¡Señor, ¿a quién iremos?

Homilía en las Bodas de Plata del Pbro. Sergio Fernández – Parroquia «San Miguel Arcángel» Alicia – 24 de noviembre de 2021

Jesús acaba de pronunciar una frase fuerte: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.” (Jn 6, 51).

Suscita inmediatamente la reacción de sus oyentes: ¿Qué pretensión es esta? ¿Cómo este hombre pretende darnos a comer su carne? Insoportable.

Lejos de echarse atrás, redobla la apuesta: “Les aseguro que, si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.” (Jn 6, 53).

Antes de condenar severamente a los escandalizados, dejémonos nosotros también sacudir por estas palabras del Señor.

Ellos y nosotros no somos tan torpes de tomarlas a la ligera.

“Pan, cuerpo y sangre” son poderosas metáforas para expresar que Jesús es imprescindible para la vida. “Comer y beber” indican, por su parte, ese acontecimiento único que evocamos cuando, más allá de todo formalismo, decimos: «Creo en Jesucristo… creo en Dios».

Todo para decir que, sin Él, sencillamente no somos.

Jesús es el Señor, el centro de todo el designio de Dios, su clave de bóveda, el norte de nuestro corazón y la meta hacia la que se mueve toda la historia humana, no menos que el criterio para interpretarla y tomarle el pulso.

Ante Él se define la vida. Él lo determina todo.

Cristo, el Verbo encarnado, es -al decir del Concilio- el que, en su persona, nos muestra el Rostro de Dios y el misterio que somos nosotros como seres humanos (cf. GS 22).

Ahí está toda la pretensión del cristianismo que la Iglesia -la pobre y deslucida comunidad de sus discípulos- hace presente en la historia humana.

Me animo incluso añadir: mientras más pobre, deslucida y desarmada… mejor. Así resplandecerá con mayor claridad la Luz que es Jesús el Señor.

Solo si somos heridos así por esta palabra que trae a nuestro corazón inquieto la pretensión de Jesús de ser nuestro verdadero alimento, podremos comprender y vivir el misterio que es la santa Eucaristía; lo que ella hace presente, lo que nos da, lo que acontece en el altar y en los corazones que se abren al influjo de su acción santificante.

Simón Pedro, en nombre de los discípulos de todos los tiempos, balbucea las palabras justas. Hoy las repetimos nosotros, acompañando la confesión de fe de nuestro hermano Sergio, que celebra sus bodas de plata de ordenación sacerdotal: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios.” (Jn 6, 68-69).

***

Querido Sergio:

Seguramente que, al ordenarte presbítero, tuviste la sensación de que estabas iniciando un camino, una aventura, sostenido por esa promesa intensa de Dios que se expresa y realiza con la imposición de manos y la efusión del Espíritu en el sagrado rito de la ordenación.

Es verdad. Una verdad más fuerte, rocosa y firme que la más imponente cordillera. No es casualidad que el orante de Israel llame a Dios: “mi Roca, el Altísimo, el Dios de la montaña”. Así es su fidelidad sobre la que se asienta nuestra fidelidad.

Pero, el paso del tiempo, seguramente también, te ha hecho comprender dos cosas fundamentales: que ese camino de fidelidad es experiencia compartida y que, sin negar la trascendencia del evento de la ordenación, se trata de un itinerario de gracia que tiene tras de sí un largo trecho recorrido y que, hacia delante, puja hacia el ministerio vivido que le da carne y vida a la ordenación, y cuyo dinamismo culmina en el encuentro con la Trinidad en la bienaventuranza eterna.

Ser pastor es recibir una misión que supone caminar, como nos dice sabiamente el Papa Francisco: delante, en medio y detrás del rebaño. Y caminar con el paso y el ritmo del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Como me has compartido fraternalmente, en estos días de escucha y oración has podido hacer pasar por el corazón tantas personas que el Señor, como hábil urdidor de tramas, ha entremezclado, como se unen los hilos de una trama, con los hilos de tu propia vida.

Pastores (obispos y presbíteros), agentes de pastoral, hombres y mujeres de pueblo, aquí en Argentina como en Cuba, sus rostros, sus esperanzas, sus lágrimas. No en último lugar está tu familia: tus papás, tus hermanos y sus respectivas familias. No puedo dejar de evocar a Pablo, cuya pascua has celebrado de forma mística y real.

Pastor es nombre y oficio de caminantes, peregrinos y buscadores. Es nombre de vínculos, de relaciones, de camino compartido buscando los pastos mejores y las aguas tranquilas. Es experiencia compartida de la presencia del Pastor, cuyo cayado y cuya vara, sosiegan el alma al atravesar las quebradas oscuras de la vida.

Vuelvo sobre otra palabra del Señor. Antecede a la confesión de fe y es la que vuelve a despertar, ya no rechazo, sino sencillamente inquietud: lenguaje duro que desemboca en la encrucijada en la que se decide si seguir adelante el camino discipular o abandonarlo por otros caminos.

Siempre el Señor nos lleva a ese lugar de libertad y decisión, de vértigo y de alegría.

Dice el Señor: “Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.” (Jn 6, 57).

Al ir concluyendo la ordenación sacerdotal, después de que han sido ungidas nuestras manos, el obispo pone en ellas la “ofrenda del pueblo santo de Dios”: el pan y el vino. En la ordenación diaconal había hecho lo mismo con el Evangelio.

Los dos gestos se reclaman y complementan: nos toca presidir la Eucaristía a quienes hemos sido alcanzados por una Palabra que, tocando nuestro corazón, tiene que convertirse en anuncio, predicación y canto nuevo.

Como bien enseña el Concilio: la Eucaristía es la culminación del anuncio del Evangelio (cf. PO 5).

Jesús vive del Padre y vive en la misión que el Padre le ha confiado. Así es también nuestra vida como discípulos misioneros que, sorprendidos por la vocación al ministerio pastoral, caminamos la misión.

En la misión está nuestra identidad más profunda como hombres, como discípulos y como pastores.

Ser enviados es tener el corazón modelado por la libertad que, en ocasiones cruciales, sabe de despojo, de volverse pequeño, de dejar lugar a otro y al Otro.

Por eso, querido Sergio, te invito a volver tu mirada interior a María, a san José, al santo Cura Brochero, a los beatos obispos Esquiú y Angelleli.

Ellos saben de esta lógica maravillosa del Evangelio. Con ellos decí, sumándonos a nosotros también a tu plegaria:

“Señor Jesús, vos lo sabés todo… vos sabe que te amo… ¿A quién iremos?

Solo vos, Señor, Maestro y Amigo, tenés palabras de vida eterna.

A vos, una vez más, me confío, con mi corazón joven porque maduro de esperanza.

He hecho un alto en el camino: miro hacia atrás y no puede sino darte gracias;

vislumbro el camino por delante, y me dispongo a caminar… con María, con José, con este pueblo diocesano, con mis hermanos del Presbiterio.

Señor Jesús, Pastor de los pastos verdes y las aguas mansas, Peregrino de las quebradas oscuras y las noches silenciosas: ¡Caminá conmigo… con nosotros! Amén”.