Reflexiones rápidas sobre el hoy doloroso de nuestra Argentina

“En seguida oí otra voz que venía del cielo y decía: «Ustedes, que son mi pueblo, huyan de esa ciudad, para no hacerse cómplices de sus pecados ni ser castigados con sus plagas.” (Ap 18, 4).
El capítulo dieciocho del Apocalipsis nos narra la caída de la brutal Babilonia. Sus lectores entienden bien: se habla, no de la antigua capital asiria, sino de la Roma imperial, ostentosa, brutal y autoritaria. Cuando se anuncia su inminente y estrepitosa caída, aparece la orden de huir que hemos citado.
Pocos libros de la Biblia tienen un mensaje político tan fuerte como el Apocalipsis. No tiene nada que ver con el fin del mundo de nuestra febril imaginación. Es una radiografía penetrante y lúcida de qué ocurre cuando el poder político se endiosa a sí mismo, erigiéndose en norma suprema de la vida y, como lógica consecuencia, pretende subordinar a sí cuerpos, libertades y conciencias.
Se trata, por tanto, de una crítica permanente a esa pretensión que siempre acompañará toda forma de autoridad humana. Aclaremos que no es esta la única visión que la Escritura tiene del poder humano. San Pablo, por ejemplo, en repetidas ocasiones invita a los cristianos a obedecer a las legítimas autoridades, incluso a rezar por ellas, porque de ellas depende el bienestar y la paz para los ciudadanos. El mensaje del Apocalipsis no contradice esta postura, sino que señala, con notable realismo, que el poder puede salirse de madre y volverse contra sí mismo. Puede corromperse.
Volvamos ahora a aquel mandato de huida: a aquellos cristianos que eran humillados y perseguidos por Babilonia-Roma, se los conmina a huir. ¿Qué significa esto? ¿También nosotros tenemos que huir o, al menos, alejarnos, de la política que se corrompe?
Obviamente, sería absurdo una huida -digamos así- geográfica: irse lejos, a algún lugar fuera del alcance de esa política y de los políticos. La tentación más fuerte de huida no tiene esa fisonomía. Lo más común es la huida hacia la indiferencia o hacia lo que hoy se denomina: el sentimiento “antipolítica”. Como ha ocurrido -y, hoy por hoy, ocurre en muchos sitios- esta forma de huida deja la puerta abierta a aventureros que suelen sumergir a los pueblos en formas nuevas de autoritarismo, violencia y deshumanización.
Miremos de vuelta el texto del Apocalipsis. Babilonia es aquí una cifra, una metáfora, una imagen. Con ella se indica aquel cúmulo de desaguisados morales que, desde el corazón, alcanzan la conducta humana, y, desde ella, a todo el cuerpo social. Babilonia es cifra del pecado como aversión a Dios y a la Ley suprema del amor, para volverse sobre sí mismo, haciendo de los propios deseos, la norma suprema de la vida. Ahí anida la corrupción. Babilonia es cifra de un poder decadente y corrompido, que ha dejado morir en quienes lo detentan el soberano imperio de la verdad sobre la propia conciencia.
Huir de Babilonia, para los discípulos de Cristo, no es sinónimo de huida de la política, de la construcción cotidiana del bien común, de la lucha por la justicia, sino todo lo contrario. Que también es lo más exigente. Y lo es, porque es lo más humanizante, a la larga. Se trata de apostar por la virtud, es decir: por el gusto de hacer el bien; de trabajar por la recompensa más alta, la que se mide por la propia honradez y la satisfacción de la obra buena realizada.
Cuentan que el nuncio en la Berlín del Tercer Reich, Cesare Orsenigo, en una de sus habituales e infructuosas reuniones con altos funcionarios del gobierno nazi, cansado de las dilaciones y maltratos ante sus reclamos, le espetó en la cara a un alto ministro del Reich: “Ustedes van a perder la guerra, pero no porque estén enfrentados a las potencias más grandes del mundo, sino porque desprecian toda justicia, la dignidad humana, todo lo que es bueno y moral”. Para pensar.
La regeneración de la política en nuestro país supone una profunda regeneración espiritual que, necesariamente, tiene que brotar desde dentro y desde abajo. Huir del pecado para dejarse conquistar por la gracia de Cristo.
Vivir lo que hacemos cada noche de Pascua, cuando pronunciamos las tres renuncias (al demonio, a sus pompas y al pecado), para poder decir nuestros tres “Sí, creo”: al Dios amor revelado por Jesucristo.
Este, no otro, es el camino cristiano.
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