Homilía en la catedral de San Francisco – Miércoles de ceniza 17 de febrero de 2021
Invitándonos a la limosna, la oración y el ayuno, Jesús nos insiste en que realicemos estas prácticas “en lo secreto”. Y tres veces señala: “y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (cf. Mt 6, 4.6.18).
El camino cuaresmal es un camino de conversión bajo la mirada bondadosa de Dios. Su amor guarda nuestra existencia.
Solo sus ojos de Padre crean el espacio para una verdadera conversión.
En breve, recibiremos sobre nuestras cabezas la ceniza, con la invitación a convertirnos y creer en el Evangelio de Jesús.
Nos alienta la voz del profeta: “Ahora dice el Señor: Vuelvan a mí de todo corazón, con ayuno, llantos y lamentos […]” (Joel 2, 2). Y es la gracia que suplica la Iglesia al Señor: “concédenos iniciar con el santo ayuno cuaresmal un camino de verdadera conversión […]” (Colecta del Miércoles de ceniza).
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¿Qué significa “conversión”?
Es un cambio de vida, de mentalidad.
Más precisamente, es la transformación del modo como miramos nuestra vida, cómo encaramos las cosas, cómo nos paramos frente a nosotros mismos, nuestra historia (pasado, presente y futuro), la fragilidad y, llegada la hora, nuestra propia muerte.
Un cambio desde la experiencia de Dios, de su Palabra y su llamada que nos llega desde fuera, pero también de su Espíritu que nos mueve desde dentro.
Los autores espirituales suelen distinguir la primera de la segunda conversión.
En la primera conversión, la persona, movida por la gracia, se siente impulsada a abandonar una forma de vida inmoral e incongruente con el Evangelio y los diez mandamientos. Es un primer paso.
La verdaderamente decisiva es la segunda conversión. En ella, la centralidad la tiene el encuentro con Cristo que resulta tan intenso que termina determinando la orientación de la propia vida. Toca la propia conciencia, la libertad, los sentimientos y las actitudes.
El punto central es este: el bautizado comienza a sentirse interpelado por Jesús, el Señor.
Lo experimenta como un “Tú viviente” que lo interpela, lo llama y, de una forma sorprendente, le manifiesta su amor de predilección, absoluto e incondicional, firme y gratuito.
Es vida transformada por un encuentro.
Ni una ni otra ocurren, de ordinario, de una vez para siempre. La conversión es un camino que siempre estamos transitando, con altibajos, subidas y bajadas; avances y retrocesos. Algo es claro: no nos es dado controlar ese camino, pues es obra maestra del Espíritu que actúa discreta y silenciosamente en nosotros. Hay que dejarlo obrar…
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Hay así una conversión moral, por la que comprendemos que hay opciones, actitudes y criterios de vida que no son los de Jesús y su Evangelio, aunque puedan ser valorados como lo normal, lo que todos hacen, lo sensato según el espíritu del tiempo. El Espíritu nos escuece por dentro, nos intranquiliza e incomoda en la conciencia: “No está bien lo que estás haciendo… Tenés que darle otro rumbo a tu vida”.
Junto a esta existe también la conversión intelectual. A todos nos suele pasar: el paso del tiempo, la experiencia de la vida, una luz más penetrante recibida del Evangelio nos hace cambiar de ideas, de criterios de vida y de valoración.
En la experiencia cristiana, empezamos a ver el mundo con los ojos de Dios. Por eso, junto con la gracia santificante, el Espíritu enriquece nuestra vida con los dones de sabiduría, de ciencia y de inteligencia. San Pablo dirá: vamos adquiriendo la mente de Cristo.
Muy unida a estas dos anteriores, especialmente a la conversión intelectual, está la conversión religiosa o teologal. Es una gracia enorme del Espíritu Santo, que Dios regala a manos llenas. Es decisiva.
Normalmente está asociada a una profunda crisis humana y espiritual: he agotado todos los medios; yo mismo me siento derrotado, en ascuas y al límite de mis fuerzas. Es más: no es extraño que esta conversión sea el reverso de una caída muy honda, de experimentar la miseria humana, esa matriz de pecado que nos habita (el egoísmo, el narcisismo, la imposibilidad de liberarnos de la opresión del propio yo).
Es entonces que ocurre lo fundamental: allí, en el fondo de mi pobreza y miseria, habiendo descendido a mis propios infiernos interiores, Dios me está esperando con el rostro luminoso de Cristo resucitado que ha asumido toda nuestra debilidad.
Lo que cambia es la imagen de Dios en mi corazón: de una divinidad fría y a la que tengo que conquistar con mis méritos y esfuerzos, me dejo ganar el corazón por el Dios amor, ternura, compasión, gratuidad y perdón.
Comienzo entonces a vivir desde las virtudes teologales: desde la fe que abre a Dios, me da una esperanza viva, sólida y sustanciosa; y que fructifica en el amor, que trae consigo la paz y la alegría, la mansedumbre y la amabilidad.
Puedo sentir muchas cosas: inquietud, turbación interior, sequedad o desgano. Pero, en lo hondo del alma, experimento la certeza de la fe que nos da esperanza y que nos mueve al amor: soy amado, tengo esperanza; a pesar de todo, confío y me entrego…
Todo se condensa en ese nombre entrañable que, del corazón y los labios de Jesús pasa a nuestro corazón y a nuestros labios: en el Espíritu del Hijo podemos llamar a Dios, “Abba”, Padre querido.
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No terminaríamos de caracterizar a la conversión cristiana si no dijéramos ahora algo fundamental y primario: la conversión, con el arrepentimiento y el deseo de volver a Dios, es, por encima de todo, gracia soberana del Espíritu Santo.
Es don gratuito, inmerecido y desbordante.
Por eso, el pecador, no bien se hace consciente de su miseria, tiene que dejarse ganar por la humildad que se vuelve oración confiada: “Padre, ten misericordia de mí que soy un pecador. ¿A quién vamos a ir? Solo Vos tenés palabras de vida eterna. Señor Jesús: vos lo sabés todo, vos sabés que yo te amo. Oh, Espíritu Santo, dame un corazón nuevo. Amén”.
El “ayuno” es la expresión fuerte de este deseo de abrirnos a la gracia de la conversión. Ayunamos para que nuestro cuerpo también sienta el hambre y la sed que nos habitan más hondamente: hambre y sed de Dios, de su amor gratuito y de su salvación; hambre y sed de fraternidad, de justicia y de bien en un mundo injusto, violento y deshumanizado.
Por eso, también tenemos que hablar de una conversión social y comunitaria que nos abra de verdad, desde dentro y con la fuerza de la conciencia, a nuestros hermanos para ser testigos y constructores de fraternidad.
Queridos hermanos y hermanas: supliquemos juntos para esta cuaresma que estamos iniciando el don de una genuina conversión del corazón.
Así sea.
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