«La Voz de San Justo», domingo 10 de julio de 2022
“¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera».” (Lc 10, 36-37).
Así concluye el evangelio la parábola del Buen Samaritano. Su disparador fue la pregunta: ¿Quién es mi prójimo? Jesús, al responder, cambia de perspectiva: la cuestión es de quien yo me hago prójimo.

El papa Francisco hace de esta parábola la clave de su encíclica sobre la fraternidad. ¿Qué significa ser hermano, ser prójimo?
El buen samaritano nos lo muestra de forma concreta. Es un extraño que tendría muchos y buenos motivos para seguir de largo, dejando al herido. Sin embargo, hay algo en él que no puede acallar, una llamada más potente que todos los prejuicios y sentimientos.
La extrañeza comienza a diluirse cuando en las heridas sangrantes, el samaritano reconoce su propia sangre: “Aquí, al borde del camino, yace tendido uno como yo. Podría haber sido incluso yo el asaltado o alguien a quien amo. Su suerte no me es ajena”.
Es esa llamada la que despierta en él su verdad más honda: “soy un ser humano, soy prójimo”. Y esa verdad se hace actitud: compasión. Y la actitud, acción: me hago cargo.
La parábola tiene un dato clave: esta humanísima compasión manifiesta la talla religiosa de este hombre. Este samaritano muestra el rostro verdadero de Dios.
No hay amor y culto a Dios que no pase por el hacerse cargo del hermano herido, vulnerado o débil. Con la sangre de todas las heridas se entremezcla la Sangre de Cristo. Dios es samaritano, es Compasión.
“Señor, que me descubra prójimo. Que viva tu compasión. Nada más. Solo eso. Amén”.