Hermana Ana

Testimonio personal para las Pequeñas Hermanas de la Sagrada Familia

Este martes 6 de julio, al terminar la celebración de la Eucaristía en la parroquia “San José” de Devoto, la hna. Graciela me avisó por teléfono de la muerte de la Hna. Ana. 

En mi respuesta, bastante desordenada, por cierto, hice alusión a que, desde hacía un tiempo estaba imaginando que, tarde o temprano, semejante noticia iba a llegar. Hace poco más de un mes fue la pascua de mi madre. Son heridas abiertas, pero heridas según el Evangelio. 

Cuando cortamos la comunicación con la Hna. Graciela me quedé un rato en silencio. Después, espontáneamente, comencé a relatarle al párroco lo que había pasado y, sobre todo, a contarle quién era la Hna. Ana, lo que ella significaba en mi vida, la del Seminario y la arquidiócesis de Mendoza. Evoqué hechos, situaciones, personas. 

De vuelta a mi casa, mientras iba manejando, me era difícil rezar por su alma. Lo hice, por supuesto: “Dale, Señor el descanso eterno y brille para ella la Luz que no tiene fin”. Me sentía un poco incómodo. Me daba cuenta de que quería rezarle “a ella”. Y eso hice: comencé a hablar con ella, a pedirle gracias, a encomendarme a su intercesión, a suplicarle por la diócesis, por la vida… Y terminé rezando el “Te Deum”: “Señor, Dios eterno, alegres te cantamos…”

Como imaginarán, en estas horas hemos intercambiado mensajes los que la hemos conocido: un recuerdo, a la vez dolido por la partida, pero enormemente agradecido. 

“Suor Anna” ha sido para todos los que la conocimos y la tratamos, un regalo y una caricia de Dios. Personalmente, ella ha sido fundamental en mi vida de fe, como sacerdote y ahora como obispo. Siento que el Evangelio me ha llegado a través de su persona, de sus palabras y, sobre todo, de sus gestos. Me siento inmerecidamente tocado por la gracia de Dios a través de ella. El Evangelio de hoy concluía precisamente así: “Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente” (Mt 10, 8). 

Las personas no somos individuos aislados. Tampoco lo ha sido la Hna. Ana. Todo lo que ella es y significa está inseparablemente unido al carisma del Espíritu que ustedes custodian y viven. Por eso, doy gracias a Dios también por el Instituto de las Pequeñas Hermanas de la Sagrada Familia. Ella, como tantas otras, han vivido el carisma con alegría, radicalidad y no sin las luchas que suponen la vida y las cosas que amamos. 

Pienso mucho en la gracia de la “pequeñez”. Define el carisma de ustedes. Viene del corazón del Evangelio: de Jesús, el que vivió como pequeño en las manos del Padre. Pido esa gracia para mí, para esta diócesis que tiene también el carisma del Poverello de Asís, san Francisco, para todos nosotros. Ahora, se lo pido al Señor por medio de la Hna. Ana.

Se los digo con toda franqueza: la Hna. Ana ha muerto “en olor de santidad”. Es el perfume del Evangelio que nosotros no inventamos, sino que lo prepara el Espíritu, como el obispo hace con el Crisma en la Misa crismal que mezcla el mejor aceite con el perfume. 

En estos tiempos verdaderamente recios, Dios no deja de acariciarnos y de hacernos sentir su presencia. Así renueva en nuestros corazones sus promesas y la esperanza que nos hace caminar. 

Saber de la pascua de “Suor Anna, la bella”, me ha dejado paz en el corazón. 

+ Sergio O. Buenanueva

Obispo de San Francisco

7 de julio de 2021