Jesús habla sobre el amor humano

«La Voz de San Justo», domingo 3 de octubre de 2021

“Jesús les respondió: «Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido».  […]” (Mc 10, 5-9).

¡Qué bien nos hace escuchar a Jesús! Especialmente, cuando habla de las cosas importantes de la vida. En este caso, del amor humano. Va al hueso. No se deja atrapar por triquiñuelas, por preguntas capciosas ni por detalles que distraen.

Los fariseos le han preguntado si es “lícito al hombre divorciarse de su mujer” (Mc 10, 2). Lo están poniendo a prueba. Sin embargo, son ellos los que, con esa pregunta, revelan una mirada distorsionada: la mujer es una cosa, propiedad del varón. Este puede tenerla, usarla y dejarla.

Jesús vuelve al proyecto original del Creador: varón y mujer son imagen de Dios. Iguales en dignidad, distintos en cuerpo y alma, pero llamados a la comunión, a la reciprocidad. Uno y otro, a través de su libre consentimiento, hacen alianza para toda la vida. Uno y otro pueden ser infieles a ese pacto. Y eso es el adulterio.

El amor humano en el matrimonio expresa, en la visibilidad de un varón y una mujer que libremente se reciben y se aceptan como esposos, la belleza y la fuerza de la alianza que Dios hace con su pueblo. Los esposos están llamados a ser, en medio del mundo, rostro visible de ese amor de alianza.

Hoy como entonces, las preguntas sobre el matrimonio son delicadas, comprometidas y urgentes. La comunidad cristiana no tiene otra respuesta distinta a la de Jesús: ante tantas dificultades, fragilidades y dramas hay que volver a esa potencia de vida que es el proyecto original de Dios: “Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10, 7-9).

El evangelio de este domingo termina con aquel hecho simpático de los discípulos que enojan a Jesús porque quieren apartar a los niños que se le acercan. “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos” (Mc 2, 14). les responde Jesús.

Es más que un “hecho simpático”. Otra vez, Jesús va al hueso. Delante de Dios y su proyecto hay que ser como los chicos: abandonar la autosuficiencia y abrirse a la gratuidad. Así hay que vivir las exigencias de la vida, tal como la entiende Jesús: “El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará” (Mc 8, 35), escuchábamos domingos atrás.

Es por ahí. Solo así podemos vencer la “dureza de corazón” que también llevamos dentro.

Oremos entonces como lo hacen los chicos: “Jesús, Maestro, Amigo y Señor: vence la dureza y ceguera de nuestros corazones con la suavidad de tu Espíritu. Que nos dé la docilidad de los niños para apreciar, en toda su belleza, la vocación al amor que has inscrito en el varón y la mujer, llamados a ser imagen de tu fidelidad. Amén.”