
Gran difusión en las redes de la noticia de que el obispo italiano Giacomo Cirulli ha decretado que, en las tres diócesis que gobierna, se suspende la figura del padrino o madrina para bautismos y confirmaciones.
Obviamente, ha despertado la polémica, suscitando diversos comentarios: algunos airados, otros graciosos e irónicos. No faltan tampoco los despistados e incluso desubicados. Como suele ocurrir en estos casos: todo el mundo se siente con autoridad para pontificar y corregir.
Me animo entonces a decir algo.
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Dejemos a los italianos en Italia. Vengamos a Argentina. Entre nosotros, la figura del padrino o madrina es muy apreciada por las familias que piden el bautismo para sus hijos. También para la confirmación. En su pastoral, la Iglesia valora muy positivamente este gesto sentido y tan cristiano.
En esta figura convergen dos miradas con sus respectivas expectativas. En primer lugar, la mirada popular que ve en el padrino o madrina un segundo papá o mamá que puede acompañar al ahijado en su camino de vida. De ahí vienen las expresiones populares: compadre o comadre. Es algo muy profundo y hermoso. Le decimos a un pariente o amigo: ¿te animás a compartir conmigo ser, de alguna forma, papá o mamá de mi hijo? Esta es la expectativa que las familias suelen traer a nuestras parroquias cuando piden el bautismo para sus hijos.
En segundo lugar, está la visión pastoral de la Iglesia: el padrino es un cristiano adulto que tiene como misión acompañar a un hermano más chico a caminar la fe y, así, convertirse en discípulo de Jesús. En los primeros siglos, las personas se bautizaban de adultos y recorrían un camino exigente de preparación. Duraba al menos tres años. Un cristiano ya bautizado los acompañaba para ayudarlos y dar testimonio de que estaban listos para recibir los sacramentos de la fe.
Como decíamos, estas dos visiones convergen, no siempre armónicamente en la pastoral de los sacramentos. Estamos además en una sociedad que mantiene algunos valores y prácticas cristianos, pero que vive fuertes procesos de secularización, donde también crece la indiferencia e incluso la hostilidad hacia la fe y la Iglesia. A propósito: secularización indica que las personas organizan su vida sin poner en el centro a Dios o los valores religiosos, especialmente como los propone la Iglesia católica, en nuestro caso.
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Todo esto suele ser fuente de algunos conflictos en las secretarías parroquiales. Las familias eligen a los padrinos y madrinas para sus hijos, poniendo el acento en el rol afectivo de éstos. La parroquia, por su parte, acentúa la misión cristiana del padrino, recordando los requisitos que establece la Iglesia: mayor de 16 años, bautizado y confirmado, con la primera comunión y que vive coherentemente su fe. Si está casado, que lo esté por iglesia. Un bautizado no católico solo puede ser testigo del bautismo.
Lo más destacable aquí es recordar que la figura del padrino no es de necesidad absoluta. En una circunstancia extraordinaria, se puede omitir su presencia. Pienso que aquí se apoya la decisión del obispo italiano al que nos referíamos.
Como hay de todo en la viña del Señor, incluso uva, en las parroquias se dan situaciones distintas. Las hay que se plantan con rigor en estas exigencias con un sentido maximalista; como también las hay que llegan a extremos bastante laxos. Y así tenemos la caricatura: cura malo que aleja a la gente en vez de atraer versus cura gaucho que es compinche de todos.
En general, y dejando la caricatura de lado, siempre se trata de mantener un diálogo pastoral, partiendo de que se valora muy positivamente el pedido de una familia de bautizar a sus hijos. Normalmente se encuentra el camino para sortear las dificultades. Por ejemplo, aquí en Córdoba, los obispos de las seis diócesis de la provincia nos hemos puesto de acuerdo para que, al menos, uno de los pradrinos cumpla con los requisitos… en la medida de lo posible. A nadie se le niega el bautismo, a los sumo se sugiere diferirlo hasta encontrar la solución más adecuada. Al hablar con algunas personas que afirman que se les negó el bautismo (por ejemplo, por ser mamá sola), suelo advertir que, por lo general, ha habido alguna explicación incompleta de las normas de la Iglesia.
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En el Nuevo Testamente encontramos dos modelos de pastoral bautismal. Ambas legítimas y que iluminan nuestra acción evangelizadora. En primer lugar, la que ve al bautismo como punto de partida de la vida cristiana. Es la visión de san Pablo: el bautismo funda la vida cristiana de seguimiento de Cristo. En segundo lugar, el bautismo es visto como el fruto maduro de un proceso de conversión que comenzó con el anuncio de Cristo y que puso en marcha una transformación de la vida según el Evangelio.
A la luz del primero, la Iglesia introdujo la práctica de bautizar niños, acogiendo el pedido de sus padres, acentuando así que el bautismo es don, amor primero y absolutamente gratuito de Dios. El segundo es el que sigue iluminando el camino de los adultos (cada vez más, por cierto) que, al cabo de los años sienten la llamada a convertirse en discípulos de Jesús, se acercan a la comunidad cristiana y se comprometen en el catecumenado que culmina con los sacramentos de la iniciación.
El bautismo es uno de los dos “sacramentos mayores” de la Iglesia. El otro es la Eucaristía. En torno a estos dos giran los demás sacramentos. La confirmación completa con el don del Espíritu al bautismo; la penitencia nos devuelve la amistad con Dios, herida por nuestros pecados; la unción de los enfermos, nos regala la fortaleza en la prueba de la debilidad.
El bautismo es además la fuente de nuestra dignidad como hijos e hijas de Dios. El sacerdocio de los obispos y de los presbíteros está al servicio del sacerdocio bautismal.
Tenemos mucho por reflexionar y ahondar en nuestra vida cristiana y eclesial.