perdiéramos de vista la real gravedad del problema que no está en la credibilidad y buen nombre de la Iglesia, sino en la víctima agredida y en el inmenso daño infligido?

En muchos casos, la sorpresa inicial ha devenido en sana rebeldía e indignación. Lo cual no es malo. Sobre todo, si los “indignados” son laicos. He podido observar que esa indignación suele desembocar, al menos en algunos, en un compromiso de fe más adulto. Sienten a la Iglesia como “su” Iglesia, y se descubren interpelados a dar su aporte en la lucha contra los abusos. Es, a mi modo de ver, uno de los signos más alentadores que está dejando esta crisis en las Iglesias que ya la han vivido. Podemos aprender de esta experiencia.

Es decir: ha sido fundamental que, en todo este drama, se rompiera el silencio y comenzáramos a discutir esta problemática, más honda de lo que hubiéramos imaginado. Nos ha llevado a la oración. Solo el Silencio del Dios Crucificado puede arrojar luz sobre la oscuridad de este mal. Este “romper el silencio” ante los abusos no es solo condición indispensable para que los casos salgan a la luz y se haga justicia, sino que también es un criterio de fondo para el capítulo fundamental de la prevención.

En este sentido, los hechos de abuso sexual protagonizados por clérigos son la punta de una trama más enredada que es necesario desenmarañar. Sacan a la luz no solo problemas personales, sino dinámicas eclesiales deformadas que necesitamos identificar para corregir. Los abusos sexuales suponen un sistema inadecuado de relaciones que los favorece y hace posibles. No es un dato menor para la comunidad eclesial. Pensemos, por ejemplo, en la docena de fundadores de nuevos institutos religiosos que están hoy involucrados en estos aberrantes delitos, en lo que viven los miembros de esas comunidades y la deriva de sus obras. ¿No vamos a preguntarnos a fondo porqué pudieron prosperar durante tanto tiempo en la Iglesia? Es una pregunta que, sobre todo los pastores, no podemos eludir.

Si nos sobreponemos a la repulsa de pensar en un adulto violentando sexualmente a una persona vulnerable, es posible ver con mayor claridad teológica el núcleo del problema. Aquí, el comportamiento sexual transmite un mensaje a decodificar. Si toda forma de abuso sexual, protagonizada por célibes y no célibes, es básicamente un abuso de poder, lo que está en cuestión es, en definitiva, el modo de vincularnos las personas, cómo nos percibimos y que uso hacemos de la natural asimetría que se da, por ejemplo, entre un sacerdote y un joven, entre un formador y un seminarista, entre un obispo y sus fieles.

Este dato, para la conciencia eclesial, es precioso. La Iglesia es sacramento de comunión que involucra a las Personas divinas con las personas humanas. Además, el ministerio pastoral ubica al ministro ordenado en una rica trama de relaciones. La figura del pastor es esencialmente relacional y al servicio de la comunión. El servicio no es, primariamente, un imperativo moral. Es un rasgo cristológico que define la naturaleza de la Iglesia y del ministerio pastoral. ¿Cómo se ayuda entonces a un seminarista a asumir como forma de existencia personal la forma servi de Cristo? El pastor es signo sacramental de Cristo Cabeza. Pero, para ser cabeza y pastor de la comunidad debe vivir antes la condición de hermano, esposo y servidor, a imagen de Jesús. En la Iglesia, sacramento universal de salvación, lo humano es esencial: es la expresión visible del misterio de comunión. Cuenta, por tanto, la buena salud del sistema de relaciones que constituye la trama de una iglesia diocesana, de una parroquia o de un seminario.

Los obispos argentinos tenemos la problemática de los abusos en nuestra agenda desde el año 2010. Después que Benedicto XVI mandara que cada conferencia episcopal adaptara la nueva normativa canónica sobre los abusos, la Conferencia Episcopal Argentina, preparó unas Líneas Guía, aprobabas en 2013. Con el visto bueno de la Congregación de la Fe constituyen el protocolo de acción hoy en vigencia para responder a las denuncias. Estas Líneas han sido muy bien recibidas por los obispos. Dan claridad y agilidad a un proceso que antes se mostraba más oscuro y engorroso. Son, sin embargo, perfectibles. Entre otros, hoy se discuten estos puntos: sentido exacto del secreto pontificio, pronta colaboración con la justicia secular, transparencia e información a las víctimas de los procesos en curso, información a la opinión pública, etc. Un capítulo aparte es el de las penas proporcionadas a este delito. Por una parte, soy de la opinión que el recurso a la justicia secular es indispensable: el clérigo abusador debe responder ante ella. Tenemos que trabajar proactivamente para mejorar nuestra colaboración con la justicia de nuestro país. Desde un punto de vista eclesial, opino que, un solo caso de abuso afecta la idoneidad del clérigo para ejercer el ministerio. La pena adecuada no es otra que la dimisión del estado clerical. De todos modos, existe hoy una saludable discusión en la Iglesia sobre estos temas.

Recientemente se ha abierto otro capítulo en el abordaje del problema por parte de la Conferencia Episcopal Argentina. En la 113 Asamblea Plenaria del pasado mes de mayo, los obispos aprobamos la creación de un “Consejo pastoral para la protección de Menores y Adultos vulnerables”. Su finalidad fundamental es abordar la prevención de los abusos. Hemos aprovechado la experiencia de otros episcopados y de la Santa Sede en esta materia. Entre sus objetivos está la capacitación de agentes de pastoral: desde los propios obispos hasta los laicos que trabajan en parroquias y colegios católicos. El criterio básico es romper el silencio. El abuso es visto como abuso de poder que se expresa a través de comportamientos sexuales. El enfoque es sistémico, atento a todas las dimensiones de esta compleja realidad. Busca también trabajar en red con el estado y otras organizaciones civiles que se ocupan de este problema social. Busca procurar también que cada diócesis constituya una comisión similar. Las arquidiócesis de Paraná y Mendoza han dado pasos en esta materia. Habrá que observar su aprendizaje.

¿Son suficientes estos pasos? ¿Están en la buena dirección? ¿Qué camino tenemos por delante en la Iglesia argentina? ¿Qué decisiones y pasos a dar en la Conferencia Episcopal, en cada diócesis, pastores y comunidades?

Amedeo Cencini acaba de publicar una investigación que lleva el sugerente título: “¿Ha cambiado algo en la Iglesia después de los escándalos sexuales?” (Sígueme 2016). Repasa con realismo los pasos dados, pero también los numerosos escollos que todavía quedan por superar. En breve: hay declaraciones de los Papas y normas canónicas muy claras. Sin embargo, la cultura que hizo posible los abusos y su encubrimiento sigue presente en demasiadas mentalidades, tanto laicales como clericales. El trabajo por delante se presenta arduo.

Al inicio de este artículo me he preguntado si la Iglesia en Argentina estaba preparada para esta crisis. No tengo una respuesta sencilla y definitiva. Yo mismo me lo pregunto, una y otra vez. Puedo dar testimonio de la seriedad con que los obispos argentinos han asumido el tema. Me ha tocado guiar sus reflexiones en varias ocasiones, siempre con la sensación de estar provocando mucho dolor e inquietud. He podido constatar también que esta dolorosa y difícil problemática necesita tiempo para que madure la conciencia sobre las dimensiones del problema, se superen algunos enfoques parciales o errados y, sobre todo, se asuman con humildad los errores y, de esta forma, se esté en condiciones de aprender a dar una respuesta no solo eficaz sino profundamente evangélica a los desafíos que esta crisis ha sacado a la luz. Experimento en todo este proceso un fuerte sentido penitencial como camino de una Iglesia en estado de purificación. O de conversión pastoral, como señala Francisco.

El punto clave, desde el Evangelio, es enfocar esta crisis con la mirada de Jesús, el buen samaritano, que es la mirada de las víctimas. En algunas diócesis del país se han dado pasos en esta dirección. No es fácil, pues en esta fase de la crisis, las víctimas desconfían de nosotros, de nuestras reales intenciones y de la capacidad que tengamos de cambiar realmente. Sin embargo, hasta tanto no se dé esta apertura a las víctimas – como ya lo han experimentado otras Iglesias hermanas y los mismos Papas Benedicto y Francisco – no vamos a estar en condiciones de procurar una respuesta a fondo a este drama humano que sacude a la Iglesia. Porque la Iglesia ha sido herida: las víctimas de los clérigos abusadores son, en su inmensa mayoría, bautizados que nos fueron confiados y a quienes no supimos proteger. Como creyente y como pastor escucho aquí la llamada del Señor.