Corpus Christi 2021

Homilía en la catedral de San Francisco, domingo 6 de junio de 2021

La santa Eucaristía nos devuelve al “amor primero”. Aquel amor del comienzo que el Apocalipsis le reprocha a la Iglesia de Éfeso haber dejado enfriar (cf. Ap 2, 4).

Es el amor de Cristo: libre y total, absoluto y gratuito, sin reservas ni condiciones. El único amor que puede despertar en nuestro corazón una respuesta semejante.

Venimos a la Eucaristía a dejarnos alcanzar por ese amor primero. Por eso estamos aquí. Por eso, aunque no podemos asistir al templo por la pandemia, seguimos esta celebración por las redes.

Este año, la liturgia nos invita a contemplar la Sangre redentora del Señor “que por otra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios” (Heb 9, 14). Es la Sangre bendita que nos vivifica y purifica. La que nos abre las puertas de la vida, ya desde ahora en nuestro peregrinar hacia la patria del cielo.

Contemplemos pues la Sangre del Señor.

En la sangre está la vida, nos enseña la Escritura. Es lenguaje simbólico, no biología. Y la sangre “derramada” es expresión de una vida entregada, que no se guarda nada; que no se engaña a sí misma, creyendo que ser libre es igual a librarse de toda forma de vínculo, dependencia o condicionamiento. Esto último suele ser más bien desinhibición, capricho o triste apatía de adolescentes eternos.

Cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía, de rodillas ante el altar, volvemos a escuchar al Señor que, por medio del sacerdote, nos dice: “Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios” (Mc 14, 24-25).

Creemos en tu Palabra, Señor, y nos dejamos llevar por ella. “Sangre de Cristo, embriáganos”, rezamos con la antigua plegaria.

Sí, estamos embriagados por ese Amor grande que no ha dejado solo al mundo. Esa vida traspasada de amor que palpita en la entrega silenciosa, humilde y perseverante de tantos hombres y mujeres que, cada día, vuelven a ponerse al hombro a su familia, a sus seres queridos, a todos los que les han sido confiados.

Es verdad que, en medio de esta dolorosa pandemia, nos desconcierta y subleva la irresponsabilidad de algunos -dirigentes o simples ciudadanos- que parecen no ver más allá de sus intereses de corto alcance. Pero, como contraparte a la vileza y mezquindad de esas élites encerradas en sí mismas resalta la esperanzadora vida que circula por las venas de nuestro pueblo. Somos testigos, cuando no protagonistas, de ese amor increíblemente tozudo que, en medio de la dura prueba, se hace cargo de la vida de los otros con alegría, incluso con sano humor, sin estridencias ni reclamos infantiles. Amor que se levanta cada mañana, que vuelve a empezar; que se afana en llevar bondad, belleza y justicia, sin dejarse ganar por el desaliento; o, si ese veneno se inocula en el alma, sabe encontrar el mejor antídoto que es mirar a los ojos a los que amamos, los más pequeños o desvalidos; y, con esa mirada que traspasa el alma, seguir caminando, peleando la vida y dando lugar a la esperanza.

Permítanme decirlo sin rodeos: detrás de todo ese humanísimo amor está la Sangre bendita de Cristo; está ese amor primero que sostiene, por la fuerza del Espíritu, todo esfuerzo para hacer la vida más humana. Es Sangre redentora. Y eso no es eufemismo ni veleidad, es confesión de fe y, por eso, realismo puro. Dios no se queda en buenas intenciones: dice, obra y transforma desde dentro la vida.

La Sangre de la nueva y eterna Alianza en la Eucaristía es la fuerza secreta que anima, incluso sin saberlo, a todo hombre y mujer de nuestro mundo (de nuestra Argentina) que empeña su libertad en el cuidado de los otros, especialmente de los más vulnerables; que apuesta al diálogo, al encuentro y a la pasión por la verdad y el bien común.

Cuando el Señor, en la última cena, toma en sus manos el cáliz lleno del fruto de la vid, no solo nos invita a reconocer en ese vino generoso el misterio de su Sangre, a punto de ser derramada “para el perdón de los pecados”; sino que, al hacer eso mismo, mete en el corazón del mundo la potencia más fuerte que podamos pensar: la esperanza de que nos espera, porque es decisión irrevocable del Dios que ama la vida, el “vino nuevo en el Reino de Dios”.

La Eucaristía, que es sacramento del amor más grande, es también el sacramento de la esperanza más firme.

Por eso nos reunimos para celebrarla. Por eso, no podemos vivir sin ella. Por eso, cuando no podemos estar presentes en nuestros templos, alimentamos el deseo de la comunión con Cristo en nuestra imaginación y nuestras palabras, en nuestra mente y nuestro corazón. Por eso nos duele en el alma que se enfríe en los corazones -por ejemplo, de los jóvenes- el deseo de la Eucaristía. Por eso vamos a insistir, a tiempo y a destiempo, que no podemos vivir sin la Eucaristía.

Por eso estamos aquí, reunidos para cantar el misterio del amor grande que nos alcanza bajo las apariencias del pan y del vino.

Queridos hermanos y hermanas: es Jesús, el Señor, el que quiere reavivar en nuestros corazones el amor primero. Dejémoslo obrar. Dejemos que nos colme de su gozo. Dejemos que su Espíritu alimente en cada uno el deseo de la Eucaristía, que es el deseo de Dios, de su Reino y de su justicia para todos. Dejémonos embriagar por su Sangre vivificante y redentora.

Los invito a orar: “Te saludamos y bendecimos, Sangre bendita y gloriosa. Del costado abierto de Cristo en la cruz sigues manando para salvación del mundo. Que nunca desertemos de la Eucaristía. Que siempre lavemos nuestras vidas en tu poder salvador y purificador. Amén.”