Eucaristía por el Papa emérito Benedicto XVI

Catedral de San Francisco – Miércoles 4 de enero de 2023

“¡Felices los que mueren en el Señor! Sí –dice el Espíritu– de ahora en adelante, ellos pueden descansar de sus fatigas, porque sus obras los acompañan” (Ap 14, 13).

Hacemos nuestra esta hermosa bienaventuranza del vidente del Apocalipsis para despedir al obispo emérito de Roma, quien fuera Papa con el nombre de Benedicto XVI.

Es uno de los que ha muerto en el Señor, como señala con solemnidad el Apocalipsis.

Según los testigos, antes de entrar en la agonía, pronunció su última confesión de fe. Como no podía ser de otra manera, en su lengua materna alcanzó a decir con un hilo de voz: “Jesús, te amo”.

Confesó así, con la simplicidad de un niño, el señorío de Cristo sobre su vida, de la única manera que es posible hacerlo: como una experiencia honda de amor que toca y determina la propia vida.

Amor recibido que se vuelve amor devuelto en la hora postrera.

Joseph Ratzinger/Benedicto XVI vivió en primera persona aquel diálogo de amor entre Simón Pedro y Jesús resucitado a orillas del mar y después de la pesca milagrosa.

También allí se escucharon palabras de amor: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?… Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero” (Jn 21, 15.17).

Y el amor dio paso a la misión, alcanzando la dimensión honda del seguimiento que configura por dentro la vida: Simón Pedro, el pescador quedó atado a su Señor en la vida y en la muerte: “Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras… Tú sígueme.” (Jn 21, 17-18.22).

Por eso, la promesa que Jesús hoy nos hace escuchar de nuevo para alentar nuestra esperanza, se ha cumplido en la vida de su humilde servidor José/Benedicto: “El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre.” (Jn 12, 26).

Joseph Alois Ratzinger nació un sábado santo, el 16 de abril de 1927. Y, como a él mismo le gustaba recordar, recibió el bautismo con las aguas recién bendecidas en la Vigilia Pascual. Y emprendió la etapa final de su viaje como peregrino durante la octava de Navidad.

La encarnación y la pascua de Cristo envuelven su vida, su peregrinaje y su misión. Él lo enseñó con erudición académica, pero, sobre todo, lo propuso como un testigo alcanzado por dentro por la luz del amor: solo la amistad con Cristo nos abre las puertas de la vida.

De todas las formas que lo dijo o escribió, elijo aquí unas frases de la homilía del inicio de su ministerio petrino que he vuelto a releer en estas horas y que los invito a saborear. Están dirigidas a los obispos, pero valen para todos nosotros, discípulos misioneros del Evangelio:

Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida.

No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. (24 de abril de 2005).

La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.

Hoy damos gracias al Señor por su servidor Benedicto, porque a través de él, Jesús ha seguido colmando de alegría el corazón de los hombres y mujeres el mundo, entre los que nos contamos.

El pueblo sencillo, al que sirvió por encima de todo, lo ha comprendido. Por eso, por estas horas, un interminable torrente de personas ha pasado delante de sus despojos mortales en San Pedro para despedirlo y pronunciar un “gracias” coral por el celo de este pastor “en el anuncio del Evangelio, en el sostenimiento de la racionalidad del creer, en el ofrecer a todos la certeza de que podemos encontrar a Cristo también hoy por los caminos del mundo y de que el cristianismo no es una doctrina abstracta, sino un encuentro con el Resucitado”, como  ha escrito un periodista italiano.

***

“¡Felices los que mueren en el Señor! Sí –dice el Espíritu– de ahora en adelante, ellos pueden descansar de sus fatigas, porque sus obras los acompañan” (Ap 14, 13).

¿Qué obras acompañan a este humilde trabajador en la viña del Señor ahora que ha cruzado el umbral de la muerte?

Solo Dios lo sabe, aunque nosotros somos testigos de muchas de ellas.

En estas horas se destaca, sobre todo, el espesor de su condición de teólogo: el último gran teólogo vivo del Concilio Vaticano II. Uno de los diez teólogos católicos más importantes de este tiempo.

Y no nos equivocamos. Ahí están los tomos de su Opera Omnia, todavía incompleta en su publicación. Ahí está su pasión por los Padres de la Iglesia, especialmente por san Agustín. Ahí está también su diálogo con la modernidad que se resolvió siempre por esa fecunda circularidad entre la fe y la razón abierta a toda la amplitud de la realidad y, por eso, sedienta de Dios y de su Palabra.  

Algunos han destacado también su renuncia al oficio petrino, cumplida hace casi diez años. Es verdad también, a condición de que la interpretemos como corolario de una vida fecunda, porque la resume y muestra toda su grandeza.

Bordearíamos el cinismo si nuestra valoración de ese gesto lo redujera a una mera salida de escena ante las dificultades: lo mejor que pudo haber hecho es renunciar.

Como él mismo indicó: no renunció para huir de una crisis o un problema, sino cuando la serenidad del corazón y de la vida eclesial le dejó libre el espacio para cumplir ese humilde y gigantesco paso.

No me siento, sin embargo, de explorar ninguno de esos dos caminos.

Me permito solo enunciarlo así: las obras que acompañan a Joseph Ratzinger/Benedicto XVI son las que lo cualifican como un verdadero “Maestro de la fe” y, por eso, un “Maestro de la vida”.

Todos nos entendemos: cuando hablamos de la fe, hablamos de la vida. Porque la fe cristiana es ese modo tan característico de estar radicados en la vida concreta desde Cristo y hacia Cristo.

Que nos lo diga él mismo con las que tal vez sean las frases más célebres y certeras de su pontificado:

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (Encíclica Dios es amor, 1).

Creo que no nos equivocamos si vislumbramos en este párrafo el secreto más precioso que fue creciendo en el corazón de aquel niño nacido en la católica Baviera y que, paso a paso, fue descubriendo el Rostro de Cristo y éste le fue conquistando el corazón, la mente y la libertad.

Casi a las vísperas de la solemnidad de santa María, madre de Dios, este buen servidor pronunció su definitiva confesión de fe y amor a Jesús, el hijo de María.

Él, que amó tanto la “sobria embriaguez del Espíritu” en la Liturgia, nació a la vida de la gracia y a la eternidad arropado por los tiempos litúrgicos más significativos de la madre Iglesia.

A la santa Madre de Dios le encomendamos su alma, confiando en su misericordia y bondad.

Nosotros, un poco tristes y nostálgicos, pero reconfortados por su testimonio, solo nos resta decir: ¡Gracias, Señor, por regalarnos este Maestro de la fe y de la vida!

Y que nuestra gratitud se convierta en compromiso: Sí, querido Benedicto, con tu testimonio nos mantendremos firmes en la fe, sin dejarnos confundir en esta hora de la historia, tan fascinante como incierta.

Amén. Así sea.

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