Jesús, el desierto y nosotros

«La Voz de San Justo», domingo 6 de marzo de 2022

“Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días. No comió nada durante esos días, y al cabo de ellos tuvo hambre.” (Lc 4, 1-2).

El desierto es un lugar hostil, de extravío y muerte. ¿Por qué el Espíritu lleva allí a Jesús? En esa “cuarentena” de soledad, ayuno y hambre, Jesús revivirá la experiencia más fuerte de su pueblo: no se vive solamente de pan, como le dirá al tentador. Por eso, a lo largo de su vida, una y otra vez, volverá al desierto. Allí encontrará refugio, lo buscará para orar. Allí conducirá a sus discípulos y multiplicará el pan para la multitud hambrienta.

El desierto es el lugar donde mejor se conoce y experimenta a Dios. Tras los pasos de Jesús, infinidad de hombres y mujeres han sentido la fascinación de dirigir sus pasos al desierto para hacer, con él, la misma experiencia de Dios. Sabedores de que también a ellos no se les ahorrará el hambre, la sed y la tentación de extravío. Ese es el precio del encuentro más importante de la vida: el que nos lleva al Rostro del Dios vivo.

Jesús ha ido al desierto por nosotros. Él nos espera en todos los desiertos de nuestra vida. La Cuaresma, cada año, nos provoca para hacer esa experiencia.

“La aridez del desierto vuelve una y otra vez a nuestras vidas, Señor Jesús. Se aloja incluso en el corazón. Lo percibo también en el rostro de muchos. En esta Cuaresma, solo pido una cosa: tu Presencia amiga en el desierto. Y que también yo pueda hacerme cercano, compañero y amigo de mis hermanos cuando atraviesen los desiertos de la vida. Amén.”