
Uno de los gestos más arriesgados del pontificado de Benedicto XVI fue la promulgación del Motu prorpio «Summorum pontificum» que restableció la liturgia antigua como «forma extraordinaria» del único rito romano.
Fue un gesto arriesgado, como dije, pero valiente y sabio.
Como en su momento reconociera el mismo san Juan Pablo II, el reclamo por la Misa del «usus antiquior» es legítimo. Benedicto XVI además, por sensibilidad, formación teológica y prudencia, percibía que ese conjunto de reclamos -llamémoslos así «tradicionalistas»-forma parte de la entraña de la Iglesia católica, que se vuelve incomprensible sin ese vigoroso aprecio por la Tradición.
La Iglesia es esa tensión entre «Profecía» y «Tradición».
Esa tensión ha estado, está y estará siempre. Y es saludable. Ser fieles al Evangelio es hacerle lugar concreta y vitalmente en la vida de la comunidad eclesial.
Es cierto también que «conservadores» y «progresistas» (si queremos hablar así) tienden a convertir esa tensión en una polarización de exclusión mutua. Se les nota más a los conservadores, pero es más sutil en los progresistas.
Lamentablemente, el gesto valiente de Benedicto XVI dio pie para que esos reclamos legítimos quedaran rodeados de tal grado de agresión, arrogancia y soberbia que, en la práctica, terminan siendo oscurecidos y comprensiblemente desechados: se tira la niña con el agua sucia, según el dicho italiano.
En este punto, la herencia de Ratzinger/Benedicto XVI queda como una provocación a seguir buscando la Verdad, amando a la Iglesia real y a tender puentes con humildad, sin dejarse ganar por el espíritu de discordia.