Jueves Santo 2022

Homilía en la Misa de la Cena del Señor – catedral de San Francisco – 14 de abril de 2022

También nosotros -como los hebreos al salir de Egipto- nos reunimos como familia para compartir el banquete pascual.

Y vale también para nosotros esta indicación: “Deberán comerlo así: ceñidos con un cinturón, calzados con sandalias y con el bastón en la mano. Y lo comerán rápidamente: es la Pascua del Señor” (Ex 12, 11).

Es la Eucaristía, memorial de la Pascua de Jesús. El banquete al que sigue un éxodo, un camino hacia la vida.

¿Qué nos da la Eucaristía?

El evangelio de san Juan nos responde con el lavatorio de los pies: en cada Misa, Jesús, nuestro Maestro y Señor, se hace nuestro servidor. Se hace esclavo para cumplir el servicio humilde de lavar nuestros pies a punto de ponerse en camino.

Nos dice, como a un sorprendido Simón Pedro: “Si Yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte” (Jn 13, 8b).

Nos vuelve a decir, sorprendiéndonos aún más: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes… Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre”, como recuerda emocionado san Pablo, evocando sus primeras Eucaristías en la comunidad de Antioquía, donde aprendió a ser cristiano (1 Co 11, 24.25).

El Espíritu Santo cumple esa maravilla: transforma nuestro pan y nuestro vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor y, comiendo y bebiendo esos manjares, nos transforma a nosotros mismos en el Cuerpo del Señor.

Por eso, celebramos con fe, hasta con ternura, la santa Eucaristía. Y la celebramos para vivirla, imitando el ejemplo del Señor.

Una de las ilusiones más grandes que tenemos como Iglesia diocesana es ver, dentro de pocos años, en medio de nuestras comunidades a los diáconos permanentes.

No es oficio del diácono presidir la Eucaristía. Eso nos toca a los sacerdotes: al obispo y a los presbíteros.

Su misión es otra: en medio del pueblo ser signos visibles de este Jesús Servidor que lava los pies. En medio de nosotros, ser signos del “estilo de vida de Jesús” que es el servicio humilde, abnegado, gratuito y silencioso.

Ser «Eucaristía» en medio de un pueblo llamado a vivir eucarísticamente en el servicio de Cristo. Esa es su vocación.

Ser así, y por la misma razón, signo inspirador del estilo con que la comunidad cristiana debe hacerse presente y visible en medio de la sociedad: como el buen samaritano que se conmueve ante las heridas de los caídos al borde del camino.

Uno de los dolores más grandes de la Iglesia madre es ver cómo muere en el corazón de sus hijos e hijas el amor por la Eucaristía; como se anteponen otras cosas -en sí mismas legítimas- a la participación en la Eucaristía: un viaje, otros banquetes, el esparcimiento, y un largo etcétera.

Y si en una comunidad cristiana mengua el amor tierno por la Eucaristía, seguramente también empezará a morir el ardor misionero y el servicio a los pobres, a los enfermos, a los heridos del camino.

No es cuestión de cumplir con un precepto. Es cuestión de amor. Si hay amor hay tiempo, motivación y decisión.

El lenguaje de la Eucaristía es el de los enamorados: personal, gratuito, sin tiempo, evocador, sugerente; hecho de miradas y silencios, exclamaciones y cantos, poesía y gestos.

Así nació del corazón de Jesús, a punto de entrar en su pasión: como gesto de esperanza, como declaración de amor (el amor hasta el fin), como profecía de su pascua de retorno al Padre y de vida entregada por los amigos, como éxodo y misión.

La Eucaristía es la escuela de Jesús Servidor y Buen Samaritano. Es, por eso, escuela de humanidad.

Lo ha sido siempre: en la Eucaristía, la comunidad cristiana ha aprendido a vivir su fe con un hondo sentido de la humanidad, de construcción del bien común, de interés sostenido por la justicia y la solidaridad.

La Eucaristía nos enseña a ser hermanos y hermanas. Tiene potencial de fraternidad para un mundo herido por el odio que envenena los corazones.

La Eucaristía ha edificado nuestra patria Argentina. ¿De dónde, si no, sacaron iniciativas y vigor ciudadano el beato Esquiú, el Santo Cura Brochero o nuestro Don Orione? ¿No lo ha sido también para nuestros abuelos, nuestros padres y para tantos evangelizadores -pastores, consagrados y laicos- que han dejado huella en nuestras comunidades?

La Eucaristía fue su hogar, su escuela y su forma de vida.

Dispongámonos a vivir esta Pascua 2022, suplicando la gracia de vivir eucarísticamente al estilo de Jesús, como servidores y buenos samaritanos, en este tiempo que la Providencia nos regala.