
Hace ya nueve años que dejé la docencia frente al aula. Trabajé siempre en el nivel superior: terciarios de formación docente y universidad.
Ya entonces se observaba la enorme dificultad de los alumnos que egresaban de la secundaria para leer, interpretar textos complejos y redactar, sobre todo, usando subordinadas y oraciones de relativo. Y, todo eso, reflejado en un nivel de expresión oral con ostensibles limitaciones.
En suma: un problema educativo serio.
En llamado «lenguaje inclusivo», como señalé días pasados, recoge una serie de reclamos legítimos. No hay que desatenderlos. Sin embargo, creo que, al menos hasta ahora, es un artefacto de laboratorio, bastante artificial.
Si a eso se suma que es militado por minorías intensas que, salvo algunas excepciones, tienden a la irracionalidad del autoritarismo, la intolerancia y la facción, el problema se vuelve muy complicado.
Esas actitudes generan reacciones igual de insensatas.
Me parece correcto que la autoridad escolar fije límites para el aula. Mucho más, habida cuenta de las dificultades que hoy presentan niños y adolescentes en sus procesos de aprendizaje de la lengua, como arriba señalé.
Es cierto que la mera prohibición de hablar de una determinada forma no suele funcionar. Menos en los adolescentes (por edad o mentalidad), cuya rebeldía es parte natural de la vida.
Las lenguas están vivas en nosotros, los hablantes. Se hablan antes de ser codificadas y regladas.
¿Incorporará nuestra bella lengua castellana, tal como la hablamos en Argentina, algo del lenguaje inclusivo?
Es previsible. No será, por cierto, por una imposición externa, sino por ese desarrollo orgánico que sorprende y fascina a la vez.
Es un proceso que hoy agita a la mayoría de los idiomas.
Mientras tanto, hagamos nuestro mejor esfuerzo por leer, escribir y hablar con sencillez, pero también con la belleza de nuestra lengua argentina.
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