Desde que Caín levantó su mano y acabó con la vida de su hermano Abel, la humanidad sabe que la fraternidad siempre (y «siempre» es «siempre») estará amenazada por esa oscuridad incomprensible que habita los corazones humanos.
En el Evangelio, Jesús contó la parábola del «Buen samaritano» como contrapartida de aquel asesinato primordial.
Ese es el camino, a condición, claro está, de que no reduzcamos el cristianismo a mero humanismo o, peor aún, a una ética, por ejemplo, de la compasión.
El problema fundamental de la ética no es tanto señalar qué está bien o qué está mal, sino con qué fuerzas el ser humano, siempre frágil, ignorante y dado al autoengaño, podrá hacer el bien, especialmente cuando esto signifique ir contra sí mismo, sus propios intereses o los de su grupo. Y cómo se educa en el hábito de ser buenos, justos, generosos y desinteresados en la búsqueda del bien común.
El cristianismo es un acontecimiento de salvación que tiene en su raíz, en su núcleo y en su entraña la encarnación de Dios. Cristo es el Buen Samaritano, el Salvador, el que nos da la gracia de su Espíritu para sanar y elevar el corazón humano.

Crímenes aberrantes como el asesinato del pequeño Lucio Dupuy o el que se llevó la vida de Fernando Baéz nos conmueven e interpelan: ¿cómo prevenirlos? ¿Qué tenemos que hacer, aquí y ahora, para crecer en humanidad como sociedad? ¿Qué le cabe al Estado y a la sociedad, a cada uno de nosotros?
Se necesitan leyes justas. Claro está. También políticas preventivas. Sobre todo, se necesitan personas justas y más que justas: buenas, virtuosas y generosas. Esa meta desborda las posibilidades de cualquier política. Ni el estado ni la ley nos hacen buenos. El secreto de la virtud nace de abajo y de dentro, del corazón.
La justicia secular ha condenado a quienes asesinaron brutalmente a Lucio. Seguramente hará lo mismo a los que mataron a Fernando. Es su tarea: esclarecer los crímenes, establecer las responsabilidades e imponer las penas proporcionales. Para ello se toma su tiempo.
Mientras tanto, los ciudadanos aguardamos expectantes, tratando de conjurar el comprensible deseo de venganza que puede llegar a habitarnos. También tratando de no dejar que las ideologías, siempre sesgadas, parciales y desinteresadas de los hechos reales, obnuvilen nuestra mirada, desviándola hacia otras guerras e intereses.
Repasando la enseñanza de Santo Tomás de Aquino sobre la justicia punitiva, surgen muchas reflexiones interesantes. El santo doctor enseña que, al imponer sanciones al delicuente, no se puede buscar primariamente su daño, sino que, toda sanción debe ordenarse a algún bien: la enmienda del delicuente, algún bien para la sociedad en su conjunto. Incluso las penas más severas no pueden obviar la dimensión medicinal de toda sanción: ayudar al delicuente a hacerse cargo de su delito, a asumir lo oneroso de su sanción y, de esa manera, expiar el delito y recuperarse en su dignidad.
¿En qué medida el sistema penal ayuda en este complejo proceso de hacer verdaderamente justicia de los delitos cometidos? Solo si lo hace, la sociedad podrá sentirse un poco más segura, aunque siempre haya que estar atentos y vigilantes.
La historia de Caín y Abel se sigue desarrollando, pero tambien la del Buen Samaritano.
Cristo nos asegura su gracia para que nos convirtamos en hermanos y hermanas, apostando siempre por la vida.
Si.
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