«La Voz de San Justo», domingo 7 de noviembre de 2021

“Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre…” (Mc 12, 41-42).
Jesús está en el templo de Jerusalén. Tal vez, por última vez. Una viuda pobre y generosa despierta su admiración. Ve algo en ella que le recuerda lo que conoce de su propio Padre del cielo: el amor hasta la entrega total, sin segundas intenciones y con el solo deseo de amar y dar gloria al Santo Nombre de Dios.
Esa mujer deposita sus dos moneditas en el tesoro del templo de Dios. En realidad, como dirá más tarde San Lorenzo, el verdadero tesoro de la Iglesia son los pobres.
Tal vez -solo tal vez-, de esa viuda generosa, el mismo Jesús toma el impulso final que lo llevará a donar su propia vida para la salvación de todos. Esa mujer es como un espejo que le permite reconocerse a sí mismo, su persona y su misión… su pascua.
Que ella también nos inspire a nosotros, a encontrar lo más verdadero de la vida. En su gesto, en su talante personal y en su misma persona se desvela lo más genuino del corazón humano; lo que Dios ha puesto en él, desde el primer instante de la creación: el impulso del amor, del don y de la gratuidad.
En el espejo de su generosidad reconozcamos la verdad que resplandece en la entrega pascual de Jesús. Esa es la verdad de la vida.
De ese impulso vive la oración. Se ora como se vive, y se vive como se ora.
Recemos entonces así: “Jesús: al contemplar a esta humilde mujer de pueblo que, por amor, dio todo lo que tenía para vivir, te pido su misma generosidad, su mismo espíritu de adoración y de servicio. Amén.”
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