Catedral de San Francisco, jueves 7 de abril de 2022
















“Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él.” (Lc 4, 20).
También nosotros fijemos la mirada en el Señor Jesús.
Contemplémoslo como nos lo presentan las Escrituras que acabamos de escuchar: ungido por el Espíritu Santo, misionero del Padre enviado a los pobres; Salvador y Cabeza de un pueblo sacerdotal; Señor resucitado que está viniendo a nosotros.
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Como Iglesia diocesana de San Francisco estamos acompasando nuestra marcha al camino sinodal que transita hoy toda la Iglesia bajo la guía del obispo de Roma, el papa Francisco.
Nos ha alegrado comprobar que, desde hace ya varios años, nuestra joven diócesis viene caminando en esa dirección.
Tal vez, con paso tímido y vacilante, como un niño que aprende a caminar, alternando osadía con temor; pasos torpes, caídas y nuevos comienzos. Pero, seguramente ese aprendizaje de la infancia ha tenido que hacerse de a poco, hasta alcanzar seguridad y firmeza.
El aprendizaje al que nos referimos al hablar de camino sinodal es aquel que tiene como Maestro al Espíritu Santo y como meta el Evangelio vivido, no aislados o ensimismados, sino como como comunidad. Se vuelve más lento. Reclama paciencia. Es, por cierto, más decisivo.
Es aprender a caminar la fe, la comunión y la misión que la unción del mismo Espíritu ha sembrado en el bautismo y la confirmación.
Es el mismo Espíritu en el que Jesús fue concebido, el que lo fue conduciendo en su misión evangelizadora, el Espíritu en cuyo fuego se ofreció al Padre en su sacrificio pascual, como estamos a punto de celebrar en estos días santos.
A ese Espíritu nos volvemos como Iglesia diocesana en esta Misa Crismal a las puertas de Pascua. Que Él nos conduzca también a nosotros, nos haga dóciles discípulos y aprendices del Evangelio, misioneros como el beato Esquiú, el santo Cura Brochero o la beata Mamá Antula, portadores de la Alegría del Evangelio para nuestros hermanos.
¿Qué nos está enseñando ahora el Espíritu? ¿Hacia dónde nos está conduciendo? ¿Qué actitudes y sentimientos está despertando en nosotros? ¿Qué decisiones, qué pasos de conversión, qué dinamismos evangelizadores está inspirando en nuestras comunidades?
Al evaluar nuestro Plan de Pastoral 2016-2020 hemos podido recoger muchas y preciosas indicaciones para madurar nuestra respuesta eclesial a esos interrogantes.
En los próximos pasos que hemos de dar nos volveremos a poner a la escucha del Espíritu en las múltiples voces con las que busca interpelarnos.
Será, sin dudas, una experiencia tan rica como exigente. No nos extrañemos que esa escucha nos incomode generando tensiones que no se resuelvan fácilmente.
En todo caso, el Espíritu Santo, al que invocamos con fe, realizará su obra. Como siempre.
Es decir, nos llevará a Jesús. Trabajará en nosotros para abrir nuestra mente, disponer nuestro corazón y hacernos dóciles a sus inspiraciones.
La motivación a la que apelamos en este tiempo busca esa profundidad de la obra del Espíritu en nosotros.
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Quisiera solo señalar aquí una dirección en la que siempre nos trabaja el Espíritu. Me refiero a la confesión de fe del fragmento del Apocalipsis que escuchamos en la segunda lectura:
“El -Cristo- vendrá entre las nubes y todos lo verán, aún aquellos que lo habían traspasado. Por él se golpearán el pecho todas las razas de la tierra. Sí, así será. Amén. Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso.” (Ap 1, 7-8).
No sabemos con certeza cómo se desarrollarán los acontecimientos de nuestra vida, tanto personal como eclesial. Los iremos viviendo paso a paso. Es el modo como aprendemos a caminar la vida y la fe.
Esa vivencia despierta en nosotros comprensible incertidumbre, ansiedad y temor.
Lo cierto -con la inconmovible certeza de la fe- es que el futuro está en las manos del Señor.
Es más: Él, Cristo resucitado, es nuestro Futuro. En esa tierra está echada el ancla de nuestra esperanza. Hacia allí nos dirigimos… o, mejor, somos llevados por el mismo Espíritu.
La docilidad que pedimos es para que seamos ligeros de equipaje. Y que ese caminar sea una vivencia profunda de discípulos y de testigos. Hermanos y amigos que se acompañan, se esperan, se perdonan, se disculpan y se animan a caminar.
El Señor nos unge con su mismo Espíritu. Somos así un pueblo sacerdotal y profético. El Espíritu nos empuja desde dentro para que hagamos la experiencia más honda de la fe: el temor, la incertidumbre y la ansiedad por el futuro son vencidos por la consoladora presencia del Señor resucitado que alienta sobre nosotros su mismo Espíritu.
Aquí, una vez más, tenemos que evocar y hasta convocar a nuestra Madre del cielo: a María, cubierta por la sombra del Espíritu, que pronuncia su Amén al designio del Padre, dejándose enseñar y conducir por el mismo Espíritu.
Cuando somos ungidos con el Santo Crisma y el óleo de los catecúmenos en el bautismo, María es la encargada de cuidar ese precioso don de la gracia. Ella nos enseña a ser fieles a la unción que hemos recibido del Santo. Por eso, la invocamos como madre y maestra espiritual del santo pueblo fiel de Dios.
En el camino sinodal que hemos empezado a transitar con paso firme, pidámosle a María que nos ayude a no desandar el camino, a perseverar en él y a caminar como familia.
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Permítanme una indicación más. Mañana haré pública la segunda Carta Pascual para acompañar nuestra vivencia de esta Pascua 2022. El tema de fondo es la aventura de la oración cristiana.
Jesús vivió la Pascua de su pasión, muerte y resurrección como el momento culminante de su oración al Padre en el fuego del Espíritu.
Vivamos esta Pascua de la misma manera: que la liturgia de estos días, solemne y noble en su sencillez evangélica, sea para todos un entrar en esa zarza ardiente que es el Cristo Pascual que, orando, vuelve al Padre y nos unge con su Espíritu.
Amén.
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