Inmaculada Concepción de María

Homilía en el Santuario de la «Virgencita» – Villa Concepción del Tío – 8 de diciembre de 2021

“¿Dónde estás?” (Gn 3, 9), pregunta Dios al primer hombre en el jardín.

Y lo sigue haciendo. Hoy, aquí y ahora, esa pregunta que nace del corazón que ama, sigue marcando la historia. El Creador nos pregunta a cada uno de nosotros dónde estamos, por dónde andamos, qué camino estamos transitando.

Es bueno que nos dejemos alcanzar por esa pregunta divina.

¿Dónde estás, querido hermano, querida hermana? ¿En qué momento de la vida estás? ¿Encontrado o extraviado?

Adán se había extraviado, había quedado fuera del alcance de la mirada de Dios. Él y su esposa, la madre de todos los vivientes, Eva. Se habían escondido.

¿Podemos decir nosotros de nosotros mismos algo similar?

Miramos nuestro corazón. Contemplamos la vida de nuestros pueblos, de nuestra patria, de nuestra familia incluso. Dolorosamente tenemos que decir que el extravío de las mentes y los corazones sigue siendo una experiencia común de los seres humanos.

Volvemos a esa pregunta, no porque queramos regodearnos en el derrotismo o en la culpa, sino porque ella nos habla de un Dios que busca y siempre buscará a los hombres extraviados.

Jesús lo dirá de manera solemne en la casa de Zaqueo: “[…] el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10).

Esa pregunta de nuestro buen Dios nos interpela y nos incomoda, nos intranquiliza; pero, haciendo esto, nos ofrece también un lugar, o, mejor, una experiencia fuerte donde reposar y reencontrar el rumbo perdido.

El Amor más grande, absoluto y gratuito nos busca para restituir nuestra dignidad y sanar desde dentro las heridas que el extravío nos ha dejado.

Cuando parecía que todo se encaminaba hacia el extravío definitivo y total, oscuro y desesperante, el Amor creador se vuelve Amor redentor que sabe reenderezar los caminos de la historia hacia la salvación: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. El te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón» (Gn 3, 15), sentencia Dios a la serpiente abriendo la puerta a la esperanza que se cumplirá en Cristo, el Hijo de María inmaculada.

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María, la Purísima, Inmaculada y Toda Santa, es el signo luminoso de ese empeño de Dios por nosotros y nuestra vida.

Una vez más, como peregrinos y devotos, nos hemos puesto en camino para llegar a este lugar de gracia, este Santuario que alberga la querida imagen de nuestra “Virgencita”.

Podemos haber extraviado el rumbo de nuestra vida, pero, al pisar el umbral de esta Casa santa, retomamos la buena senda.

Y de su mano. Es decir, sin forzar nada, sin negar nada. Es la delicadeza del amor que hace posible que reconozcamos de verdad nuestros malos pasos y, dóciles al Espíritu Santo, nos abramos a la gracia de Dios que nos perdona, nos cura y nos eleva como hijos e hijas suyos.

Los que han podido confesar sus pecados en este lugar lo pueden testificar con alegría y paz en el corazón.

Este año, viviendo aún en el temor y la incertidumbre de la pandemia, volvemos al Santuario para encontrar en los ojos de la “Virgencita” la luz del Resucitado que nos anima a seguir caminando.

Aquí recobramos fuerzas y reavivamos el fuego de la esperanza cristiana.

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Este año, de manera más intensa que en otras ocasiones, aquí peregrinamos como diócesis.

Estamos culminando la celebración de estos “sesenta años caminando juntos, con espíritu mariano, franciscano y brocheriano”.

A María le presentamos los frutos de la evaluación de nuestro Plan de Pastoral y el encomendamos el camino sinodal que hemos emprendido como Iglesia familia, en comunión con el Santo Padre y las Iglesias de todo el mundo.

Soñemos con una Iglesia que se vuelve cada vez “más mariana”, es decir, una Iglesia de puertas abiertas y en salida. Una familia donde cada uno tiene un lugar, sintiéndose parte activa de la fe y de la misión. Una comunidad misionera que se anima a salir al encuentro de todos, especialmente de los más vulnerables.

Soñemos con comunidades cristianas -parroquias, colegios, grupos e instituciones católicas- en las que, sin importar si numerosas o no, la creatividad del amor que despierta la fe las hace valientes, osadas, arriesgadas y las lanza sin falsos pudores por los caminos de la vida.

En estas semanas, pensando en el reencuentro de esta Fiesta de hermanos que son peregrinos, he sentido en el corazón la moción de proponer que, así como los jóvenes peregrinan a este Santuario el primer domingo de septiembre, como familia diocesana podamos realizar también una peregrinación similar (del Tío a la Villa) para reencontrarnos como pueblo de Dios ante la mirada de María. Una experiencia concreta, física y corporal de ese “caminar juntos” que sentimos crecer como vocación y misión.

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Culmina hoy también el “Año de San José”. De ahí el lema que nos ha convocado: “Con María y José, discípulos de Cristo”.

Culmina esta celebración, pero San José sigue caminando con nosotros la fe. Y alienta ese caminar, peregrino él también tras las huellas de María.

Caminemos juntos entonces, de la mano de José y con su misma actitud interior: obedientes a la Palabra recibida y asimilada en la oración y en la vida.

Él también escuchó aquella pregunta inicial: “José, ¿dónde estás?”. Y respondió como nos lo muestra el Evangelio: en silencio, con discreción y con admirable decisión de fidelidad.

A él le encomendamos el camino de nuestra Iglesia diocesana.

Amén.